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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico, Intriga

El códice del peregrino (23 page)

BOOK: El códice del peregrino
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—Y lo peor, aunque no ha trascendido, es que las imágenes que graban las cámaras de vídeo se eliminan pasadas cuarenta y ocho horas —dijo el comisario—. De manera que si el robo se produjo antes del domingo a primera hora de la mañana, ni siquiera tendremos imágenes de quienes deambularon por las salas del archivo en los días previos. No obstante manejamos la hipótesis de que los ladrones actuaron la noche del lunes. Tenemos a seis agentes ocupados en revisar las imágenes grabadas desde el lunes, pero la dificultad es extraordinaria. Entre los cientos de personas que circulan por la catedral y sus dependencias hay un elevado porcentaje de mochileros y gente con bolsos de todo tipo y tamaño. Como ya debe de saber, el Códice Calixtino tiene el tamaño de un libro de buen formato, que cabe en cualquier bolso habitual y por supuesto hasta en la mochila más pequeña.

El grupo policial salió hacia la catedral caminando a través de la avenida de Raxoi. Entre la comisaría y la plaza del Hospital apenas había trescientos metros.

La noticia de la desaparición, robo o hurto, según las diferentes versiones, ya estaba en todos los periódicos, radios y televisiones españolas. Las declaraciones de todo tipo de personajes se sucedían en una barahúnda de opiniones unánimes sobre el valor del manuscrito desaparecido y de diversas especulaciones sobre quién podría haber sido el autor de aquella fechoría.

Varios historiadores explicaban el contenido del Códice, su importancia para la historia de Santiago de Compostela, las diversas vicisitudes que había soportado a lo largo de su existencia, las exposiciones a las que había sido trasladado, los facsímiles que se habían editado, y todo tipo de anécdotas y datos sobre aquel manuscrito. Todos los expertos coincidían en señalar que el robo constituía un golpe tremendo para el patrimonio español y algunos se quejaban amargamente de la escasa protección de algunas obras de arte del país.

El deán, el canónigo y el archivero esperaban a la comitiva de la policía en las dependencias del archivo catedralicio. El revuelo en torno a la catedral era considerable. La mayoría de los turistas y visitantes ya conocían la noticia y todos preguntaban por aquel Códice, del que la mayoría jamás había oído hablar hasta entonces. Decenas de periodistas, fotógrafos de prensa y varios equipos de televisión estaban desplegados por los alrededores de la catedral en busca de alguna información o realizando entrevistas a los curiosos que merodeaban por allí.

Teresa Villar, el comisario jefe de Santiago y el inspector Gutiérrez se encerraron en un despacho del archivo con el deán.

—Señor deán —le dijo Teresa tras ser presentados por el comisario—, vistos los informes sobre cómo se ha producido este desgraciado suceso, mi primera impresión es que uno o varios miembros del servicio del archivo o de la catedral han intervenido directa o indirectamente en este hurto. ¿Tiene usted algún indicio que le haga sospechar de alguno de ellos?

—Señorita —el deán se fijó en que Teresa no llevaba ninguna alianza en sus dedos—, esa misma pregunta ya me la hicieron sus compañeros y algunos medios de comunicación, y les dije que no podía especular sobre ninguno de los que aquí trabajan porque eso sería un pecado.

—Entiendo, pero ¿sabe de alguien que pudiera tener algún motivo «especial» para sustraer el Códice?

—¿A qué se refiere, inspectora?

—Pues a algún trabajador que estuviera especialmente molesto por su situación; no sé, que se sintiera marginado, excluido o algo así.

—Aquí trabajamos unas setenta personas. No conozco a todas con la suficiente profundidad como para saber si alguna de ellas reúne esas circunstancias.

—Pero sólo tres de ustedes tenían llave de la estancia de seguridad, y resulta que ha aparecido una cuarta llave.

—Le aseguro que tengo plena confianza con respecto al canónigo y al archivero.

—Pero si sólo existían tres llaves, alguien debió de facilitar la suya para hacer esa copia.

—Ninguno de los tres sabemos cómo se hizo.

—La cuarta llave se encontró puesta en la cerradura, ¿cómo es que ninguno de ustedes se percató de que estaba ahí?

—Porque los tres pensamos que sería la llave del compañero —dijo el deán.

—¿A ninguno de los tres se les ocurrió preguntarles a los otros dos si esa llave era suya?

—No. Durante las horas de apertura del archivo solíamos dejar alguno de nosotros nuestra llave de esa manera.

—¿Puesta en la cerradura de la sala de máxima seguridad del archivo?

—Ninguno imaginábamos que alguien pudiera robar el Códice a plena luz y durante las horas de apertura —se justificó el deán.

—¿Me está diciendo que sólo cerraban esa puerta por la noche?

—La mayoría de los días así es.

—Permítame que le diga que la seguridad de este archivo es muy deficiente.

—Mire, señorita Villar, nadie está más interesado que nosotros en recuperar el Códice Calixtino. Es nuestro mayor tesoro bibliográfico.

