—En París nos explicaron el plan para hacernos con el Códice. Parecía muy sencillo: vamos a Santiago, entramos en el archivo de la catedral, abrimos la sala de seguridad, luego el armario donde se guarda el Códice, nos lo llevamos y... ¿ya está? —ironizó Patricia.
—En efecto. Les parecerá extraño, pero será así de simple —asintió el Peregrino.
—Explíquese, por favor —le pidió Diego.
—Las únicas medidas de seguridad con que cuenta el archivo son esas cinco cámaras de vídeo, las puertas y la estancia de seguridad donde están depositados los manuscritos más valiosos de la catedral. Hace ya dos años que estoy preparando este trabajo y lo he previsto todo. Escuchen con atención.
El Peregrino fue detallándoles paso a paso el plan que había ideado para la sustracción del Calixtino.
—Tal como usted lo explica, todavía parece más simple —comentó Patricia tras la precisa exposición del Peregrino, apoyada en los planos del archivo.
—Lo es.
—¿Por qué lo hace? —le preguntó Diego.
—Por lo mismo que ustedes, supongo: por dinero.
—Si el robo puede perpetrarse con tanta facilidad, nosotros no hacemos falta. Podría llevarlo a cabo usted solo y ganaría mucho más.
—Perdone —el Peregrino interrumpió a Diego—, no se trata de un robo, sino de un hurto. En nuestro Código Penal existe una clara diferencia entre esos dos delitos. El robo implica violencia y uso de la fuerza para sustraer un bien o una propiedad y está penado con más dureza; en el caso del hurto no existe ni violencia ni fuerza, y la pena máxima se reduce a cinco años, tal vez tres. En caso de que te descubran y demuestren tu culpabilidad pueden caerte esos años, y con buen comportamiento y un buen abogado en menos de un año estás en la calle con la condicional.
—Decía —continuó Diego— que si el hurto se produce con semejante limpieza, sin forzar puertas ni ventanas y sin violencia alguna, la policía supondrá de inmediato que alguien relacionado directamente con el archivo ha tenido algo que ver en ello. En ese caso, ¿cuánta gente resultaría sospechosa?
—Más de cincuenta personas.
—¿Y cuántas de ellas poseen llave de la cámara de seguridad?
—Sólo tres: el deán, un archivero y un canónigo.
—Eso reduce mucho el número de posibles colaboradores internos. La policía lo tendrá demasiado fácil. Imagino que usted es uno de esos tres.
El Peregrino esbozó una sonrisa.
—No.
—Entonces no lo entiendo. El plan que nos ha expuesto y el que vimos en París habla de que dispondremos de una llave de la puerta blindada —dijo Patricia.
El Peregrino introdujo la mano en su bolsillo, sacó un estuchito de cuero, el de sus gafas de sol, lo abrió y les mostró una llave.
—Ésta es la cuarta llave. Ahora sólo ustedes y yo sabemos que existe.
—¿Está usted seguro?
—Completamente. Y ahora debo regresar a Santiago, mi avión sale a primera hora de la tarde. Volveremos a vernos.
—¿Cuándo?
—Yo los llamaré. Entre tanto estudien bien esos papeles y recuerden cuanto les he dicho. Y no olviden presentarse en Santiago el viernes 1 de julio. Les recomiendo que reserven ya un hotel; este año celebramos el octavo centenario de la consagración de la catedral y, aunque no es año santo, habrá más turistas que de costumbre.
Diego remó hacia el embarcadero.
—¿Conoce usted a quien paga todo esto y cuáles son sus motivos para llevar a cabo este trabajo? —le preguntó Patricia.
El Peregrino miró a la argentina a través de los cristales verde oscuro de sus gafas de sol.
—No lo necesito.
—Pero...
—Lo siento, el avión no espera.
El Peregrino bajó de la barca y se alejó con pasos presurosos.
—¿Qué opinas? —le preguntó Diego a Patricia.
—Que ese tipo no está en este negocio por la plata. Cuando le he sugerido que podría ganar más dinero sin nuestro concurso, se ha ido por las ramas.
—Eso mismo he pensado yo. Bueno, de momento no podemos hacer otra cosa que estudiar estos papeles y preparar el trabajo.
—Vamos a Santiago —dijo de pronto Patricia.
—¿Ahora?
—Mañana si es posible.
—Tenemos cerrado el viaje de regreso a Ginebra.
—Podemos cambiar el billete.
—De acuerdo.
El vuelo procedente de Madrid aterrizó puntual en el aeropuerto de Santiago a las 19.40 horas. Los dos argentinos tomaron un taxi y se dirigieron al hotel Palacio del Carmen, un cinco estrellas ubicado al sur de la ciudad, a poco más de diez minutos de la catedral.
