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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico, Intriga

El códice del peregrino (11 page)

BOOK: El códice del peregrino
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—Pues qué quieres que te diga. Si tú no te imaginas a los discípulos de Santiago atravesando medio mundo conocido cargados con el cadáver de su maestro, yo tampoco a los de Prisciliano recorriendo todo el Occidente romano de norte a sur para llevar a un lugar perdido en el extremo del mundo un montón de huesos y carne putrefacta. Además, si lo hubieran siquiera intentado, las autoridades eclesiásticas se lo hubieran impedido. —El planteamiento de Patricia parecía lógico.

—Es probable. Pero fíjate que el relato del traslado de los restos mortales de Santiago el Mayor a Galicia o los de Prisciliano al mismo lugar recuerdan mucho a lo que ocurrió con los de Jesús, con la salvedad de que éste resucitó, su cuerpo desapareció del sepulcro y tras retornar y mostrarse a sus discípulos acabó ascendiendo a los cielos ante los ojos de sus seguidores.

—Cristo no dejó su cuerpo en la tierra, pero sí sus reliquias, aquellos objetos que estuvieron en contacto con su cuerpo y conservaron huellas de su sangre: la corona de espinas, la túnica púrpura que le colocaron los soldados romanos en su camino al Calvario, la caña con la que le sujetaron las manos, los clavos y la madera de la cruz, la esponja y la lanza que utilizaron los soldados romanos en su agonía, el sudario del sepulcro... Algunas de esas presuntas reliquias se guardan en Compostela, como una espina de la corona y unos fragmentos de la cruz.

—Si se recogieran todas las reliquias de las que se dice que formaron parte del lignum crucis se podrían recomponer varios centenares de cruces del tamaño de la de la pasión de Cristo —ironizó Diego.

El mes de mayo estaba siendo más caluroso de lo habitual en toda España. Los ecologistas lo atribuían al imparable cambio climático y los catastrofistas apocalípticos a que los signos del fin del mundo anunciados en los Evangelios y en el Apocalipsis de san Juan comenzaban a manifestarse: fuego en el cielo, elevadas temperaturas, falsos profetas, revueltas sociales, terremotos, catástrofes naturales...

En Santiago de Compostela el Peregrino había acabado su jornada de trabajo y se dirigió a su residencia, una habitación con baño y una pequeña suite en una institución religiosa de la ciudad.

Su vida era tan monótona como el repicar periódico e invariable de las campanas de la catedral. Todas las mañanas, tras un frugal desayuno en el frío y aséptico comedor de la residencia, se dirigía a las oficinas del arzobispado, donde se encargaba, con un par de colegas, de revisar y clasificar las decenas de cartas que llegaban cada día desde las parroquias de la diócesis compostelana y de diversas partes del mundo con los temas más variopintos. Las que se creían importantes se comunicaban al secretario del arzobispo que, en última instancia, decidía si eran lo suficientemente relevantes como para ocupar unos minutos de atención en la agenda diaria del prelado.

En las últimas semanas estaban llegando más cartas y correos electrónicos que de costumbre, casi tantos como en un año santo, pues se celebraba el octavo centenario de la consagración de la catedral de Santiago, cuyos primeros actos ya habían comenzado.

El Peregrino entró en su austera habitación, cerró la puerta con cerrojo y se puso de rodillas frente a una imagen de la Virgen que presidía la alcoba del dormitorio. Se dio unos golpes en el pecho con el puño cerrado y musitó unas oraciones, tras las cuales de sus labios salió una palabra que repitió varias veces: «Perdón, perdón, perdón...».

Se santiguó, besó el crucifijo de plata que siempre llevaba colgado al cuello y se dirigió al comedor. Aquel miércoles de finales de mayo había menos gente de la que acostumbraba. Las monjitas que trabajaban en la residencia lo conocían bien y sabían de su carácter taciturno y reservado. Una de ellas le sirvió un par de cazos de sopa.

—Hoy es de cocido y está muy sabrosa. ¿Desea una poca más, padre? —le preguntó.

El Peregrino alzó la mirada y con un gesto de la mano indicó que ya era suficiente. Se santiguó, rezó un padrenuestro y un avemaria y comenzó a sorber la sopa.

Todavía no había apurado el plato cuando uno de los varios sacerdotes que vivían en la residencia y que trabajaba en el archivo de la catedral se sentó a su lado.

—Buenos días, padre —saludó el recién llegado.

—Buenos días —le respondió el Peregrino.

—Me ha dicho sor Inés que la sopa está realmente deliciosa.

—Estupenda, sí.

—Hoy hemos tenido una visita importante.

—¿Algún político? —preguntó el Peregrino sin mostrar demasiado interés.

—No. Están demasiado ocupados con sus pactos y sus componendas una vez pasadas las elecciones. Nos ha visitado un profesor de historia del arte de la Universidad de París acompañado de una de sus ayudantes, una joven muy guapa, por cierto:

—¿Otro estudioso del arte románico?

