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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico, Intriga

El códice del peregrino (3 page)

BOOK: El códice del peregrino
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—Lo haremos.

—¿Estás completamente segura?

—Lo haremos —reiteró Patricia.

Diego llamó a Román, que regresó a la sala.

—Trato hecho —dijo Patricia, que ofreció, ahora sí, su mano a Román, quien la estrechó y luego hizo lo propio con la de Diego.

—Medio millón ahora y el otro medio cuando le entreguemos el Códice. Puede ingresarlo en esta cuenta de ese banco de Ginebra. —Diego escribió el nombre del banco y una serie de números en una tarjeta que entregó a Jacques Román.

—En un par de días dispondrán de la transferencia en su cuenta.

—En ese caso nos pondremos a trabajar de inmediato. ¿Podemos hablar con su contacto en Santiago?

—Sí, pero tendrá que ser en persona, quizá en Madrid. Comprenderán que no puede arriesgarse a cometer el mínimo error. Yo los citaré en un lugar de esa ciudad dentro de una semana y él les explicará los pasos a seguir para sacar el Códice del archivo. El resto es cosa suya. No es preciso decirles que eviten dar cualquier pista por teléfono. Cuando hablen de este asunto jamás deben mencionar los nombres de Galicia, de Santiago de Compostela o del Códice Calixtino. ¿Están de acuerdo?

—Conforme —asintió Patricia.

—¿Cómo se llama su contacto en Santiago? —preguntó Diego.

—Su nombre, para ustedes, será el Peregrino.

—¿Nada más?

—No es necesario ningún otro dato. Guarden esos documentos y pónganse a trabajar, la operación tendrá lugar el viernes 1 de julio.

—¿Por qué ese día?

—Porque el Peregrino se marcha ese mismo día de vacaciones.

Antes de despedirse, Jacques Román les hizo un extraño comentario.

—Ya habrán escuchado las noticias: en Somalia se ha desencadenado una hambruna terrible. Eso significa que se ha roto el primer sello. Si recuerdan el libro del Apocalipsis de san Juan, tras la ruptura del primer sello se liberará un caballo blanco montado por un jinete coronado y armado con un arco: es el hambre. Pues ya se está extendiendo por el mundo; el desenlace final ha comenzado.

—¿Qué quiere usted decir con eso? —se inquietó Patricia.

—A su debido tiempo, señorita, todo a su debido tiempo.

Esa misma tarde Patricia y Diego regresaron a su casa frente al lago Lemán en Ginebra. Llovía. Al bajar del taxi que los condujo desde el aeropuerto olieron a hierba fresca y a tierra mojada, y se sintieron confortados.

Tomaron una taza de mate y un sándwich de queso y encendieron el ordenador. Tras unos segundos de espera teclearon en un buscador «Plano de Santiago de Compostela» y al instante el servidor de Internet les mostró varias direcciones. Abrieron una de ellas y en la pantalla apareció el mapa de la capital de Galicia. Imprimieron dos copias y luego buscaron un plano de la catedral. Lo encontraron en la página oficial del templo, uno de muy buena traza con las diferentes etapas constructivas marcadas en diversos colores. La leyenda estaba en gallego pero los argentinos la entendieron perfectamente. Imprimieron otras dos copias.

—Un templo románico perfecto —dijo Patricia—. Todavía lo recuerdo de la asignatura de arte medieval europeo. Esa iglesia era el destino de la ruta de peregrinaje más transitada por los cristianos en Europa durante la Edad Media.

—Su plano se copió del de San Saturnino de Toulouse: planta de cruz latina de tres naves con amplio crucero también de tres naves y girola simple. Trazado con la relación 1 a 2: la anchura de la nave central es el doble que las laterales, así como sus alturas; siempre la relación 1 a 2; la unidad y la dualidad propias del románico. Mira, aquí está el archivo.

Diego señaló en el plano unas dependencias en el ala oeste del claustro, que se asomaba a la plaza del Hospital, también llamada del Obradoiro, a la derecha de un observador que estuviera contemplando la fachada barroca de la catedral desde el centro de esa plaza. Luego acudieron al plano de la ciudad.

—La catedral se encuentra en la zona norte de lo que, por la trama de las calles, parece el casco antiguo. Imagino que el acceso con coche será complicado.

—No demasiado; mira, a escasos metros de la catedral hay un par de estacionamientos públicos. —Diego señaló el icono internacional que indica la existencia de un aparcamiento de automóviles.

Eso nos facilitará la salida en caso de que decidamos utilizar un automóvil.

—¿Sabes dónde nos hemos metido? —Patricia parecía intranquila.

—No somos novatos en esto; llevamos ya varios años sumergidos hasta el cuello en este «negocio».

—Pero hasta ahora nos habíamos limitado a dar salida a obras robadas por otros. Esto es distinto y entraña mucho más riesgo: ahora se trata de que nosotros mismos seamos los ladrones, y carecemos de experiencia.

—Hablemos con ese tipo de Santiago y veamos qué nos propone, porque ya no hay marcha atrás.

—No podemos confiar en él; ni siquiera sabemos quién es —repuso Patricia.

