—Imagino que afluirían enormes rentas para poder hacer tantas cosas.
—A diferencia de su antecesor, Gelmírez tenía muy buena relación con la monarquía leonesa. Nada más tomar posesión de su cargo impulsó las obras de la catedral y puso en marcha una gigantesca campaña de propaganda religiosa con el sepulcro del apóstol Santiago como gran reclamo. En apenas cinco años consiguió que se labraran las dos portadas del crucero: la de Platerías, la primera de la catedral que contemplaban los peregrinos que entraban en Santiago por el camino que atraviesa todo el norte de España, y la de los franceses. Y en 1105 logró que se acabaran las obras de la girola. De inmediato se demolió lo poco que quedaba en pie de la iglesia saqueada por Almanzor y se iniciaron las obras del crucero y de la nave mayor. Gelmírez logró que la reina Urraca de León, hija y sucesora en 1109 del fallecido Alfonso VI, le otorgara muchas donaciones y privilegios, aunque a punto estuvo de irse todo al traste en 1116.
—¿Qué ocurrió, otro ataque musulmán? —preguntó Patricia.
—No. En esta ocasión los problemas surgieron por un asunto interno que estalló en la propia ciudad de Santiago. El obispo Gelmírez, investido de un poder casi absoluto, se comportaba ante sus vecinos y ciudadanos como un todo poderoso señor feudal, dueño de haciendas y vidas, y los burgueses de Compostela no soportaban que el poder del obispo lo cubriera todo, de modo que protagonizaron una monumental revuelta. Aprovechando una visita de la reina Urraca a la ciudad, asediaron el palacio de Gelmírez y cercaron a la reina y al obispo en una de las torres del palacio episcopal. Como los sitiados no se rendían, le prendieron fuego. La reina tuvo que salir de la torre para evitar ser abrasada por las llamas. Lo que cuentan los cronistas que sucedió con ella fue terrible: los burgueses la detuvieron, la arrastraron por el barro y la apedrearon y ultrajaron hasta que quedó desnuda de cintura para arriba a la vista de todos. Milagrosamente, logró escapar de aquella tortura. Entre tanto, ardía la techumbre provisional de madera del templo y Gelmírez aprovechó la confusión para escabullirse del asedio y huir de la ciudad. Durante año y medio los burgueses la gobernaron y promulgaron nuevas leyes y estatutos; lo hicieron con la ayuda de los canónigos de la catedral, que apoyaron la revuelta a causa de que el obispo les había recortado sus rentas y había colocado al frente de la administración económica del cabildo a su hermano y a un sobrino.
—¡La Revolución francesa en pleno corazón de Galicia y en el siglo XII! —festejó Patricia.
—Bueno, no tanto. Además, en 1117 Gelmírez regresó con un ejército real, logró la rendición de los burgueses y recuperó el poder. Ese año fue muy importante para la catedral de Santiago: la reina Urraca le otorgó nuevas donaciones y pudieron retomarse las obras. Una tradición señala que la reina entregó a la catedral la cabeza de Santiago el Menor, que unos cruzados habían conseguido recuperar en Jerusalén tras la toma de la Ciudad Santa durante la Primera Cruzada.
—¡Vaya!, ahora Compostela tenía las cabezas de los dos Santiagos.
—Creo que este dato es uno más de los muchos que confunden a los dos apóstoles del mismo nombre y que contribuyen a liar esta historia; además hay que tener en cuenta que Santiago el Menor no fue ejecutado mediante decapitación, sino apedreado. Algunos dicen que esa cabeza era la del propio Santiago el Mayor, que se había quedado en Jerusalén cuando sus discípulos trasladaron su cuerpo a Galicia. ¡A saber a quién perteneció en realidad esa cabeza! Pero fuera como fuese, la habilidad del obispo Diego Gelmírez no decayó pese a la revuelta, sino todo lo contrario. Solicitó el apoyo de la reina Urraca de León y reclamó para Compostela la primacía de la sede apostólica en Hispania, intentando arrebatársela a Toledo. Su argumento consistía en resaltar que la categoría sagrada de Santiago de Compostela era tan excelsa como la de la propia Roma, pues eran las dos únicas ciudades de Occidente que podían alardear de conservar el cuerpo de uno de los doce primeros apóstoles de Jesús: Roma guardaba el de san Pedro, y Compostela el de Santiago. Gelmírez no lo consiguió porque Urraca y su hijo Alfonso Raimúndez, el futuro rey, mantuvieron Toledo como sede primada, pero lo que sí logró fue que el papa Calixto II elevara la diócesis de Santiago a la categoría de archidiócesis, y él ascendió de obispo a arzobispo.
—Calixto II, el papa del Códice.
—Sí, el mismo. Este pontífice gobernó la Iglesia romana entre 1119 y 1124, y a él se le atribuye el origen del Códice.
—Entonces, ese manuscrito supone la culminación de la campaña política que puso en marcha el obispo Gelmírez para hacer de Santiago la sede episcopal más importante de Europa y el mayor centro de peregrinación de toda la cristiandad.
