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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico, Intriga

El códice del peregrino (22 page)

BOOK: El códice del peregrino
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—Seré yo. El arzobispo así me lo ha pedido —intervino el deán.

—De acuerdo, señor deán. Nosotros le explicaremos lo que puede ser publicado y lo que debe permanecer en el secreto de la investigación. Cuantos menos datos concretos se faciliten, mejor. Y sí les rogaría que eviten las filtraciones «anónimas»; suelen confundir bastante y no ayudan en nada.

—Así lo haremos, inspector.

—Y ahora, permítanme una pregunta muy directa: ¿sospechan de alguien que desde dentro pudiera haber participado en este robo?

—No. —El deán fue contundente en su respuesta—. Todo el personal que trabaja en la catedral y en su archivo goza de plena confianza.

—Perdone mi insistencia, pero ¿está usted seguro? Por lo que hemos averiguado hasta ahora, el robo no ha podido efectuarse sin la colaboración de alguien que trabaje aquí. Es la única explicación a esa cuarta llave que apareció colocada en la cerradura de la puerta de la estancia de seguridad.

—¿Está insinuando que ese posible colaborador interno es uno de nosotros tres? Somos los únicos que tenemos llave de esa puerta —intervino el archivero.

—Lo siento, pero esa evidencia es contundente. Les tengo que pedir que me dejen sus llaves para hacer un estudio comparativo con la que estaba puesta en la cerradura.

—¿Qué averiguarán con eso?

—Si esa cuarta llave es una copia de cualquiera de las tres, es probable que podamos discernir cuál de ellas fue el modelo.

—Y en ese caso, uno de nosotros tres sería el colaborador necesario; ¿me equivoco? —preguntó el archivero.

—Esa sería una de las hipótesis, por supuesto, pero no la única.

Los tres responsables del archivo cruzaron sus miradas de manera furtiva. El deán enarcó las cejas y los labios en un rictus serio, el canónigo se cubrió la cara y la cabeza con sus manos y el archivero dejó que su mirada se perdiera a través de una ventana, hacia el infinito.

El arzobispo pidió a su secretario que le pusiera en contacto con el abogado que llevaba los asuntos jurídicos de la archidiócesis. Acababa de hablar con el deán, que se mantenía remiso a presentar una denuncia formal por la desaparición del Códice Calixtino, aunque ya no había más remedio que hacerlo. El comisario de policía de Santiago le había pedido que no demorara más la presentación de esa denuncia para poner en marcha el protocolo europeo de defensa del patrimonio histórico.

Desde la brigada central ya se había enviado una nota sobre la posible sustracción del Códice Calixtino, con un pequeño anexo extraído de la Wikipedia sobre las características de este manuscrito, pero faltaba la denuncia de parte.

A las siete de la tarde del miércoles 6 de julio, el abogado del arzobispado se personó en la comisaría de policía de Santiago de Compostela. Llevaba consigo un escrito, que había redactado esa misma tarde tras consultar con el deán y el arzobispo, en el cual denunciaba la desaparición del Códice Calixtino del archivo de la catedral.

Poco después el delegado del gobierno español en Galicia citaba a los medios de comunicación a una rueda de prensa en la delegación para comunicar la desaparición del manuscrito.

A primeras horas de la noche todas la agencias de prensa del mundo daban cuenta de la noticia: «Roban el Códice Calixtino, una joya bibliográfica de la catedral de Santiago de Compostela.»

A orillas del lago Lemán la calma era absoluta. En medio de la vorágine de acontecimientos calamitosos que convulsionaban al planeta, sangrientas revueltas en varios países árabes, hambrunas terribles en África, sobresaltos financieros y crisis económica en Occidente, represión política en Asia, disturbios estudiantiles en América del Sur y ajustes de cuentas de narcotraficantes y policía en América Central, Suiza destacaba como un remanso de tranquilidad en medio de un mundo que parecía haberse vuelto loco.

Diego Martínez encendió el televisor para escuchar las noticias mientras preparaba la cena. Estaba aliñando una ensalada sin prestar demasiada atención a lo que un par de locutores leían durante el telediario de la noche cuando oyó «Santiago de Compostela». Dejó la ensalada y se acercó al televisor. Sólo pudo ver un fotograma de un manuscrito medieval antes de que apareciera el rótulo de la sección de deportes. Era una de las páginas del Códice Calixtino.

—¡Patricia, Patricia! —El argentino llamó a su pareja, que estaba acabando de ducharse en el baño del piso superior—. Ven enseguida, en la tele han hablado de Compostela y del Códice.

Patricia Veri bajó la escalera envuelta en la toalla de baño.

—¿Qué han dicho?

—No lo sé. Sólo he oído que citaban Santiago de Compostela y cuando me he acercado al televisor ya había acabado la información, pero todavía he podido ver una imagen del Códice. Vamos a Internet, a ver qué ha pasado.

