—¡Cómo ha sido capaz...!
—Ese texto desmentía los pilares de nuestras creencias más profundas. En ese presunto Evangelio se negaba la divinidad de Cristo y su igualdad con el Padre. Desde el Concilio de Nicea los católicos creemos en un solo Dios, integrado por tres Personas distintas, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Ése es el gran misterio de nuestra fe, sin el cual el cristianismo católico no es nada. Creemos que las tres Personas tienen la misma naturaleza, y que Jesús fue engendrado, pero no creado, porque es eterno y ha existido desde siempre con el Padre y el Espíritu. La defensa de ese dogma ha provocado muchas muertes y ha hecho verter mucha sangre. Ahí radica nuestra gran diferencia con el judaismo y con el islam, ése es el verdadero rasgo de identidad de los cristianos, lo que convierte a la católica en la religión revelada, genuina y verdadera, y a la Iglesia romana en garantía de su supervivencia y en guardián de la palabra de Dios.
»Pero, además, ese Evangelio negaba la virginidad de María, otro de nuestros dogmas fundamentales. Los católicos sostenemos que María fue fecundada por el Espíritu Santo como un rayo de luz atraviesa el cristal de una ventana, sin mancillarlo ni romperlo; así fue como Dios, que es la luz, sembró en ella su semilla. Y sostenemos que María nació sin pecado original y que fue virgen antes, durante y después del nacimiento de su hijo Jesús. Pero en el texto de Santiago el Mayor, María vuelve a casarse tras la muerte de su primer esposo, José, y tiene varios hijos con un segundo marido.
—¿Con Alfeo? —preguntó Patricia.
—Sí...; ¿cómo lo sabe? —se sorprendió Román.
—Ya le dije que he hecho mis propias averiguaciones. Cotejando los cuatro Evangelios canónicos con los Hechos de los Apóstoles, las cartas de san Pablo y de otros apóstoles y los textos gnósticos y los Evangelios apócrifos he llegado a la conclusión de que la Virgen María dio a luz primero a Jesús, y que a la muerte de José se casó con Alfeo, de quien tuvo a Santiago el Menor, a José, a Simón, a Judas, a María y a Salomé. Tres de esos hermanos varones de Jesús, Santiago, Simón y Judas, formaron parte del grupo de los doce. No he podido averiguar el porqué no lo fue José.
—Porque había muerto; eso decía al menos el Evangelio de Santiago —aclaró Jacques Román.
—Y también he descubierto que Santiago el Mayor y Juan, hijos de Zebedeo, lo eran también de Salomé, hermana de María y, por tanto, primos de Jesús, y que, muerto Zebedeo, Salomé se casó en segundas nupcias con Cleofás, otro de los discípulos de Cristo. Todo quedaba en familia.
—Sorprendente, señorita Patricia. Ha llegado usted a una conclusión similar a lo que hemos leído en el Evangelio perdido de Santiago el Mayor.
—Contrastando los textos del Nuevo Testamento y cruzando todos los datos, nombres y parentescos, la conclusión es evidente y salta a la vista como si se encendiera una potente luz en plena oscuridad. Así fue como comprendí que Cleofás, el discípulo citado por san Lucas tras la resurrección y con el que habla Jesús, fue el segundo esposo de Salomé, con el que se casó una vez muerto Zebedeo. Ésta, hermana de María, era la tercera mujer presente junto a la Virgen y a la Magdalena en los pies del Calvario, según se lee en el Evangelio de san Juan.
—¿Se cree usted más lista que todos los miles de investigadores, teólogos, filósofos e historiadores que han estudiado el Nuevo Testamento?
