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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico, Intriga

El códice del peregrino (31 page)

BOOK: El códice del peregrino
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—¿Lo hueles?

—No te burles de mí.

—Lo siento, Manolo, no era mi intención. Pero insisto, con respecto a este sacerdote no tenemos ni el cuerpo del delito ni el móvil para el robo, de modo que, según el manual, estamos como empezamos.

—Tiene que haber algún resquicio, una pista, una prueba, algo más...

—¿... que tu intuición? ¿Y si estás equivocado?

—No lo estoy.

—No basta con conjeturas; ningún juez procesa a nadie por simples conjeturas. Hacen falta pruebas, testigos, certezas, o al menos algunos indicios. Eso es lo que me enseñaron en la Academia.

—¿Y si hubiera algo más importante en este caso?

—¿A qué te refieres? —le preguntó Teresa.

—A una venganza. Quizá ese cura oculte algún resquemor contra la Iglesia, o contra el arzobispo, o contra el deán, o contra todo el mundo. Quizá se trate de un hombre resabiado que ha rumiado durante años su amargura y ahora ha aflorado de golpe, y busca con ello la manera de vengarse de algo.

—¿De qué?

—No lo sé, maldita sea, no lo sé.

Aquella tarde un periodista del principal periódico de Galicia llamó a la policía de Santiago. Demandaba información sobre el estado de la investigación. Se puso Gutiérrez y le dijo que se descartaba la idea de que hubiera sido un robo perpetrado por una banda internacional por motivos económicos, que se desconocía el móvil del robo pero que estaban seguros de que había alguien compinchado en la catedral para poder llevarlo a cabo, que seguían buscando el Códice y que creían que podía permanecer oculto en algún lugar del complejo de la catedral.

Al día siguiente, ese diario informaba sobre la nueva hipótesis de la policía y dejaba caer que entre los empleados de la catedral había muchas rencillas, de manera que el robo podía haber sido motivado por alguna de aquellas soterradas pendencias.

El comisario entró en el despacho de Gutiérrez hecho una furia.

—¿Es esto cosa tuya? —le preguntó arrojando sobre su mesa el periódico del día.

—¿Tú qué crees?

—Escucha Manolo, sé bien que el periodista que firma esta información es un buen amigo tuyo. ¿Qué cojones le has dicho?

—Comisario, llevamos un mes mareando la perdiz. No tenemos nada. Esos chicos de Madrid, licenciados en arte, en derecho, en historia y que manejan las últimas tecnologías periciales, no tienen ni puta idea de la práctica de este oficio. La clave de este caso está en ese cura. Si lo presionamos, acabará cantando y nos conducirá al Códice. Déjame actuar y te lo entregaré envuelto en papel de regalo y con un lazo de seda.

—¿Qué propones?

—Ponerle una trampa.

—Eso es ilegal.

—¿Tú crees, comisario?

El hombre reflexionó unos instantes.

—Imagino que ya has pensado algo.

—Manejo dos posibilidades: o ha actuado solo por razones de venganza contra la catedral o contra alguno de sus mandamases, o lo ha hecho en compañía de otros por razones que se me escapan pero que no son económicas. En el primer supuesto no tendría cómplices, de manera que no caería en una trampa donde hubiera de por medio un compinche. Pero si existen otros implicados creo que picará el anzuelo. Le enviaremos una carta anónima a su casa familiar en la aldea de Lugo, donde suele acudir cada quince días.

—¿Y qué dirá esa carta?

—Le propondrá una cita aquí en Santiago, en la catedral.

—Con eso no lograremos nada. Sospechará que somos nosotros los que estamos detrás y lo ignorará.

—No lo creo. Sabe que es sospechoso, y, si es culpable, cometerá algún error y se delatará. He escrito esto.

Gutiérrez le mostró un papel al comisario, quien lo leyó.

—«El día X, a las cinco de la tarde, en el último bando del crucero del lado de la epístola.»

