—En situaciones normales, tal vez, pero lo hemos visto entrar en una especie de trance místico durante el cual lo considero dispuesto a cualquier cosa. A lo largo de la historia del crimen ha habido terribles asesinos que durante la inmensa mayoría de su vida eran ejemplares padres de familia, pero cuando se despertaba en ellos la animalidad del criminal que llevaban dentro salían a la calle y no se quedaban tranquilos hasta que no calmaban a la bestia que habitaba en su interior mediante el derramamiento de la sangre de inocentes.
—¡La bestia del Apocalipsis! Voy a por la Biblia.
Diego cogió el ejemplar de tapas de plástico rojo y la abrió por el último de los libros.
—Su número es el 666 —puntualizó Patricia.
—Sí, aquí está. San Juan lo narra en tiempo pasado, pero se trata de una profecía. Tras el toque de la séptima trompeta, de una mujer nacerá un niño que gobernará sobre todas las naciones. Y entonces aparecerán las bestias: un dragón que será vencido por el arcángel Miguel y arrojado a la tierra. Allí perseguirá a esa mujer sin alcanzarla. Y luego surgirán dos bestias, una de las profundidades del mar a la que adorarán los hombres, y otra de las entrañas de la tierra, que tendrá un número, el 666.
—Nadie ha sabido explicar jamás qué significa en realidad esa cifra —puntualizó Patricia.
—Dice el Apocalipsis que «Quien tiene inteligencia, calcule el número de la bestia, que su número es de un hombre, y el número de la bestia es seiscientos sesenta y seis».
—¿Qué significa eso? —le preguntó Patricia.
—Aparentemente sólo una cifra. Ya sabes que los judíos eran maestros en el arte de la cábala, la disciplina que combina matemáticas, aritmética, geometría, religión y gramática, una doctrina mística a la que llaman la ciencia de la verdad y cuyo destino estricto es la comprensión de la Tora. El núcleo de la cábala son los sephiroth, los diez números que combinados con las veintidós letras del alfabeto hebreo constituyen el plan de creación de todas las cosas. El 1, 2 y 3 están en la parte superior, formando un triángulo; el 4, 5, 7 y 8 en el medio, cada uno en el vértice de un cuadrado en cuyo centro está el 6; el 9 y el 10 en la parte inferior. El 6 es el número de la compasión, el esplendor y la belleza, el número del centro.
—Pues según la cábala hebrea, el número 6 no tiene nada que ver con la bestia del Apocalipsis, 666. ¿Qué querrá decir esta cifra? —se preguntó Patricia.
—Hay quien la ha relacionado con algunos emperadores romanos que persiguieron a los cristianos, como Nerón o Domiciano; así, en números romanos, seiscientos sesenta y seis se escribe DCLXVI, que serían las iniciales de la frase latina
Domitius Caesar Legatos Xristi Violenter Interfeatr
, es decir «el emperador Domiciano asesinó a los enviados de Cristo». Pero el Apocalipsis se escribió en griego, no en latín. También se ha identificado ese número con el papa de Roma, considerado por algunos como el verdadero anticristo. Incluso corre por ahí el chascarrillo de que 666 es en realidad WWW, es decir, las siglas de Internet. Aunque recientemente se han hallado textos en los que parece ser que san Juan no escribió 666, que sería una mala traducción del original, sino 616 como el número de la bestia. Todo un lío.
—Me parece que nadie sabe muy bien qué significa ese número.
—Es lo que tienen las profecías, que pueden ser interpretadas de mil maneras diferentes.
El anuncio de la venida del reino de Dios
Como hacía un fin de semana sí y otro no, el Peregrino cogió su coche y salió hacia su pueblo en la costa de Lugo. La presión de la policía lo había puesto muy nervioso y su cabeza no cesaba de dar vueltas a lo que había hecho. Esa semana se había sentido convulso por los remordimientos. Una tarde había pasado un par de horas arrodillado en un banco de la catedral, pidiendo al santo apóstol que le mostrara alguna luz sobre cómo debía comportarse.
Barajó la posibilidad de confesarse y declarar su participación en el robo, a salvo de ser denunciado por la salvaguarda del secreto de confesión. Pero, con ello, el Códice no regresaría al archivo; de hecho, el Peregrino ni siquiera sabía dónde se encontraba. Lo único que podía declarar a la policía era su encuentro con los dos argentinos en Madrid y en Oporto, cómo se fraguó el plan y el número de un teléfono móvil de alguien que podía residir en París y el de los dos argentinos.
Durante el viaje en coche a su domicilio familiar, el viernes por la tarde, no cesó de pensar en ello. Al llegar a su destino, su hermana lo esperaba a la puerta de la casa, como cada quince días, como cada período de vacaciones.
Enseguida se dio cuenta de que su hermano no estaba bien. Tenía el rostro demudado, el rictus amargo, los ojos vidriosos y la mirada perdida.
—¿Te encuentras mal? —le preguntó, preocupada por su aspecto.
