—Tengo el presentimiento de que esta torre tiene algo que ver con lo que está oculto en el Códice Calixtino —comentó Patricia a la vista del campanario tardogótico.
—Aquí se alzaba una iglesia dedicada a Santiago. Los parisinos que hacían el Camino a Compostela le profesaban una gran devoción, como es natural. Uno de sus parroquianos más famosos, el célebre alquimista Nicolás Flamel, viajó a Compostela en el siglo XIV siguiendo la ruta de las estrellas. Para un personaje como él, ese viaje debió de constituir toda una experiencia en busca de enseñanzas esotéricas.
—Me refiero a la obsesión enfermiza de Jacques Román por el Códice.
Diego abrazó a Patricia.
—Vamos, no le des más vueltas a todo este asunto. Piensa que se trata del capricho de un millonario excéntrico que se llama como el santo y que anhela poseer el Códice más famoso conservado en la catedral de Santiago de Compostela. No hay nada extraño en ello. En nuestro trabajo nos hemos encontrado con varios tipos de un perfil muy similar: ricos empresarios que desean poseer un cuadro, un manuscrito o una escultura que tiene, o al menos ellos creen que puede tener, alguna relación con su empresa, con su familia o con su nombre, o con algunas de sus obsesiones. Jacques Román es uno más de esos chiflados podridos de plata. Supongo que cuando tenga en su poder el Códice de Compostela se deleitará cada noche en la intimidad de su salón pasando una a una las hojas, manoseando las ilustraciones y acariciando la encuadernación. Supongo que se trata de uno de esos fetichistas que se sienten atraídos por un objeto determinado por lo que para ellos significa en sí mismo.
—Esta teoría tuya de la atracción fetichista puede servir para el que se guarda las bragas usadas de su amante, y las huele una y otra vez y con ello se excita y se masturba, pero no para un tipo como Román. Un individuo así, integrista religioso, católico conservador, fervoroso defensor de la doctrina del sector más tradicionalista del Vaticano, no responde al estereotipo que tú acabas de describir. —Patricia hablaba con enorme convicción—. Si ambiciona el manuscrito no es por poseer ese objeto en sí, sino porque ese Códice guarda algún secreto, algo que desconocemos pero que para las creencias de Jacques Román supone un elemento vital al que no está dispuesto a renunciar.
—Lo hemos leído línea a línea, hemos estudiado el facsímil que compramos en Compostela y no hemos encontrado ningún secreto en ese Códice, ninguna clave oculta, ningún mensaje revelador; ¿por qué te empeñas en asegurar que hay algo escondido en ese manuscrito? —le preguntó Diego.
—Primero porque el propio Jacques Román así lo cree, y después porque un hombre como él jamás robaría nada a la Iglesia..., salvo que estuviera convencido de que ese robo sirviera para salvar a la propia Iglesia.
—¿Salvarla de qué?
—Eso es lo que tenemos que averiguar.
Un caballo amarillo montado por un jinete terrible: La Muerte
El día siguiente a que la derecha española ganara las elecciones municipales el móvil de Diego registró una llamada de procedencia desconocida. Sus clientes siempre lo hacían así, para evitar que su número quedara registrado en el teléfono receptor.
El argentino respondió enseguida.
—¿Quién es?
—Tenemos que vernos de inmediato. Diego reconoció la voz del Peregrino.
—¿En Madrid?
—No. En Oporto. ¿Pueden estar allí el jueves?
—Por supuesto.
—En el Café de París, a las doce en punto del mediodía. ¿Conocen el lugar?
—No.
—Se encuentra en la calle Galería de París, muy cerca de la famosa librería Lello e Irmao, la más hermosa del mundo, y de la facultad de Ciencias. ¿Han estudiado la documentación?
—Al milímetro.
—Recuerden: el jueves a las doce del mediodía en el Café de París, en Oporto. No se retrasen.
La comunicación se interrumpió de repente.
Diego se dirigió a su ordenador y buscó la manera más rápida de viajar desde Ginebra hasta la segunda ciudad lusa. Encontró un vuelo desde Zurich a Lisboa y luego un enlace al aeropuerto Francisco Sá Carneiro de Oporto. Compró dos billetes de ida y vuelta y buscó un hotel en la ciudad. Tras un par de intentos reservó una habitación doble en un hotel céntrico que parecía propio para turistas.
Patricia regresó a mediodía. Venía cargada con nuevos libros sobre historia del cristianismo y un par de ensayos sobre el Camino de Santiago.
—Esto es cuanto he encontrado de nuevo en mi segunda visita a la librería. Voy a ponerme de inmediato a buscar, a ver si soy capaz de encontrar alguna pista sobre qué esconde ese Códice.
—Pues tendrás que esperar tres o cuatro días. Hace una hora me ha llamado el Peregrino. Quiere vernos, esta vez en Oporto, este mismo jueves.
—¿Qué te ha dicho?
—Sólo eso. Nos ha citado para el jueves y ha colgado. Ya he sacado los billetes de avión por Internet y he reservado dos noches, la del miércoles y la del jueves, en un hotel cercano al lugar del encuentro.
