La aventura de los conquistadores

Read La aventura de los conquistadores Online

Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Historia

BOOK: La aventura de los conquistadores
8.42Mb size Format: txt, pdf, ePub

 

El 12 de octubre de 1492 el almirante Cristóbal Colón, al mando de tres navíos y un puñado de aventureros, soldados y clérigos, descubría la realidad de un nuevo continente que recibiría más tarde el nombre de América. Aquella tierra se convirtió de inmediato en el paraíso prometido para miles de esforzados soñadores, ávidos de aventura y fuertes emociones, como de riqueza y posición social. Hombres que, en todo caso, constituyeron una avanzadilla prodigiosa que abrió los caminos necesarios para el conocimiento y colonización de un Nuevo Mundo, lo que supuso un cambio trascendental para la historia de nuestra civilización.

De la mano de Juan Antonio Cebrián, autor de
La aventura de los godos
y
La cruzada del sur
, entre otros, descubra en estas páginas cómo se vivió semejante peripecia a bordo de la «Pinta», la «Niña» y la «Santa María»; los sueños de inmortalidad de Ponce de León; el empuje aventurero de Núñez de Balboa; la rebeldía y carisma de Hernán Cortés; la tenacidad de Francisco Pizarro y, sobre todo, la ilusión de aquellos conquistadores en la búsqueda de su Grial particular. Déjese llevar por el entusiasmo, reúnase con salvajes indios e inhóspitos o maravillosos paisajes, intérnese por selvas desconocidas y viaje a un escenario virgen dispuesto para el asombro. Sin duda,
La aventura de los conquistadores
se convertirá en sus manos en un auténtico descubrimiento.

Juan Antonio Cebrián

La aventura de los conquistadores

Colón, Núñez de Balboa, Cortés, Orellana y otros valientes descubridores

ePUB v1.3

Perseo
17.06.12

Título original:
La aventura de los conquistadores

Juan Antonio Cebrián, 2006

Diseño/retoque portada: Perseo, basada en la original

Editor original: Perseo (v1.0 a v1.3)

Corrección de erratas: Perseo

ePub base v2.0

Este libro está dedicado a los más de cinco millones de españoles que surcaron las aguas atlánticas durante cinco siglos en pos de un sueño que les procurara una vida digna y razonable. Muchos de ellos murieron en el empeño, pero su sangre regó una tierra fértil que supo aprovechar su empuje para la edificación de un mundo nuevo y abierto a todos. Uno de ellos mantiene hoy en día viva la llama del americanismo, su nombre Miguel de la Quadra Salcedo, fiel émulo de aquellos que abrieron las grandes rutas al conocimiento.

Introducción

El paso del tiempo ha visto nacer y desaparecer innumerables civilizaciones e imperios. En todas las ocasiones surgieron grandes héroes que intervinieron de forma decisiva en el devenir de los acontecimientos, auténticos exploradores que abrieron camino a sus congéneres aunque el propósito inicial no fuera ese.

En los genes del ser humano va implícita la exploración y conquista de objetivos en mayor o menor grado. Hoy en día las fronteras de la curiosidad humana se establecen en el espacio exterior o en las profundidades oceánicas, pero hace quinientos años esto ni siquiera se podía concebir, pues, como es sabido, apenas se atisbaban las ideas primigenias sobre los confines del mundo.

El 12 de octubre de 1492 el genovés Cristóbal Colón descubre para la corona española un Nuevo Mundo que sería conocido más adelante como América.

Era el comienzo de una de las epopeyas más ambiciosas y fascinantes de la historia, con muy pocos ejemplos a los que se pudiera comparar, posiblemente, tan sólo la conquista de Siberia realizada por los cosacos del zar ruso Iván IV el Terrible algunas décadas más tarde.

Colón nunca llegó a pisar las tierras continentales. En sus cuatro viajes costeó las diferentes islas caribeñas sin imaginar que aquellas presuntas Indias occidentales eran una inmensa extensión desconocida hasta entonces para los asombrados descubridores europeos.

América se convirtió de inmediato en el paraíso prometido para miles de aventureros esforzados, quienes con su aliento, determinación y, sobre todo, afán de riquezas constituyeron un ariete prodigioso en este cambio espectacular de la historia.

