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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico, Intriga

El códice del peregrino (8 page)

BOOK: El códice del peregrino
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—Lo hizo por indicación nuestra. Siempre recomendamos a nuestros colaboradores que adopten las máximas medidas de seguridad.

—El trabajo, tal como lo planteó el Peregrino, parece de sencilla ejecución —repuso Diego.

—En este caso ocurre como en la guerra: lo sencillo casi siempre suele resultar exitoso; los asuntos complicados, de preparación compleja, son los más difíciles de resolver. Y bien, ¿ya han estudiado el plan a seguir?

—Con todo detalle. Hemos memorizado hasta el último centímetro del plano del archivo, la ubicación de las cámaras de vídeo y el recorrido hasta la sala de seguridad. Nos llevaremos el Códice Calixtino según está previsto. Una vez en nuestro poder, volaremos a París desde el aeropuerto de Oporto. Desde Santiago a esa ciudad portuguesa hay poco más de dos horas de viaje. No queremos pasar ni una sola noche en Compostela, ni quedar registrados en alguno de sus hoteles.

—¿Cómo han pensado hacer el desplazamiento a Santiago?

—Dos días antes de la fecha señalada volaremos desde Ginebra a Oporto; allí alquilaremos un coche con el que viajaremos a Compostela el mismo día del... —Diego omitió la palabra «robo»—...trabajo. Aparcaremos en la calle, en una zona de jardines que tenemos controlada al norte de la catedral, a unos diez minutos caminando; podríamos aparcar mucho más cerca, casi en la misma plaza donde se ubica el templo, pero tampoco queremos que la matrícula del coche, aunque sea de alquiler, quede reflejada en las cámaras de un aparcamiento público. Desde allí iremos andando a la catedral, nos haremos con el Códice y regresaremos al coche. En dos horas y media estaremos de vuelta en Oporto y en otras dos horas más en París con el manuscrito. A la mañana siguiente lo tendrá usted en sus manos.

—Llevamos un par de años preparando este plan; nada puede fallar, absolutamente nada. No dejen pistas —insistió Román.

—No se preocupe, en eso sí somos especialistas.

—¿Es usted miembro de la Fraternidad de san Pío X? —preguntó Patricia de sopetón.

Diego, que estaba a punto de dar un sorbo del martini que le habían servido poco antes, casi se atragantó al escucharla.

—¿A qué viene esa pregunta? —intentó evadirse Román.

—Usted no es un coleccionista de manuscritos medievales —asintió Patricia.

—¿Está segura? Ustedes mismos tasaron y validaron para mí un manuscrito hace poco.

—No se trataba de un manuscrito medieval. Era un texto de los hallazgos de Nag Hammadi, una copia del Evangelio apócrifo de san Judas por la que usted pagó tres millones de dólares. A usted sólo le interesan los manuscritos que tratan sobre cuestiones relacionadas con el origen del cristianismo, pero no uno con una crónica sobre Carlomagno, una relación de milagros de un apóstol y unas notas de viajes del siglo XII.

—El Códice Calixtino contiene dos relatos del traslado del cuerpo del apóstol Santiago a Compostela; ésos también son los orígenes del cristianismo.

—Vamos, señor Román, usted sabe bien que esa narración es una invención de los cronistas gallegos y franceses medievales. Usted busca otra cosa en ese Códice, quizá lo mismo que los miembros de esa sociedad religiosa con la que ha colaborado en algunas ocasiones. Lo he visto fotografiado junto a personajes muy destacados de esa organización. —Patricia parecía un inquisidor preguntándole a un reo.

Jacques Román dio una larga calada a su pipa y dejó que el humo se mantuviera un buen rato en su boca antes de expulsarlo; como habitual fumador de cachimba nunca se tragaba el humo.

—Ese Códice es muy importante para mí, y sí, tengo buenos amigos en la Fraternidad de san Pío X. Soy un fervoroso católico, no me avergüenzo de ello ni tengo por qué ocultarlo, al que le molesta la deriva que está tomando la sociedad contemporánea. De seguir así caminamos hacia el abismo. Hace unos días se rompió el tercer sello y se desató el caballo negro montado por el jinete que porta una balanza.

—Pero no hay epidemias de peste en el mundo. Su teoría de que se van rompiendo los sellos del Apocalipsis falla en este punto —comentó Diego.

—En absoluto. El tercer sello no se refiere a epidemias de peste; el tercer jinete no es la peste, como se identifica habitualmente por error, sino la injusticia. Por eso aparece con la balanza en la mano. El error se produce al leer un párrafo más adelante que los jinetes matarán a los seres humanos con hambre, peste y fieras de la tierra. Los verdaderos cuatro jinetes del Apocalipsis son el hambre, la guerra, la injusticia y la muerte. Y como convendrán conmigo, la injusticia campa por el mundo de manera absoluta y avanza inexorable por todas partes. El tercer sello ya se ha roto y la injusticia está aquí; el final se atisba cada vez más cerca.

