—Sí. Esta misma mañana he estado en las oficinas del arzobispado y en la residencia donde se aloja aquí en Santiago, y he averiguado algunas cosas. —Gutiérrez sacó del bolsillo de su americana una pequeña libreta y cotejó algunos datos—. En efecto, su último día de trabajo en las oficinas del arzobispado fue el jueves 30 de junio, y el viernes 1 de julio, a primera hora de la tarde, llamó a la residencia para decir que había llegado bien a su pueblo en el norte de la provincia de Lugo; pocos minutos después también llamó a uno de sus compañeros de trabajo para decirle que ya estaba en su pueblo. ¿No te parece extraño?
—No demasiado.
—Para un tipo como éste, sí. Es un ser huraño y solitario que apenas habla con nadie más que de cuestiones laborales. Su colega del archivo se quedó tan extrañado al recibir la llamada que en un primer momento pensó que le había ocurrido algo grave, porque hasta ese día no lo había hecho jamás.
—¿Qué supones?
—Está claro que el curita pretendía que todos supieran que el viernes 1 de julio estaba en su casa familiar a más de cien kilómetros de Santiago, y que no pensaba moverse de allí durante todo el mes. Si tuvo algo que ver en el robo, su coartada es perfecta.
—Tú lo has dicho: es perfecta. Si la desaparición del Códice se descubrió el martes 5 de julio a última hora de la tarde y ese sacerdote estaba a más de cien kilómetros desde hacía más de cuatro días, él no pudo ser el ladrón.
—Sí pudo.
—¿Le supones el don de la ubicuidad? Tenía entendido que esa cualidad es exclusiva de Dios.
—Los ladrones dispusieron de un par de días al menos para sacar de aquí el Códice. Además, creo que el domingo ya lo habían sustraído.
—¿Cómo has llegado a esa conclusión? —le preguntó Teresa.
—Quien se ha llevado el Códice conoce a la perfección cómo funcionan todas las medidas de seguridad, por llamarlas de alguna manera, de la catedral y del archivo. Sabe moverse por sus salas, estoy seguro de que conoce el emplazamiento de las cámaras de vídeo y estaba al corriente de que sólo se almacenaban las últimas cuarenta y ocho horas. El lunes por la mañana se borraron las imágenes grabadas el viernes día 1 de julio; si el jueves por la tarde el Códice estaba en su lugar y el martes a última hora se apercibieron de su desaparición, creo que quien lo robó lo hizo ese mismo viernes; así, aunque el lunes a media mañana se dieran cuenta de que no estaba en su sitio, las grabaciones del viernes ya habrían sido eliminadas.
—No habías dicho nada de esto.
—Se lo comuniqué a mi jefe en Santiago.
—Eso mismo pensé yo, pero ¿cómo iba a suponer el ladrón que nadie se daría cuenta de la desaparición del Códice durante tres o cuatro días?
—Por eso precisamente se dio el golpe en viernes, o tal vez el sábado. Quien lo hizo sabía que, como pronto, la desaparición del Códice sería denunciada el lunes por la mañana, y para entonces ya no habría imágenes del viernes, y tal vez ni siquiera del sábado.
—Y si fue ese cura, pudo haberlo hecho el viernes por la mañana, y llevarse con él el Códice a su pueblo —dedujo Teresa—. ¿Has leído estos días algo de Conan Doyle? Estás utilizando el mismo método que Sherlock Holmes.
—Es lo que aprendí en la academia y en la experiencia. Ya sabes, el viejo método que ahora los policías jóvenes no utilizáis porque os habéis formado entre análisis químicos, de ADN y todas esas sofisticadas técnicas.
—Los nuevos métodos han resuelto casos que de otro modo hubieran quedado impunes.
—No lo dudo, pero con tanta hiperespecialización los policías estamos perdiendo algo fundamental en nuestro trabajo: la intuición, eso que algunos seguimos llamando el olfato.
Desde su casa a orillas del Sena, Jacques Román seguía día a día las informaciones que llegaban de España sobre el robo del Códice Calixtino. Se había mostrado muy preocupado cuando leyó que la hipótesis que sostenía la policía española atribuía la autoría del robo a una banda internacional.
Pero aquel día Jacques se sintió aliviado. Uno de los periódicos gallegos avanzaba un cambio sustancial en las premisas policiales. Un portavoz de la policía había declarado que entre los investigadores estaba cobrando fuerza la idea de que el robo podía ser obra de algún empleado de la catedral que lo hubiera sustraído por capricho o por debilidad, o incluso para demostrar que las medidas de seguridad del archivo resultaban ineficaces.
—La policía española maneja una nueva hipótesis de trabajo —le comentó Román a Su Excelencia, con el que estaba compartiendo un suculento almuerzo en su domicilio de la isla de San Luis—. Ahora apuntan hacia una motivación ajena a lo económico, y piensan que el ladrón puede ser alguien próximo a la catedral que ha pretendido dar una especie de escarmiento a los responsables del archivo. Cada día andan más despistados.