—En absoluto. Pero yo me he limitado a aplicar la lógica y la deducción, sin prejuicios religiosos, y ambas me indican que Jesucristo inició su predicación pública ayudado y seguido por un buen número de parientes: hermanos, primos y tíos, todos ellos originarios de la costa norte del lago Tiberíades, en torno a la ciudad de Betsaida. Esa familia constituía un verdadero clan en cuyo seno varios de sus miembros se enfrentaron en algunas pugnas larvadas y en peleas muy evidentes para hacerse con el control del primitivo cristianismo, incluso en vida de Jesús, pero sobre todo después de su muerte. Santiago el Mayor participó en ellas; en una ocasión incluso le pidió a Jesús un lugar preferente a su lado, lo que provocó el malestar del resto de los apóstoles, pero tuvo poco tiempo para hacerse con el control del cristianismo a la muerte de Jesús, porque fue el segundo mártir tras Esteban.
»Desde luego, tengo claro que los primeros cristianos se dividieron y enfrentaron a la muerte de Cristo en dos sectores. El primero de ellos estaba encabezado por los familiares de Jesús, con Santiago el Menor a la cabeza, a los que apoyaba María Magdalena; y el segundo por Pedro y los discípulos más exaltados, que pretendían eliminar a las mujeres del grupo de discípulos y desprestigiar a la Magdalena, cuya ascendencia sobre Jesús y sus familiares era muy intensa.
»En esa pugna fue Santiago el Menor, hermano de Jesús, quien logró hacerse con el control de la comunidad de cristianos de Jerusalén, arrebatándoselo a Pedro, quien tal vez resabiado por haber perdido el poder que le otorgó el propio Jesús tuvo que renunciar a sus postulados sobre la predicación a los judíos y aliarse con las tesis de Pablo, que defendía la idea de universalidad del mensaje de Cristo. Santiago el Menor era el verdadero heredero de la doctrina y la sangre de Cristo, y por eso desbancó a Pedro. En los Hechos de los Apóstoles se cuenta que cuando Pedro fue liberado de prisión acudió a casa de un tal Juan, de sobrenombre Marcos, hijo de María, y pidió que avisaran a Santiago de su liberación; es obvio que Santiago ya era el jefe de la comunidad. Además, también se opuso a Pablo, porque era el principal causante de desvirtuar las enseñanzas de Jesús, además de ajeno al núcleo familiar. Ante las disidencias que se atisbaban y que el propio Pablo comenta en su Carta a los gálatas, en donde llega a discrepar abiertamente con Pedro y se enfrenta con él en Antioquía, los dirigentes cristianos se vieron obligados a celebrar en el año 49 un concilio en Jerusalén, el primero de la Iglesia, para intentar solventar sus diferencias. Para entonces ya había sido ejecutado Santiago el Mayor, de manera que se reunieron en la casa de Santiago el Menor, quien gobernaba la pequeña comunidad de cristianos de Jerusalén; allí acudieron Pedro, Juan y Pablo. Es evidente que era la familia de Jesús la que seguía manteniendo las esencias de su mensaje, aunque el peso de Pablo, su estrategia y sus opiniones ganaban cada vez mayor influencia en las comunidades cristianas que se habían constituido en Siria, Anatolia y Grecia.
»Los familiares de Jesús se consideraban los verdaderos depositarios de su doctrina, los "sacerdotes" del grupo; los demás apóstoles actuaban como una especie de "guardaespaldas". ¿Recuerda, Jacques, el momento del prendimiento de Jesús en el huerto de los olivos? Ese episodio ratifica palmariamente cuanto afirmo. Cuando allí se produjo el prendimiento de Jesús, Pedro portaba una espada en una vaina escondida bajo su ropa, con la cual le cortó la oreja a uno de los criados del príncipe de los sacerdotes que iba en la comitiva de guardias judíos y soldados romanos que detuvieron a Jesús. ¿Qué hacía una espada en la mano de un apóstol que estaba participando en una ceremonia religiosa? Nada, salvo que ese apóstol fuera precisamente una especie de guardaespaldas.
»Los hermanos de Jesús estimaban que la jefatura de la comunidad de primitivos cristianos debía recaer en uno de ellos, y por eso, a la muerte de Santiago el Menor por lapidación en el año 63, fue Simón, hijo de Cleofás, quien se hizo cargo del patriarcado de Jerusalén. Y creo que este Cleofás es el mismo que se casó, una vez muerto Zebedeo, con Salomé, la madre de Santiago el Mayor y de Juan, que habría dado a luz a ese hijo de su nuevo matrimonio. Ese Simón era, por tanto, hijo de la tía de Jesús y su primo carnal; otra vez todo quedaba en la familia.