Encendieron el ordenador y en un buscador de páginas web escribieron las palabras «Códice Calixtino Santiago Compostela» y dieron la orden de buscar. En 0,14 segundos aparecieron miles de entradas. Las primeras eran noticias sobre el robo de ese manuscrito.

—Ya está.

—Sí que han tardado en dar la noticia —comentó Patricia.

Fueron clicando en varias entradas de agencias de prensa y de periódicos, televisiones y radios españolas, y en todos esos medios se destacaba la noticia, aunque unos la calificaban de «robo», otros de «hurto» y los menos de «desaparición». El periódico de mayor tirada en España titulaba «Desaparece el Códice Calixtino de la catedral de Santiago», hablaba de «hurto» e informaba sobre la importancia del manuscrito. En unas declaraciones entrecomilladas, el deán de la catedral ofrecía algunos detalles, como que las llaves de la estancia de seguridad estaban puestas, que un archivero se había percatado de la desaparición el martes por la tarde y que pensaba que había podido ser sustraído la semana anterior.

—¿Qué te parece? —preguntó Patricia.

—Que la policía y los responsables del archivo de la catedral saben mucho más de lo que dicen.

Se olvidaron de la cena y ocuparon un par de horas en leer las diversas declaraciones que iban apareciendo: políticos gallegos y españoles que lamentaban el robo y lo calificaban de «pérdida irreparable»; profesores de historia, de arte y de musicología que equiparaban la desaparición del Códice Calixtino a la quema del Museo del Prado o al hundimiento del Pórtico de la Gloria; expertos que aventuraban las primeras hipótesis sobre la autoría del robo; gentes diversas que opinaban en las redes sociales sobre las más variadas teorías, e incluso escritores que resaltaban los factores novelescos y literarios de tan sorprendente episodio.

—Se ha liado una buena —comentó Patricia.

—Pero por las declaraciones que aquí van apareciendo, los investigadores tienen un despiste considerable. Dejar la cuarta llave en la cerradura ha sido una magnífica ocurrencia. Eso los ha desorientado por completo.

—Pero intuyen que alguien de entre el personal de la catedral ha ayudado desde dentro.

—Según nos informó el Peregrino, son más de setenta las personas que trabajan en el complejo de la catedral, más otros tantos de contratas diversas, empresas de suministros, etcétera. Si el Peregrino no se derrumba y no lo confiesa todo cuando lo interroguen, porque imagino que la policía someterá a intensos interrogatorios a todo el personal relacionado con la catedral, no se podrá descubrir nada, absolutamente nada.

—Estás muy convencido de que éste ha sido el robo perfecto.

—Es que en verdad lo ha sido. Si el Peregrino se mantiene callado no habrá manera de que la policía resuelva este caso, porque no habrá ni pruebas, ni testigos, ni el «cuerpo del delito».

—¡Ah!, ésta es muy buena. —Patricia leyó en voz alta unas declaraciones del deán al que un periodista le preguntaba si tenía en mente algún sospechoso de entre el personal del archivo—: «Si lo supiera, no lo diría; y si sospechara de alguien, tampoco. Es pecado hacer juicios temerarios y en ese caso puedo formularlo, pero no afirmarlo.» ¿Qué quiere decir el deán con esa frase?

—No estoy seguro, pero me parece que ese hombre sospecha de alguien concreto y al no tener pruebas no puede acusarlo porque eso sería, según su fe, un pecado.

—¿Se referirá al Peregrino?

—No lo sé. Desconozco si entre el deán y el Peregrino existe alguna relación más allá de la profesional. Tal vez se odien y el Peregrino se haya tomado este asunto como una venganza personal. ¿Quién sabe los sentimientos que anidan en el corazón de cada ser humano y los motivos que lo empujan a realizar una acción como ésta?

—El Peregrino afirmó en dos ocasiones que lo hacía por dinero.

—¿Y tú lo creíste?

—Por supuesto que no. Está claro que ese hombre tenía otros motivos, no sé si más o menos espurios, para colaborar en este trabajo que el mero afán por la plata.

Decidieron ir a dormir pero antes de apagar el ordenador, Diego consultó su correo electrónico.

Uno de ellos, de remite no identificado, se limitaba a decir: «Todo va bien. No tienen la más mínima pista.» Y añadía: «Ha sonado la segunda trompeta: un tercio del agua del mar se convertirá en sangre».

Supo que detrás de aquellas frases estaba la mano de Jacques Román. Eliminó ese correo, apagó el ordenador y se fue a acostar al lado de Patricia.

La ensalada a medio aliñar quedó sobre la encimera de la cocina.