—Quien se lo llevó sabía perfectamente cómo llegar hasta él y cuál es su valor.

—Que es incalculable.

—¿En cuánto lo tienen asegurado?

—No está asegurado.

Teresa Villar miró al deán por encima de los cristales de sus gafas.

—¿Cómo dice? ¿No tienen seguro?

—Ejem. —El deán carraspeó—. No; es demasiado caro y no pensamos que nadie pudiera robar alguno de nuestros manuscritos. Este cabildo ha sabido conservarlo durante ochocientos años; nos sentimos víctimas de un tremendo atentado.

—Tendremos que interrogar a todos los trabajadores de la catedral. Empezaremos esta misma tarde. ¿Dispone de una lista de los empleados, comisario?

—Por supuesto, inspectora. Aunque algunos están de vacaciones.

—A ésos también los interrogaremos.

—Gutiérrez, llama a comisaría y ordena que localicen a todos los empleados de la catedral y que se los cite para declarar —dijo el comisario.

—Eso nos puede llevar varios días —supuso Gutiérrez.

—Como si son varias semanas. El delegado ha dado a este asunto prioridad absoluta.

—Como ordenes, comisario. ¿Y los que están de vacaciones, o de baja? Aquí siempre hay alguien de baja.

—A todos. Si están en Galicia que vengan a Santiago y si están más lejos que presten declaración en cualquier comisaría o en el cuartel de la Guardia Civil que les caiga más a mano.

—Gracias, comisario —dijo Teresa.

—No quiero ser el destinatario de todas las hostias de mis superiores; y perdone por la expresión, señor deán.

Tras el deán prestaron declaración el canónigo y el archivero. Ninguno de los dos dio importancia a que aquella llave estuviera puesta en la cerradura, y ambos se expresaron en términos similares a los del deán, sin que hubiera contradicciones notables en las declaraciones de los tres.

De regreso a la comisaría, y tras una amplia inspección visual por todo el archivo, el comisario le preguntó a Teresa:

—Usted es la máxima experta en Patrimonio de la brigada, según me han dicho desde Madrid: ¿tiene alguna sospecha de algunos de esos tres?

—El deán es un tipo peculiar: sotana con alzacuellos, la cruz roja de Santiago bordada sobre el corazón, y parece encantado de haberse conocido; actúa como si fuera el señor feudal de esta catedral, pero no lo veo capaz de haber perpetrado el robo, salvo que a su edad se sienta frustrado por no haber llegado a ser obispo y quiera vengarse de la Iglesia. En cuanto al canónigo, no da el perfil de un ladrón, y creo que está completamente sometido a lo que diga el deán. Y por lo que respecta al archivero, su aspecto es el de un hombre serio y dedicado a su trabajo, gris y anodino tal vez, pero no da el perfil de un ladrón; claro que quizá haya sido tentado con dinero, con mucho dinero, y haya sucumbido a una oferta multimillonaria. La ambición puede cegar en un momento determinado a la persona más honrada y convertirla en un delincuente. Salvadas esas circunstancias, creo que ninguno de los tres ha participado en el robo.

—En ese caso, ¿cómo explica lo de la cuarta llave?

—No tengo la menor idea. Pero con semejante descontrol, cualquier empleado pudo hacerse con una de ellas durante el tiempo que permaneció en la cerradura, que podía llegar a ser, por lo que han dicho los tres, toda una mañana, encargar una copia y devolverla a su lugar sin que nadie lo sospechase.

—¿Así de simple?

—¿Quién sabe?

—Dicen que ese manuscrito está valorado en seis millones de euros. ¿Qué cree usted?

—Comisario, las piezas únicas, como el Calixtino, tienen el valor que alguien quiera pagar por ellas. Ese tipo de valoraciones cuantitativas se suele hacer para las compañías de seguros, y los anticuarios ponen precios a las obras de arte en función de criterios muy diversos: antigüedad, rareza, estado de conservación, demanda del mercado, calidad... Claro que en ocasiones aparece un millonario caprichoso capaz de pagar sumas exorbitantes por una pieza que es única y desbarajusta todo el mercado.

—¿Puede ser éste uno de esos casos?

—Si fuera así se habría robado por encargo, sin duda alguna.

—¿Quién puede estar interesado en el Códice?

—Desde luego, un coleccionista privado, alguien capaz de valorar ese manuscrito y, sobre todo, lo que significa.

Los policías llegaron a comisaría y revisaron de nuevo todos los datos recopilados hasta entonces.

—¿Algún indicio? —le preguntó el inspector a Teresa.

—No, inspector Gutiérrez.

—Llámame Manolo.

—De acuerdo, Manolo.

—Son las tres, deberíamos comer algo. Aquí cerca hay un buen sitio; con esto de la crisis han puesto un menú a ocho euros que incluye vino y postre. Con la mierda de dietas que nos dan...

Los tres policías desplazados desde Madrid asintieron.