—Brillante, pero falso, absolutamente falso. Y aun en el caso de que todas esas fantasías que usted fábula de manera tan absurda fueran ciertas, en nada cambia la naturaleza divina de Jesucristo —afirmó rotundo Jacques Román.
—¿Fantasías? Lo que usted nos ha contado sobre el contenido del Evangelio de Santiago el Mayor coincide con lo que yo le he explicado. Pero es igual todo eso, ¿qué les importa a los que creen ciegamente en lo que dicta la Iglesia? Aunque aparecieran cien, mil nuevos Evangelios y textos verídicos desmintiendo la naturaleza divina de Jesús y se analizara una prueba irrefutable de ADN que certificara que fue un hombre mortal, hijo de otro hombre mortal y de María, los cristianos seguirían creyendo ciegamente que Jesús fue hijo de Dios, y el mismo Dios a la vez encarnado en un cuerpo humano y mortal.
»Y lo que voy a decirle ahora puede que le levante más de una ampolla. Jesús se proclamó a sí mismo "rey de los judíos" ante una pregunta del gobernador romano Poncio Pilato, y así constaba en el cartel que unos soldados romanos colocaron sobre su cruz: "Éste es Jesús, el rey de los judíos". Creo que esa apreciación era correcta, porque María bien pudo ser preñada por Herodes el Grande, el rey de los judíos.
—Usted delira, Patricia —comentó Román.
—Herodes fue designado rey de Judea por los romanos en el año 37 a. J. C. Fue él quien construyó el último gran templo de Jerusalén, el que destruyó el general romano Tito en el año 70 y del que sólo se conserva el muro de las Lamentaciones. Herodes tuvo una hermana llamada Salomé, un nombre frecuente por cierto en la familia de Jesús, pues lo llevaba su tía y una de sus hermanas. Jesús nació en el año 7 o en el 6 a. J. C. y Herodes murió en el 4 a. J. C. a los sesenta y nueve años, de modo que bien pudo haber sido su padre.
»Herodes el Grande era un hombre promiscuo, pues tuvo diez esposas y una docena de hijos al menos. Pero su favorita fue una bella princesa asmodea llamada Mariamne, a la que amaba profundamente. Salomé instigó una intriga para que Herodes se sintiera lleno de celos hacia su favorita a la que mandó asesinar en el año 29 a. J. C; la muerte de Mariamne lo sumió durante meses en una profunda depresión. Desde entonces, la vida amorosa de Herodes se desenvolvió en una verdadera vorágine de lascivia. María bien pudo ser una de sus últimas amantes, a la que habría dejado embarazada dos o tres años antes de morir. Si hubiera sido así, María hubiera dado a luz al hijo del rey de Judea, el soberano de los judíos, y la familia de Jesús consideraría que aquel niño era el candidato a suceder a su padre en el trono de Judea y recuperar así la tradición bíblica del verdadero Mesías.
—¡Está usted completamente loca! No diga barbaridades, Patricia. Además, Herodes ordenó la matanza de los Inocentes.
—Ése es un bulo más de los que inventaron los primeros cristianos y que no parece tener la menor credibilidad histórica. Herodes fue un rey amado por su pueblo, gran constructor de obras públicas y merecedor de un enterramiento monumental. Su tumba, en la colina cuya cumbre coronaba uno de sus palacios, el Herodión, se encuentra a trece kilómetros al sur de Jerusalén, y está en proceso de excavación por los arqueólogos.
