Se sentó en uno de los bancos y durante un buen rato repasó lo ocurrido en las últimas semanas: las distintas teorías que habían manejado sobre el robo, los cientos de declaraciones, interrogatorios e imágenes que habían observado. Y al fin, concluyó que, muerto el Peregrino, no tenía nada, absolutamente nada para resolver aquel caso.
Salió del templo, activó su móvil y marcó el número de Teresa Villar.
—Manolo, ¡qué poco has tardado en echarme de menos! —le dijo la inspectora al ver la procedencia de la llamada.
—¿Ya estás en Madrid?
—Sí, acabo de llegar a casa. Me voy a dar una ducha, almorzaré algo ligero y esta tarde pasaré por la brigada. El comisario jefe nos ha citado a las seis para hacer un balance de lo que hemos investigado estas semanas sobre el caso del Códice Calixtino.
—Pues vete olvidando del asunto, porque creo que quieren darle carpetazo de inmediato.
—¿Por qué dices eso?
—Porque me lo ha dicho mi jefe hace un rato. He cogido tal cabreo que he tenido que marcharme de comisaría. He estado en la catedral, a solas, una hora, y he llegado al convencimiento de que no les interesa conocer a los verdaderos autores del robo.
—¿Y a qué se debe ese cambio de opinión?
—No lo sé, pero hoy mismo está corriendo el rumor de que el Códice lo ha sustraído la propia Iglesia y que se lo han llevado a Roma, a los archivos del Vaticano.
—No parece lógico. ¿Qué motivo tendría la Iglesia para hacer algo así? —preguntó Teresa.
—Es lo que yo he pensado cuando en comisaría me han comentado ese rumor, pero hay algunos colegas que lo han tomado en consideración. En cualquier caso, y si no estoy equivocado, ve preparada a esa reunión para escuchar de boca de tu jefe algo similar a lo que me ha dicho el mío: que nos olvidemos del Códice.
—Lo tendré en cuenta. Ya te llamaré. Un beso.
—Otro para ti.
Gutiérrez guardó su móvil en el bolsillo del pantalón, se colgó la chaqueta de lino al hombro y decidió dar un paseo por el parque del campus de la universidad. Estaba seguro de que su jefe no lo echaría en falta durante el resto de la mañana.
Los domingos son días de descanso absoluto para los suizos. Está absolutamente prohibido hacer ruidos que puedan molestar a los vecinos, como sacar la basura, segar el césped del jardín o poner la música a más volumen del necesario.
Aquel domingo, el tercero de agosto, Patricia y Diego se habían levantado más tarde de lo habitual. El sábado habían salido a cenar fuera y habían regresado pasada la medianoche.
Antes de la cena habían dado un largo paseo y habían hablado mucho de su relación. Diego, a pesar de que en una ocasión le había pedido a Patricia que le dejara continuar con ese modo de vida, le confesó a su pareja que los últimos días había reflexionado con calma y que había llegado al convencimiento de que ya era hora de abandonar la delincuencia y procurar recuperar el tiempo perdido. Tras la cena, se sentaron en una terraza a orillas del lago Lemán, en cuya superficie se reflejaba una perfecta media luna. Tomaron una botella de champán y se miraron a los ojos como si estuvieran recién enamorados.
Luego se fueron a casa, se besaron como nunca, se acariciaron y decidieron que había llegado el momento de poner fin a esa etapa de su vida. Por primera vez hicieron planes que nada tenían que ver con el tráfico ilegal de arte sino con su propio futuro.
Argentina, España o Uruguay, les daba igual el lugar dónde pasarían el resto de su existencia, lo importante era iniciar una nueva etapa en la que su época de delincuentes y traficantes de obras de arte y de antigüedades no fuera otra cosa que un recuerdo cada vez más difuso y lejano en su memoria.
Hicieron el amor, con la media luna de testigo en su ventana, y se abandonaron a un sueño reparador; por primera vez en mucho tiempo, atisbaron una esperanza en el porvenir.
Como tenía por costumbre, Diego se dispuso a preparar el desayuno, siempre abundante y variado. Aquella mañana de domingo Patricia decidió no salir a correr y se quedó en la cama remoloneando entre las sábanas, dichosa y satisfecha, aguardando a que su pareja la llamara para bajar a desayunar juntos. Estaba muy contenta y se sentía feliz porque sabía que una nueva vida, ahora sí, se abría ante ellos.