—Es curioso —dijo de pronto Patricia.
—¿Qué te resulta curioso?
—Mientras venía de regreso a casa en el autobús he ido hojeando este libro sobre las Sagradas Escrituras. Tras la muerte de Jesús todos sus discípulos importantes dejaron algo escrito: Mateo y Marcos sus Evangelios, Lucas su Evangelio y los Hechos de los Apóstoles, Juan su Evangelio y el Apocalipsis, Pablo sus cartas, y además están los Evangelios apócrifos de Pedro, de María, de Judas, de Tomás, de Bernabé, de Bartolomé, de Felipe, de Nicodemo, del Salvador, de Valentín o de la Verdad y el Protoevangelio de Santiago el Menor, hermano de Jesús en mi opinión. Y otros de varios grupos de cristianos en Egipto, Armenia, Arabia o Siria. Y faltan los que se consideran perdidos de Matías, Andrés y Santiago el Menor. Pero de la autoría de Santiago el Mayor, pese a ser considerado por Jesucristo uno de sus tres discípulos predilectos, junto con Pedro y Juan, no ha quedado ningún testimonio escrito. El fue el más cercano al Maestro, su primo hermano, quien tenía más información, y de primera mano, sobre Cristo y sus experiencias místicas, y no escribió nada; no existe una sola referencia a que lo hiciera. ¿No te parece extraño?
—Tal vez tenga algo que ver el que se convirtiera en el primero de los apóstoles ejecutados por su fe; aunque no fue el primer mártir, pues ese honor correspondió a Esteban. Si ocurrió realmente así, y Jesús fue crucificado el viernes 7 de abril del año 30 y Santiago ejecutado el 43 o 44, es probable que no le diera tiempo a escribir sobre la vida del Maestro.
—¡En trece o catorce años! Dispuso de tiempo más que de sobra, y si, como cuenta esa leyenda gallega, hubiera visitado España como evangelizador, hubiera dejado escritas sus andanzas por esa tierra, como hizo san Pablo en sus giras por las iglesias de Asia, o las hubiera reseñado el mismo san Pablo: así hizo con los viajes de algunos de sus ayudantes.
—Quizá no se haya encontrado su Evangelio, o no supiera escribir; Santiago era un humilde pescador en el lago Tiberíades.
—No tan humilde. Era hijo del propietario de una embarcación con varios pescadores a su cargo. Y aun en ese caso podría haber dictado sus textos, como hicieron tantos otros, y algunos de sus discípulos los hubieran escrito por él. Además, su hermano menor, Juan, sí escribió obras importantes, como el Evangelio y el Apocalipsis.
—¿Qué pretendes sugerir?
—Que falta el Evangelio de Santiago el Mayor. Un tipo como él, soberbio, altanero, que le pide a Jesús el lugar preferente a su derecha en el cielo, a quien Jesús califica como «hijo del trueno», que está dispuesto a exterminar a sus oponentes de un plumazo a sangre y fuego, no pudo pasar tan desapercibido, sin dejar otra huella que los testimonios que los demás quisieran escribir sobre él. ¿Te imaginas que fuera cierta su venida a España y que él mismo lo hubiera dejado escrito en un texto?
—Vamos, Patricia. Santiago el Mayor no estuvo en España jamás. Ese mito sobre su predicación es un invento del obispo Teodomiro, que lo ideó en el siglo IX para convertir su diócesis en la depositaría del cuerpo del primer apóstol mártir del cristianismo. Sabes bien que en la Edad Media poseer una reliquia famosa suponía una garantía de ingresos para el santuario en el que estaba depositada. Y qué mejor reliquia que poseer el cuerpo completo del primer apóstol ejecutado por defender la fe cristiana.
—Sí, fue un invento, pero todas las leyendas asientan su base en alguna realidad histórica.
—Las leyendas populares tal vez, pero la de la traída del cuerpo de Santiago a Galicia es una leyenda culta de la que no existe una sola referencia anterior al siglo IX. Ese relato de los dos discípulos de Santiago, ¿cómo se llamaban?...
—Atanasio y Teodoro —precisó Patricia.
—...Atanasio y Teodoro sí, embarcando el cuerpo de su maestro, cabeza y cuerpo separados tras la decapitación, en una nave y viajando por todo el Mediterráneo y por las costas atlánticas de España y Portugal hasta Iría Flavia para luego enterrarlo en un lugar secreto tierra adentro, suena a un creación interesada de alguien que supo elaborar una muy buena historia. Teodomiro quería trasladar su sede episcopal en Iría Flavia a las tierras del interior de Galicia, obviamente para protegerse mejor de las incursiones de los vikingos que habían saqueado esa región y amenazaban con aparecer por sus costas de nuevo, pero es probable que también mediara la cuestión de la propiedad de la tierra y de las rentas de la diócesis, quién sabe.
—¿Y qué crees que pudo ocurrir?
