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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico, Intriga

El códice del peregrino (20 page)

BOOK: El códice del peregrino
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En un primer momento se sorprendió, y pensó que había ocurrido algo inesperado y que había fallado el plan. Pero enseguida lo entendió: el Códice iba oculto bajo el vestido de la embarazada. No había otro lugar posible.

Los siguió a una distancia prudencial hasta donde habían aparcado el coche; sufrió unos momentos con la presencia del policía que le pidió a Diego los papeles, pero respiró aliviado al ver alejarse el automóvil por la rúa das Galeras.

Minutos después subió a su modesto coche y puso rumbo al pueblo donde lo esperaba su hermana en la costa de Lugo para comenzar su veraneo.

Esa mañana de martes se había acercado hasta Barreiros, un pueblo cercano a su aldea, en busca de la prensa. En una gasolinera compró
El País, La Razón y El Correo Gallego
. Ojeó con avidez cada una de las páginas de los tres diarios y no observó una sola noticia sobre el robo del Códice.

Sentado a la mesa, con la empanada casera en una amplia bandeja en el centro y el guiso de patatas en el plato, no dejaba de darle vueltas a la cabeza sobre lo que podía haber ocurrido en el archivo de la catedral compostelana. Se había marchado de Santiago el viernes sobre las dos de la tarde, tras comprobar que la pareja argentina se alejaba sin otro contratiempo que el breve encuentro con el policía municipal. Suponía que llevaban con ellos, sin duda bajo el vestido de embarazada de la mujer, el Códice Calixtino, y que, como les había indicado, habían dejado la cuarta llave colocada en la cerradura de la puerta acorazada de la estancia de seguridad. Pero si todo eso había ocurrido así, tal cual lo planificaron, ¿cómo era posible que cuatro días después todavía no se hubiera descubierto el robo? Imaginó la probabilidad de que no habían podido lograrlo y que el Códice seguía seguro en el archivo.

El Peregrino conocía sobradamente la laxitud de las medidas de seguridad de la catedral, pero no dejó de hacerse preguntas durante el almuerzo: ¿y si no habían podido apoderarse del Códice?, ¿y si los habían detenido poco después de que se alejaran con el coche? Algo había fallado. Las dudas lo asaltaban de tal modo que pensó en llamar al móvil de su contacto en París, o al número que tenía para hablar con los argentinos, pero se contuvo. También pensó en llamar, con alguna excusa intrascendente, a las oficinas del obispado donde trabajaba; pero ¿qué iba a hacer: preguntar directamente si alguien había robado el Códice Calixtino?

La espera de noticias le reconcomía el alma, aunque decidió aguardar. Era probable que la policía ya estuviera al tanto del robo y que no hubiera trascendido la noticia a la prensa por si los autores cometían algún error y se delataban. No había que mostrarse nervioso. Era cuestión, tan sólo, de esperar y de no cometer errores por precipitación o impaciencia.

En Ginebra, Diego Martínez y Patricia Veri también aguardaban noticias de la prensa española. Aquel martes de principios de julio la información la monopolizaban los problemas por los que estaba atravesando la economía mundial y el adelanto de las elecciones generales en España. Cada dos o tres horas actualizaban en Internet la información de los diarios digitales españoles o sintonizaban en su receptor el canal internacional de Televisión Española, que emitía con periodicidad diversos informativos.

Pero nada; ni una sola noticia acerca del robo del Códice Calixtino.

—¿Qué coño está pasando? —se preguntó Diego cuando acabó el informativo de primera hora de la tarde de la televisión pública española sin dar noticia alguna sobre el robo del Códice.

—No lo entiendo. Han pasado cuatro días desde que nos llevamos el Calixtino y no se ha publicado ni una sola mención en ningún medio de comunicación español. Es imposible que no se hayan dado cuenta de su desaparición. Alguien ha tenido que ver la llave que dejaste en la cerradura, el hueco del manuscrito en el armario... —Patricia seguía con avidez la pantalla de televisión en la que un locutor explicaba el mapa del tiempo.

—Algo va mal.

—Deberíamos llamar a Jacques Román, tal vez él sepa lo que está ocurriendo.

—En estas circunstancias sería peligroso. Lo mejor, en tanto no haya noticias, es ser prudentes y comportarnos como lo hacemos habitualmente. Por lo demás, nosotros hemos cumplido con nuestro trabajo y no hay manera de que nadie nos relacione con el robo del Calixtino.

—¿Y si hubieran detenido al Peregrino? Ese hombre parecía inestable, tal vez haya cometido algún error y lo hayan descubierto, y ahora esté siendo interrogado por la policía y largando todo lo que sabe.

—Aunque así fuera y le contara la verdad a la poli, sólo podría declarar que entregó la cuarta llave a una pareja de desconocidos a los que vio una vez en Madrid y otra en Oporto.

—En ese caso la policía podría seguir algunas pistas: rastrearían los hoteles de Oporto, las listas de embarque de los viajeros en el aeropuerto, los coches de alquiler...