—Pero tienen indicios que señalan al Peregrino —comentó el aspirante a cardenal.
—¿Qué le hace suponer tal cosa, Excelencia? —El rostro de Jacques Román mudó de rictus al escuchar aquella tajante afirmación de su interlocutor.
—El cambio de tesis de la policía española. Alguien se ha dado cuenta de que el Peregrino, al que ya han interrogado, ha mostrado ciertas lagunas en sus declaraciones.
—No tengo noticia de que haya sucedido así.
—Pero yo sí. He sabido que un policía preguntó por él en varias dependencias de la catedral. Envíe a dos de nuestros hombres a Galicia. Que vayan en coche y que sean discretos. Tienen que entrar en contacto personal con el Peregrino y averiguar qué ha ocurrido en su declaración.
—¿Y si en verdad sospechan del Peregrino?
—En ese caso habrá que actuar con contundencia antes de que sea demasiado tarde. Ya sabe cómo hacerlo.
—Sí, claro, Excelencia, claro.
—Este lomo de liebre con setas y salsa española está delicioso. Déle la enhorabuena a su cocinero.
—De su parte, Excelencia, de su parte.
—¿Cómo va la traducción del Códice?
—Ya casi está lista. El padre Villeneuve me ha prometido que en tres o cuatro días dispondremos de ella.
—¿Y el Códice?
—Sigue en mi caja fuerte. Está bien seguro. ¿Desea verlo, Excelencia?
—No. Soy un enamorado del arte, y si lo tuviera de nuevo en mis manos tal vez me arrepentiría de la decisión que hemos tomado; prefiero no volver a ver ese manuscrito nunca más.
Diego Martínez estaba tranquilo. De las informaciones que llegaban de España podía deducirse que la policía andaba confusa y que carecían de pistas firmes que condujeran a la resolución del caso del robo del Códice Calixtino.
—Creo que nunca sabrán quién se llevó ese manuscrito —comentó Diego a Patricia mientras daban un paseo por las orillas del lago de Ginebra poco antes de la hora del almuerzo.
—Si lo dices por lo que están publicando los periódicos, es posible que te equivoques. Imagino que la policía estará filtrando las informaciones que le interesen, pero no la realidad del proceso de investigación.
—Han pasado más de dos semanas desde que se descubrió el robo, y no da la impresión de que caminen por la senda acertada.
—No te fíes.
—Y no lo hago. Ni siquiera he intentado hablar con Jacques Román, y no será por falta de ganas. Lo más adecuado es recuperar nuestra rutina habitual, de modo que tenemos que ir a Londres a ver ese manuscrito que tanto intriga a Michael Von Rijs.
—Cinco mil libras por ese trabajo, ¿no es así?
—Ésa fue su oferta. Si te parece, lo llamaremos esta tarde y la semana que viene viajaremos a Londres a ver ese manuscrito.
—Una copia del Evangelio de Tomás.
—Eso dijo Von Rijs. Tal vez ratifique tus hipótesis sobre los apóstoles.
—Tomás es un apóstol que apenas tiene protagonismo en los Evangelios; sólo es célebre por el episodio de su duda ante la aparición de Jesús tras la Resurrección.
—Es el que le mete el dedo en los estigmas de las manos y la mano en el costado para probar que ese hombre, que decía haber resucitado, era el propio Jesucristo martirizado en la cruz del monte Calvario.
—Sí, el mismo. Y por cierto, ese dato es revelador sobre dónde colocaron los soldados romanos los clavos. Según san Juan, que estuvo a los pies de la cruz en el Calvario y fue testigo presencial tal cual él mismo cuenta, no fue en las muñecas sino en las manos —adujo Patricia.
—Vas a acabar convertida en una experta en Historia Sagrada —repuso Diego.
—Tomás es llamado por el propio Juan con el sobrenombre de Dídimo, que significa «el mellizo» en griego. Eso ha llevado a algunos a pensar que era hermano gemelo de Cristo, nada menos; pero Tomás también significa «el mellizo» en hebreo.
—¿Y tú qué opinas?
—Que Tomás no fue hermano gemelo de Jesús, pero, sin duda, tuvo un hermano gemelo. En el Evangelio árabe de la infancia, uno de los apócrifos, se dice que el otro gemelo murió y que Tomás fue curado por Jesús. Aunque su gemelo tal vez fuera el apóstol Felipe, pues en los Hechos de los Apóstoles hacen pareja, pero no dispongo de ningún otro indicio; también es probable que ese hermano quedara olvidado en el anonimato de aquellos tiempos.
«Tomás escribió un Evangelio, o al menos a él se le atribuye uno de los textos hallados en Nag Hammadi en 1945, donde se denomina Tomás Judas Dídimo. Por eso algunos lo han confundido con Judas Tadeo, el apóstol que yo creo que era uno de los hermanos de Jesús. Ese Evangelio, catalogado entre los escritos gnósticos donde se narran los milagros de Jesús cuando era un niño, es considerado herético por la ortodoxia católica. Recoge ciento catorce "dichos" de Jesús. El ejemplar hallado en Nag Hammadi se conserva en el Museo Copto de El Cairo.