Diego se dirigió a la cocina, abrió el frigorífico y colocó encima de la mesa un bote de mermelada, una lata de mantequilla, varias tostadas, un poco de fruta y zumo de pomelo. Luego cogió un cazo y lo llenó de agua para calentarla y preparar la infusión de mate. Contempló la superficie del lago Lemán a través de la ventana y recordó la pasada noche de amor. Sonrió. Sintió que la decisión que habían tomado la tarde anterior de abandonar su actual modo de vida le había quitado a él un gran peso de encima y había hecho muy feliz a Patricia, y pensó en hacerle el amor de nuevo, tras el desayuno.
Colocó el cazo de agua sobre el quemador, giró el mando para que saliera el gas y le aplicó un fósforo. Aquél fue su último gesto.
Una tremenda explosión destruyó la casa de Patricia y Diego a orillas del lago Lemán. Los vecinos que se asomaron a sus ventanas o salieron a la calle tras escuchar el enorme estruendo pudieron contemplar una lengua de fuego que ascendía desde el centro de la casa hasta varios metros por encima, para luego dar paso a una columna de humo negro y nuevas llamaradas producto de la combustión del edificio, buena parte de él construido con madera.
Cuando se disipó el humo y remitieron las llamas pudo comprobarse la magnitud de la catástrofe. Parte del tejado de la casa había desaparecido, esparcido en miles de pedazos por los alrededores, las ventanas habían reventado y los restos que permanecían en el lugar que había ocupado la vivienda ardían consumidos por un fuego devorador.
Desde un altozano a un kilómetro de distancia, Jacques Román presenciaba el incendio con unos prismáticos. Su rostro no denotaba el más mínimo rictus, ninguna expresión. A su lado, dos hombres fornidos lo escoltaban junto a un coche, impasibles, con los brazos cruzados, como si lo que sucedía en aquella casa en llamas no fuera con ellos.
Román sostenía en sus manos una Biblia. A la vista del incendio, la abrió por el libro del Apocalipsis, buscó el capítulo 11 y leyó en voz alta.
—«El séptimo ángel sonó la trompeta, y se sintieron grandes voces en el cielo que decían: el reino de este mundo ha venido a ser de Nuestro Señor y de su Cristo, que reinará por los siglos de los siglos.»
Cerró la Biblia, se persignó y con la punta de su zapato dibujó en la tierra una cifra: 666.
Hizo una señal a sus hombres y uno de ellos le abrió la puerta de la berlina negra de alta gama, con los cristales tintados. Se metió en el coche y la puerta se cerró tras él. Los dos hombres que lo acompañaban se montaron en los dos asientos delanteros.
—¿Adonde, señor? —preguntó el que conducía.
—A París, y sin detenernos, salvo para repostar si es necesario. Quiero estar allí cuanto antes. ¡Ah!, y como siempre, buen trabajo, señores; los felicito.
Cuando la berlina se alejaba en dirección a Ginebra, Jacques Román giró la cabeza para comprobar lo que quedaba de la casa en llamas. Era evidente que cualquier persona que hubiera estado allí dentro en el momento de la explosión habría quedado completamente calcinada.
—Y al fin sonará la séptima trompeta, que anunciará la venida del reino de Dios —musitó Jacques Román antes de recostar su cabeza en el asiento para intentar conciliar el sueño.
Jacques Román estaba leyendo el periódico en la biblioteca de su casa de París, a la vez que saboreaba un martini y fumaba una pipa. Sobre la mesa, en la tercera página del diario de inspiración católica el papa declaraba que la fe en Cristo no era posible fuera de la Iglesia, y conminaba a todos los jóvenes del mundo a abrazar la verdadera fe y a unirse a ella.
Su asistente lo interrumpió y le entregó un sobre de plástico que acababa de recibir mediante un servicio urgente de mensajería. Sabía de qué se trataba, pero dejó el periódico sobre la mesa y abrió el sobre para comprobar su contenido. Dentro había otro sobre de papel con el emblema del Vaticano al dorso, y en su interior un tarjetón encabezado por el escudo del papa.
Su Excelencia había sido nombrado cardenal de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana. El secretario del papa invitaba a Jacques Román a la ceremonia de imposición del capelo cardenalicio al nuevo purpurado, que tendría lugar seis semanas más tarde en la basílica de San Pedro de Roma.