»Los descendientes legítimos de Herodes el Grande se inquietaron mucho ante las pretensiones de la familia de Jesús, a la que persiguieron. ¿Imagina por qué? Herodes Antipas, tetrarca de Galilea, ordenó prender a Juan el Bautista, pariente de Jesús, que anunciaba la llegada del nuevo reino del Mesías, y lo ejecutó. El episodio es bien conocido: el tetrarca se había casado con Herodías, la que fuera mujer de su hermano Filipo, y el Bautista se lo recriminó porque iba en contra de la ley. Durante un banquete Salomé, hija de Herodías y de Filipo, bailó ante Herodes Antipas y éste, entusiasmado, le ofreció cuanto quisiera pedir. Salomé le solicitó la cabeza de Juan el Bautista, y la consiguió.
»Tras esa ejecución, Jesús se sintió amenazado de muerte, huyó al desierto y se refugió en Galilea, la región donde contaba con más seguidores y familiares. Allí realizó varios milagros y se ganó a mucha gente. Aclamado por muchos, tuvo el valor necesario para presentarse en Jerusalén, donde fue aclamado como hijo de David y como Mesías. Herodes Antipas vio amenazada su herencia real y decidió acabar con él. Se puso en marcha para conseguirlo y logró una condena del Sanedrín, el máximo tribunal de los judíos, por blasfemo. San Lucas cuenta en su Evangelio la alegría del tetrarca Herodes cuando el gobernador romano Poncio Pilato le envió a Jesús para que lo juzgara tras haberle preguntado que si era el rey de los judíos y no encontrar motivos de condena según la ley romana.
—Usted es la que está blasfemando, señorita. ¡Jesús es el hijo de Dios! —clamó Román.
—¿De verdad cree usted que Jesús, un hombre de carne, sangre y huesos humanos, fue engendrado por obra del Espíritu Santo?
—Ese es el gran misterio de nuestra fe, que nada puede destruir. Muchos lo han intentado en los últimos dos mil años: los sanguinarios emperadores romanos que persiguieron a los primeros cristianos y los ejecutaron en las arenas de los circos; el emperador Juliano el Apóstata, que pretendió la vuelta al paganismo en el siglo IV; los bárbaros paganos que destruyeron iglesias y asesinaron a cristianos durante las invasiones pero que acabaron aceptando la verdadera religión; los vikingos con sus rafias devastadoras en parroquias y monasterios; los herejes de todo pelaje como Pablo de Samosata, Arrio o Prisciliano, que torcieron el mensaje de Dios; las sectas diabólicas como los cátaros, los valdenses o los hussitas, que negaban los dogmas más sagrados y rechazaban a la jerarquía eclesiástica; los reformistas alunados y mendaces como Erasmo, Lutero y Calvino, que socavaron los cimientos de la fe y la doctrina; los príncipes protestantes como Enrique VIII de Inglaterra, que persiguieron a la Iglesia y trataron de arruinarla; los ilustrados autoproclamados hijos de la diosa Razón como Rousseau, que renegaron de la fe; los masones, confabuladores en sus contubernios contra el papado; los liberales; los izquierdistas; los comunistas; los ateos... Pero todos han fracasado estrepitosamente en sus vanos intentos por arrumbar la obra de Dios y de su hijo Jesucristo, la verdadera Iglesia de los Santos. —Román hablaba como un verdadero poseído.
—En ese caso, ¿por qué ha destruido usted el Evangelio de Santiago el Mayor? ¿Por qué la Iglesia se niega a reconocer los textos que cuestionan sus dogmas?, algunos de ellos aceptados por ella misma en épocas bien recientes.
—Usted no sabe nada, Patricia, nada. La Iglesia ha soportado tempestades mucho mayores. Cuando murió Jesús, el número de sus seguidores era tan sólo de ciento veinte; hoy, dos mil años después, somos más de mil millones. Uno de los doce primeros apóstoles, Judas Iscariote, lo traicionó, y luego se ahorcó atormentado por su terrible pecado, pero otro apóstol, Matías, lo sucedió y ocupó el decimosegundo asiento entre los doce elegidos. Cuando un cristiano era asesinado en la arena del circo, su sangre fertilizaba la comunidad y hacía brotar la verdadera fe en el corazón de otros hombres. La sangre de los mártires fue el abono que propició la expansión del cristianismo, y siempre será así.