—Todos nuestros gastos los pagamos en efectivo, y por los datos que dimos nunca podrían llegar hasta nosotros. No hemos dejado la menor pista; estamos a salvo. Ni siquiera darían con nosotros aunque conocieran nuestra identidad —insistió Diego—. Esta casa está a nombre de una empresa con domicilio fiscal en la islas Vírgenes.

—De acuerdo. Esperaremos, pero me siento intranquila.

En París, Jacques Román recibió la visita del hombre al que llamaba «Excelencia» y que esperaba ser nombrado en breve cardenal de la Santa Iglesia Romana.

—Aquí está, al fin.

Román tenía en sus manos el Códice Calixtino, que acababa de sacar de su caja fuerte.

Su Excelencia lo tomó y pasó las yemas de los dedos por la encuadernación de cuero antes de abrirlo por la primera página.

—¿Ya tenemos la trascripción del texto completo? —le preguntó a Román.

—Es muy pronto, pero estamos trabajando intensamente. El padre Villeneuve, nuestro mejor traductor, está cotejando las nuevas fotografías que acabamos de hacer con el texto de las fotografías que sacamos en el año 2006; en unos días nos entregará su informe.

—¿No ha habido contratiempo?

—Ninguno. Lo que no entiendo es cómo todavía no hay noticias del robo en ningún medio de comunicación.

—Nadie lo ha denunciado —informó Su Excelencia.

—¡Qué!

—Como lo oye, Jacques. En la policía de Santiago no existe ninguna denuncia sobre el robo del Calixtino.

—Pero lo habrán echado en falta. Han pasado más de cuatro días desde su desaparición.

—Ya ve en qué manos está la custodia de nuestro patrimonio como Iglesia. Mantenemos el mínimo contacto con Santiago. Uno de nuestros hombres allí ha llamado esta mañana y nos ha confirmado, hablando en clave, por supuesto, que en el archivo de la catedral la normalidad es absoluta.

—¡Pandilla de inútiles! Les roban delante de sus narices su tesoro más preciado y cuatro días después siguen sin enterarse.

—Tal vez nadie haya abierto el armario donde se guardaba el Códice Calixtino en estos cuatro días —supuso Su Excelencia.

—Pero está la llave. El plan pasaba por dejar una llave en la cerradura de la puerta de seguridad. A no ser que esos dos argentinos se la llevaran, ¿nadie se ha dado cuenta de que esa llave sigue ahí? ¿Ninguno de los tres que tiene una copia ha sido capaz de apreciar ese pequeño detalle?

—No lo sé, pero creo que no tardaremos en enterarnos. En cuanto disponga de la trascripción completa del texto avíseme. Entre tanto, guarde este manuscrito como si se tratara de su propia alma.

—Así lo haré, Excelencia.

—¡Ah!, muchas gracias por su regalo; en verdad ese champán rosé es magnífico. Ayer abrimos una botella para celebrar que el expediente para convertirme en cardenal va estupendamente en el Vaticano; sólo está a la espera de la firma de Su Santidad.

—Pues ordene que pongan a enfriar otra botella. En cuanto dejemos solucionado este asunto, brindaremos por el éxito de nuestra misión en Santiago, y espero que también por su cardenalato. Y quién sabe si pronto veremos a Su Excelencia como arzobispo de París, quiera Dios que el actual monseñor viva muchos años, y luego incluso como papa.

—No adelante acontecimientos, Jacques. Por el momento debemos centrarnos en luchar por la supervivencia de la Iglesia, para que no se tambaleen sus pilares.

—Por supuesto, Excelencia, por supuesto, también por la Iglesia.

El archivero de la catedral de Santiago había pasado todo el día ordenando unas antiguas fichas de papel. El proceso de digitalización estaba en marcha y pronto tendrían digitalizados todos los fondos documentales. Así, los investigadores podrían consultar cualquier documento del archivo catedralicio desde cualquier lugar del mundo gracias a las nuevas tecnologías.

Pasaban unos minutos de las ocho de la tarde del martes 5 de julio. Cuando el archivero fue a cerrar la puerta de la estancia de seguridad se percató de que la llave seguía en la cerradura. Hacía ya dos, o quizá tres días, que se había apercibido de ello, pero no le había dado mayor importancia. No era la primera vez que alguno de los tres que poseían una copia de esa llave la dejaba puesta durante todo el día en la cerradura de aquella sala.

Buscó en sus bolsillos y comprobó que aquélla no era la suya, pues la tenía en su llavero. Cerró la puerta, giró la llave, la dejó puesta en la cerradura y se alejó; pero apenas había dado media docena de pasos cuando le sobrevino un extraño presentimiento. Volvió sobre sí, abrió la puerta de la estancia y se dirigió al armario donde se guardaban los manuscritos más valiosos. Lo abrió y echó un rápido vistazo. En un primer momento no observó nada raro, cerró la puerta y se dispuso a salir de la sala. Pero, de nuevo, una sensación inexplicable lo detuvo. Se acarició el mentón con su mano derecha, cerró los ojos y, entonces, se dio cuenta.

