Tras desembarcar en la terminal del aeropuerto Charles de Gaulle tomaron un taxi y le indicaron al conductor una dirección de la isla de San Luis, en medio del río Sena, una zona residencial exclusiva habitada por políticos, escritores y burgueses enamorados del corazón de París. La vivienda de su cliente estaba ubicada en el extremo este de la isla, frente al puente de Sully. Ocupaba la última planta de un edificio de cuatro alturas desde cuyos ventanales, como si se tratara de la proa de una nave que estuviera surcando su corriente aguas arriba, podía contemplarse el curso del río Sena.
Jacques Román, que era el nombre del cliente, o al menos el que utilizaba con ellos, parecía un tipo peculiar. Alto y fornido, tenía unos sesenta años, aunque su forma física y su cuidada anatomía le conferían un aspecto más jovial.
—Bienvenidos a mi casa. ¿Han tenido un buen vuelo?
—Muy cómodo, señor Román, gracias —le respondió Diego, en tanto Patricia asentía con un gesto de su cabeza.
—Siéntense, por favor. Están preparando el almuerzo: crema gratinada de zanahorias y
tournedó rossini
; por supuesto, quedan ustedes invitados. ¿Un martini?
—Muy amable —dijo Patricia.
—¿Conocen España? —preguntó Román mientras llamaba al servicio.
—Sí.
—¿Y Galicia?
—No. Sólo hemos estado en Madrid, Barcelona, Toledo, Granada y Marbella, donde realizamos varios negocios.
—La Alhambra, claro.
—Un verdadero sueño fabricado de piedra, yeso y madera —apostilló Patricia.
—El trabajo que quiero encargarles ha de hacerse en España.
—Alguna talla románica o gótica, o algún cuadro de un retablo, o quizá alguna pieza arqueológica exhumada por excavadores clandestinos, supongo. Por lo que veo —Diego miró a su alrededor y observó diversas tallas, cuadros y esmaltes de temática religiosa—, es usted un buen coleccionista de arte sacro. Esas son las piezas de las que suele abastecerse el mercado negro de antigüedades español. Aunque cada vez en menor cantidad, pues el control sobre este tipo de obras ha mejorado mucho en los últimos años en ese país.
—Este trabajo ha de hacerse en Galicia.
En ese momento el criado llamó a la puerta.
—Adelante —ordenó Jacques Román—. Tres martinis con hielo, por favor.
El sirviente inclinó ligeramente la cabeza y salió del salón.
—¿Qué ocurre en Galicia? —demandó Diego.
—Este año se conmemora el octavo centenario de la consagración de la catedral de Santiago de Compostela. Hay programados numerosos actos: encuentros literarios, seminarios, cursos, exposiciones...
—Dejémonos de dilaciones. ¿Qué quiere de nosotros? —intervino Patricia.
—Que me consigan un códice.
—¿De Santiago?
—Del archivo de su catedral. El Códice Calixtino. Lo ordenó copiar Diego Gelmírez, obispo de Santiago de Compostela entre 1100 y 1139, aunque se incluyeron añadidos posteriores al mandato de este obispo. Se trata de la copia más preciada de un conjunto de relatos conocido como el
Líber Sancti Iacobi
, en el que intervinieron al menos tres, quizá cuatro, manos diferentes. Esa copia fue llamada
Codex Calixtinus
debido a que los dos primeros folios contienen una carta, tal vez apócrifa, que el papa Calixto II, presunto impulsor del
Liber
, habría enviado a Diego Gelmírez ratificando la importancia de Compostela como lugar donde reposaban los restos del apóstol Santiago. Desde el siglo XII el
Codex
se conserva en el archivo de la catedral compostelana. Consta de veintisiete cuadernos, que han sido alterados en varias ocasiones. Le faltan los folios 1 y 220, que se supone que estarían en blanco. Se encuadernó a fines del siglo XII en cuero repujado con dibujos de rombos. Fue muy consultado durante la Edad Media, hasta que en 1609 su composición original se alteró y cayó en el olvido. A finales del siglo XIX fue redescubierto y desde entonces ha sido estudiado por numerosos expertos en historia, arte y música sacra medieval. Fue restaurado en 1966 para devolverle el aspecto y composición que presentaba en el siglo XII. Imagino que lo conocen, ustedes son historiadores del arte.
—Sí, claro.
—Quiero que lo consigan para mí.
—Aguarde un momento, señor Román: nosotros no somos ladrones —dijo Patricia—; nos limitamos a actuar como intermediarios entre los ladrones y los coleccionistas, a certificar la autenticidad de las piezas, a estimar su precio de mercado y a coordinar la transacción del modo más discreto posible.
El criado volvió a llamar y entró con una bandeja con los tres martinis.
—Gracias, Paul.
El sirviente se retiró con discreción.
—No podemos hacerlo; no somos especialistas en robos de semejante calado.
—¿Ni siquiera por un millón de euros? —Jacques Román dio un sorbo a su martini.
