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Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Historia

La aventura de los conquistadores (10 page)

BOOK: La aventura de los conquistadores
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Por su parte el «Furor Domini» pudo al fin mantener su presencia en América, gracias a que el mencionado Lope de Sosa falleció nada más desembarcar en Panamá. Pedrarias prosiguió su actividad bélica contra los indios. En agosto de 1519 fundó en las costas del Pacífico Nuestra Señora de la Asunción de Panamá, ciudad que convirtió en nueva capital del territorio. Despachó diferentes expediciones al norte y al sur, asegurando de ese modo la consolidación colonial en los territorios de Honduras, Nicaragua y Panamá. Asimismo, bajo su mandato se trazó la ruta terrestre que unía el Atlántico y el Pacífico, hasta que, por fin, pudo ver cumplido su particular sueño de crear una corte renacentista en América, de la que por supuesto fueron excluidos todos aquellos por cuyas venas no circulase sangre aristócrata.

En 1527 protagonizó un nuevo litigio contra Diego López de Salcedo —gobernador de Honduras—. Ambos pugnaron por la anexión de Nicaragua llevando la lucha política casi a las armas. La situación de la zona era tan irrespirable que todos, incluida la corte española, temieron una hecatombe colonial. Al fin se otorgó a Pedro de los Ríos el gobierno en Castilla del Oro. Sin embargo, la última palabra del longevo Pedrarias no estaba dicha y consiguió convencer a De los Ríos de la conveniencia de tomar Nicaragua, asunto que enojó ostensiblemente a Salcedo, quien desató un infierno sobre colonos e indios cuyos ecos llegaron a la metrópoli, donde se designó un gobernador especial para Nicaragua llamado Gil González de Ávila. Éste falleció en España repentinamente y dejó el camino franco a Pedrarias ya que, dada la apremiante situación, el segoviano fue elegido gobernador una vez más para mayor disgusto de su enemigo Salcedo.

Allí en Nicaragua, decrépito y sumamente desprestigiado por sus atroces actuaciones, Pedrarias Dávila falleció cuatro años más tarde de muerte natural y con noventa años cumplidos. Algunos cronistas dijeron de él que el mejor recuerdo que Pedrarias Dávila había dejado en la tierra, al margen del terror infundido en los indios, era que sus capitanes se orinaban encima ante su presencia. Con esto está dicho todo acerca del carácter demostrado por el viejo funcionario real, el cual se nos antoja fiel representante del nuevo espíritu renacentista que va a posicionarse en América con el afán de desplegar un correcto gobierno de las posesiones, a semejanza de lo impuesto en los estados modernos europeos. Todo ello en contraposición a figuras como Vasco Núñez de Balboa, Francisco Pizarro o Hernán Cortés, últimos supervivientes del estilo que adornaba a los héroes medievales. Precisamente, la conquista de Nueva España, protagonizada por Cortés, cuya vida estamos a punto de narrar, se nos antoja digna de las más relumbrantes epopeyas.

Capítulo
III
HERNÁN CORTÉS Y LA CONQUISTA DE NUEVA ESPAÑA

Creíamos ser aquél el último de nuestros días, según el mucho poder de los indios y la poca resistencia que en nosotros hallaban.

Comentario de Hernán Cortés tras los sucesos de «la noche triste».

E
n 1519 ya habían transcurrido veintisiete años desde que Colón pusiera pie en el Nuevo Mundo. En ese tiempo el trasiego de naves españolas hacia América era creciente y fluido, con miles de hispanos asentados en las primigenias ciudades coloniales esparcidas por Antillas y Tierra Firme. A las conquistas de La Española, Jamaica, Puerto Rico y Cuba, se sumaba la expansión continental por los territorios de Nueva Andalucía y Castilla del Oro. Asimismo, el descubrimiento del océano Pacífico a cargo de Núñez de Balboa invitaba a pensar en un gozoso porvenir para todos aquellos dispuestos a contraer responsabilidades en la magna empresa conquistadora. En dicho año Carlos I de España y V de Alemania se enseñoreaba de sus cuantiosas posesiones a uno y otro lado del océano Atlántico, por lo que no se dudaba sobre la realidad imperial española.