—¿Nos acompañas, comisario? —preguntó Gutiérrez.

—Perdonad que no lo haga, pero he quedado con el delegado del gobierno. Está que arde y quiere soluciones; la prensa lo acosa a todas horas.

—Pues dígale que se serene, comisario, porque me temo que este asunto va a ir para largo, para muy largo tiempo —terció Teresa.

Aquella misma tarde comenzaron los interrogatorios a los primeros empleados de la catedral.

El Peregrino seguía de vacaciones en su pueblo natal al norte de la provincia de Lugo. Estaba paseando con su hermana por una vereda cercana a la casa cuando sonó su móvil. Una voz le preguntó por su nombre y él asintió. Era la policía de Compostela.

—Sentimos interrumpirlo en sus días de descanso, pero se ha ordenado que todos los empleados que trabajan en la catedral presten declaración; se trata, como ya sabrá por los medios de comunicación, del robo del Códice Calixtino.

—Yo estoy de vacaciones desde el día 30 de junio; además, trabajo en las oficinas del arzobispado, no en el archivo —se justificó.

—Lo siento, señor, se trata de una mera rutina policial. Será breve. ¿Dónde se encuentra?

—En mi casa familiar, en la costa de Lugo.

—¿Cuándo regresa a Santiago?

—A finales de este mes.

—En ese caso deberá venir por aquí antes.

—No me gustaría dejar sola a mi hermana.

—No queda otro remedio; dígame qué día puede acercarse por Santiago.

—El próximo lunes.

—De acuerdo. ¿Le va bien a mediodía, en la comisaría de la avenida Rodrigo de Padrón?

—Lo que usted disponga, agente. Allí estaré.

El Peregrino cortó la conversación con el agente de la comisaría de Santiago.

—¿Quién era? —le preguntó su hermana.

—Nada importante. Se trata de ese libro que ha desaparecido en la catedral de Santiago; están preguntando a todos los que trabajamos allí. No te preocupes. Tengo que ir a declarar este lunes. Será un mero formulismo. Lo haré en el día.

—¡Válgame la Virgen!, ya no se respeta ni lo sagrado.

La mujer se santiguó y rezó un padrenuestro.

El Peregrino procuró calmarse para que no se le notara demasiado la intranquilidad que le había provocado aquella llamada. El sabía que se produciría y que, tarde o temprano, todos los empleados serían interrogados. Se había concienciado para ello, pero no estaba seguro de que pudiese mantener la compostura adecuada que muestran los inocentes cuando se enfrentan a una situación como ésa.

Había leído en algunos libros que la policía disponía de aparatos muy sofisticados para discernir si un testigo estaba mintiendo o no, como el suero o la máquina de la verdad. Imaginó que mientras declaraba le colocarían algunos sensores y a la menor duda o vacilación se encendería una luz roja indicando que estaba mintiendo.

Tenía que preparar bien su intervención ante la policía: alegaría que no sabía nada, que se había marchado de Santiago el primero de julio, una semana antes del robo, y que lamentaba mucho la desaparición del manuscrito, se repitió. Sí, de ahí no lo sacarían; al fin y al cabo la policía carecía de la menor prueba que pudiera incriminarlo en este caso, y la coartada de las vacaciones era contundente.

El viernes 8 de julio, al final de la mañana, treinta empleados de la catedral habían sido entrevistados por la policía. Los doce inspectores adscritos al caso apenas habían descansado unas pocas horas, las justas para dormir la noche anterior, ocupados en los interrogatorios y en el visionado de las grabaciones de vídeo. Veinte cámaras por cuarenta y ocho horas cada una de ellas suponían novecientas sesenta horas de imágenes. Seis policías estaban dedicados a ello; llevaban revisadas más de cien horas y no habían obtenido el menor indicio que pudiera conducir al autor del robo. En las grabaciones se observaba a cientos de personas circular por todos los espacios abiertos al público, muchas de ellas con mochilas y bolsos con capacidad suficiente como para ocultar el Códice sin que se notara que iba en su interior.

Teresa Villar, a la que le habían habilitado un pequeño despacho en comisaría, se encargaba de revisar aquellas declaraciones que a los inspectores que dirigían los interrogatorios les parecían más relevantes, así como las imágenes que podían tener algún interés para el desarrollo de la investigación.

Poco antes de las dos de la tarde del viernes dieron por concluida la sesión matinal, que había comenzado a las ocho de la mañana. Gutiérrez acompañó de nuevo a almorzar a los miembros de la brigada desplazados desde Madrid.

—He leído las declaraciones del deán en las que dice que la última vez que enseñó el Códice lo hizo a unos funcionarios del Ministerio de Cultura a mediados de mayo y poco después a un investigador, pero que no recuerda bien de quién se trataba ni cuál era su nombre, y que siempre que salía de su armario el Calixtino era convenientemente vigilado por miembros del archivo —comentó Teresa mientras aguardaban a que les sirvieran el menú.

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