—En efecto. Ahí radica la gran trascendencia del Códice Calixtino: ese libro significaba el broche de oro que puso Diego Gelmírez a su obra de cuarenta años al frente de la iglesia compostelana. De ahí que se convirtiera en el símbolo de toda una época, tal vez la más gloriosa de las peregrinaciones a ese santuario.
—¿Y en Santiago son conscientes de todo esto? —preguntó Patricia.
—Por lo que he podido leer estas semanas creo que sí, al menos en los ambientes intelectuales y cultos de la ciudad.
—En ese caso, robarles el Códice es como robarles el alma.
—Quizá no tanto. No conozco a los españoles, pero es probable que a la mayoría de la gente no le importe demasiado, aunque supongo que una minoría sí lo considerará como un grave atentado a su cultura. Y todavía más en este año en el que celebran el octavo centenario de la consagración del templo, pues las obras se dieron por terminadas en 1211.
—Pero si no recuerdo mal por las clases de historia del arte medieval, el Pórtico de la Gloria es anterior en varias décadas.
—En efecto. Ya comentamos que el templo románico tenía una portada principal con dos entradas de comienzos del siglo XII que representaba una escena con la Transfiguración, pero fue derribada en 1168 para que el maestro Mateo labrara en su lugar el Pórtico de la Gloria, con triple acceso —dijo Diego.
—Y ahí dejó su cabeza labrada en piedra para que los que lo visiten la choquen con la frente creyendo que así les inculcará un poco de su sabiduría.
—Santiago de Compostela es la meta del Camino, el final, pero a lo largo del mismo surgieron numerosas iglesias, abadías y monasterios que se dotaron de reliquias para recibir la visita y las donaciones de los peregrinos. En Conques se levantó una iglesia en honor de santa Fe, martirizada por Diocleciano en el 303, cuyas reliquias se guardaban en una estatua de oro de la santa; en Tréveris se exponían las sandalias de san Andrés dentro de una caja de oro con forma de pie; la abadía de Reading guardaba un zapato de Cristo, sus pañales, sangre de su costado, un pan del milagro de la multiplicación, el velo y la mortaja de la Verónica, varios cabellos, la cama y el cinturón de la Virgen María, las varas de Moisés y de Aarón y algunas reliquias de san Juan Bautista, e incluso una mano del propio Santiago procedentes del saqueo de Constantinopla por los cruzados en 1204, que la emperatriz Matilde había entregado a su abad.
»En la Edad Media la mayoría de los peregrinos hacían el Camino para "remedio de su alma", como suele citarse en los documentos de la época, pero hoy en día muchos de los caminantes no lo son por motivos religiosos, sino por pura exigencia personal. He leído una guía del Camino escrita por un alemán donde destaca la experiencia casi mística que significa caminar horas y horas en soledad por las inmensas planicies de la meseta castellana, en interminables jornadas que es preciso afrontar con espíritu de superación y con el convencimiento de que puede vencerse el reto con la fuerza de la voluntad y el empeño en saber afrontar las debilidades que nos invaden para sobreponerse a cualquier adversidad.
—Visto así, el Camino parece una excelente terapia de autocuración y de autoestima.
—Y así es. Quienes lo han finalizado aseguran que la culminación del mismo, una vez que llegas a Compostela y tienes a la vista las torres de la catedral desde el monte del Gozo, implica una extraordinaria carga de autocomplacencia, pero también de superación y de triunfo personal.
—Como ganar una medalla de oro en unos Juegos Olímpicos, vamos —ironizó Patricia.
—Pues no te rías, pero algo así deben de sentir los peregrinos a la vista de su meta, si nos fiamos de sus declaraciones.
—Como sigas hablando con ese entusiasmo te veo haciendo el Camino de Santiago cualquier día de éstos.
—De momento lo haremos en avión para recoger el Códice y entregarlo en París, pero ¿quién sabe? Tal vez algún día me proponga recorrerlo a pie, desde el propio París.
—Sería una forma de purgar tus pecados como ladrón de antigüedades para evitar la condena eterna y poder entrar en el cielo.
—Sabes bien que no creo en el más allá.
—Quizá en el Camino encuentres la revelación y te conviertas en un fervoroso creyente. No serías el primero; recuerda lo que le ocurrió a san Pablo camino de Damasco.
—Lo dudo. Mi ateísmo no es una cuestión de falta de fe, sino de lógica científica.
—Claro, claro...
En ese momento sonó el teléfono de Diego. Tras contestar, escuchó la elegante e inconfundible voz de Jacques Román.
—Estoy en Ginebra; he venido a resolver unos asuntos financieros. ¿Están ustedes en la ciudad?
—Sí, estamos en casa.
—¿Podemos vernos?
—Por supuesto.
—En ese caso los invito a almorzar. ¿Conocen el restaurante La Broche?
—Sí, es uno de los mejores de Ginebra.
