—Ya hemos resuelto ese inconveniente. —Diego dio un sorbo a su copa mientras miraba a Patricia, indicándole con los ojos que le siguiera la corriente.
—¿Puedo saberlo?
—De momento, si no le importa, preferimos guardar silencio; pero no se preocupe, nadie se dará cuenta de que salimos del archivo con el Códice —aseguró Diego—. Ni siquiera las cámaras de vídeo, siempre que una de ellas no enfoque el armario donde se guarda el Calixtino.
—Ya saben que en esa estancia no hay ninguna cámara.
—En ese caso, nadie detectará que llevamos con nosotros el manuscrito.
—Me están intrigando. ¿Acaso son magos ilusionistas?
—En esta profesión hay que hacer magia a veces, pero le aseguro que en esta ocasión no habrá tal. Confíe en nosotros.
—No he hecho otra cosa desde que los contraté.
—Yo, en cambio, sí tengo algunas dudas —terció Patricia.
—¿A qué se refiere?
—Sigo sin entender la motivación que le mueve a organizar este trabajo. Usted es un hombre rico...
—No todo en esta vida gira en torno al dinero, señorita Patricia. No puedo decirles, de momento, por qué quiero ese Códice, pero sepan que lo necesito imperiosamente; en caso de que no lo obtuviese, todo aquello en lo que creo podría venirse abajo.
—No lo entiendo, Jacques. ¿Me permite que lo trate así?
—Por supuesto, Patricia. Lo explicaré brevemente: el cristianismo está en peligro, acechado por fuerzas ocultas muy poderosas, interesadas en destruir la obra que tanto esfuerzo, tantos mártires y tantos siglos le ha costado levantar a la Iglesia.
—¿Se refiere a fuerzas satánicas, a los islamistas, o a los ateos y a los comunistas? —Patricia intuyó que aquél era el momento, aprovechando la euforia provocada por el champán, para sonsacarle algo más a Jacques Román.
—Me refiero al Apocalipsis. —Jacques Román pareció entrar en una especie de trance, como si se hubiera liberado de ciertas prevenciones y estuviera dispuesto a desvelar algunos de los secretos que se guardaba.
—¿Al libro de san Juan?
—A las profecías que allí se anuncian.
—¿De verdad cree en ello?
—Está escrito. Como saben, en el Apocalipsis se habla de la existencia de un libro sellado con siete sellos, y cada uno de ellos encierra una catástrofe para la humanidad, que se desencadena conforme se van rompiendo. La apertura de los sellos supone una calamidad tras otra, pero es imprescindible para la llegada del reino de Dios, y hay que pasar por ello. Según san Juan, entre los seres humanos no existe una sola persona digna de abrirlos para leer su contenido, de modo que quien deberá hacerlo será el cordero divino, Jesucristo. Será Él quien los irá rompiendo uno a uno. Ya les he anunciado que han sido abiertos los cuatro primeros sellos, que corresponden a los cuatro jinetes con sus cuatro caballos: el caballo blanco montado por el hambre, el jinete coronado armado con un arco; el caballo rojo con un jinete con una espada, la guerra; el caballo negro y el jinete con una balanza, la injusticia; y el cuarto, el caballo amarillo montado por la muerte.
—Sí, los cuatro jinetes del Apocalipsis que según usted ya han sido liberados tras la ruptura de los cuatro primeros sellos —comentó Patricia—. Pero ¿qué tienen que ver esos sellos y esos jinetes con el Códice Calixtino? Los libros donde se representa con miniaturas el texto del Apocalipsis de san Juan son los Beatos.
—Ayer se rompió el quinto sello, el de los mártires que han sido y el de los que serán. Para que la Iglesia haya triunfado ha sido necesario derramar la sangre de miles de mártires. La ruptura del quinto sello significa que nuevos cristianos serán martirizados, y su sacrificio rescatará a la Iglesia de las terribles fuerzas que la amenazan y que pugnan por destruirla.
—¡Un momento! ¿Usted cree que el Códice Calixtino es el libro de los siete sellos que describe el Apocalipsis? —preguntó Patricia a Jacques Román, quien conforme hablaba parecía sumido en una especie de estado de catalepsia, con una rigidez que le impedía mover cualquier parte de su cuerpo que no fueran los labios.
—No, no lo es, pero, desde luego, si se revela su contenido oculto podría desencadenarse el verdadero cataclismo que anuncia san Juan en su profecía.
—Vamos, déjese ya de juegos, ¿qué diablos contiene ese maldito Códice? —Patricia comenzaba a impacientarse.
De repente, como si hubiera vuelto a la realidad después de estar vagando por un mundo de pesadillas, Jacques Román se mostró mucho más seguro de sí.
—Según las Sagradas Escrituras, Juan se comió el libro que se describe en el Apocalipsis, y aunque le supo dulce como la miel en la boca, le amargó las entrañas cuando lo digirió.
—¡Déjese de adivinanzas! ¿Qué contiene ese Códice, por favor? —insistió Patricia levantando la voz.
