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Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Historia

La aventura de los conquistadores (7 page)

BOOK: La aventura de los conquistadores
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El sevillano sobrevivió, una vez más, a la catástrofe y en compañía del cartógrafo santanderino logró llegar a la península Ibérica para ser recibido en audiencia por la reina Isabel, quien por entonces mostraba una evidente preocupación por los desastrosos resultados que se acumulaban en sus posesiones de Occidente. A decir verdad, el carisma de Bastidas y los riquísimos presentes que éste entregó a los monarcas católicos elevaron la moral y el interés de la reina por América, retomándose con ilusión los abundantes proyectos que, ya por entonces, se querían llevar a cabo. Por ello, los descubrimientos del sevillano fueron capitales para devolver la confianza en encontrar riquezas en los territorios de ultramar.

En 1504, Bastidas era ya un próspero mercader caribeño. Establecido en La Española, se dedicó a invertir en ganado bovino y, asociado a Diego Colón, a importar esclavos indios capturados en las islas cercanas de las Lucayas (Bahamas). También entre 1519 y 1521 obtuvo magníficos beneficios con la extracción y el comercio de perlas. En 1521, el rico magnate ofreció a su viejo amigo Hernán Cortés tres barcos, hombres y dinero que sirvieron para concluir la conquista de Nueva España. Ese mismo año también obtuvo licencia para colonizar y explorar las costas de Tierra Firme, y poco después fue nombrado gobernador, trasladando colonos y estableciendo tratados de paz y comercio con los indios. Además fundó en 1524 la ciudad de Santa Marta (Colombia) y, acaso intentando redimir su pasado esclavista, abolió con absoluta determinación el tráfico de seres humanos en toda su jurisdicción, lo que le reportó innumerables simpatías entre los nativos pero no, en cambio, entre los colonos, los cuales veían en esa medida una preocupante merma de sus beneficios económicos. Finalmente, los disidentes alimentaron una revuelta que acabó con un Rodrigo de Bastidas malherido y a merced de su suerte. Por desgracia, cuando se dirigía en 1527 a Santo Domingo para reponerse, una tormenta destrozó su barco cerca de Cuba, y así se perdió para siempre la pista de este pionero del comercio en las Indias occidentales. Un hijo suyo de idéntico nombre llegó a ser el primer obispo de Venezuela.

Juan Ponce de León, el hombre que quiso ser inmortal

La historia de la conquista española en las Indias es también la de unos hombres que encabezaron vanguardias con el riesgo de cobrar magros tesoros en compensación por los enérgicos esfuerzos de los que hacían gala aventurándose en empresas de difícil compromiso. Cuantos soldados, aventureros y caballeros se adentraron en la epopeya americana intentaron obtener ventajas no sólo honorables, sino también económicas. La búsqueda incesante del oro surtió de múltiples narraciones y leyendas a una España que transitaba, casi sin oposición, hacia la titulación imperial. Islas maravillosas, paisajes dignos del paraíso y riquezas, abundantes riquezas, para todos aquellos que asumieran protagonismo en las hazañas exploratorias más increíbles y peligrosas de la época. Ciudades enigmáticas de las que hablaban los indios y que parecían rebosar en el elemento aurífero. Demasiados rumores apetecibles para cualquier humano ávido de gloria y sensaciones fuertes. No es de extrañar, por tanto, que muchos eligieran la opción americana como campo de actuación para sus inquietas almas. Uno de ellos destacó sobremanera, su nombre era Juan Ponce de León. Nacido hacia 1460 en el vallisoletano pueblo de Santervás de Campos, pertenecía a una distinguida familia noble muy vinculada a la corona, por lo que siendo niño ofreció sus servicios como paje al rey Fernando II de Aragón. Más tarde tuvo oportunidad de demostrar su valía en batalla cuando participó en la guerra de Granada, contienda que resultó ser un auténtico semillero de grandes militares y emprendedores que nutrieron la empresa de Indias. Según parece, formó parte de la tripulación que tomó parte en el segundo viaje colombino. De ese modo se puede avalar el conocimiento demostrado por Ponce de León sobre Borinquen, su gran proeza y motivo por el que el castellano pasó a la historia.