—¿Sólo eso?

—Tal vez funcione.

—Olvídate.

—Pero...

—Es una orden, Manolo. No juegues a detectives de películas de serie B norteamericanas. Seguiremos trabajando como lo hemos hecho hasta ahora.

—Así no conseguiremos una mierda.

—Los tiempos de la Inquisición ya pasaron, Manolo. Eres un buen policía, el mejor de mis inspectores, pero te ordeno que te atengas al procedimiento legal.

Gutiérrez salió a tomar el aire. Hacía calor; tras un mes de lluvias y de temperaturas anormalmente bajas para el mes de julio, agosto había comenzado caluroso.

En la entrada de comisaría se cruzó con Teresa.

—Tenemos la comprobación de las pruebas de ADN del laboratorio de biología de la Universidad de Santiago —le dijo la inspectora.

—¿Alguna novedad?

—Ratifican los primeros análisis; hay ADN de ochenta y tres personas, como ya sabíamos. Pero han precisado que veinticuatro de esas muestras coinciden con el ADN de empleados de la catedral.

—¿Está nuestro cura entre ellas?

—Sí. ¿Y a que no sabes dónde se han encontrado huellas de su ADN?

—En la tirita.

—No, ahí no.

—Pues dímelo tú.

—En un cabello recogido al lado de la puerta de la cámara de seguridad del archivo; también hay un par de huellas dactilares suyas en la reja.

—Lo tenemos.

—No tan deprisa, compañero. Eso no demuestra que el sacerdote estuviera en las últimas semanas allí. Las huellas pueden ser de hace meses y el cabello pudo ser llevado por otra persona. No sé, en las suelas de los zapatos, en la ropa...

—Y un carajo. Ese tipo hizo una copia de la llave, abrió la puerta y se llevó el Códice, y dejó allí su ADN y sus huellas.

—En el armario no había restos de ADN suyo, sólo en la puerta —precisó Teresa. —Vamos, acompáñame.

—¿Adonde?

—A visitar las ferreterías de Santiago y las tiendas donde hagan copias de llaves. Ya lo hicimos en una ocasión con la cuarta llave; ahora lo haremos con una foto del cura. Empezaremos por las más cercanas a la catedral. Te aseguro que ese cura hizo una copia de la llave.

Durante toda la tarde los dos inspectores recorrieron los locales donde se hacían copias de llaves en Santiago con una foto del Peregrino. Algunos empleados les dijeron que ya les habían preguntado por aquella llave y nadie recordaba si el hombre de la foto había encargado alguna copia en alguno de aquellos establecimientos en las semanas anteriores.

—¿Y ahora qué? —Teresa estaba sentada en un banco, con Gutiérrez al lado, contemplando la foto del Peregrino. Eran las ocho y media y, tras toda una tarde dando vueltas por las ferreterías de Santiago, no habían logrado nada.

Entonces Gutiérrez sacó su móvil, marcó el número del Peregrino y puso el suyo en modo altavoz para que Teresa también escuchara la conversación.

—¿Quién es?

—Padre, soy el inspector Gutiérrez. ¿Puedo hacerle una pregunta?

—¿Es que no van a cansarse nunca? No tengo nada que ver con ese robo.

—¿Ha estado usted alguna vez en el archivo de la catedral?

—Sí, pero hace tiempo. Ya les dije que no suelo frecuentar ese espacio.

—¿Cuándo fue la última vez?

—Hace unos meses.

—¿Y recuerda el motivo?

—Creo que fue para consultar unos libros.

—¿Bajó a la cámara de seguridad?

—No.

—Pues acabamos de recibir unos análisis de ADN que lo sitúan a usted en esa estancia, y han encontrado dos huellas dactilares suyas en la reja de entrada. Estamos comprobando si usted hizo una copia de la llave de la puerta de la sala de seguridad. —Durante unos segundos se hizo un denso silencio—. ¿Está usted ahí?

