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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico, Intriga

El códice del peregrino (5 page)

BOOK: El códice del peregrino
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SEGUNDO SELLO

Un caballo rojo montado por un jinete armado con espada: La Guerra

El negocio de obras de arte y de antigüedades movía muchísimo dinero en todo el mundo; miles de dólares, euros, francos suizos o libras pasaban cada día de mano en mano a través de una compleja cadena de ladrones, estafadores, galeristas y anticuarios sin escrúpulos, falsificadores, traficantes, tasadores, peritos en arte, compradores y vendedores, en la que no faltaban policías, funcionarios y jueces corruptos.

El arte y las antigüedades se habían convertido en un magnífico recurso para blanquear el dinero obtenido en negocios sucios como el tráfico de drogas, la venta de armas, la trata de blancas o incluso la corrupción política y empresarial. Los ricos empresarios que compraban arte en las galerías legales lo hacían a nombre de sus compañías para disminuir sus beneficios y pagar menos impuestos, o como inversión, sin que les importara lo más mínimo la calidad de las obras adquiridas, sino simplemente su cotización en el mercado.

La enorme cantidad de dinero negro procedente del negocio inmobiliario que se había movido en la costa mediterránea española había producido tantos beneficios que la localidad de Marbella, en el sur de España, se convirtió en uno de los principales centros de compra de antigüedades y de obras de arte de dudosa procedencia para constructores y políticos corruptos; algunos de ellos demostraron tan mal gusto que, tras una inspección policial, se encontraron obras de Picasso y de Miró colgadas de las paredes de varios cuartos de baño en sus mansiones.

Pero unos pocos compraban antigüedades por los más extraños e increíbles motivos. Entre ellos había fanáticos coleccionistas dispuestos a pagar verdaderas fortunas por un ejemplar único. Si lo que buscaban no se encontraba en el mercado legal, no mostraban el menor inconveniente en acudir a ladrones profesionales capaces de desvalijar el mismísimo Museo Británico si la cantidad ofrecida era lo suficientemente atractiva como para arriesgarse a ello. Y entre esos pocos había un grupo todavía más reducido que buscaba piezas de arte de especial significado.

Uno de esos compradores era Jacques Román. Rico, elegante, exquisito en las formas y con una elevada cultura, debía su fortuna a un legado familiar por el que había heredado varios inmuebles en el barrio parisino de Le Marais, cerca de la torre de Saint-Jacques. Este edificio, de principios del siglo XVI, es el único resto de la que fuera parroquia de Santiago de París, una iglesia medieval conocida como Saint-Jacques-la-Boucherie por ser la parroquia de los carniceros parisinos en la Baja Edad Media y el Renacimiento. Todas las dependencias del templo habían sido destruidas en 1797, tras ser vendidas durante la Revolución, y sólo la torre se había salvado de la demolición.

Aquella iglesia se había convertido durante siglos en el centro de devoción de los parisinos que hacían el Camino de Santiago, y a ella se dirigían y le ofrecían cuantiosos bienes los que partían hacia Compostela, y de nuevo cuando regresaban felizmente tras haber culminado la peregrinación.

Jacques Román era un hombre de profundas convicciones religiosas. Nacido en el seno de una familia conservadora y muy creyente, se había educado en la escuela católica de Santa María de París y después había cursado estudios superiores en la Universidad Católica de Lovaina, en Bélgica, donde había entrado en contacto con profesores y alumnos de organizaciones cristianas muy radicalizadas. Ya de regreso a París, hacia mediados de los años setenta, con su título de licenciado en ciencias políticas y morales y varios cursos de teología, había entablado contactos con grupos próximos a monseñor Lefébvre, un obispo ultraortodoxo que tuvo que ser apartado de su diócesis por el papa a causa de sus constantes ataques a las resoluciones del Concilio Vaticano II y por la negativa a cumplir sus disposiciones doctrinales y rituales, con manifiesta y reiterada desobediencia.

Román no necesitaba trabajar para vivir. Las rentas que le proporcionaban los alquileres de las viviendas y los locales comerciales de su propiedad en Le Marais le suponían unos ingresos que superaban los cinco millones de euros anuales. La inauguración en 1977 del Centro Nacional de Arte y Cultura Georges Pompidou, ubicado en el barrio donde poseía sus mejores inmuebles, revitalizó esa zona de tal manera que las propiedades de Jacques Román se revalorizaron muchísimo y sus ingresos aumentaron de forma extraordinaria.

Aquella tarde Patricia y Diego acababan de hacer el amor en su amplio sofá de cuero negro, frente a la chimenea de su casita a orillas del lago Lemán. El mes de mayo estaba muy avanzado, pero todavía seguían encendiendo el fuego mediada la tarde, para caldear la vivienda y respirar el aire tibio con aroma a resina que desprendían los leños al consumirse.