Sea como fuere, lo realmente constatado es que este singular personaje acompañó a Nicolás de Ovando en su viaje de 1502 convirtiéndose en uno de sus mejores brazos armados, ya que su pericia bélica le situó al frente de las tropas que combatieron a los indios jiguaque, magníficos guerreros que no estaban dispuestos a someterse ante el invasor. Por ello declararon una guerra sin cuartel al incipiente gobierno extranjero de La Española. Durante meses los indios hostigaron con ferocidad a las escasas tropas dirigidas por Ponce de León, quien supo enfrentarse a tan hostil adversario sin dar jamás muestras de duda o cobardía.

Finalmente, las armas españolas y las tácticas de combate dieron la victoria a los blancos, que diezmaron las filas nativas; masacre que convirtió al vallisoletano en una figura muy conocida entre los colonos. El éxito de la campaña y sus dotes para la estrategia le valieron algunas distinciones y el suficiente crédito ante la corte española. En 1508, el propio Ovando le concedió licencia para explorar Borinquen y un mes más tarde zarpaba rumbo a la isla alabada por Colón, con tan sólo cuarenta y dos soldados y ocho marineros, grupo exiguo pero suficiente para levantar un primer asentamiento en aquel lugar denominado por ellos isla de San Juan, aunque más tarde sería bautizado como Puerto Rico. El reducido grupo de españoles fue recibido de forma amistosa por el cacique indígena Agüeybaná, quien habló a Ponce de León de grandes ríos cuajados de oro, justo lo que necesitaban oír los españoles, los cuales no tardaron ni un minuto en preparar todo lo necesario para la extracción del preciado metal.

El lugar elegido para la fundación del primer enclave español en Borinquen recibió por nombre Puerto Rico (actual Pueblo Viejo) y para mayor seguridad se levantó un fortín en el que quedaron alojados los expedicionarios con sus pertrechos. El propio Ponce de León utilizó su única nave disponible para regresar en ella cargado de oro, dispuesto a comunicar la buena nueva del descubrimiento a su jefe Ovando. Éste, complacido por el relato de su lugarteniente, le concedió en 1509 la facultad de regresar a Borinquen con muchos más colonos y abastecimientos, lo que supuso el arranque oficial de la presencia española en la exuberante isla caribeña. En 1510, con el título de teniente explorador y gobernador, trasladó un centenar de primigenios pobladores españoles e inició la explotación comercial de la isla encomendando indios a los terratenientes y obligando a los nativos a trabajar en penosas condiciones en los diversos yacimientos auríferos que se iban encontrando. Para entonces Ovando llevaba dos años fuera del gobierno de La Española y en su lugar habían designado a Diego Colón, el cual pretendía despojar a Ponce de León de sus prebendas en Puerto Rico. Sin embargo, su buena imagen unida a una leal actuación hacia la corona consiguieron ratificarle en el cargo alejando de él a sus enemigos más conspiradores. La situación en San Juan no se presentaba halagüeña: escasez de pobladores, indios sometidos al implacable rigor de las minas y explotaciones, enfermedades tropicales… todo ello enojó al otrora amigo Agüeybaná quien, desencantado por la actuación de los extranjeros en su isla, optó por hacerles frente de la única manera que podía, esto es, acaudillando una rebelión indígena en toda regla que estuvo a punto de acabar con las aspiraciones españolas en Borinquen.

Por fortuna para los conquistadores, las dotes militares de Ponce de León y la eficaz puntería de sus soldados aplastaron, sin miramientos, no sólo esta primera revuelta, sino otra posterior, en 1511, y en la que la escasa guarnición española sumada a unas pocas decenas de pobladores pudieron contrarrestar los furibundos ataques indígenas hasta su total derrota ese mismo año. Al fin, la isla de San Juan quedó pacificada, con lo que Ronce de León tuvo el tiempo necesario para que algunos indios amigos le pusieran en antecedentes sobre la asombrosa historia de Bimini: un vergel cuajado de manantiales de cuyas aguas, según las narraciones populares, se obtenía la eterna juventud. Este mito ilusionó de tal modo al veterano explorador que localizarlo se convirtió en una obsesión.