»Pero mi vida y mis opiniones no deben importarles lo más mínimo. Le ruego, señorita Patricia, que se limite a cumplir con el encargo que les he hecho. No se meta en otros asuntos que no sean los de su incumbencia, por favor.

Jacques Román estaba molesto con el interrogatorio de Patricia, y Diego, que se dio cuenta de ello, medió en el asunto.

—No pretendemos meternos en donde no nos llaman, señor Román, sólo queríamos saber algo más de este trabajo. Cuantos más datos estén a nuestra disposición, mayor será el porcentaje de éxito. Espero que no se moleste por ello.

—No se preocupe, pero les ruego que se ajusten a lo acordado. Aquí guardo nuevos datos para ustedes.

La documentación contenía un esquema con la ubicación en Santiago de las comisarías de policía nacional y municipal y los cuarteles más próximos de la Guardia Civil, y una traducción al español de los textos del Códice Calixtino, escritos en latín en el original.

—Si nos pillan con esta documentación, donde se señala la ubicación de los cuarteles de la policía, pensarán que somos terroristas y que preparamos un atentado —alegó Diego.

—Memorícenla y luego quémenla.

—¿Para qué necesitamos esos datos? Se supone que la policía no tendrá noticia de que falta el manuscrito hasta tres días después de su desaparición.

—Así es, pero deberán tener en cuenta dónde se encuentran esos centros policiales por lo que pudiera suceder. Por cierto, ¿han pensado en alguna respuesta por si los sorprenden con el manuscrito mientras salen de Santiago? Podría ocurrir que en algún control ordinario inspeccionaran su coche o sus maletas, dieran con el Códice y...

—Sí, hemos pensado en ello. En nuestra visita a Santiago compramos un facsímil del Calixtino en la tienda de la catedral. La dependienta emitió una factura a nombre de una empresa falsa. Si por alguna causa nos registraran y encontraran el Códice, alegaremos que se trata de un facsímil adquirido en la catedral y mostraremos la factura.

—Pero ¿la fecha...?

—Ya la he alterado; he escaneado la factura original con la fecha de mayo y la he cambiado por la de julio, justo el día del robo. Si nos revisan y descubren el Códice, ningún policía se dará cuenta de que llevamos el original y creerán que se trata de uno de los facsímiles a la venta pública. Irá en su correspondiente estuche, con su certificado de venta y su factura emitida.

—Bien pensado; estoy empezando a convencerme de que son ustedes los mejores.

»Y ahora vayamos a almorzar. Aunque Lapérouse está aquí cerca, en el muelle de los Grands Augustins, nos llevará mi mayordomo en mi coche. Preparan unos mariscos excelentes y su sopa de espárragos resulta insuperable. Yo suelo tomar unos medallones de lomo de buey de Normandía con verduras salteadas realmente espléndidos; como ustedes son argentinos, imagino que les gustará mucho la carne roja. Y si son golosos les recomiendo el chocolate negro, el suflé especial o el ruibarbo confitado y lacado con sirope de hibisco, una
delicatessen
formidable. Algunos platos los cocinan al estilo de los gloriosos tiempos de Balzac, como ya no se comen en ningún otro lugar. ¿Saben que es el segundo restaurante que se inauguró en París en el siglo XVIII? Hasta entonces sólo había mesones y tabernas en los que no se podía comer más que lo que se había cocinado para esa jornada, es decir, el plato del día. Pero Lapérouse ofreció la posibilidad de elegir entre varias opciones. Abrió sus puertas en 1776 y todavía conserva cierto aire de esa época; por allí han pasado escritores como Emilio Zola, Gustavo Flaubert y el mismísimo Víctor Hugo. Es probable que Hugo, al salir a la calle tras alguna de sus comidas, contemplara la catedral de Notre-Dame e imaginara la novela que lo hizo rico y famoso. Incluso pudo escribir en alguna de sus mesas varias páginas sobre el jorobado Quasimodo, la hermosa gitana Esmeralda o el malvado canónigo Frolo.

Durante el almuerzo en un pequeño salón privado comentaron cómo se encontraba el comercio ilegal de obras de arte. Diego insistió en que los saqueos de los museos de Irak tras la guerra y de la Unión Soviética tras su descomposición habían introducido en el mercado un aluvión de obras que había provocado una notable caída de los precios pero también muchas oportunidades de negocio. Por unos cientos de dólares podían encontrarse alfombras de seda de mediano tamaño de Uzbekistán o de Turkestán datadas en el siglo XVIII y, por un poco más, joyas de oro de la cultura escita obtenidas en excavaciones fraudulentas en las tumbas de las estepas rusas y ucranianas; y por unos cuantos miles de dólares alguno de los famosos huevos que el joyero parisino Fabergé fabricara para la familia imperial rusa, o notables iconos de estilo bizantino de los siglos XVI y XVII de la escuela de Kiev, aunque a veces los desaprensivos, que también los hay entre los delincuentes, solían colar una buena falsificación por uno de los originales.