Diego se recostó en el sillón y admiró el cuerpo desnudo de su pareja. Patricia Veri acababa de cumplir los cuarenta años. De estatura mediana, morena, de pelo largo ligeramente ondulado, ojos grandes, brillantes y melados, era una mujer hermosa, en la plenitud de la madurez. De caderas amplias y cuerpo rotundo, emitía un especial atractivo, sobre todo cuando reía y mostraba su boca amplia de labios gruesos y bien perfilados. Sin duda había heredado los rasgos elegantes de su padre, hijo de un emigrante italiano, y la belleza de su madre, nieta de unos emigrantes canarios.

—Jacques Román es un tipo peculiar —dijo Patricia desde el aseo de la planta baja, mientras se cepillaba el pelo.

—¿Peculiar? —se preguntó Diego.

—Sí. ¿A quién que no fuera peculiar se le ocurriría gastarse más de un millón de euros por un códice robado al que no va a poder darle otra salida que guardarlo en una caja fuerte durante el resto de su vida?

—A un chiflado. En este mundo de los compradores de arte hay muchos de ellos. ¿Recuerdas a aquel empresario japonés de la industria del automóvil que pagó hace unos meses dos millones de dólares por una cáscara de naranja pegada con cola de carpintero sobre un lienzo negro? ¿O al millonario tejano que compró por otro tanto uno de los bocetos desechados de Andy Warhol?

—Jacques Román no está loco; al menos no lo está tal cual entendemos la locura.

—En ese caso, ¿a qué crees que se debe su obsesión por el Códice Calixtino?

Diego se acercó a Patricia y la besó en el cuello; la argentina olía a un caro y fresco perfume francés.

—Román es un integrista, uno de esos fanáticos católicos que creen que el mundo camina hacia la deriva y la perdición por haberse olvidado de los ideales cristianos, uno de esos iluminados que están convencidos de haber sido investidos por la gracia de Dios y señalados por el dedo divino para evitar que el pecado reine en el mundo.

—¿Por qué dices eso?

—¿No te fijaste en su casa? Está llena de piezas de arte sacro y de símbolos evangélicos y católicos, aunque todos ellos muy elegantes, nada kitsch. Esta mañana he indagado en Internet, y mira lo que he encontrado.

Patricia se vistió con una camiseta y encendió su ordenador portátil. En una carpeta había ido colocando la información que había encontrado sobre Jacques Román y los grupos católicos integristas franceses.

Abrió uno de los archivos y apareció una foto en la que Román ocupaba la segunda fila entre una docena de personajes, la mayoría vestidos con sotana y alzacuellos.

—¡Vaya, lo tenemos! —señaló Diego al reconocer a su cliente, el único vestido con traje y corbata entre varios sacerdotes de aspecto ultra—. ¿De qué va esa reunión? ¿Se trata de una convención de antiguos seminaristas preconciliares?

—No. Los que aparecen vestidos como curas tradicionalistas son los cuatro obispos seguidores del obispo Lefébvre, que fueron apartados de la Iglesia por sus críticas posturas integristas y por su negativa a acatar las resoluciones del Concilio Vaticano II; Juan Pablo II los excomulgó en 1988. He averiguado que el actual papa los exoneró de sus cargos y les permitió reintegrarse al seno de la Iglesia en enero del año 2009. Estos cuatro obispos pertenecen a un colectivo ultracatólico denominado la Fraternidad de san Pío X, fundado por Lefébvre, aunque en realidad esa organización es una continuación de Sodalitium Pianum.

—¿Sodalitium Pianum? ¿Qué es eso?

—Un grupo fundado en 1907 a iniciativa del papa Pío X para neutralizar los aires de cambio, de modernidad y de progreso que algunos preconizaban en el seno de la Iglesia a comienzos del siglo XX. Esa institución, dirigida directamente desde el papado, existió legalmente hasta 1921, cuando a causa de sus excesos (se dijo que incluso habían llegado hasta el asesinato) fue formalmente disuelta. Pero Sodalitium Pianum no desapareció, sino que continuó operando a la sombra del poder del Vaticano, en esta nueva etapa de manera clandestina, aunque consentida por los poderes pontificios. Sus miembros eran demasiado poderosos como para ser eliminados de un plumazo, pues controlaban los servicios secretos del Estado vaticano.

»Esta gente siempre ha gozado de un enorme poder. En los últimos cinco siglos de la historia de la Iglesia sólo dos papas han sido proclamados santos: Pío V, que es quien creó los primeros servicios secretos organizados del Vaticano, en el siglo XVI, y curiosamente Pío X, papa entre 1903 y 1914, fundador de Sodalitium y que condenó el movimiento del Modernismo en la Iglesia mediante una encíclica. ¿No te parece extraño que los dos únicos papas proclamados santos en los últimos cinco siglos hayan sido los responsables de poner en marcha los servicios secretos del Vaticano?

»En Francia se estableció una de las secciones más fuertes de Sodalitium; se llamó La Sapiniére, "el abetal", en referencia al abeto, su árbol emblemático. Su misión era evitar que los movimientos reformistas lograran dar a la Iglesia francesa un giro hacia la modernidad. La Sapiniére todavía existe y creo que Jacques Román es uno de sus miembros más activos.

—¿Quieres decir que Román está empeñado en robar el Códice Calixtino por una cuestión, digamos de... fe?