En marzo de 1512 abasteció tres naves y con ellas zarpó rumbo a los lugares de los que hablaban con tanta certeza los habitantes primigenios de Borinquen. Según éstos, Bimini se ubicaba al norte de la isla de Cuba y merodeando por esa zona Ponce de León y los suyos acabaron contactando con la península de la Florida tras haber explorado el archipiélago de las Bahamas. Aunque en este primer viaje los emocionados españoles no tuvieron ocasión de vislumbrar fuente salutífera alguna, generándose cierta frustración entre los exploradores, ese desasosiego no caló en el indomable Ponce de León, quien regresó a La Española con la intención de armar una nueva y más ambiciosa expedición, pues estaba convencido de que las leyendas indias tenían fundamento suficiente como para empeñarse en tamaña pretensión.

La burocracia y las disputas políticas obligaron a Ponce de León a embarcarse en 1515 hacia España para negociar con el Consejo de Indias capitulaciones y recabar los apoyos necesarios. Seis años después, nombrado adelantado y justicia mayor de la Florida, consiguió barcos y hombres para colonizar dicho enclave americano, si bien al poco de arribar a sus costas, el contingente español recibió un terrible ataque de los seminolas, indios del lugar que se desenvolvían como auténticos fantasmas en esas latitudes sembradas de manglares y caimanes. Durante días los fieros aborígenes diezmaron la tropa hasta que el propio Ponce de León cayó herido tras recibir una certera flecha. Su precaria situación obligó a que fuera evacuado a Cuba, donde falleció días después en la recién fundada ciudad de La Habana.

Sus restos mortales fueron llevados a su querido San Juan para ser enterrados en la capilla mayor de la iglesia de Santo Tomás. En 1913 fueron trasladados definitivamente a la catedral portorriqueña. A pesar de su evidente fracaso en la búsqueda de la fuente de la eterna juventud, otros españoles no se arredraron y mantuvieron intacto el deseo de encontrar el mítico manantial. Buscaron por todas las Antillas e incluso se puso el nombre de Bimini a uno de sus archipiélagos —sito a noventa y siete kilómetros al este de Miami—, sin que nadie pudiese probar jamás gota alguna de semejante elixir.

Las conquistas de Jamaica y Cuba

El asentamiento estable de los primeros colonos en La Española, permitió pensar en una razonable expansión por el mundo caribeño. Los antiguos moradores tainos y caribes se sometían o eran eliminados ante el avance imparable de los colonizadores. Ahora le llegaba el turno a Jamaica, casi al mismo tiempo que a Borinquen, mientras que en el horizonte quedaba pendiente la exploración y conquista de Cuba. Este afán expansionista tenía como fundamental propósito hacer de las islas antillanas una ideal plataforma de lanzamiento hacia la ya constatada Tierra Firme continental. El trasiego humano desde la península Ibérica era constante. Por entonces España contaba unos ocho millones de almas, muchas de las cuales soñaban con viajar para establecerse en las nuevas posesiones de ultramar, donde, a buen seguro, sus enflaquecidas bolsas se llenarían de maravedíes o acaso reluciente oro americano. Por tanto, tras abandonar definitivamente los lógicos temores iniciales, miles de pioneros surcaron las aguas atlánticas dispuestos a rehacer vida y hacienda en el Nuevo Mundo.