Tras registrarse y solicitar en recepción información sobre un buen restaurante para cenar, se dirigieron a la plaza del Hospital. Anochecía. El centro de la plaza estaba ocupado por decenas de tiendas de campaña. No se sorprendieron por ello. Por los informativos de la televisión suiza y de los canales internacionales sabían que en numerosas ciudades de España se había generado un movimiento social llamado 15M que había canalizado las protestas de mucha gente indignada por la situación política y económica del país y que demandaba una democracia real.
Atravesaron la plaza entre las tiendas de campaña y contemplaron la fachada barroca de la catedral, llamada del Obradoiro. Les llamó la atención que sobre el templo revoloteaban en círculo bandadas de pájaros blancos.
—Todas las noches están ahí —sonó una voz a su espalda.
Los argentinos se volvieron y contemplaron a uno de los indignados. Era un joven de unos veinticinco años, alto, delgado, con el pelo largo recogido en varias trenzas que sobresalían bajo una gorra de lana multicolor.
—¿Qué tipo de aves son? —le preguntó Patricia.
—Gaviotas —respondió el joven—. También están indignadas, como nosotros.
Las gaviotas giraban en torno a la catedral en círculos concéntricos, como si su vuelo respondiera a un plan perfectamente diseñado.
—¿Y qué hacen esas gaviotas ahí? —preguntó Diego.
—Vienen todas las noches. Supongo que las atrae la luz que ilumina la catedral.
Centenares de gaviotas revoloteaban sobre el templo del apóstol. La luz de los focos que escapaba hacia el espacio se reflejaba en sus plumas y les confería un aspecto fantástico, como etéreas cruces blancas flotando sobre el cielo nocturno de Santiago bajo una bóveda oscura y lúgubre.
Cenaron en el estupendo restaurante que les habían recomendado en la recepción de su hotel, un moderno y nuevo local ubicado tras la catedral, en una sala que se abría a un escalonado y elegante jardín privado decorado con una sencillez y sutileza que recordaba al minimalismo de inspiración oriental.
—Tengo dudas —comentó Patricia.
En el pequeño comedor sólo había otra pareja, lo suficientemente alejada como para que no escuchara la conversación de los dos argentinos.
—No eres la única —le dijo Diego.
—No creo que Jacques Román quiera el... —Patricia omitió la palabra «códice»— como mero capricho de coleccionista.
—Bueno, nos confesó que había algo oculto en ese... —Diego también evitó pronunciarla.
—Tú te especializaste en iconografía; si existe alguna clave, darás con ella.
—Para ello debería verlo.
—Existe una magnífica edición facsímil. Lo he consultado en Internet. Se imprimieron mil ejemplares en 1993; uno de ellos, numerado con el 1, se lo regalaron al rey de España. Lo venden en la tienda de la catedral a dos mil cuatrocientos euros. Mañana lo compraremos. Tal vez nos venga bien disponer de la factura de compra de uno de esos ejemplares.
—Eso son algo más de tres mil dólares —calculó Patricia.
—Unos tres mil trescientos al cambio actual.
—¿Llevas encima tanto dinero?
—No.
—¿No pensarás comprarlo con tarjeta de crédito?
—Claro que no. Sacaremos dinero de varios cajeros con nuestras tarjetas y lo pagaremos en efectivo.
La cena fue magnífica; Galicia nunca suele defraudar en cuestiones gastronómicas.
A la mañana siguiente se acercaron a la catedral tras pasar por varios cajeros automáticos, de los que sacaron los dos mil cuatrocientos euros que costaba el facsímil. En la plaza seguían instaladas las tiendas de campaña de los indignados, a pesar de que algunos políticos amenazaban con utilizar a la policía para desalojarlos, alegando que se acercaban las elecciones municipales y la presencia de aquellas gentes en plena calle podría alterar la tranquilidad necesaria para desarrollar la campaña electoral y las votaciones.
Como dos turistas más visitaron la catedral, y lamentaron no poder ver buena parte del Pórtico de la Gloria porque estaba cubierto por andamios en su proceso de restauración. Tras recorrer las naves románicas del templo se dirigieron al archivo.
Ambos habían memorizado las cuatro plantas del ala oeste del claustro, donde, en varias salas, se ubicaban la biblioteca y el archivo, además de una zona que albergaba un pequeño museo.
Comprobaron, tal cual les había dicho el Peregrino en el estanque del Retiro madrileño, que las medidas de seguridad eran escasas y que cualquier ladrón profesional de obras de arte —y conocían a los mejores porque habían trabajado con muchos de ellos—, no tendría demasiados problemas en inutilizar los sistemas de alarma. Otra cuestión era entrar en esa zona de la catedral y marcharse de allí con el Códice bajo el brazo a plena luz del día y en horas de máxima afluencia de visitantes como si tal cosa, del modo en que les había propuesto el Peregrino.