—Si Jacques Román lo ha fichado es que está convencido de que el Peregrino sabrá bien qué hacer en este asunto. Ese tipo nunca da un paso sin estar seguro de cuál va a ser el siguiente.

—Estabas muy callado en el viaje de vuelta desde París. ¿En qué estabas pensando?

—En el plan para sacar ese Códice de Compostela.

—No me refería a eso, sino respecto a nosotros.

Patricia se acercó a Diego; le gustaba sentirse abrazada por su amado y contemplar su sonrisa amplia y su rostro amable.

—Cuando decidimos optar por este modo de vida, ambos sabíamos que renunciábamos a muchas cosas, Patricia: a una vida normal, a una familia normal, a unos amigos normales... Y cuando optamos por instalarnos en Suiza éramos conscientes de que estaríamos solos tú y yo, nada más. Sólo te tengo a ti, y tú sólo me tienes a mí. Y no podemos confiar en nadie más, porque en este trabajo no existen amigos, sólo clientes.

—Lo sé, y lo asumo, pero hay días en que echo de menos algunas de las cosas que hacíamos antes: aquellos paseos por Buenos Aires, las cenas en ese precioso restaurante de la avenida Corrientes, una copa junto al puerto... esas pequeñas cosas.

Diego acarició la melena morena de Patricia y la besó en los labios. Le debía mucho a esa mujer, que había dejado todo por seguirlo.

Dos días después de su viaje a París la cuenta de los dos argentinos en su banco de Ginebra había aumentado en medio millón de euros. La transferencia se había gestionado desde una oficina bancaria de las Islas Caimán, un paraíso fiscal en el Caribe bajo bandera británica, por orden de una compañía de seguros domiciliada en el despacho de una firma de abogados en la localidad de Hicksville, Long Island, Estados Unidos, a unos pocos kilómetros de Nueva York.

Esa misma tarde sonó el teléfono móvil de Diego.

—¿Señor Martínez? —El argentino reconoció de inmediato la voz profunda de Jacques Román.

—La transferencia se ha realizado correctamente —comentó Diego.

—¿Ya se han puesto a ello?

—Lo hicimos la misma noche que regresamos de París.

—Bien. Ahora escuche con atención: la semana que viene tienen que viajar a Madrid. Instálense en un hotel cómodo y discreto, y acudan a las doce en punto del mediodía del miércoles a la plaza de Colón. Está muy céntrica, junto a la Biblioteca Nacional. Allí hay una enorme bandera de España ondeando desde lo alto de un mástil gigantesco. Al pie de éste, a esa hora, los esperará el Peregrino. El les contará cuanto deben saber —explicó Román.

—¿Cómo lo identificaremos?

—No se preocupen por eso; él sabrá reconocerlos a ustedes.

—¿Eso es todo?

—Es suficiente. Que tengan un buen viaje.

Román colgó el teléfono.

Diego se quedó mirando la pantalla luminosa de su móvil.

—La próxima semana nos vamos a Madrid —le comentó a Patricia, que estaba preparando una ensalada y unos filetes—. El Peregrino nos esperará al pie de una gran bandera que ondea en una plaza del centro de la ciudad.

—¿La plaza de Colón? —preguntó Patricia.

—Sí, ¿cómo lo sabes?

—Me fijé en esa bandera cuando visitamos Madrid. Me llamó la atención que los españoles, tan poco dados a ese tipo de manifestaciones patrióticas, hubieran ubicado semejante banderón en una de las principales plazas de su capital. ¿Recuerdas?, fue en la visita que hicimos cuando ese historiador uruguayo que vivía en Argentina nos propuso intermediar en la venta de aquellos ocho mapas de la Cosmografía de Ptolomeo, los que robó en la Biblioteca Nacional de España arrancándolos de una edición de 1482 mientras simulaba estar realizando una investigación —dijo Patricia.

—¡Oh!, sí, sí. Ese tipo era un pardillo que no consiguió nada. Lo pillaron enseguida.

—La directora de la biblioteca tuvo que dimitir; se armó una buena en España por aquello.

—Los españoles sólo se acuerdan de su patrimonio cultural cuando lo pierden —asintió Diego.

Contrataron por Internet un hotel cerca del parque del Retiro, a cinco minutos caminando de la plaza de Colón. El miércoles indicado por Jacques Román estaban bajo el mástil de la enorme bandera. Hacía calor, mucho calor para esas fechas, avanzada ya la primavera. En la plaza apenas había gente a esas horas del tórrido mediodía madrileño. Un grupo de una docena de jóvenes, que parecían turistas nórdicos por su aspecto, descansaba a la sombra; una pareja de novios se hacía fotos en los jardines y tres ancianos conversaban sentados en uno de los escasos bancos.

Se acercaron al mástil pero allí no había nadie. Miraron a su alrededor intentando localizar a alguien que pudiera ser el misterioso Peregrino, pero ninguna persona se acercó a ellos. Esperaron un rato. Diego miró su reloj: su Omega Constellation de acero marcaba las doce horas y quince minutos.

—Se retrasa demasiado.