—Sí. Hace demasiado calor, incluso para esta zona. Beberé un poco de agua y se me pasará enseguida.
Entraron en la casa pero no se dieron cuenta de que un par de individuos los observaban en la distancia.
Una llamada despertó de la siesta dominical al inspector Gutiérrez.
—Manolo, vente en cuanto puedas a comisaría.
Era la voz del comisario jefe de Santiago.
—Hoy es domingo. ¿Qué ocurre?
—Se trata de tu sospechoso. El cuerpo de ese sacerdote ha aparecido flotando en una playa de Lugo, cerca de la aldea donde tiene su casa familiar.
—Voy enseguida.
El inspector se levantó como impulsado por un muelle, se metió en la ducha y salió presto hacia comisaría.
—¿Cómo ha sido? —preguntó nada más llegar.
El comisario estaba reunido con un par de agentes.
—Lo han encontrado a primeras horas de la mañana. Ayer sábado, tras la comida, marchó a pasear como acostumbraba. Su hermana, preocupada por su tardanza, salió a buscarlo por el sendero que le gustaba recorrer desde su casa hasta la costa, pero no lo encontró. Preguntó a sus vecinos por si lo habían visto pero nadie supo darle noticias de su paradero. Sobre las ocho de la tarde, y como el sacerdote tampoco respondía a las llamadas al móvil, la hermana se dirigió al cuartel de la Guardia Civil para denunciar su desaparición. Lo buscaron sin resultado alguno. Como ya te he dicho, ha aparecido esta misma mañana ahogado en la playa. Nos han llamado enseguida porque lo mantenían vigilado desde que les comunicamos que era sospechoso.
—Pues no lo han hecho demasiado bien, porque este cura o se ha suicidado o se lo han cargado —sentenció Gutiérrez.
—Según la Guardia Civil, ha podido tratarse de un accidente; tal vez se acercó demasiado a la orilla y un golpe de mar lo arrastró aguas adentro —supuso el comisario.
—Vamos, jefe, ese hombre pasaba allí todas sus vacaciones y muchos fines de semana. Había nacido en ese lugar y conocía perfectamente toda esa costa. Además, ayer el mar estaba en calma.
—Pudo caer al mar; quizá sintió un mareo, una indisposición...
—Déjame ir a ese pueblo.
—El atestado lo instruye la Guardia Civil de la zona.
—Es un testigo del robo del Códice Calixtino, y este caso lo llevamos nosotros. Ese cura era uno de los investigados.
El comisario reflexionó.
—De acuerdo. Llamaré al comandante del puesto de la Guardia Civil y le diré que vas a ir por allí...
—Mañana mismo. Y déjame que llame a la inspectora Villar, quiero que me acompañe.
—Hace unos días que se marchó a Madrid; aquí ya no tenía nada que hacer.
—Lo sé, pero me gustaría que me acompañara; si la llamo ahora puede estar mañana a primera hora en el aeropuerto, la recogeré y saldremos directamente hacia Barreiros. Para ello necesitará que solicites desde aquí la autorización a sus superiores.
—No sé por qué te permito que sigas por ese camino.
—Porque sabes que tengo razón —sentenció Gutiérrez.
La mañana del lunes hacía calor en Santiago, pero nada comparable al bochorno que estaba asolando aquellos días Madrid.
—Hola, Manolo. —Teresa saludó a su colega con dos besos.
—Déjame que lleve la maleta. ¿Has tenido buen viaje?
—Perfecto. Bien, cuéntame.
Durante la larga hora que duró el viaje desde el aeropuerto de Santiago hasta Barreiros, Gutiérrez puso a la inspectora de la brigada central de Patrimonio Histórico al corriente de lo sucedido con el Peregrino.
El inspector detuvo su coche delante del cuartel de la Guardia Civil. El comandante del puesto, un sargento de mediana edad, calvo, delgado y con un fino bigote, de los que ya no se usaban en el cuerpo de la Benemérita, los recibió.
—Buenos días, inspectores. Ayer tarde nos comunicaron de la comandancia de La Coruña que nos pusiéramos a su disposición. Ustedes dirán.
—Muchas gracias, sargento. Se trata de la muerte de ese sacerdote, vecino de una aldea cercana, cuyo cadáver encontraron ayer en la playa. Estaba siendo interrogado por el caso del robo del Códice Calixtino de la catedral de Santiago, y hemos creído conveniente acercarnos para conocer los detalles.
—Como ya me informaron que venían por ese asunto, les he preparado una copia del atestado. Ésta es.
El inspector Gutiérrez leyó en voz alta el folio y medio redactado por uno de los guardias del cuartel.
—Aquí se dice que la muerte del sacerdote fue un accidente.
—Eso dedujeron los dos números que acudieron a la playa, y lo ratificó el forense de Barreiros. Al parecer, el cura caminaba por la orilla y debió de meterse en el agua hasta las rodillas, porque el cadáver no llevaba calzado. Es probable que resbalara y cayera entre las rocas, porque se le apreció un golpe en la cabeza que debió de aturdirlo, y a consecuencia de ello se ahogó.