—No, es especialista en arquitectura gótica, uno de los mejores de Europa, según tengo entendido. Quería ver el
Codex Calixtinus
.

El Peregrino retiró la última cucharada de sopa de su boca y la dejó sobre el plato.

—¿Cómo dice?

Aquella noticia lo convulsionó.

—Hace varios días nos llamó desde París. Nos explicó que preparaba un estudio sobre el origen de la arquitectura gótica y que estaba revisando todos los manuscritos miniados anteriores al año 1200. Dijo que buscaba trazas de arcos apuntados y de elementos arquitectónicos ojivales en las miniaturas datadas antes de esa fecha, además de visitar la catedral.

—El Códice, ¿ha visto el
Codex Calixtinus
?

—Durante un buen rato. El deán estaba encantado con los elogios del historiador francés; ya sabe que considera ese libro como algo suyo. Cuando él mismo lo muestra a alguna persona lo hace con un aire tan ceremonioso y una pose tan sacra que parece estar celebrando la consagración de un papa. —El sacerdote le guiñó el ojo al Peregrino.

—¿Y qué ha dicho ese investigador?

—Nada relevante. Bueno, se ha atrevido a aventurar que el manuscrito tal vez sea un poco más moderno de lo que la mayoría de los investigadores ha supuesto hasta ahora. Ya sabe usted, padre, que se dice que este ejemplar del
Liber Sancti Iacobi
fue encargado por el arzobispo Diego Gelmírez hacia 1138, poco antes de su muerte, y que se concluyó hacia 1140, pero este profesor ha visto algunos detalles que lo han llevado a datarlo algunas fechas después; cosas de los expertos. Nos ha pedido permiso para efectuar, después del verano, un estudio exhaustivo, un análisis del manuscrito con las más modernas técnicas: rayos de diversas frecuencias, fotografías con ópticas especiales, análisis microscópicos... Todas esas cosas que sirven para averiguar hasta el menor detalle sobre la historia particular del manuscrito.

—Interesante. Pero habrán vuelto a guardar el Códice en su sitio habitual, ¿no?

—Por supuesto. Ya sabe que es nuestra joya más valiosa. Sólo ha salido del archivo de la catedral en un par de ocasiones, pero tenemos orden expresa de que no vuelva a prestarse para una exposición nunca jamás.

—Me alegro. Yo tampoco soy partidario del traslado de una exposición a otra de las obras de arte; por mucho cuidado que se ponga en ello siempre acaban deteriorándose, extraviándose o, lo que es peor, siendo robadas.

—Ni lo piense, por Dios. Eso sería un desastre.

—Por ahí no se preocupe, nadie robará un manuscrito como ése, perfectamente catalogado e identificado; si alguien se arriesgara a robarlo jamás podría venderlo, y sería un esfuerzo inútil.

—Dios lo oiga, padre.

El Peregrino acabó deprisa la comida, se retiró a su habitación y llamó a un número de móvil.

—Dígame —dijo una voz.

—Esta mañana un profesor de París ha visitado el archivo de la catedral. Ha tenido el libro en sus manos y ha pedido permiso para hacer un estudio detallado cuando pase el verano. ¿Es un enviado suyo? —El Peregrino estaba alterado.

—No. Pero estaba al tanto de que esa visita se iba a producir. No se preocupe, no es importante, y además ese permiso no será concedido. Le ruego que no vuelva a llamar a este teléfono salvo cuestión muy grave; ya conoce el protocolo.

—Lo siento, señor, pero esta ocasión me lo ha parecido.

—De acuerdo, no se preocupe. Y sosiéguese. Necesito que permanezca completamente tranquilo. Si cometemos el menor error, esta operación fracasará. ¿Entendido?

—Sí, señor; no volverá a ocurrir, se lo prometo.

—¿Ya tiene acordada la cita? —le preguntó Jacques Román.

—En dos días. Ahí cerraremos los últimos detalles. ¿Esa pareja es de fiar?

—Sí. En lo suyo son los mejores. Usted cumpla su parte y no habrá el menor problema. Buenas tardes.

Tras finalizar la conversación, el Peregrino se santiguó tres veces y rezó varias oraciones. Se recostó en el sofá de su habitación pero no pudo echar la cabezada que acostumbraba a echarse todas las tardes después de comer. La idea del pecado lo atormentaba. El castigo para los ladrones sacrílegos conllevaba la condena eterna en el infierno, pero procuró convencerse de que lo que él estaba haciendo no era un pecado, sino un gran servicio a la verdadera fe, a las creencias que siempre habían guiado sus pasos. Aquello no iba a ser un robo, sino un acto de reafirmación del cristianismo auténtico, la manera de evitar que las fuerzas del mal acabaran con la obra de Jesucristo y que hicieran baldío su sacrificio en la cruz.

Sobre Oporto lucía un sol espléndido. Habían llegado la tarde del miércoles y se habían dirigido en busca del Café de París, que encontraron enseguida.