—¿Les parece bien mañana, a las dos de la tarde? Reservaré mesa para tres.
—Allí estaremos.
—De acuerdo, hasta mañana entonces. —Jacques Román colgó el teléfono.
—¿Con quién has quedado? —le preguntó Patricia.
—Jacques Román está en la ciudad y nos ha invitado a almorzar mañana en La Broche.
—¡Aquí, en Ginebra! ¿A qué ha venido?
—Por «asuntos financieros», me ha dicho. Imagino que, en realidad, ha venido a ingresar divisas en cualquiera de los bancos de la ciudad. Román suele manejar mucha plata en negro.
—Echo de menos aquellos tiempos en los que no teníamos ese problema —comentó Patricia.
—¿Qué problema?
—El de blanquear dinero. Mi jefa me explotaba en la galería de arte de Buenos Aires, sí. Me pagaba ochocientos dólares al mes y me hacía trabajar diez horas diarias de martes a domingo, pero cada noche podía dormir tranquila en mi modesto apartamento. Y ahora ya ves: vivimos en una magnífica casa, en un paraje de ensueño, tenemos dinero, pero no me siento tan segura como antaño.
—Ambos elegimos vivir así, y sabíamos perfectamente dónde nos metíamos. Quiero que estés bien, de manera que si deseas que abandonemos este modo de vida, lo haremos, pero antes debemos realizar ese trabajo en España —replicó Diego.
—No acabará nunca, ¿verdad? Te gusta demasiado el dinero que proporciona este negocio. Creo que ya no podrías vivir de otra manera.
—Por ti, al menos lo intentaría. Si tú lo deseas dejaremos todo esto y reharemos nuestras vidas.
Patricia abrazó a Diego y lo besó con ternura. En el fondo de su corazón sabía que aquel hombre al que amaba no cambiaría jamás, y que pronto llegaría el momento en que ella tendría que decidir entre seguir con aquella vida de delincuentes internacionales de guante blanco, siempre caminando en el filo de la navaja, o tornar a la placentera mediocridad de la gente común en Buenos Aires. Ambos temían que llegara ese momento, porque ninguno de los dos tenía claro cuál sería su prioridad en la trascendental decisión que en algún momento deberían tomar.
La puntualidad de Jacques Román y de Diego Martínez era proverbial; ambos coincidieron a las dos en punto en la puerta del restaurante.
—Señorita Patricia, está usted hermosísima; buenas tardes, Diego, ¿cómo se encuentran?
—Muy bien, gracias. —Patricia dio la mano a Román, que luego estrechó la de Diego.
Entraron juntos en el restaurante y el maître los condujo hasta la mesa que Jacques Román había reservado, en una zona discreta del local donde podían hablar con absoluta intimidad. Una vez acomodados y elegidos los platos, Román pidió champán.
—Por favor, sírvanos una botella de Krug Clos d'Ambonnay de 1995.
—Magnífica elección, señor. —El
sommelier
dibujó una sonrisa servil; no todos los días, ni siquiera en ese restaurante, se servía una botella de tres mil euros.
—¿No deberíamos esperar a que este trabajo se culmine con éxito para celebrarlo? Tal vez nos estemos precipitando —preguntó Diego a la vista de la elección del champán por Jacques Román.
—No se trata de una celebración, sino de manifestarles mi agradecimiento por haber aceptado el encargo.
—Tal cual está planificado, este asunto parece un juego de niños —intervino Patricia.
—Así debería ser. Hemos estudiado las medidas de seguridad del archivo de la catedral y, salvo por las cámaras de vídeo, un niño podría entrar, apoderarse del Códice y salir del templo sin que nadie se percatara de que ha desaparecido. Y eso sin contar con un colaborador interno, como ocurre en este caso.
El
sommelier
se acercó con la botella de Krug y las tres copas como si llevara entre sus manos un preciado tesoro. Quitó el aluminio que cubría el gollete y giró el corcho con la experiencia del profesional acostumbrado a tratar los grandes vinos y los grandes champanes con la delicadeza requerida en su manipulación. El líquido dorado burbujeó en la copa, que Román ofreció a Patricia.
—Espero que le guste.
La argentina mojó sus labios con el champán. Un delicado efluvio a diversos aromas frutales que no fue capaz de identificar inundó su pituitaria.
—Riquísimo. Tiene usted un gusto excelente —le dijo a Román.
—Puede servir el resto de las copas. Y no se preocupe más, yo serviré el resto —le indicó Jacques al
sommelier
, que se retiró con una leve inclinación de cabeza.
—Estupendo champán —señaló Diego.
—Tal vez el mejor de la última década; la ocasión lo merece. Pero volvamos a nuestro asunto, queridos amigos. Supongo que ya tendrán todo estudiado.
—Así es.
—El Peregrino está preocupado por una sola cuestión, y yo comparto sus temores: ya conocen el plan para entrar y hacerse con el Códice, pero ¿cómo lo sacarán ustedes del archivo?