—¿Se le ha practicado la autopsia?
—El juez del juzgado de primera instancia lo decidirá esta misma mañana. El cuerpo se halla en el depósito comarcal de cadáveres. Puedo acompañarles, si lo desean.
—Se lo agradeceremos, sargento —intervino Teresa.
—Por cierto, sargento, ¿llevaba ese hombre un teléfono móvil?
—No, tan sólo una cartera con un par de fotos, los carnés de conducir y de identidad y unos billetes.
El cadáver del Peregrino presentaba un fuerte golpe en la parte posterior de la nuca. En el informe del forense se argumentaba que podía haberse producido al resbalar sobre las rocas de la playa y haber caído de espaldas sobre una de ellas.
El juez, a la vista del informe de la Guardia Civil y del forense, desestimó que se hiciera la autopsia y autorizó que pudiera enterrarse al sacerdote.
Gutiérrez, enterado de la decisión del juez, llamó inmediatamente al comisario de Santiago.
—Jefe, el cura ha sido asesinado, estoy completamente seguro, pero el juez no ha ordenado que se le practique la autopsia y va a ser enterrado esta misma tarde en el cementerio de su aldea. Necesito que consigas que la Audiencia Provincial de Lugo ordene que se le practique la autopsia al cadáver.
—Manolo, cálmate. He recibido por correo electrónico el atestado de la Guardia Civil y el informe del forense, y nada hace pensar que ese sacerdote haya sido asesinado.
—¡Y una mierda! A ese cura se lo han cargado de un golpe en la cabeza, le han quitado los zapatos y el teléfono móvil y lo han arrojado al mar. En la zona de la nuca tiene la huella de un impacto contundente y seco, probablemente ejecutado con un palo grueso, una barra de hierro o algún objeto similar.
—Déjalo estar. Ahí ya no tenéis nada que hacer. Regresad a Santiago.
—Escúchame, por favor, consigue esa orden para hacerle la autopsia, comisario.
—No insistas, Manolo. Y regresa a Santiago hoy mismo.
Teresa Villar escuchó la conversación de los dos policías, y cuando vio el gesto de Gutiérrez al acabar de hablar con su jefe supo que no renunciaría a continuar con las pesquisas, ni siquiera por una orden de su superior.
—Vamos a ver a la hermana del cura —propuso Gutiérrez.
—Ya has oído al comisario; debemos regresar a Santiago.
—Serán unos minutos.
—Estás incumpliendo el reglamento y saltándote la orden de un superior, eso puede acarrearte una sanción disciplinaria.
—Si tú no me denuncias, no tiene por qué enterarse.
—Vale, pero sólo unos minutos; luego regresaremos a Santiago.
Preguntaron por la dirección que tenían anotada de la casa del Peregrino y se acercaron con el coche hasta la aldea.
La vivienda familiar del Peregrino era una modesta pero amplia casa de labriegos de dos plantas, con un establo anexo, ubicada a unos quinientos metros del centro de la aldea, rodeada de un prado y muy cerca de la costa.
La puerta estaba abierta y ante ella había media docena de personas que habían acudido a visitar a su vecina y a darle el pésame por la muerte de su hermano.
Los dos policías se identificaron y solicitaron hacerle unas preguntas.
—Sentimos la muerte de su hermano, señora. Lo conocíamos desde hace unas semanas, y nos gustaría, si fuera tan amable, que nos contestara a unas preguntas. Serán unos pocos minutos.
La hermana del Peregrino, una mujer cercana a los setenta años, acostumbrada a acatar las indicaciones de la autoridad, aceptó.
—¿Su hermano solía meterse en el mar? —le preguntó Gutiérrez.
—No. Ni siquiera sabía nadar. Le gustaba pasear por los senderos, a la vista del mar, pero nunca en la playa. No sé por qué lo hizo anteayer.
—¿Percibió algo extraño en él?
—Me pareció más cansado, y quizá estuviera algo más callado que de costumbre, un poco taciturno tal vez, pero no hizo nada diferente a lo habitual. Mi hermano era un hombre de costumbres.
—¿Habló alguien con él el día de su desaparición?
—Creo que no. Llegó de Santiago el viernes por la tarde, me ayudó en las tareas de la casa y en la alimentación de los animales; el sábado fuimos al cementerio, a rezar ante la tumba de nuestros padres, luego comimos y salió a dar su paseo habitual. Y ya no volví a verlo.
—Iba solo.
—Sí. Le gustaba pasear en soledad. A veces yo lo acompañaba, pero el sábado hacía calor y me quedé en casa.
—¿Habló con algunas personas?, ¿alguien preguntó por él?
—No, nadie, al menos que yo sepa.
—Y no vio usted a nadie extraño por aquí esa mañana o el día anterior...
—No. Hay días que sí viene gente forastera que recorre la costa en busca de la playa de las Catedrales, pero el sábado estuvo esto muy tranquilo.