El más exagerado guionista de Hollywood hubiera imaginado el robo a partir de una acción impactante: varios especialistas lanzándose en paracaídas sobre los tejados de la catedral y accediendo con un sofisticado equipo electrónico a la estancia de seguridad donde se guardaban los códices más valiosos, para escapar después colgados de un cable a un helicóptero, y todos ellos provistos de una espectacular vestimenta paramilitar, con cascos equipados con gafas de visión nocturna, inhibidores de frecuencia y fusiles automáticos con rayos láser.
Pero el plan que les había revelado el Peregrino era mucho más sencillo: entrar en el archivo, coger el Códice y salir con él.
Recorrieron las estancias del archivo y fueron grabando en su memoria cada espacio, cada pasillo, cada sala. En un plano turístico llevaban marcados los puntos donde se ubicaban las cámaras de vigilancia que les había revelado el Peregrino, y comprobaron la precisión de cada uno de los detalles del informe que les había entregado en Madrid.
—Ese tipo ha hecho un buen trabajo —le comentó Diego a Patricia.
—Así es. Todo lo que nos ha comentado está en su sitio exacto.
Tras recorrer el archivo y comprobar la ubicación de la estancia de seguridad donde se custodiaba el Códice y la ruta de acceso, se dirigieron a la tienda de la catedral.
Echaron un vistazo sobre los productos expuestos y al fin Diego se dirigió a una joven que atendía las ventas.
—Buenos días —le dijo intentando disimular su acento argentino—. Estoy interesado en el facsímil del Códice Calixtino, la edición de 1993. ¿Podría verlo?
—¿Desea usted comprarlo?
—Si me convence la calidad de la reproducción, sí.
—Ha sido realizado por una de las mejores empresas españolas en la edición facsímil de manuscritos medievales. Aguarde un instante, por favor.
La dependienta regresó con un ejemplar y se lo enseñó a Diego. El argentino pasó con cuidado las hojas del facsímil y se mostró interesado en la calidad de las ilustraciones miniadas.
—Magnífico. Me lo quedo.
La dependienta puso cara de cierta sorpresa.
—¿Va a pagarlo con tarjeta?
—No, en efectivo; y necesitaré factura.
—Claro, claro. Son... dos mil cuatrocientos euros.
Diego sacó de su bolsillo un buen fajo de billetes de cincuenta euros y los contó delante de la empleada.
—...cuarenta y siete y cuarenta ocho. Aquí tiene: dos mil cuatrocientos euros. Imagino que las cubiertas también son copia fidedigna del original.
—Por supuesto, señor. Toda la reproducción se ha cuidado al máximo detalle. ¿A qué nombre desea la factura?
—Al de mi empresa: Historia y Arte, S. L., avenida Diagonal, 519, 08029, Barcelona. CIF: B19052011.
La dependienta cumplimentó la factura con los datos falsos proporcionados por Diego.
—Aquí tiene, y también el certificado de la empresa que lo ha editado; cada ejemplar está numerado. Muchas gracias por su compra, señor.
—Gracias a usted. ¡Ah!, imagino que tendrá garantía.
—¿Cómo dice?
—Garantía, por si me veo obligado a devolverlo.
—Sí, claro. Dispone de quince días para hacerlo, pero deberá estar en perfectas condiciones.
—Gracias de nuevo.
En la habitación del hotel, Diego y Patricia abrieron el envoltorio que contenía el facsímil. Encuadernado en piel marrón oscura marcada con una retícula de rombos, se trataba de un libro de dimensiones medianas, de casi treinta centímetros de alto por veintiuno de ancho y doscientos veinte folios en pergamino.
—Es una muy buena reproducción —comentó Patricia.
—Llegará un momento en que las copias de obras de arte serán tan similares a las originales que casi resultará imposible diferenciarlas. Bien, regresemos a Ginebra.
—Sí. Tenemos mucho trabajo por delante.
—¿No te arrepientes? —le preguntó Diego.
—Ya está decidido; haremos este trabajo y correremos los riesgos...
—No me refiero a lo que vamos a robar, sino a nosotros dos.
—¿Quieres decir que si no me arrepiento de haberte seguido hasta aquí?
—Sí.
—Pues no, no me arrepiento de haber dejado Argentina ni mi trabajo en aquella galería de arte por estar a tu lado.
—Pero somos delincuentes; nunca podremos desarrollar una vida normal.
—Lo sé; entiendo que jamás construiremos una familia como las que crearon nuestros padres y que nuestro futuro siempre estará marcado por la incertidumbre y la falta de planes más allá de un par de meses, pero confío en que, a tu lado, pueda superar todas esas carencias. Hasta ahora lo he conseguido.
—¿Y si alguna vez te asaltaran las dudas? —le preguntó Diego.
—No he dejado de dudar un solo momento desde que te conozco, pero me he acostumbrado a vivir en la inseguridad; para mí, lo extraordinario se ha convertido ya en lo habitual.
—Espero que no me dejes nunca.
—Ni siquiera lo intentaré, creo que estamos atados el uno al otro para siempre.