—Sí, aquí sigo.

—¿Tiene algo que decirme?

—Déjeme unos días, luego hablaremos. Yo lo llamaré.

—Como desee, buenas tardes, padre.

Tras cortarse la conversación, Teresa estalló.

—¿Estás loco? Acabas de revelar pruebas periciales y has presionado a un testigo; ese sacerdote te puede acusar de acoso.

—¡Es él, seguro que es él! Ahora lo sé. ¿Has escuchado su tono de voz? Era el de un culpable.

—¿De nuevo tu olfato? Mejor dicho, ¿tu oído?

—Te apuesto una cena a que este cura lo canta todo. Creo que está comenzando a derrumbarse.

Jacques Román y Su Excelencia paseaban por los jardines de la fachada sur de la catedral de Notre-Dame de París. El día era caluroso y el agua del Sena discurría lenta y pausada, como si ninguna de las gotas de agua quisiera abandonar la ciudad que bañaba en su camino hacia el mar.

—El cerco al Peregrino se está incrementando. La policía española lo ha interrogado en dos ocasiones y, al parecer, ha dado alguna muestra de debilidad —confesó Su Excelencia—. ¿Qué sabe ese hombre?

—Apenas nada, Excelencia. Aunque acabara confesando, la policía nunca llegaría hasta nosotros.

—¿Y a los dos argentinos?

—El Peregrino sólo los ha visto dos veces.

—Suficiente para poder identificarlos.

—Pero no sabe ni dónde viven ni quiénes son.

—Su descripción, el modus operandi y alguna circunstancia más podría dar a la policía datos suficientes para su localización.

—Carecen de ficha policial; eso lo comprobamos antes de encargarles este trabajo.

—He visto las nuevas informaciones de la prensa española; ahora la policía apunta hacia un sospechoso que trabaja en la catedral y que ha robado el Códice por venganza, no por ánimo de lucro.

—La policía está dando palos de ciego porque no tiene pistas sobre el caso, y por eso no deja de filtrar hipótesis sin el menor fundamento —dijo Román.

—No se confíe, Jacques. Todas las filtraciones que haga la policía serán interesadas, y ninguna de ellas responderá a la verdad.

—No lo hago, Excelencia, pero creo que esta operación ha sido perfecta. Jamás se enterarán de lo ocurrido, se lo aseguro. Además, la prensa española apenas se preocupa ya por el Códice; ahora está más pendiente de la crisis económica, del fútbol y de la visita del papa a Madrid a mediados de este mismo mes.

—¡Ah!, serán unas jornadas inolvidables. Yo acompañaré a Su Santidad a Madrid; y espero que al regreso de ese viaje firme mi nombramiento como cardenal.

—¡Enhorabuena, Excelencia!

—Ya está todo el expediente listo; sólo falta la rúbrica del papa. Por eso debemos ser muy cuidadosos con todo este asunto. No nos puede estallar en las manos, y menos ahora. Si el Peregrino se derrumbara y comenzara a cantar, todo se desmoronaría.

—Nada de eso ocurrirá.

—No estoy seguro. Debemos poner remedio para que ese hombre no se derrumbe, y es preciso hacerlo de manera drástica e inmediata. El Peregrino puede hacer fracasar nuestro plan. Ya sabe cómo debemos actuar en estos casos.

—Perdone, Excelencia, pero creo que no podemos forzar este asunto hasta las últimas consecuencias. El Códice ha sido destruido, su contenido borrado para siempre y nadie podrá seguir su pista desde Compostela hasta mi domicilio en París. De eso sí estoy seguro. Aunque ese hombre confesara, no dejaría de ser considerado un pobre loco.

—Está decidido, el Peregrino no puede ser un problema. Encárguese de solucionarlo antes de que la policía lo acorrale y acabe confesando cuanto sabe. Y que sea rápido.