—Eso es mucho dinero.
—Quiero ese Códice y estoy dispuesto a pagar esa cantidad por él.
—Es muy conocido y está catalogado. No podrá venderlo...
—Creo que no me han entendido. No tengo intención de venderlo; lo deseo para mí.
—Ha dicho que ese Códice se custodia en el archivo de la catedral.
—En una sala de seguridad con una puerta blindada.
—Lo siento. —Diego miró a Patricia, que lo apoyó con la mirada—. No podemos hacer ese trabajo. No hemos hecho nunca nada parecido. Conocemos cómo se hace, porque algunos de nuestros suministradores nos han explicado su modus operandi, pero carecemos de ese tipo de experiencia. La policía nos atraparía enseguida. Ni siquiera sabríamos cómo entrar en ese edificio.
—Dispongo de un contacto en el archivo —dijo Román—. Él les facilitará el acceso.
—¿Por qué nos encarga esto a nosotros?
—Quedé muy contento con nuestras anteriores colaboraciones, y sé de su experiencia en este tipo de negocios, de su habilidad para pasar inadvertidos y para lograr que lo que pasa por sus manos se volatilice sin dejar huella alguna. De todos los que se dedican al mercado negro de antigüedades, ustedes son los únicos que jamás han sido investigados por la policía de ningún país. No están fichados en ninguna parte y no figuran entre los vigilados por la Interpol.
—Nuestros anteriores trabajos con usted sí eran nuestra especialidad: autenticar y tasar el valor los manuscritos de Nag Hammadi, o ese otro de Estambul, y buscar compradores potenciales; nada más. Pero esto que ahora nos plantea es bien distinto a lo que nos dedicamos habitualmente.
Unos campesinos egipcios habían encontrado, mientras trabajaban sus campos a orillas del Nilo, una tinaja de barro en cuyo interior se apretaban varios rollos de papiro. Esos manuscritos, procedentes de la localidad de Nag Hammadi, habían sido comercializados por un mercader de antigüedades de El Cairo. El hallazgo se había realizado hacía ya más de medio siglo y el conocimiento de aquellos textos había provocado una verdadera convulsión en la jerarquía de la Iglesia católica, pues aquellos papiros contenían nuevos Evangelios hasta entonces silenciados por la ortodoxia romana. En ellos se cuestionaban los asertos del dogma contenido en los llamados Evangelios canónicos, atribuidos a Mateo, Marcos, Lucas y Juan, los cuatro únicos que reconocía la Iglesia. Jacques Román había comprado alguno de aquellos manuscritos, pues no todos los que se encontraron en 1945 fueron a parar al Museo Copto de El Cairo.
—Les he ofrecido un millón de euros; creo que es suficiente motivo para que acepten este encargo.
—¿Me permite una pregunta? —terció Patricia.
—Por supuesto, señorita.
—¿Qué tiene de especial ese manuscrito para que usted nos ofrezca semejante fortuna?
—¿Están dispuestos a guardar silencio con respecto a lo que les diga?
—Por supuesto, la discreción es nuestra garantía de éxito; sin ella nuestro negocio no funcionaría.
—Como saben, desde mediados del siglo XIX se han sucedido hallazgos y descubrimientos que han arrojado nuevas revelaciones sobre la vida y pasión de Jesucristo, y sobre los orígenes y expansión del cristianismo. Desde que a mediados del siglo XIX se descubriera en un monasterio del Sinaí un códice con la versión más antigua conocida hasta ahora del Nuevo Testamento, la Iglesia no ha dejado de sobresaltarse cada vez que se han producido nuevos hallazgos que cuestionaban los textos canónicos aceptados desde que así los catalogó san Irineo a finales del siglo II y se ratificaron en varios concilios ecuménicos en el siglo IV, y por fin en el Concilio de Trento a mediados del XVI. A finales del siglo XIX se descubrieron los intrigantes Evangelios de Pedro y de María en un monasterio copto del Sinaí, en Egipto; en 1945 los textos de Nag Hammadi en una tinaja a orillas del Nilo y en 1947 los manuscritos de Qumrán en las cuevas que habitaron los esenios junto al mar Muerto. Más recientemente han ido apareciendo los Evangelios de Tomás, de Judas, de Felipe y del Salvador, y sé que habrá nuevos hallazgos en breve.
»En todos esos textos se demuestra que el cristianismo primitivo atravesó no pocas convulsiones, y que durante sus tres primeros siglos hubo comunidades cristianas que profesaron distintas visiones e incluso distintos credos y dogmas.