—Señorita Patricia, esa cuestión no es de su incumbencia, pero le prometo que una vez el Calixtino esté en mis manos se lo explicaré con todo detalle, y entonces entenderá, e incluso justificará, mi manera de actuar.
—Que así sea —terció Diego a la vez que levantaba su copa de champán y la apuraba hasta la última gota.
Acabaron el almuerzo comentando cuestiones banales sobre el mercado de antigüedades, y de cómo, según defendió Román, dada la difícil situación financiera internacional, en esos momentos era más rentable y seguro invertir en oro, cuyo precio superaba por primera vez al del platino. Además no estaba cargado con tantos impuestos y era facilísimo de blanquear en cualquier país que hacerlo con obras de arte, sobre todo con las robadas, pues la policía de la mayoría de los países de la Unión Europea estaba comenzando a tomarse en serio el tráfico ilegal de antigüedades, y ya sólo era posible encontrar nuevas piezas de cierto fuste en Italia, donde el expolio continuaba sin remedio.
Al despedirse a la puerta del restaurante, Jacques Román les deseó suerte y les anunció que la próxima vez que se encontraran sería en su casa de la isla de San Luis, en París, brindando con otra botella de champán por el éxito del trabajo y con el Códice Calixtino encima de la mesa.
—¡Vaya!, creía que, además de pareja, también éramos un equipo —le comentó Patricia a Diego al entrar en casa.
—¿Por qué dices eso?
—Porque no tenía la menor idea de que ya habías planeado cómo sacar el Códice del archivo.
—Es que no lo he pensado... hasta esta misma mañana. Se me ha ocurrido la idea justo cuando llegábamos al restaurante, al ver salir de una tienda cercana a una embarazada.
—¡Cómo!
—Cuando vayamos a por el Códice tú estarás embarazada, de siete u ocho meses al menos.
—Nunca hemos hablado de tener un hijo, pero aunque nos decidiéramos ahora mismo, creo que has calculado mal el tiempo; para llevar a cabo el trabajo de Santiago falta menos de un mes —ironizó Patricia.
—Serás una embarazada aparente.
—Explícate.
—Dadas las facilidades que nos vamos a encontrar, siempre que el Peregrino cumpla con su parte del plan, lo complicado no será hacernos con el Códice, sino salir del archivo sin despertar sospecha alguna. Bien, el manuscrito tiene unas dimensiones de treinta centímetros de alto por veintiuno de ancho y tres dedos de grosor. —Diego se acercó hasta una estantería y cogió el facsímil del Códice Calixtino que habían adquirido unas semanas atrás en la tienda de la catedral de Compostela—. Exactamente así.
Y colocó el libro sobre el vientre de Patricia.
—Ya, pero alguien puede sospechar de una mujer que entra en el archivo con mi aspecto actual y sale media hora después con una barriga de ocho meses de embarazo, ¿no crees?
—Entrarás y saldrás con el mismo aspecto de embarazada.
—¿Y cómo será posible si tengo que meterme debajo de la ropa ese Códice?
—Porque entrarás con un globo, lo deshincharemos, colocaremos el Calixtino en su lugar y nadie notará el menor cambio. Claro que tendremos que practicar un poco para que todo salga a la perfección. En un minuto como máximo deberemos deshinchar el globo, colocar sobre tu vientre el Códice, sujetarlo para que no se caiga o se desplace y volver a colocarte la ropa de manera que no se note el truco. Tendremos que probar con un globo de goma suficientemente resistente, darle la forma adecuada y hacer lo mismo con el libro una vez colocado. Y ensayar una y otra vez hasta que podamos ejecutar la transformación en menos de un minuto.
—Es ingenioso, sí. Hace más de siete años que comparto mi vida contigo y no dejas de sorprenderme.
—Mañana iremos a una tienda de bricolaje y compraremos todo lo necesario: un globo de goma resistente, una válvula para hincharlo y deshincharlo, cinta adhesiva por las dos caras y algo de ropa de embarazada lo más amplia posible; un vestido que se pueda levantar con toda rapidez para poder colocar el Códice adosado a tu vientre.
—¿Y qué haremos con el globo una vez deshinchado?
—No lo deshincharemos del todo. Tendremos que calcular que quede aire suficiente como para recolocarlo encima del Códice y que mantenga la forma redondeada, pues en caso contrario tu vientre tendría un aspecto extraño, como una gigantesca porción de chocolate, y eso sí que llamaría la atención de todo el mundo. Por eso debemos practicar una y otra vez hasta que el resultado sea perfecto, y todo en menos de un minuto.