Tomó una tarjeta del escritorio y una pluma y escribió: «Excelencia: Me congratula enormemente su nombramiento como cardenal de la Santa Iglesia. Lo felicito con entusiasmo y le comunico que acudiré a Roma para acompañarlo en el día de su proclamación. Reciba un respetuoso saludo de su amigo Jacques Román.»
Metió la tarjeta en un sobre, escribió la dirección de su Excelencia, lo cerró y lo dejó encima de la mesa.
Se acercó a una de las ventanas de su biblioteca. Las aguas del Sena fluían cadenciosas lamiendo las pilastras del puente de Sully. Bebió un sorbo de su martini y dio una calada profunda y abundante a su pipa, dejando que el humo del tabaco holandés inundara su boca antes de expulsarlo con lentitud parsimoniosa.
APÉNDICES
CITAS BÍBLICAS DE PERSONAJES RELACIONADOS CON JESÚSAlfeo:
—Padre de Leví: Me. 2, 14. Ep. XIV, 3
—Padre de Santiago el Menor: Mt. 10, 3. Me. 3, 18. Le. 6, 15. He. 1, 13
Andrés:
—Apóstol: Mt. 10, 2. Me. 3, 18. Le. 6, 14. Jn. 1, 40. He. 1,13. Emm. 6
—Hermano de Pedro: Mt. 1, 18; 10, 2. Me. 1, 16. Le. 6, 14. Jn. 1,40; 6, 8. Ep. XIV, 3
Bartolomé (¿Natanael?):
—Apóstol: Mt. 3, 10. Me. 3, 18. Le. 6, 14. He. 1,13
Cleofás:
—Cuñado de María la Virgen: Jn. 19, 25 —Discípulo de Jesús: Le. 24, 18
Felipe:
—Apóstol: Mt. 3, 10. Me. 3, 18. Le. 6, 14. Jn. 1, 43. He. 1, 13
Filipo:
—Esposo de Herodías: Mt. 14, 3. Me. 6, 17. Le. 3, 19
—Hermano de Herodes Antipas: Mt. 14, 3. Me. 6, 18. Le. 3,1
—Tetrarca de Iturea y de Traconítide; Le. 3,1
Herodes el Grande:
—Rey de Judea: Mt. 2, 1. Le. 1, 5
Herodes Antipas:
—Hermano de Filipo: Mt. 14, 3. Me. 6, 18. Le. 3, 1
—Rey de Galilea: Me. 6,14; 6, 21; 6, 26
—Tetrarca de Galilea: Mt. 14, 1. Le. 3, 1; 3,19; 9, 7
Herodías:
—Esposa de Filipo: Mt. 14, 3. Me. 6, 17. Le. 3, 19
—Esposa de Herodes Antipas: Me. 6, 17
Isabel:
—Esposa de Zacarías: Le. 1,5; 1,9; 1, 24; 1, 59
—Del linaje de Aarón: Le. 1, 5
—Pariente de María la Virgen: 1, 36
—Prima de María: Ps. XII, 2
Jesús:
—Hermano de José: Mt. 13, 15. Me. 6, 3
—Hermano de Judas: Mt. 13, 15. Me. 6, 3
—Hermano de María: Ef. 36
—Hermano de Santiago: Mt. 13,15. Me. 6, 3. Gal. 1, 19
—Hermano de Simón: Mt. 13, 15. Me. 6, 3
—Hermanos: Mt. 12, 46; 28, 10. Me. 3, 31-32. Le. 8, 19-20. Jn. 2, 12; 20, 17. He. 3, 14
—Hermanas: Mt. 13, 56. Me. 6, 3
—Hijo del Bendito: Me. 14, 61-62
—Hijo de Dios: Mt. 3, 17; 9, 29; 27, 54. Me. 1, 1; 1, 11; 15, 39. Le. 1, 35. Jn. 1, 49; 5, 25. He. 9, 20
—Hijo de José: Le. 2, 41; 2, 48; 3, 23; 4, 22. Et. VI, 2