»La situación era tan confusa que los principales patriarcas de la Iglesia convocaron un gran concilio en la ciudad de Nicea, en el año 325, bajo la protección del emperador Constantino. La mayoría de los obispos cristianos había decidido acabar con semejante tropel de ideas, doctrinas, creencias y prácticas rituales tan contradictorias, pues se dieron cuenta de que arrastraban a la confusión a los cristianos. Para evitar que el cristianismo se dividiera en sectas y grupos incontrolables, lo que hubiera desencadenado su irremediable final, se acordó en Nicea un credo común y único para todos, siguiendo los postulados esenciales que dictara el apóstol san Pablo, cuya línea teológica y estratégica fue la que acabó triunfando en la Iglesia primitiva. Los que no acataron las resoluciones del Concilio de Nicea fueron condenados como herejes y perseguidos con saña, hasta la muerte si fuera preciso.
—¿Y qué tiene que ver el Códice Calixtino en todo esto? Creo que ese libro contiene una especie de guía de viajes para peregrinos a Compostela —dijo Diego.
—Aparentemente así es, pero hay mucho más.
—Sí: libros de liturgia, de música, alguna crónica medieval y la relación de los milagros de Santiago —añadió Patricia.
—Cuando digo algo más, me refiero a que hay algo más... oculto. —Jacques Román hizo una pausa para dar un nuevo sorbo a su martini.
—¿Un secreto? Vamos, señor Román, ¿no creerá usted en esos cuentos esotéricos sobre códigos secretos y misterios escondidos en las páginas de los manuscritos? Eso está bien para una novela de esas que se convierten en bestsellers y con las que se mata el tiempo en una aburrida tarde de lluvia o en las horas muertas en la playa, pero nada más —precisó Patricia.
—No se trata de ningún código secreto, ni de la existencia de una clave para encontrar el tesoro de los templarios, ni un manual para evitar el fin del mundo. Ese Códice contiene algo mucho más importante.
—Una revelación que cambiará la historia de la humanidad o su futuro, claro —ironizó Patricia.
—Entiendo su ironía, Patricia, pero permítame que se lo explique a su debido tiempo. ¿Harán ese trabajo para mí?
—Creo que antes de aceptarlo deberíamos conocer todas las condiciones.
—Y qué es lo que se oculta en ese Códice —añadió Patricia.
—Les repito que a su debido tiempo, amigos, todo a su debido tiempo. Un millón de euros es mi oferta única: ¿la aceptan? —Jacques se levantó y alargó su mano hacia la de Patricia.
—Si pudiera venderse en alguna de las galerías más importantes de Londres o de Nueva York, ese manuscrito alcanzaría en una subasta pública un valor en torno a los cinco millones de dólares, pero al tratarse de un robo no tiene venta posible.
—Hace unos años salió de Compostela para una exposición; el seguro lo tasó en seis millones de euros. —Román retiró su mano ante la duda de los dos argentinos en aceptar la propuesta.
—Si el Códice no estuviera catalogado y careciera de propietario, la Biblioteca Beinecke de libros raros y manuscritos de la Universidad de Yale hubiera pagado por él por lo menos cuatro millones de dólares, casi tres millones de euros.
La argentina miró a su novio y le hizo un ademán con los hombros.
—Antes de darle una respuesta definitiva a su oferta, necesitaríamos saber quién es su contacto en Santiago y qué apoyo tendremos en esa ciudad. No podemos arriesgarnos...
—Se trata de alguien que tiene acceso directo a la sala de seguridad donde se guarda el Códice y que conoce a la perfección el lugar porque hace años que trabaja en la catedral. Aquí tienen un detallado informe con todos los datos. Compruébenlos. Tómense el tiempo que necesiten; entre tanto, yo haré algunas llamadas. Estaré en la sala de al lado, avísenme cuando se hayan decidido.
Jacques Román les entregó una carpeta que contenía varios folios y salió del salón.
Los argentinos los revisaron uno a uno, se miraron y asintieron mutuamente.
—Según este plan esto es demasiado simple; lo podría hacer cualquiera —comentó Diego tras leer el informe.
—¿Crees que hay gato encerrado?
—Es probable, pero si nos ingresan medio millón de euros por adelantado podemos arriesgarnos. ¿Te parece?
—No lo tengo claro, pero, si tú deseas hacerlo, por mí adelante, aunque esto es nuevo para nosotros. Hace más de siete años que te conozco y que comparto mi vida contigo. Desde entonces estamos viviendo en el filo de una navaja. Tenemos plata, disfrutamos de ciertos placeres, podemos darnos numerosos caprichos, pero hemos renunciado a muchas cosas. Si aceptamos este tipo de trabajos me temo que renunciaremos a muchas más —dijo Patricia.
—Somos pareja; yo te quiero, Patricia, y no haré nada a lo que tú no estés dispuesta.
—Tú deseas que lo hagamos, ¿verdad? Te gusta mucho el dinero y aquí hay mucha plata que ganar.
—Insisto en que haré lo que tú decidas. Me importas mucho más que ese millón de euros.
Patricia se dirigió a la ventana y contempló el cielo nublado de París. Amaba a aquel hombre y había dejado todo por él: familia, amigos, trabajo. Había delinquido y se había convertido en una traficante de obras de arte porque lo amaba y quería compartir con él su vida. Y ya no había forma de echar marcha atrás.