Claro que con semejante abundancia de piezas de calidad en el mercado negro habían aumentado los fraudes. Cerca de Praga funcionaba un taller clandestino de finos orfebres, camuflado bajo la apariencia legal de una fundición de metales para lámparas y apliques, donde expertos artesanos eran capaces de fundir un casco de guerra etrusco, una estatua de bronce macedónica o una falcata ibérica tan fieles a las originales y con tal grado de envejecimiento artificial que sólo mediante un pormenorizado análisis químico podía distinguirse el original antiguo de la copia actual.

Tras el delicioso almuerzo, regado con un excelente Cháteau Margaux del 98, cuando el camarero sirvió el café Patricia se fijó en los cristales del saloncito privado en el que estaban almorzando.

—Están rayados —señaló sorprendida.

—Esas rayas en los cristales constituyen una reliquia histórica que los propietarios han querido conservar. A este restaurante solían venir en el siglo XIX los ricos burgueses parisinos acompañados de sus amantes; incluso existía un paso subterráneo de acceso al local para eludir que los vieran entrar por la puerta principal del edificio. Esas rayas las hacían las jóvenes concubinas para probar la autenticidad de los diamantes que sus protectores les regalaban a cambio de sus favores sexuales.

—Interesante, pero no tanto como las indagaciones que he llevado a cabo sobre la familia de Jesucristo. ¿Sabe que he descubierto que el apóstol Santiago el Mayor era primo hermano de Jesús, y Santiago el Menor su hermano por parte de madre? —Patricia intentó despertar la curiosidad de Jacques Román para ver si era capaz de sonsacarle algo más sobre el presunto secreto que se guardaba en el Calixtino.

—La Iglesia consideraría esa atrevida aseveración suya como una blasfemia y una herejía; en tiempos de la Inquisición usted hubiera acabado en la hoguera si se hubiera atrevido a afirmar semejante cosa en público. Pero hoy esos asuntos ya no despiertan tantas pasiones. Vivimos tiempos fútiles en los que sólo importa lo intrascendente —se limitó a comentar Román.

—Por fortuna ya no sufrimos los tiempos de la Inquisición. ¿De verdad que no le interesa mi tesis sobre el linaje de Cristo y sus relaciones familiares?

Hasta entonces, cada vez que se habían entrevistado con él, Jacques Román se había mostrado como un hombre frío, sereno y dominador de la situación, pero, tras la pregunta de Patricia, Diego percibió en la mano de su cliente un cierto temblor que lo inquietó sobremanera.

—Ya les he confesado que soy un fiel creyente católico; el credo que profeso es el de la doctrina oficial de la Iglesia católica, apostólica y romana, y acato las decisiones de los tres grandes concilios celebrados en Nicea en el siglo III, en Trento en el XVI y en el Vaticano en el XX. Cualquier teoría que se desvíe de los dogmas aceptados en esos tres concilios ecuménicos me parecerá errada, y la que usted insinúa creo que lo está de manera absoluta —asintió Román.

—Pero lo que le estoy diciendo lo aseveran expresamente los mismos Evangelios en los que usted cree; en ellos queda claro lo que le he explicado. ¿Considera usted que la Iglesia está por encima de los Evangelios?

—La Biblia ha sido estudiada por miles de teólogos y eruditos, y es cierto que han llegado a conclusiones bien diferentes, contradictorias incluso, en los últimos dos mil años, ¿por qué cree usted que ha dado con la verdad?

—Porque la he leído sin ningún prejuicio, como si se tratara de un texto histórico y no de un texto sagrado. La inmensa mayoría de los exegetas de la Biblia se han acercado a ella y la han estudiado condicionados por su formación, sus creencias o sus miedos, lo que ha predispuesto su comprensión global. Un cristiano jamás cuestionará la verdad profunda de los textos sagrados, por lo cual su visión siempre resultará tremendamente parcial.

—Infiero de eso que usted no es creyente, y que no otorga ninguna credibilidad histórica ni inspiración divina a las Sagradas Escrituras, a las que, imagino, considera toda una sarta de mentiras y falsedades.

—Le estoy aseverando todo lo contrario: que contienen muchas más verdades de lo que se ha dicho pero que no han querido verse. Y si se refiere a si soy atea, no, no lo soy. Yo creo en Dios..., pero a mi manera —añadió Patricia.

—Su teoría sobre el parentesco de Jesús y sus relaciones familiares merecería una de esas novelas que ahora están tan de moda, pero le aseguro que no resiste el menor análisis teológico.

—¿Lo resiste el misterio de la Trinidad?

—Ese tema ha sido muy bien resuelto por los mejores teólogos de la Iglesia, y desde el siglo IV ya no admite controversia.

—No pensaban de la misma manera algunos de los primitivos cristianos que sufrieron la represión de sus propios conmilitones, ni los miles de los condenados como herejes que se pronunciaron en contra de ese dogma a lo largo de la historia y acabaron en el patíbulo, ni Miguel Servet, quemado en la hoguera por cuestionar ese dogma, cuyas cenizas deben de seguir esparcidas por los alrededores de Ginebra cuatro siglos y medio después de su muerte.

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