—Te lo dije; ha pasado más de un mes desde que nos llevamos el Códice Calixtino y tras los primeros días de aluviones de información, poco a poco, la prensa ha ido perdiendo el interés por ese manuscrito. Hace una semana que no se publica una sola noticia al respecto. Imagino que acabará siendo olvidado y llegará un momento en que nadie se preocupará por su paradero. Unos meses más y el caso quedará archivado por la policía española —le comentó Diego a Patricia.

—¿Crees que debemos seguir con tantas precauciones? —demandó Patricia.

—Por supuesto. Que la prensa haya renunciado a dar más informaciones no significa que la policía se haya olvidado del caso, al menos por ahora.

—¿Crees que nos sentiremos seguros alguna vez?

—Lo estamos. Nos protege gente muy importante que evitará que este caso se resuelva.

—Eres muy optimista —dijo Patricia.

—Todo ha salido conforme estaba previsto, demasiado perfecto.

—¿Tú crees que el Peregrino operaba solo en este asunto en Santiago?

—Yo pienso que no, que alguien lo tuvo que ayudar para que todo fuera tan fácil. Ese cura no es experto en robos, ni en medidas de seguridad. Sólo lo vimos en dos ocasiones, pero imagino que te diste cuenta de que no era el tipo de hombre que es capaz de poner en marcha por sí solo semejante operativo. En el interior de la catedral y de su archivo alguien más tuvo que estar compinchado con él. Todo estaba demasiado bien planeado como para ser obra de un sacerdote que lo único que ha hecho en su vida es celebrar misa en los pueblos y clasificar cartas y solicitudes en una oficina del arzobispado.

Un nuevo correo electrónico entró en el ordenador de Diego.

«La sexta trompeta ha sonado. Los cuatro ángeles exterminadores ejecutarán a un tercio de la humanidad. En ese momento se producirá un intervalo y el ángel del Señor le mostrará al apóstol Juan el libro de los siete sellos, y Juan se lo comerá antes de que suene la séptima trompeta.»

—¿Otro trabajo? —le preguntó Patricia al fijarse el interés que mostraba Diego en la pantalla del ordenador.

—Es Jacques Román. Me escribe que los ángeles exterminadores que anuncian la sexta trompeta del Apocalipsis han sido liberados para ejecutar a un tercio de la humanidad.

—Otra vez ese maniático con su tesis de que se acerca el fin del mundo.

—Pues si tiene razón en sus previsiones está muy próximo; sólo faltaría el toque de la séptima y última trompeta y después, el cataclismo final. Espera, el texto de Román trae un archivo adjunto.

Diego lo abrió. Era un documento en PDF con la noticia de una página de un periódico de París. Recogía la terrible masacre perpetrada unos días atrás por un católico ultraderechista y alunado que había matado a varias decenas de jóvenes en una isla noruega y que había colocado un coche-bomba en el centro de la ciudad de Oslo, provocando numerosos daños.

—¡Dios santo!, esto es un aviso. —Patricia se echó las manos a la cabeza al leer la noticia—. Román nos está diciendo que hay iluminados dispuestos a matar por la defensa de su fe y de sus ideas. El asesino de esos jóvenes noruegos es un católico que se relacionaba con grupos de la extrema derecha europea. Tal vez los mismos en los que está metido Jacques Román. Empiezo a tener miedo, Diego, mucho miedo.

—Cálmate. —Diego abrazó a su pareja—. Ese asesino noruego no era sino un demente que provocó la muerte de muchos inocentes y se refugió en una ideología criminal para huir de sus frustraciones personales. Pero no era nada más que un loco, aunque capaz de llevar a cabo cualquier salvajada criminal. Esta gente con la que hemos negociado no se comporta así. Ya conoces a Jacques Román; es un hombre educado, culto e inteligente. No lo creo capaz de dirigir a individuos como ese criminal noruego, mucho menos de adoctrinarlos, y en absoluto de ordenarles la perpetración de una matanza indiscriminada de inocentes.

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