En ese tiempo España contaba con unos ocho millones de habitantes, la situación económica no atravesaba su mejor momento, la guerra de Granada había agotado las arcas reales y el enfrentamiento directo con musulmanes y judíos sembraba el desasosiego por buena parte de la península Ibérica. En este escenario de incertidumbre la llegada de noticias sobre el reciente descubrimiento fue un viento de alivio para todos aquellos desprovistos de fortuna o anhelantes de horizontes donde plantear una nueva y más lustrosa existencia.

En todo caso, la conquista y colonización de las Indias occidentales supusieron un reto apetecible para miles de personas dispuestas a dejar atrás biografías demasiado grises en busca de futuros luminosos. Nadie discute a estas alturas que los llamados conquistadores no se movieron por ideales ensoñadores, altruistas o religiosos; más bien pretendían la posición social o los tesoros que Europa les había negado. Aun así, es cierto que gracias a su empuje se abrieron rutas indispensables para que América se convirtiera en una firme realidad como tierra de promisión para incontables desheredados del sistema social.

Es difícil explicar cómo fue posible que unos pocos militares, aventureros y clérigos pudieran sojuzgar en tan poco tiempo a grandes imperios como el azteca o el inca. Esa circunstancia nos hace sospechar con fundamento que esto se produjo gracias a la ayuda de diferentes pueblos disconformes con las potencias precolombinas dominantes.

Núñez de Balboa, Hernán Cortés, Francisco Pizarro, Jiménez de Quesada y otros tantos como ellos fueron piezas clave en la consolidación del imperio español. Su abnegación y fuerza impulsaron, no sólo la evangelización de un continente entero, sino también el conocimiento científico que llegó con la exploración del medio ambiente y la navegación de nuevos litorales y océanos. Una gesta sin precedentes en un contexto geopolítico sumamente complicado donde nacieron los hombres capaces para emprender la mayor aventura que vieron los siglos.

Ésta es mi undécima obra literaria y le confieso, amigo lector, que resulta, sin duda, una de las más difíciles de toda mi trayectoria como escritor, pues debo narrar con objetividad y rigor avatares, polémicas, injusticias, aventuras… En definitiva, vidas, eso es, vidas de unos hombres pendencieros —en la mayoría de los casos— y nobles, justos y patriotas —en pocas ocasiones—. Pero hay algo que nunca debemos olvidar y es que fueron hijos de su tiempo. Lo que hicieron nuestros conquistadores no difiere mucho de las actuaciones colonizadoras de otras potencias como Inglaterra, Portugal, Francia o Países Bajos. La divergencia entre unos y otros radica en que las posesiones españolas de ultramar quedaron impregnadas, no sólo de masacre, crueldad y explotación, sino también de cultura, idioma, religión…

Le invito por tanto a retrotraerse en el tiempo y a viajar conmigo hasta aquellos fascinantes siglos de la edad moderna. Sepa cómo se vivió el descubrimiento a bordo de la
Pinta
, la
Niña
y la
Santa María
, la inseguridad de Cristóbal Colón, la rebeldía y tesón de Hernán Cortés, la fuerza de Francisco Pizarro y, sobre todo, la ilusión de aquellos conquistadores en la búsqueda de su especial Grial, llamado en esos lares El Dorado, Cíbola o ciudad de los Césares. Déjese llevar por la emoción, reúnase con indios y paisajes, intérnese por selvas desconocidas y viaje a un mundo virgen dispuesto para el asombro. Estoy convencido de que esta aventura de los conquistadores será para usted todo un descubrimiento.

Capítulo
I
EL DESCUBRIMIENTO DE COLÓN

Llegará un tiempo en que gran parte de la tierra vendrá a ser conocida, y un nuevo marinero… descubrirá un nuevo mundo, y Thule dejará de ser la última de las tierras.

Séneca,
Medea
.