En los días siguientes prepararon el artefacto y ensayaron repetidamente los movimientos que iban a ejecutar para ocultar el Códice Calixtino bajo las ropas de embarazada de Patricia. El facsímil, colocado sobre una almohada encima de la mesa del comedor, hacía las veces de original. Patricia llevaba sobre el vientre el globo de goma, con una válvula especial que permitía vaciar el ochenta por ciento del aire en apenas siete segundos. Una y otra vez, hasta la saciedad, repitieron los mismos movimientos. Se acercaban codo con codo hasta un metro de distancia del libro y entonces Patricia se levantaba con ambas manos el vestido de embarazada comprado para la ocasión a la vez que Diego manipulaba la válvula para sacar el aire necesario y dejar espacio para el Códice; ella sujetaba el borde del vestido con los dientes, con las manos ya libres agarraba el globo casi deshinchado, lo despegaba de su vientre, liberándolo de la cinta adhesiva sujeta a un ancho cinturón que le ceñía la cintura sobre la piel, contaba hasta ocho y cerraba la válvula. Para entonces, Diego ya había cogido de encima de la almohada el libro, lo había rodeado con dos cintas de tela adhesiva y lo ajustaba sobre el vientre de Patricia, que de inmediato se colocaba sobre el libro el globo casi desinflado, pero con el aire suficiente como para presentar una forma redondeada. Él tomaba entonces otras dos cintas adhesivas que había llevado Patricia pegadas a sus muslos y con ellas sujetaba el globo a su cintura. Dejaba al fin caer el vestido sobre su vientre y sus piernas soltándolo de entre sus dientes y ambos ajustaban pliegues y telas para que todo quedara en su sitio.
Tras varios días practicando y ajustando el volumen de aire del globo y la longitud de las cintas adhesivas, lograron ejecutar toda la operación en cuarenta y tres segundos. El resultado era óptimo; antes de cada ensayo Diego fotografiaba a Patricia de frente, de los dos perfiles y de espaldas, y lo volvía a hacer una vez colocado el libro sobre su vientre. Tras múltiples intentonas lograron que el cambio no se notara en absoluto. El resultado fue tan perfecto que se limitaron a repetir esta operación, hasta que sus movimientos fueron tan precisos que hubieran podido hacerlo completamente a oscuras. De hecho, lo practicaron en una penumbra casi absoluta, por si se produjera algún contratiempo inesperado en el momento de la verdad.
Terremotos, sol negro, luna roja, caída de estrellas y lluvia de granizo, fuego y sangre
Mediado el mes de junio Patricia y Diego ya tenían organizado el viaje. El miércoles 29 de junio saldrían de Ginebra a París, y enlazarían allí con un vuelo a Oporto, donde pasarían las noches del 29 y 30 de junio. El viernes 1 de julio se trasladarían en un coche alquilado desde Oporto a Santiago, harían el trabajo y regresarían de inmediato al aeropuerto de Oporto, donde tomarían un avión a París ese mismo viernes.
Todos los días, a primera hora de la mañana, consultaban la prensa gallega mediante Internet. Les llamó la atención que en la segunda quincena de junio se celebraba en Santiago un encuentro de escritores sobre literatura de viajes con motivo del octavo centenario de la consagración de la catedral. Al leer la noticia, ambos comentaron que uno de los libros que contenía el Códice Calixtino, atribuido al monje cluniacense Aimeric Picaud, era considerado por algunos historiadores como la primera guía de viajes de la Europa medieval, anterior en sesenta años al libro
Il Milione
de Marco Polo.
—Si los escritores deciden celebrar un tercer encuentro el año que viene tendrán un tema bien destacado para debatir —sugirió Patricia.
—En caso de que el trabajo salga bien, sí, pero, si nos atrapan, me temo que ese tercer encuentro no versará sobre literatura de viajes sino sobre literatura negra, y en ese caso nosotros seremos los protagonistas.
—No nos atraparán —sentenció Patricia.
—¿Cómo estás tan segura?
—Porque Jacques Román lo tiene todo previsto, y en sus previsiones no está el que nos capturen. Tengo la corazonada de que hay mucha gente y muy importante implicada en este asunto, y ellos se encargarán de que nunca se descubra a los autores materiales e intelectuales de este robo.
—Siempre has sospechado que había algo más que un siempre capricho de Jacques Román en este negocio.
—Y lo hay. ¿No viste el otro día cómo se expresaba Román durante el almuerzo?
—Te refieres a lo del Apocalipsis y todas esas obsesiones...
—Sí. Ese hombre es una pieza fundamental del ala más integrista del catolicismo, que extiende sus tentáculos en amplias esferas de poder: el Vaticano, la gran banca, los consejos de ministros de los principales Estados europeos, las asociaciones profesionales, la judicatura, la policía... Toda una trama de intereses coincidentes que ha creado una red imposible de desenmarañar. Estoy convencida de que detrás del robo del Códice se oculta una operación de tan alto calado y con personas tan importantes implicadas que sus autores intelectuales jamás permitirán que ese manuscrito se recupere.
—¿Cuál crees que es el motivo por el que van a robarlo?
—En ese libro se oculta algo que, de hacerse público, socavaría los cimientos en los que se basan las creencias de toda esa gente, las que les permiten mantener su poder y sus privilegios —explicó Patricia.