—Hijo de María: Mt. 1, 16-18; 13, 55; 14, 33; 16, 16. Me. 6, 3. Le. 1, 31; 2, 34; 2, 41; 2, 51. Jn. 19, 25-26. He. 3, 14. Ef. 36. Em. X, 2. Et. XIX, 3. Esm: XIII, 1-3
—Obra del Espíritu Santo: Mt. 1, 20
—Nacido en los días del rey Herodes: Mt. 2, 1
—Primogénito de María: Mt. 1, 25. Le. 2, 7
—Rey: Jn. 18, 37
—Rey de Israel: Me. 15, 32. Jn. 1, 49
—Rey de los judíos: Mt. 27, 11; 27, 37. Me. 15, 2; 15, 18; 15, 26. Le. 23, 3; 23, 38. Jn. 19, 3; 19,19-21
José:
—Hermano de Jesús: Mt. 13, 55. Me. 6, 3. Em. VIII, 1
—Hermano de Santiago el Menor: Me. 15, 40
—Hermano de Salomé: Me. 15, 40; 16, 1
—Hijo de María: Mt. 27, 56
José el carpintero:
—De la casa de David: Le. 1, 27; 2, 4
—Esposo de María: Mt. 1,18. Le. 1, 27; 2, 5. Esm. X, 1
—Hijos de José: Ps. IX, 2
—Padre de Jesús; Le. 2, 41; 2, 48; 3, 23; 4, 22. Et. VI, 2
Juan:
—Apóstol: Mt. 4, 21. Me. 1, 19-20. Le. 6, 14, He. 1, 13
—Hijo de Zebedeo: Mt. 4, 21; 10, 3; 11, 37. Me. 1, 19-20; 3, 18; 10, 35
—Hermano de Santiago el Mayor: Mt. 4, 21; 10, 3; 17, 1. Me. 1, 19; 3, 18; 5, 37
Juan el Bautista:
—Hijo de Zacarías: Le. 3, 2
—Hijo de Zacarías y de Isabel: Le. 1, 13; 1, 59-60; 1, 67. Ps. XXIII, 1
Judas:
—Apóstol: Le. 6, 14. Jn. 14, 22.
—Hermano de Jesús: Mt. 13, 55. Me. 6, 3
—Hermano de Santiago el Menor: Le. 6, 14. He. 1, 13. Jd. 1,1
Judas Iscariote:
—Apóstol: Mt. 10, 4. Me. 3,18; 14, 10; 14, 43. Le. 6, 14. Ej. 1
—Hijo de Simón Iscariote: Jn. 13, 26
Leví (¿Santiago el Menor?):
—Apóstol: Emm. 6
—Cobrador de tributos: 2, 14; 5, 27
—Discípulo de Jesús: Le. 5, 28
—Hijo de Alfeo: Me. 2, 14. Ep. XIV, 3
María la Virgen:
—Ante la cruz: Jn. 19, 25
—Ante el sepulcro: Mt. 28,1. Me. 16, 1. Le. 24, 10.
—Esposa de José: Mt. 1,18. Me. 1, 27. Le. 2, 5. Esm. X, 1
—Hermana de Salomé, esposa de Cleofás: Jn. 19, 25
—Hija de Joaquín y de Ana: Em. I, 1. Esm. IV, 1. Ps. V, 1-2
—Madre de Jesús: Mt. 1, 18. Le. 1, 31; 2, 7; 2, 34; 2, 41; 2, 48; 2, 51. Jn. 19, 25-26. He. 3, 14. Ef. 36. Em. X, 2. Et. XIX, 3. Esm. XIII, 1-3
—Madre de José: Mt. 27, 56. Me. 15, 40; 15, 47
Madre de Salomé: Me. 15, 40; 16, 1
—Madre de Santiago: Mt. 27, 56. Me. 15, 40; 16,1. Le. 24,10
—Pariente de Isabel: Le. 1, 36
—Prima de Isabel: Ps: XII, 2
María:
—Hermana de Jesús: Ef. 36
María Magdalena:
—Ante la cruz: Mt. 27, 56. Me. 15, 40. Jn. 19, 25
—Ante el sepulcro: Mt. 28,1. Me. 16, 2. Le. 24,10. Jn. 20, 1. Ep. XII, 1
—Despreciada por Pedro: Et. 114.
—Discípula de Jesús: Le. 8, 2
—Pareja de Jesús: Ef. 36; 59
—La más amada por Jesús: Emm. 10; 18
Mateo:
—Apóstol: Mt. 3, 10. Me. 3, 18. Le. 6,14. He. 1, 13. Et. 13