»Una tradición coloca a Tomás visitando Siria, Persia y la India, donde se habría instalado en el año 52 y habría sido martirizado el 3 de julio del año 72. Allí habría fundado siete iglesias donde todavía es venerado. Su cadáver habría sido trasladado por un mercader cristiano desde la India hasta Siria y depositado en una iglesia de la ciudad de Odessa, en la que Tomás habría predicado el Evangelio. Pero todo esto me parece una fabulación del siglo IV para consolidar el avance del cristianismo en Siria.
—Tal vez en esa copia que nos anuncia Von Rijs esté la solución a la figura de ese apóstol, que por lo que has dicho significa para el Oriente cristiano lo que Santiago para Occidente.
Un leve pitido le indicó que en el buzón de mensajes de su móvil había entrado un nuevo envío. Diego lo abrió al instante; esperaba con ansia noticias de la investigación policial en Santiago.
«Suena la cuarta trompeta y resultan heridos el sol, la luna y las estrellas, y un tercio de su luz desaparece», leyó.
—¿Algo importante? —le preguntó Patricia.
—Es un mensaje de Jacques, mira lo que dice.
Diego le enseñó el texto a Patricia.
—Ahora sí estoy segura de que ese hombre está loco. Nunca debimos aceptar este encargo.
A finales de julio la policía española había dado un giro considerable a las tesis de la investigación de la desaparición del Códice Calixtino.
En la comisaría de Santiago seguían trabajando los inspectores de la brigada central de Patrimonio desplazados desde Madrid, cuyas deducciones ya no se dirigían hacia una banda de ladrones expertos en robar obras de arte y antigüedades, sino hacia otros presupuestos más domésticos.
La prensa, que seguía muy atenta el caso, recogía filtraciones interesadas de la policía en las que se manejaban varias hipótesis de trabajo y en las que se decía que la investigación duraría bastante tiempo. Incluso no se descartaba que se hubieran producido varios hurtos anteriores de piezas del archivo y de otras dependencias de la catedral sin que nadie se hubiera percatado de su desaparición.
—El delegado del gobierno nos pide soluciones, señores. Deben de estar apretándole las tuercas desde Madrid.
El comisario de Santiago mostraba un semblante serio en la reunión diaria con los inspectores que investigaban el caso.
—Creemos que hay que descartar la hipótesis de que se haya tratado de un robo por encargo, como supusimos en los primeros días —intervino Gutiérrez.
—¿Qué os hace suponer ese cambio ahora?
—Sospechamos de uno de los empleados; se trata de un sacerdote que trabaja en las oficinas del arzobispado desde hace varios años.
—¿Disponemos de alguna prueba que lo incrimine?
—Todavía no; sólo indicios razonables. Hemos pensado en ir acorralándolo poco a poco hasta que, si él es el ladrón, cometa un error y se delate.
—Pues acelerad. Parte de la prensa empieza a tomarse este asunto en broma. Incluso se han publicado viñetas cómicas al respecto y algunos periódicos hasta han publicado relatos de ficción sobre cómo se pudo producir la sustracción. Corren especulaciones, rumores y chascarrillos de todo tipo. Hay quien comenta que se trata de una travesura, una especie de broma pesada de alguno de los empleados de la catedral para burlarse del deán, y alguien ha apostado que el Códice aparecerá milagrosamente el próximo día 25, el de la fiesta del apóstol, mediante una llamada anónima.
—O tal vez pidan un rescate, como ocurrió con el robo del famoso cuadro El grito, de Munich. En ese caso quien lo robó, un ladrón de bancos noruego, ofreció su devolución a cambio de inmunidad legal; lo hizo porque no encontró a quien vendérselo —añadió Teresa.
—Este caso puede ser diferente, comisario. En ése que ha citado la inspectora Villar y en otros similares, los ladrones actuaron por una clara motivación económica. Pero creo que en esta ocasión los incentivos son de otra índole.
—¿De qué tipo?
—Pudiera ser una especie de venganza. El único sospechoso está relacionado con las organizaciones católicas más integristas, y consideramos que se trata de un episodio de luchas intestinas y maquinaciones entre eclesiásticos. Probablemente pretenda desprestigiar al sector contrario a sus postulados —terció Gutiérrez.
—¿Una conjura dentro de la propia Iglesia?
—Creemos que ésa podría ser una de las causas del robo.
—¿Consideramos, creemos?
—El inspector Gutiérrez, mis dos compañeros de la brigada central y yo misma estamos cada día más convencidos de que ésa debe ser la línea a seguir en las pesquisas.
La inspectora se mostró firme en sus convicciones.
—¿Tienen vigilado a ese sospechoso?
—Está de vacaciones en su pueblo de la costa de Lugo. Esperamos tus órdenes para hacerlo y una petición al juzgado para que nos autorice a pinchar su teléfono y poder grabar todas sus conversaciones —dijo Gutiérrez.