Pero, por si todo esto fuera poco, llegaba ahora el turno para una de las gestas más asombrosas de la historia: la conquista del inmenso imperio dominado por la cultura azteca. El artífice de semejante hazaña fue un extremeño muy dado a largos y convincentes discursos y a juergas interminables. Su nombre era Hernán Cortés.

Nacido en Medellín (Badajoz) en 1485, sus padres Martín Cortés Monroy y Catalina Pizarro Altamirano provenían de ascendencia noble, aunque no gozaban de saneados recursos económicos, si bien el hecho no impidió conceder a su prole algunos estudios. El joven Hernán se trasladó a Salamanca a fin de cursar en su Universidad la carrera legislativa; contaba catorce años y se intuía para él un futuro prometedor dadas sus aptitudes. En cambio, el muchacho mostró de inmediato su naturaleza inquieta y pronto chocó con la disciplina académica impartida en las aulas salmantinas, en las que permaneció apenas dos años, durante los cuales aprendió latín con resultados notables. En este tiempo estudiantil el futuro conquistador hizo alarde de sus inclinaciones hacia la holganza, amoríos, pendencias y juegos de cartas. Una vida disipada que, en todo caso, se presentaba incompatible con las estrictas normas universitarias, por lo que se vio obligado a dejar los libros para incorporarse a un trabajo de escribano en Valladolid.

Cortés era alto y bien proporcionado, tenía además una fuerte personalidad que le hacía brillar en cualquier juerga juvenil o en la seducción de hermosas damiselas. Su deseo de vivir con plenitud cualquier acontecimiento vital contrastaba seriamente con su recién adquirido oficio de amanuense. En su leyenda biográfica aparece un presunto alistamiento en los tercios de Italia donde se curtiría como militar. Este detalle siempre fue desmentido por sus exégetas más rigurosos, quienes sí admiten que viajó a Valencia, donde sufrió algún accidente o herida mientras intentaba seducir a una jovencita.

Con más pena que gloria regresó en 1504 a su Medellín natal, y allí quedó fascinado por las maravillosas narraciones efectuadas por los extremeños que venían de América. Dichas noticias provocaban sueños de ambición en los aventureros españoles y Hernán no permaneció ajeno a nada de lo que proviniera del nuevo continente. De ese modo, el impetuoso joven suplicó a sus progenitores la concesión de licencia y dinero para realizar el viaje a las Indias. Petición a la que no se pudieron negar, dada la convincente locuacidad de su vástago, y reunieron los ahorros disponibles entregándoselos junto a su resignada bendición.

Ese mismo año Hernán Cortés tomaba un barco en Sanlúcar de Barrameda con destino a la isla de La Española. Atrás quedaban su primera etapa de infancia y adolescencia rebeldes, deudas de juego y promesas de amor incumplidas, por delante la tierra prometida donde volver a empezar.

La Española —nombre por el que se conocía a la actual isla de Santo Domingo— era en 1504 un lugar en permanente ebullición; a ella llegaban cientos de colonos españoles dispuestos a emprender una nueva vida a costa de quien fuera. En este caso los nativos caribeños, los cuales soportaban un forzoso sometimiento hacia los gobernantes coloniales.