—Tal vez no haya podido venir —supuso Patricia al contemplar la cara de circunstancias de su pareja, pues sabía bien que una de las manías de Diego era la puntualidad.

—El Peregrino, menudo apodo para un ladrón de códices.

—Tratándose de Santiago de Compostela, me parece el más adecuado.

—¿Cuánto tiempo crees que deberíamos esperar?

—Hasta que aparezca. Si hubiera suspendido su viaje desde Santiago, Jacques Román nos hubiera avisado —comentó Patricia.

A las doce y veinte sonó el móvil de Diego.

—¿Dígame?

—Caminen hacia el Retiro, por la calle de Serrano, y accedan al parque desde la glorieta de la puerta de Alcalá.

—¿Quién es usted?

—Hagan lo que les digo.

La llamada de teléfono se cortó.

—¿Quién era? —preguntó Patricia.

—Creo que el Peregrino. Me ha dicho que vayamos al parque del Retiro por la calle de Serrano. —Diego consultó el plano de Madrid en su Blackberry—. Es ésa de ahí.

Los dos argentinos recorrieron el último tramo de la calle de Serrano, por la acera del Museo Arqueológico Nacional, hasta llegar a la glorieta de la puerta de Alcalá, uno de los iconos de la ciudad de Madrid. Justo al otro lado observaron la entrada al parque.

—¿Y ahora, qué hacemos? —preguntó Patricia.

—No tengo la menor idea. Imagino que esperar aquí; ese tipo que acaba de llamar querrá cerciorarse de que estamos solos, supongo. Probablemente nos estará observando desde algún lugar cercano.

Atravesaron la puerta del Retiro y avanzaron unos pasos. Se encontraban al comienzo de la avenida de México, que lleva directamente hasta el gran estanque del parque. Se detuvieron, miraron a su alrededor y en ese momento volvió a sonar el móvil de Diego.

—¿Dígame?

—Vayan al estanque y alquilen una barca.

—Oiga, ¿a qué está jugando?

—No discuta, por favor. La línea volvió a cortarse.

—¡Maldita sea! El Peregrino, si es que es él quien llama, nos va a marear; ahora quiere que montemos en barca.

—Pues vayamos a ello, no tenemos otra opción.

Estaban a punto de subir a la pequeña embarcación cuando un tipo bajito y delgado, con gafas de sol y sombrero, se colocó a su lado; bajo el brazo llevaba un portafolios.

—Sería un placer dar un paseo en barca con ustedes —les propuso.

Diego observó al hombrecillo y no le cupo duda de que era el Peregrino.

Los dos argentinos y aquel extraño individuo montaron en la barca. Diego tomó los remos y comenzó a bogar.

—Diríjase hacia el centro del estanque, por favor —le indicó el Peregrino.

Diego dejó de remar cuando alcanzó la zona central del pequeño lago artificial.

—Lo escuchamos con atención, señor —dijo Patricia.

El Peregrino abrió el portafolios y sacó unos papeles.

—Este es un plano de la catedral de Santiago y de sus dependencias anexas, con especial detalle en la zona del archivo. Los puntos rojos señalan la ubicación de las veinte cámaras de seguridad de que dispone el sistema de vigilancia por vídeo, cinco de ellas en las salas del archivo. Se mantienen encendidas las veinticuatro horas del día, pero sólo almacenan imágenes de las últimas cuarenta y ocho, porque cada día, si no se registran incidencias, se borran las imágenes anteriores a ese período. El punto verde señala el lugar de ubicación de la estancia donde se guarda el Códice Calixtino y ese trazo en el mismo color indica el recorrido para llegar hasta ahí.

—¿Existen sensores de movimiento en esa sala? —demandó Diego.

—No, y tampoco los hay en el resto del archivo; sólo dispone de las cámaras de vídeo.

—¿Cómo podremos evitarlas? —preguntó Patricia.

—No será necesario.

—¿Las va a inutilizar?

—No. Ya les he dicho que únicamente retienen imágenes grabadas cuarenta y ocho horas antes. Ustedes retirarán el Códice con tiempo suficiente como para que las imágenes grabadas ese día ya no se conserven en el ordenador.

—No lo entiendo —dijo Diego.

—Ustedes se apoderarán del Códice el viernes 1 de julio, a última hora de la mañana, pero nadie se dará cuenta de su desaparición hasta el lunes 4 de julio, como muy pronto. El operario del sistema de grabación no trabaja ni el sábado ni el domingo. Si no hay ninguna incidencia, todas las imágenes grabadas antes del sábado día 2 se borrarán el lunes a las 9 de la mañana. Por tanto, si alguna cámara recoge su paso por las salas durante el viernes, esa imagen ya no existirá el lunes siguiente.

—¿Cómo conseguirá usted que la desaparición del Códice pase desapercibida durante esos tres días? —le preguntó Patricia.

—El Códice nunca sale de la sala donde lo guardan y apenas se mueve de su sitio. En lo que va de año sólo se ha mostrado en una ocasión a unos funcionarios del Ministerio de Cultura; a veces pasan varias semanas sin que nadie lo vea. Se custodia en un armario, sobre un cojín y cubierto con un tapete —indicó el Peregrino.

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