Abrió de nuevo la puerta del armario y su mirada se dirigió directamente a la pequeña almohada sobre la que se posaba habitualmente el Códice Calixtino. Sobre aquel cojín estaba el tapete que protegía el Códice del polvo, pero entre el cojín y el tapete no había nada.

El archivero sintió un sobresalto. Recorrió con su mirada el interior del armario en busca del manuscrito encuadernado en cuero repujado con figuras romboidales y luego rebuscó con sus manos entre los manuscritos allí depositados. Ni rastro del Calixtino. Miró y remiró alrededor del armario y por toda la estancia, sin resultado. El Códice más famoso del archivo de la catedral de Santiago había desaparecido.

Intentó no ponerse nervioso, pero no pudo sino apresurarse para llegar hasta su mesa en las oficinas y marcar un número de teléfono.

—¿Quién es? —preguntó una voz al otro lado de la línea.

—Señor deán, no encuentro el Calixtinus.

—¿Cómo dice?

—Acabo de revisar la estancia de seguridad y el Codex no está en su lugar habitual; he mirado en el armario y por todos los rincones de la sala, pero no lo encuentro. ¿No lo tendrá usted en su despacho?

—Hace algo más de un mes que no lo he manejado. Desde que se lo enseñamos a aquel profesor... ¿De dónde era, de la Universidad de La Sorbona?

—Sí, de París, creo recordar —ratificó el archivero.

—¿Ha hablado usted con el señor canónigo? Tal vez lo tenga él. Llámelo enseguida e infórmeme a continuación. Me disponía a cenar, pero me mantendré a la espera.

El archivero llamó al canónigo, la tercera persona que tenía una llave de la estancia de seguridad.

—¿Sí?

—Señor canónigo, soy el archivero. Acabo de hablar con el señor deán porque he echado en falta el
Codex Calixtinus
. ¿No lo tendrá usted?

—¿Yo? Jamás se me ocurriría sacar del archivo ese manuscrito. Ya conoce las normas.

—Pues no lo encuentro.

—¡Qué me dice!

—Que no está en su sitio habitual, sobre el cojín.

—¿Ha informado al deán?

—Acabamos de hablar hace dos minutos; ha sido él quien me ha dicho que le preguntara a usted. Tengo que volver a llamarlo para darle cuenta de nuestra conversación.

—Está usted en el archivo, supongo.

—Sí; ya iba a cerrar cuando me he dado cuenta de que faltaba el Codex.

—Vuelva a llamar al deán y aguarde; yo voy para allá.

El archivero marcó de nuevo el número del deán.

—¿Dígame?

—Señor deán, el canónigo no tiene el Codex, ni sabe dónde puede estar. Me ha dicho que lo espere aquí, en el archivo, que viene enseguida.

—Permanezca ahí, por favor, yo también me acerco ahora mismo.

El deán de la catedral de Santiago y el canónigo responsable de su archivo se presentaron casi a la vez en las dependencias del ala sur del claustro del templo del apóstol. Eran las ocho y media de la tarde; la luz solar todavía iluminaba con fuerza las calles de Compostela.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el deán, un hombre habitualmente tranquilo, de ademanes sosegados y calmos; no manifestaba signos de nerviosismo, a diferencia del canónigo, que se mostraba muy abatido.

—¿Han buscado bien? —El canónigo, visiblemente afectado, tenía el rostro serio y no paraba de pasarse la mano por la frente y la parte superior de la cabeza, completamente desprovista de pelo.

—Desde que los llamé a ustedes hemos registrado una y otra vez la estancia de seguridad, los armarios de esa zona, y nada, no aparece por ninguna parte. —El archivero estaba acompañado de un auxiliar; eran las dos únicas personas que se habían quedado a última hora de aquella tarde en el archivo.

—No perdamos la calma —dijo el deán—. Revisemos de nuevo todas estas dependencias, tal vez se les haya pasado por alto a ustedes. No es un libro demasiado grande.

Los cuatro hombres recorrieron todo el archivo, sala por sala, armario por armario, rincón por rincón, sin ningún resultado. El Códice Calixtino se había esfumado.

—Señores, no nos queda más remedio que avisar a la policía. Si ninguno de nosotros tiene el Codex, ni sabe dónde está, es que lo han robado —asintió el deán.

—¡No puede ser! No. Debe de estar en alguna parte, miremos de nuevo.

—Ya lo hemos hecho, y ese manuscrito no aparece. Llamemos a la policía —reiteró el deán—. Ellos sabrán qué hacer.

En la comisaría de policía de Santiago de Compostela, en la avenida Rodrigo de Padrón, un agente descolgó el teléfono. Habitualmente la comisaría de la ciudad recibía pocas llamadas: Santiago era una ciudad tranquila y, pese al abundante tránsito de peregrinos, las incidencias que se producían solían ser escasas.

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