Cortés se instaló en la isla bajo el amparo del ya mencionado gobernador don Nicolás de Ovando, pariente suyo que, con presteza, le buscó una colocación como escribano de la villa de Azua. El trabajo no disgustó al extremeño; sin embargo, él no había navegado tantas millas para acabar realizando la misma tarea que ya ejerciera en Valladolid y por ello dio rienda suelta a su espíritu libre que, sumado a su enorme poder de convicción sobre los demás, posibilitó que muy pronto se convirtiera en un personaje popular en la colonia. Se cuenta que utilizó sabiamente sus conocimientos de escribano para contentar a diferentes potentados con la realización de fantásticos textos memoriales. Estas gestiones administrativas le proveyeron de magros ingresos económicos que le permitieron prosperar como agricultor y ganadero. Poco a poco, la fortuna iba sonriendo al soñador español, que lo celebraba con sonoras juergas al calor de mujeres, dados y vino cuyos ecos recorrieron los extremos de La Española. Cortés poseía una inusual fluidez verbal que, añadida a su aspecto sereno, le otorgaba un cierto ascendiente sobre aquellos colonizadores tan necesitados de líderes.

En 1511 partió junto a Diego Velázquez rumbo a la conquista de Cuba; ya por entonces La Española era demasiado pequeña para sus aspiraciones. Cuba representaba un paso más en su meteórica carrera hacia el triunfo y no le importó viajar como secretario personal de don Diego, quien, al poco de su establecimiento en la isla caribeña, confió algunas misiones a Cortés en todos los casos culminadas con éxito. Tanta eficacia gestora y diplomática sirvió para que el muchacho tomara un sitio de confianza junto al nuevo gobernador insular, llegando incluso a ostentar el cargo de alcalde en la ciudad de Santiago de Baracoa, flamante capital de Cuba. Mientras desempeñaba estas tareas oficiales no desestimó la posibilidad de seguir enriqueciendo su patrimonio y aceptó varias encomiendas que le permitieron prosperar gracias a yacimientos mineros, cultivos y cría de ganado caballar, bovino y lanar. La situación para el nuevo hacendado era inmejorable, pero aun así, algo en su interior le empujaba hacia ignotas aventuras. Pronto llegaría su auténtica oportunidad en los recientemente explorados territorios de Nueva España.

El sueño de México

El 8 de febrero de 1517 el gobernador Diego Velázquez dio licencia al capitán Francisco Fernández de Córdoba para que viajara en busca de esclavos a las Lucayas (Bahamas). En lugar de eso, un error de orientación provocó que las naves contactaran con la península del Yucatán.

Los expedicionarios creyeron que habían topado con una isla. Tras desembarcar en sus costas fueron recibidos por la hostilidad de algunas tribus que parecían más evolucionadas y agresivas que las caribeñas, por lo que después de ver diezmado su contingente, el jefe español optó por regresar a Cuba dispuesto a dar cuenta del intrigante hallazgo a Diego Velázquez, quien, emocionado por el relato de su capitán, dispuso el envío de una nueva flotilla en el transcurso del siguiente año.

Fernández de Córdoba había revelado en su informe la existencia de ciudades bien urbanizadas, con unos habitantes de cultura bastante superior a lo conocido en otras tribus; ponía en aviso de que se trataba de gentes arrogantes y belicosas y que la empresa de conquista no sería fácil. Mas las advertencias no disuadieron al ambicioso gobernador y, el 1 de mayo de 1518, zarpó una flota bajo el mando de Juan de Grijalva, quien costeó varias millas explorando el litoral mexicano.

En Yucatán —cuna de los mayas entonces dominados por los aztecas— la llegada de los navíos fue motivo de alarma y algunos emisarios se encaminaron raudos hacia la capital Tenochtitlán, ciudad situada a unos ciento ochenta kilómetros de los puntos visitados por las naves españolas. En ella gobernaba Moctezuma II —jefe del imperio azteca—, quien recibió con temor los dibujos efectuados por sus espías sobre la nunca vista imagen de los españoles y sus armas.