El local, probablemente una antigua tienda, era en realidad un café-restaurante al que acudían intelectuales, artistas, estudiantes y profesores de la Universidad de Oporto. Un cartel anunciaba un asombroso desayuno que incluía café con leche, zumo de naranja, tostada con mantequilla y mermelada, bollo, cruasán y un tazón de fruta por un euro y medio. En otro se detallaba el menú para la cena: entrantes típicos portugueses, entrecot, postre, café y vino blanco; todo por quince euros.

—Podemos cenar aquí mismo, ¿te apetece? —propuso Patricia.

—Claro. Reservo mesa y luego vamos a visitar esa librería tan famosa, Lello; sobre las ocho y media venimos a cenar.

Así lo hicieron.

La librería Lello e Irmao estaba en una calle próxima. Ocupaba un edificio de tres alturas que en el interior albergaba una tienda con una extraordinaria decoración que recordaba a una imposible catedral neogótica. Compraron una guía de Oporto y pasearon por las calles cercanas. Entraron en una tienda de vinos y adquirieron dos botellas de un
vintagede
1997 que el vinatero, un tipo agradable y dicharachero, les recomendó como la mejor añada del siglo XX.

Regresaron al café-restaurante París y pidieron el menú de quince euros, que es lo que cenaban casi todos los clientes.

—¿Qué esperas mañana del Peregrino? —le preguntó Patricia.

—Que nos asegure por completo la operación. Si comete algún error acabaremos todos en la cárcel.

—Hasta ahora hemos podido librarnos.

—Pero nunca hemos robado nada.

—Vamos, Diego, no te engañes; el tráfico ilegal de obras de arte está castigado en todos los códigos penales de todos los países del mundo, y nosotros hemos infringido algunos de ellos.

—Pero no hemos robado, insisto; al menos hasta ahora.

—Técnicamente quizá no, pero legalmente hemos sido colaboradores necesarios de los ladrones. Hemos traficado, vendido, colocado y obtenido importantes ganancias con la venta de objetos robados, que para el caso es lo mismo.

—Dejemos esto. Mañana es un día importante. Ha de quedar todo muy claro porque imagino que será la última vez que nos veamos con el Peregrino. Si tenemos que hacer este trabajo el viernes 1 de julio, lo más conveniente es que todo contacto con ese hombre quede interrumpido desde mañana mismo. Deberemos evitar cualquier circunstancia que pudiera acabar relacionándonos con él.

—Es un cura; el Peregrino es un sacerdote —afirmó Patricia.

—Sí, eso creo yo también.

—Y un obseso, o al menos un reprimido sexual de mucho cuidado. ¿Viste cómo me miraba los pechos en Madrid? No me extrañaría nada que se mortificara todas las noches con un par de cilicios para alejar de su cabeza las tentaciones que seguro que lo atormentan una y otra vez: sueños y pensamientos con mujeres desnudas que le envía el demonio, que lo acosan y lo empujan a cometer pecados para que el diablo se quede con su alma por toda la eternidad. ¿No es así como funcionan los cerebros de este tipo de individuos?

—Tienes una imaginación portentosa. No quisiera desmontar tu previsión de psicoanalista, pero tal vez sólo sea un cura que ha perdido la fe y que se ha cansado de celebrar misas, pronunciar sermones y confesar a viudas pecadoras, y ahora que se le ha presentado una oportunidad desea retirarse con un buen pellizco de euros a disfrutar del resto de su vida.

—Te equivocas. El Peregrino es uno de esos fanáticos religiosos que harían cuanto estuviera en sus manos para defender sus creencias. Si hubiera vivido en la Edad Media hubiera ido a las Cruzadas a matar musulmanes y en el Renacimiento hubiera sido inquisidor; no tengo la menor duda.

A las doce menos cinco de la mañana los dos argentinos estaban sentados a una mesa del Café de París; Patricia tomaba una limonada con hielo y Diego una cerveza.

En esta segunda ocasión el Peregrino no los hizo esperar ni un solo minuto. No llevaba sombrero pero sí sus gafas de sol, de cristales verdes muy oscuros, como recién sacadas de una película de los años sesenta.

Al entrar en el local, el hombre bajito y delgado se dirigió sin titubear a la mesa de la pareja.

—Buenos días. Síganme, por favor, hablaremos mejor fuera.

Diego pagó la cuenta y salieron a la calle. El Peregrino los condujo hacia un parquecillo cercano y se sentó en un banco solitario. Los dos argentinos lo hicieron a su lado.

—¿Por qué nos ha citado en Oporto? —le preguntó Patricia.

—Porque me he enterado de que ésta es la ciudad desde la cual escaparán una vez que el Códice esté en su poder; es una buena idea no pernoctar en Santiago. Y porque aquí nadie me conoce —respondió el Peregrino.

—Tampoco en Madrid, supongo.

—Viajar a Madrid implica dar explicaciones, pedir permiso en mi trabajo y ocupar dos días al menos. He venido en mi coche, poco más de dos horas por autopista desde Santiago, y hoy tengo el día libre.

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