Como ya sabemos, en junio de 1508 Ponce de León recibió la misión de conquistar Borinquen, y pocas fechas más tarde, la corona confería a Diego de Nicuesa y Alonso de Ojeda la Tierra Firme, con Jamaica como base de apoyo para dicha empresa. Sin embargo, este asunto se vio con recelo por parte del nuevo gobernador de La Española, don Diego Colón, hijo del almirante y encendido defensor del virreinato familiar, por lo que se quejó a la corona, asumiendo personalmente la conquista jamaicana. El elegido para este objetivo fue Juan de Esquivel, un singular sevillano que acompañó a Cristóbal Colón en su segundo viaje, precisamente el mismo en el que se habían avistado por primera vez las costas jamaicanas en 1494. Tras recibir el encargo de don Diego, preparó, con más prisa que acierto, la expedición de conquista, pues Ojeda y Nicuesa se encontraban muy adelantados en su periplo. De ese modo, Esquivel apenas pudo reunir sesenta hombres, con los que zarpó rumbo a Jamaica dispuesto a la anexión de la isla. Dados los conocimientos adquiridos sobre el lugar gracias al anterior viaje colombino, recaló en el norte insular, donde fundó una cabeza de puente a la que llamó Sevilla la Nueva. Esquivel esperó el acostumbrado enfrentamiento con los indígenas, sin embargo, los nativos de la zona eran de talante pacífico y no se produjo refriega alguna, lo que permitió que los españoles comenzaran una rápida expansión por la isla repartiéndose a los indios y tratándolos con excesiva dureza en los trabajos campesinos y ganaderos, ya que Jamaica no tenía yacimientos mineros. Por desgracia, cientos de indios murieron víctimas de los trabajos forzados, otros tantos huyeron a las montañas y los más optaron por el suicidio ingiriendo jugo de yuca. Todo con tal de escapar de aquel infierno traído por los blancos barbudos. El propio Esquivel hizo méritos suficientes para que Bartolomé de Las Casas dijera sobre él: «Fue el máximo eliminador de indios». A la fundación de Sevilla la Nueva se sumó la de Melilla —actual Port Santa María—. Desde las dos villas los pioneros se abrieron camino hacia el sur a lo largo de tres años en los que Esquivel levantó fundaciones, una fortaleza y, en su capítulo negro, intentó con sangre convertir y someter a los indígenas. A pesar de ello, informes contrarios sobre su actuación llegaron a España convirtiéndole en víctima de las pugnas entre partidarios del rey y de los Colón, por lo que fue convocado a un juicio de residencia, al que no pudo acudir pues falleció en 1513, sin llegar por tanto a rendir cuentas de su evidente abuso de poder en tierras jamaicanas. En 1514, Fernando el Católico acordaba con el vasco Francisco de Garay unas Capitulaciones por las que éste se transformaba en el primer representante real directo en Jamaica. Garay, compañero de Colón, partía como gobernador insular dispuesto a explotar a medias las ricas haciendas jamaicanas. Lo mismo que a Esquivel, se le apremió a desarrollar activamente la economía isleña con el fin de abastecer a los hombres que ya se movían en Tierra Firme. Definitivamente, con Garay, Jamaica adquirió su carácter de lanzadera hacia el continente. Quizá por estas circunstancias fueron llevados al sur los asentamientos norteños, pues desde esa costa eran más fáciles las navegaciones y constante la conexión. Asimismo, el flamante gobernador vasco quiso hacer una nueva repartición de indios, lo que fue casi imposible dada la esquilma provocada por Esquivel. Prosiguió la incorporación de las tierras a la economía española y vio alzarse las poblaciones de Santiago de la Vega (SpanishTown) y Oristán (Bluefields), en las costas sureñas. La isla, salvo las escabrosas montañas Azules y parte de la zona occidental, futuro refugio de piratas, estaba conquistada, y en ella se enclavaron los hatos y rancherías hispanos. No obstante, al no ofrecer el suelo insular ni aventuras bélicas ni atracciones mineras, el propio Francisco de Garay se vio impulsado por las noticias que llegaban de Nueva España a zarpar un buen día de 1519 hacia el Panuco. En realidad, no fue el único en buscar mejor fortuna en el continente, con lo que el eje histórico antillano fue sufriendo un tremendo desplazamiento hacia Occidente, a causa de la atracción continental en la que se veían involucradas cada vez más expediciones.

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