Cuentan las crónicas que los exploradores fueron descritos de esta manera:

En medio del agua vimos una casa por la que aparecieron hombres blancos, sus caras blancas, y sus manos lo mismo. Tienen largas y espesas barbas y sus trajes de todos los colores: blanco, amarillo, rojo, verde, azul y púrpura. Llevan sobre sus cabezas cubiertas redondas. Ponen una canoa bastante grande sobre el agua, algunos saltan a ella y pescan durante todo el día cerca de las rocas. Al anochecer vuelven a la casa en la cual todos se reúnen. Esto es todo lo que podemos deciros acerca de lo que deseabais saber.

Grijalva había fondeado en Tabasco, lugar en el que no había encontrado tanta resistencia por parte india; lo que ignoraba por el momento es que su expedición abriría el camino definitivo para la conquista de un imperio y que las circunstancias y las profecías acudirían en beneficio de los españoles para dicho empeño.

Entre los aztecas existían numerosas tradiciones ancestrales que les ponían en aviso sobre su futuro. La más arraigada de sus leyendas hablaba de Quetzalcóatl, deidad representada por una serpiente emplumada, alegoría de sabiduría suprema. Esta divinidad había visitado en tiempos pretéritos a los aztecas y entre ellos predicó una religión bondadosa que incitaba al ser humano a poner en práctica sus mejores virtudes. Según la leyenda, Quetzalcóatl era blanco, barbado y de gesto grave, y su origen se situaba en Oriente, más allá de las aguas oceánicas. Asumió el trono azteca pero pronto comprobó con tristeza que sus súbditos no obedecían sus postulados. La desidia y la desconfianza azteca empujaron al dios emplumado a un forzoso abandono de aquel territorio. Antes de partir por donde había venido pronunció ante los aztecas una última profecía: cuando llegara el año Ce Ácatl, él regresaría para recuperar su trono. Curiosamente, el año anunciado coincidía con 1519, o, lo que es lo mismo, la presencia de Grijalva unos meses antes fue interpretada como embajadora de la llegada del mismísimo Quetzalcóatl. Los rostros blancos, las barbas crecidas, las armas de cuyas bocas manaba fuego, todo encajaba en las creencias aztecas. En efecto, no existía ninguna duda, el también conocido como «Dios del aire» regresaba para recuperar su poder.

Moctezuma, temeroso ante la reacción de su pueblo, quiso contactar con los españoles para cubrirlos de presentes, a la espera de un pacto que le permitiera seguir gobernando hasta el fin de sus días, sólo entonces Quetzalcóatl podría recuperar el poder. Sin embargo esta oferta no fue bien comprendida por los expedicionarios, quienes, invadidos por la fiebre del oro y porque desconocían las lenguas maya y náhuatl, no atendieron las peticiones aztecas y regresaron a Cuba con un excelente botín. Este magnífico resultado alentó aún más las intenciones de Diego Velázquez, quien, en alianza con Hernán Cortés, preparaba una espléndida flota de once navíos a los que estaban abasteciendo con toda la diligencia posible. Pero, en esos frenéticos meses, el recelo entre los otrora amigos había crecido y algunas desavenencias personales les enfrentaron a tal punto que el extremeño dio con sus huesos en la cárcel. No obstante, la fortuna de Cortés era necesaria para pertrechar la flota expedicionaria con garantías y Velázquez calmó su ira momentáneamente a la espera de una mejor oportunidad que le quitara de en medio a su molesto oponente.

El matrimonio en aquellos meses de Cortés con Catalina Juárez, hermana de la prometida de Velázquez, calmó momentáneamente las aguas. Sin embargo, una vez liberado de prisión el extremeño siguió fomentando su popularidad entre los colonos, convenciéndolos de que él era el auténtico protagonista de aquella empresa que estaba dispuesta a emprenderse. Velázquez ya no pudo más y desautorizó a Cortés cuantos preparativos estuviese realizando. Pero la orden llegó demasiado tarde, pues el futuro conquistador, ante el enfado del gobernador, mandó ultimar detalles y con todo dispuesto se lanzó por su cuenta a la aventura.

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