H
abían transcurrido treinta y tres días desde que una flotilla compuesta por dos carabelas y una nao, bajo pendones de Castilla y Aragón, dejara atrás las costas pertenecientes al archipiélago de las Canarias. Fueron, sin duda, las jornadas más estremecedoras vividas por expedición alguna en aquellos años de expansión geográfica y naval por el globo terráqueo. Los poco más de cien hombres que integraban las tres tripulaciones ardían en deseos de regresar a casa, un clima de sedición inundaba la escuadra y su capitán, don Cristóbal Colón, había agotado la provisión de tretas y excusas en el intento de convencer a los temerosos marineros para que trabajasen un día más, una hora más, un minuto más. No en vano, aquel conglomerado de caballeros, buscavidas y aventureros transitó por mares hasta entonces ignotos y, a decir de las muchas leyendas que adornaban los océanos cuajados de innumerables peligros, éstos, tarde o temprano, se cebarían en ellos. Fue entonces cuando el destino acudió en ayuda de sus trémulas almas sedientas de tangible seguridad y, justo en el momento álgido de la desesperación, una luz lejana vaticinó el hallazgo más inesperado que vieron los siglos. A las dos de la madrugada del 12 de octubre de 1492, año de nuestro Señor, Juan Rodríguez Bermejo —marinero vigía de la
Pinta
y erróneamente conocido más tarde como Rodrigo de Triana— dio la voz de alarma a sus compañeros con el deseado grito de «¡Tierra!». Sin embargo, este protagonista de tan singular descubrimiento no pudo cobrar la recompensa establecida por los Reyes Católicos en diez mil maravedíes para el primero que atisbara suelo firme, pues el propio Colón se arrogó, egoístamente, el derecho de ser el primero en vislumbrar costa, argumentando que él mismo había visto unas luces en la lejanía momentos antes de que el tripulante sevillano diera el aviso. Pocos podían intuir que en ese remoto lugar del planeta Tierra se comenzaban a dar los primeros pasos de uno de los episodios más sorprendentes que jamás vieron los seres humanos. Ocurrió en Guanahaní, una reducida pero exuberante isla del archipiélago que hoy conforma las actuales Bahamas, en un mar al que llamamos Caribe como recuerdo de los aborígenes que habitaban aquellos lares. En dicho día los tres buques de reducidas dimensiones y fletados por la corona española recalaron en sus costas verdes y frondosas tras varias semanas de singular travesía. Los autóctonos, presas de la curiosidad, se agolparon en las playas para vislumbrar de cerca el prodigio que ante ellos se ofrecía, pues en verdad creyeron que aquella imagen de la que eran privilegiados testigos representaba la llegada sobrenatural de extraños seres barbudos recubiertos de metal a bordo de tres inmensas casas de madera. Algo en todo caso digno de ser contado al calor de sus hogueras tribales en noches propicias para la narración de leyendas cuyos protagonistas provenían del ámbito celestial. Tras el desembarco de los españoles, su flamante almirante tomó con solemnidad posesión en nombre de Castilla y Aragón de la novísima latitud, bautizándola con el esclarecedor nombre de San Salvador. El contacto entre los recién llegados y los indios, como así eran llamados por los europeos, fue sin duda amistoso y pronto ambos grupos se intercambiaron ofrendas en señal de paz conciliadora.

Colón, capitán de la empresa y recién ascendido por su hallazgo a la categoría de gran almirante de la Mar Océana, utilizó toda clase de recursos gestuales para comunicarse y obtener de sus nuevos amigos las máximas indicaciones sobre las pistas que se debían seguir hasta alcanzar el verdadero objetivo de la expedición, que no era otro sino arribar a Cipango (Japón) o Catay (China), con lo que se justificaría, no sólo el mecenazgo de Castilla y Aragón sobre tan magna empresa, sino también su personal certidumbre acerca de la ruta occidental entre el viejo continente y Asia, asunto que abriría inmejorables expectativas de negocio para los patrocinadores de la hazaña y para él mismo. Seguramente, en aquella trascendental jornada, don Cristóbal recordó con una sonrisa irónica todos los avatares y circunstancias por los que había atravesado hasta llegar a ese punto que él suponía cercano al éxito, dando por buenos los capítulos de ansiedad, incomprensión y desidia a los que había sido sometido por los que no quisieron dar crédito a su arriesgada hipótesis viajera.

Other books

Bo by Rie Warren
Frenzy by John Lutz
Held by Bettes, Kimberly A
July Thunder by Rachel Lee
Critical Mass by David Hagberg
The Death Collector by Neil White