—Pues que, al margen de lo que narra la tradición, el propio Teodomiro, o alguien bajo sus órdenes, se inventó esa leyenda según la cual un ermitaño llamado Pelagio observó en el año 813, sobre el lugar llamado
campus stella
(el campo de la estrella, Compostela), unas luces en el cielo que le indicaban un camino y señalaban una meta. Lo siguió hasta que una de ellas se posó en el suelo y marcó la ubicación precisa de un sepulcro de mármol. Teodomiro, obispo de Iría Flavia, se enteró del hallazgo de Pelagio y se acercó hasta ese lugar donde los bueyes no querían arar y en el que crecían plantas que eran utilizadas por los curanderos como remedio de numerosas enfermedades.
»Ese obispo, un tipo muy sagaz, aseguró que el emplazamiento sobre el que se extendía un bosque llamado Libredón, tal vez derivado de
liberum donum
, algo así como «una concesión libre», donde se había posado la luz divina y marcado por el camino de las estrellas, era sagrado, y que el sarcófago encontrado por el ermitaño contenía los restos del apóstol Santiago el Mayor, cuya ubicación se había olvidado durante siglos —afirmó Diego—. No fue una casualidad: la colina donde se asienta Compostela ha sido un lugar sagrado probablemente desde hace milenios. Teodomiro lo sabía y excavó en el sitio preciso donde había enterramientos de varias épocas; entre ellos, un mausoleo del siglo I dedicado al dios Júpiter, tumbas de individuos de la tribu germana de los suevos y muchos más restos funerarios de diversas épocas. De hecho, Compostela también pudiera derivar de la palabra romana
compositum
, que significa «enterramiento» y «lugar de enterramiento». Identificar algunos restos humanos de ese mausoleo con los de Santiago y crear la leyenda de que ahí estaba enterrado el apóstol no fue demasiado complicado. Los gallegos del siglo IX, amenazados por las incursiones de los vikingos y temerosos de un ataque de los musulmanes de al-Andalus, necesitaban algo en qué creer y Teodomiro les ofreció las esperanzadoras respuestas que precisaban sus demandas. Se trata de una historia mítica tan vieja como el mundo: señales celestes que marcan un lugar sagrado en el que se esconden reliquias venerables de las que se ha perdido la memoria, un hombre santo que las localiza mediante signos asombrosos, una sucesión de hechos extraordinarios que nadie puede explicar, unos milagros que ratifican su veracidad, y ya tenemos el lugar propicio para ubicar un santuario que atraiga a miles de peregrinos.
»El obispo Teodomiro actuó siguiendo las pautas políticas de su tiempo. Un rey de Asturias llamado Alfonso II, que gobernó más de medio siglo, reorganizó sus posesiones y las diócesis de sus dominios para consolidar su reino ante los musulmanes de al-Andalus; Galicia fue convertida en una marca militar para la defensa del flanco occidental del reino de Asturias y se sacralizó mediante toda esta parafernalia en torno al presunto sepulcro de Santiago. Sobre la ubicación de la tumba recién descubierta, el rey Alfonso fundó una pequeña iglesia, que más tarde, ya en el siglo XII, se convertiría en la gran catedral románica de Santiago de Compostela. Pero como tú has dicho, todas las leyendas suelen tener una base histórica, y ésta no resulta una excepción.
—E imagino que ya has averiguado de cuál se trata.
—Es conocida y puede tener visos de veracidad. En el siglo IV, cuando el dogma fundacional del cristianismo ortodoxo fue fijado en el Concilio de Nicea del año 325, hubo muchos cristianos que no lo aceptaron porque creyeron que se alteraba sustancialmente el mensaje genuino de Jesucristo. Estallaron discrepancias por todas las regiones donde había cristianos, y hubo quien no se plegó a esa componenda pactada por los obispos reunidos en Nicea bajo la protección del emperador Constantino el Grande, que acababa de asumir todo el poder en el Imperio romano tras derrotar a Licinio, emperador de Oriente y su último gran obstáculo al trono unificado de Roma. Uno de los discrepantes fue Prisciliano, un obispo considerado como el más peligroso de los herejes por los obispos partidarios del acuerdo adoptado en Nicea. Prisciliano, que había logrado atraerse a muchos seguidores en la provincia romana de Hispania, fue acusado de gnosticismo, maniqueísmo y depravación moral. Perseguido y capturado, fue juzgado en Burdeos. Sometido a torturas, confesó que había enseñado doctrinas obscenas y celebrado orgías con hombres y mujeres desnudos. Fue ejecutado por aplicación de una ley imperial en la ciudad gala de Tréveris en el año 385. Hay historiadores que aseguran que fue su cadáver el que sus discípulos enterraron en Compostela, y que sus seguidores peregrinaban de manera clandestina a ese lugar para evitar ser perseguidos por la Iglesia oficial, que desencadenó en Hispania una feroz caza contra los partidarios de Prisciliano.
«Teodomiro cambió el nombre del protagonista y transformó la tumba del hereje Prisciliano en la del apóstol Santiago. Resultó una jugada maestra: convirtió el centro de su diócesis en un lugar de culto y peregrinación para los cristianos seguidores de la ortodoxia fijada en Nicea y eliminó de un plumazo la gran referencia para los últimos herejes priscilianistas. Acabado el culto mistagógico a Prisciliano, se terminó el priscilianismo, y una herejía menos —asintió Diego.