—No lo sé, pero estoy convencida de que ese hombre no busca en el Códice ningún beneficio personal, y desde luego tampoco lo quiere para contemplarlo ensimismado en la soledad de su salón. Mira —Patricia señaló en la foto de la pantalla del ordenador a uno de los cuatro prelados lefebvristas—; éste es el obispo británico Richard Williamson, un declarado antisemita que ha negado públicamente la existencia del Holocausto que cometieron los nazis y que considera que las mujeres no tienen derecho a recibir educación superior.

—Una joya antediluviana —repuso Diego.

—Los demás no le andan a la zaga. Y ahí, tras ellos, está nuestro cliente. ¿Te queda ahora alguna duda de que el tipo que nos ha adelantado medio millón de euros por robar un manuscrito medieval tiene importantes motivos, más allá de los económicos o los personales, para apoderarse de ese Códice?

—Creo que estás extrayendo conclusiones demasiado deprisa. Que Jaques Román sea un católico recalcitrante, conservador y rancio en sus creencias no lo elimina como coleccionista privado de manuscritos medievales. Tal vez desee hacerse con el Calixtino por puro placer o porque se llama Jacques, es decir, Santiago en español, y crea ser una especie de álter ego del apóstol, o de uno de sus discípulos, o quién sabe qué demonios pasa por su cabeza. El mundo está lleno de orates que se creen la reencarnación del mismísimo Jesucristo; a lo mejor Jacques Román es uno de ellos.

—No. Hay algo mucho más complejo. El mismo Román lo dejó caer cuando nos entrevistamos con él en París hace unos días. Estoy convencida de que bajo todo este asunto subyace una cuestión trascendental para ese grupo de gente.

—Somos historiadores; vayamos al facsímil del manuscrito que compramos en Santiago y veamos qué podemos sacar de él.

Durante una semana los dos historiadores del arte reconvertidos en traficantes de antigüedades dieron vueltas y vueltas a las ilustraciones del facsímil del Códice Calixtino que habían adquirido en Compostela, a los cinco libros y a los dos apéndices que contenía y a cada una de las ilustraciones y de las treinta y cuatro líneas de cada uno de los doscientos veinticinco folios del texto.

—Año 1120. Diego Gelmírez, obispo de Compostela, consigue que el papa Calixto II eleve su diócesis a la categoría de archidiócesis y a él le confiera la dignidad de arzobispo. En esos años Santiago de Compostela era el centro de peregrinación más frecuentado de la cristiandad, por encima aún de la propia Roma y de la mismísima Jerusalén, que en esa fecha ya llevaba veinte años en manos cristianas tras haber sido conquistada a los musulmanes en la Primera Cruzada. Había un gran eje cristiano que unía Jerusalén, Roma y Santiago —explicó Diego.

—Se creía que en Compostela estaba el sepulcro del apóstol Santiago.

—Según una vieja tradición, que no avala la historia, Santiago el Mayor, uno de los doce primeros apóstoles que siguieron a Cristo, evangelizó la provincia romana de Hispania en el año 40. Llegó a la desembocadura del río Ulla, en las costas de Galicia, pero no tuvo éxito en su evangelización y decidió regresar a Jerusalén. Allí fue ejecutado mediante decapitación en el año 44 por orden de Herodes Agripa, tetrarca de Galilea y heredero de Herodes el Grande. Sus discípulos recogieron el cadáver y en una barca lo llevaron de nuevo hasta Galicia, en la costa noroccidental de España, y lo enterraron en Compostela en un sarcófago de mármol.

—Todo eso es un cuento para incautos —comentó Patricia—, una invención de los clérigos de Compostela para convertir su iglesia en un centro de peregrinaje que les proporcionara suculentas donaciones y riquezas.

—Pero un cuento prodigioso en el que creyeron muchas gentes de toda Europa, incluidos papas, reyes y nobles.

—Todos ésos eran los más interesados en mantener la situación que les garantizaba sus privilegios. Vamos, Diego, en Compostela no está enterrado el apóstol Santiago. Y creo que Jacques Román es un tipo con la suficiente inteligencia como para no creer en esas leyendas para feligreses incautos; otra cosa es que le interese que las tradiciones de la Iglesia sigan manteniéndose así por cuestiones de su fe.

—Nada importa lo que yo o Jacques Román creamos. Lo evidente es que Compostela, su catedral y su magnetismo están ahí, y llevan más de un milenio atrayendo a peregrinos de medio mundo.

—A cristianos, querrás decir.

—No sólo a cristianos. Los musulmanes consideran a Jesús un gran profeta, a la altura de Abraham y Moisés y sólo por debajo de Mahoma. En la Edad Media también hubo peregrinos musulmanes que visitaron el sepulcro de Santiago en Compostela, e incluso judíos, aunque únicamente fuera para hacer negocios a lo largo del Camino; no olvides que, pese a todo, Santiago era judío, como el mismo Jesucristo. Y hoy visitan Santiago de Compostela muchas personas que no son creyentes. Y no considero que la figura del apóstol sea un imán para ellos.

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