TERCERA TROMPETA

Un tercio del agua del mar se convertirá en ajenjo

El inspector Gutiérrez aguardaba en el aeropuerto de Compostela la llegada del primer vuelo procedente de Madrid aquel jueves. El comisario le había pedido que fuera a recoger a los tres colegas de la brigada central de Patrimonio Histórico que se desplazaban desde Madrid para colaborar con la policía de Santiago y con los especialistas en patrimonio de la policía científica de La Coruña y de la Guardia Civil para investigar la desaparición del Códice Calixtino.

Ya en la comisaría, los tres inspectores de Madrid se reunieron con el comisario, con Gutiérrez, con dos especialistas de La Coruña y con otros dos de la Guardia Civil.

El comisario fue quien los puso en antecedentes sobre lo sucedido.

—Los archiveros de la catedral se apercibieron de la desaparición del manuscrito el pasado martes poco después de las ocho de la tarde. El Códice no se encontraba en su lugar habitual, y la puerta de la sala de seguridad tenía puesta una llave en la cerradura. El primer problema es que esa llave no debería existir porque, según nos explicaron, sólo había tres, y todas ellas estaban en poder de sus custodios: el deán, el canónigo responsable del archivo y un archivero. Una dotación de esta comisaría se personó en la catedral a las diez de la noche. Revisó todas las dependencias, tejados, ventanas, puertas, paredes, y no encontró el menor signo de violencia: no había ningún butrón, ninguna cerraja había sido forzada..., no existía la menor señal que implicara el uso de utensilios contundentes para acceder al archivo.

—Imagino, comisario, que habrán cotejado esa llave con las otras tres.

Quien intervino a este respecto fue Teresa Villar, inspectora de la brigada central de Patrimonio, una mujer de treinta y cinco años de edad, licenciada en derecho y en historia del arte, menuda de tamaño y bajita, con el pelo rubio corto, ojos sagaces y rostro afilado. Sus superiores la consideraban la máxima experta en patrimonio de toda la brigada.

—Por supuesto, inspectora. Pero sin resultado alguno. Si esa cuarta llave fue copiada de una de las tres conocidas, quien lo hizo supo eliminar las posibles huellas que hubieran servido para identificar de cuál de las tres procedía esa copia. De todos modos, hemos podido saber que el control sobre las llaves del archivo era bastante laxo.

—¿Manejan ya alguna hipótesis en la brigada de Patrimonio? —demandó un teniente de la Guardia Civil.

—Desde que nos comunicaron la desaparición del Códice nos pusimos a trabajar en este asunto. La primera impresión que tenemos es que se trata de un robo por encargo en el que ha debido de intervenir alguien que trabaja en el archivo o en alguna otra dependencia de la catedral. El Códice Calixtino es una pieza muy conocida y perfectamente catalogada, de manera que no podrá salir al mercado legal y no podrá ser vendida en ninguna casa de subastas, al menos de manera pública —precisó Teresa Villar.

—¿Y quién puede estar interesado en ese Códice? —preguntó el comisario.

—Si se confirma que ha sido un robo, un coleccionista privado, sin duda.

—Un coleccionista muy rico, porque imagino que, si ha sido ése el móvil del robo, habrá pagado una buena cantidad por el manuscrito.

—Mire, señor comisario, hay coleccionistas que son capaces de gastar pequeñas fortunas en obras como ésta, que han sido robadas en archivos, museos, iglesias o bibliotecas. Unos lo hacen por su pasión por las antigüedades, sobre todo si la pieza que ambicionan se trata de un unicum, pero hay quien se siente satisfecho por la posesión de una obra de manera ilegal. Diríamos que les produce una subida de adrenalina —explicó Teresa.

—¿Podemos ver el archivo? —intervino uno de los inspectores que acompañaban a Teresa Villar.

—Enseguida iremos allí. La sección de policía científica de La Coruña ha terminado esta misma mañana de recoger todo tipo de indicios que puedan darnos alguna pista sobre quién pudo llevarse el Códice. Se ha revisado microscópicamente toda la estancia y el armario de seguridad donde se custodiaba en busca de material genético que pudieran haber dejado el ladrón o los ladrones: huellas dactilares o cualquier residuo, por mínimo que sea.

—Perdone la obviedad, comisario, pero imagino que habrán visionado las cámaras de vídeo del archivo... —dijo Teresa.

—Bueno, hay un problema al respecto. En todo el complejo catedralicio existen veinte cámaras de vídeo, cinco de ellas en la zona del archivo, pero ninguna de las cinco enfoca la estancia donde se guardaba el Códice.

—No puede ser —se sorprendió Teresa.

—Pues así es. Y además, desconocemos el día y la hora en que desapareció. Uno de los archiveros cree recordar que lo vio en su lugar de depósito habitual el jueves a última hora de la tarde.

—¡El jueves! —Teresa consultó de un vistazo su agenda—. ¿Se refiere al jueves 30 de junio?

—En efecto.

—Es decir, que desde la última vez que alguien del archivo vio esa pieza hasta que se dieron cuenta de que no estaba en su ubicación habitual transcurrieron cinco días.

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