—¿A qué huele? —le preguntó Patricia.
—Algunos dirían que a historia, pero a mí me huele a un millón de euros. —Y se echó a reír de manera incontrolable.
—Tenemos que deshacernos de esta ropa. En el maletero hay una bolsa de plástico con unos téjanos y una camiseta; tráemela, por favor.
—Enseguida.
Diego miró a su alrededor antes de salir del coche. Se dirigió a la parte posterior, abrió el maletero y cogió la bolsa con la ropa de Patricia. Antes besó el Códice, lo colocó en el estuche que había contenido el facsímil, en una bolsa de papel con el logotipo de la tienda de la catedral de Compostela, junto a la factura de dos mil cuatrocientos euros que había pagado semanas atrás por el facsímil del Códice Calixtino, y lo puso dentro de la maleta.
Patricia se quitó el vestido, se colocó el pantalón y la camiseta dentro del coche y salió al exterior para ajustarse bien la nueva ropa.
Entre tanto, Diego recogió el vestido de embarazada, su gorra, las tiras de cinta adhesiva y el globo semideshinchado, los introdujo en la misma bolsa de plástico que había contenido el pantalón y la camiseta de Patricia, la cerró con un par de nudos y la depositó en una de las papeleras del área de servicio.
Eran las tres y media, hora española, pero ninguno de los dos tenía apetito. Sólo sed, mucha sed. Se detuvieron en una gasolinera y compraron dos latas de bebida isotónica y unas galletas. Siguieron hacia Oporto; a las cuatro y media de la tarde, hora de Portugal, ya estaban en el aeropuerto Francisco Sá Carneiro.
Devolvieron el coche en la agencia de alquiler de vehículos y se dirigieron a la zona de facturación. Faltaban más de cuatro horas para la salida de su vuelo y al menos dos para que abrieran el mostrador de facturación, de modo que decidieron esperar en la cafetería.
Mediada la tarde comieron unos bocadillos y bebieron unos refrescos. No perdieron de vista la maleta con el Códice ni un solo momento.
Desde una cabina telefónica Diego marcó el número de un móvil, que respondió apenas había sonado el primer tono.
—El trabajo ha salido bien. Llegaremos a las once y media de la noche —dijo el argentino.
—Hoy se ha abierto el séptimo sello: media hora de silencio. El tiempo que ustedes han tardado en efectuar el trabajo, y durante el cual supongo que no han cruzado una sola palabra.
—Media hora, sí, más o menos ése ha sido el tiempo que hemos tardado en nuestro trabajo, pero no veo la relación con el Apocalipsis.
—Está escrito en el Apocalipsis que antes de la ruptura del séptimo sello cuatro ángeles detendrán las tempestades y un quinto vendrá para colocar en la frente de los creyentes la marca de Dios, y la multitud aclamará al Señor. Y después vendrá esa media hora de silencio.
Ya no le cupo duda a Diego: Román era un hombre lúcido pero de vez en cuando desvariaba sobremanera, como una reencarnación contemporánea del doctor Jekyll y mister Hyde.
—Nos veremos en París.
—Les enviaré un coche al aeropuerto.
—No se moleste. Mañana a las diez estaremos en su casa con el «regalo», como estaba previsto.
—De acuerdo. Enhorabuena y buen viaje de regreso.
—¿Qué te ha dicho Román? —preguntó Patricia, que se había quedado al lado de la maleta, sin soltarla de su lado mientras Diego hacía esa llamada.
—Quería enviarnos un coche para recogernos en el aeropuerto. Está como loco por tener el Códice en sus manos, pero haremos las cosas como se habían planeado. Esta noche dormiremos en el hotel y mañana le llevaremos el Códice a su casa.
—¿Te fías de ese hombre?
—No tengo otro remedio. ¡Ah!, y también me ha dicho que el séptimo sello se ha roto y que la media hora que empleamos en hacer el trabajo es la media hora de silencio que según el Apocalipsis sigue a la ruptura del séptimo sello.
—Esa gente es peligrosa. Su fanatismo les puede llevar incluso a matar para lograr sus propósitos; ya lo han hecho en algunas ocasiones. Debemos tener cuidado.
—Lo tendremos. De hecho, mañana tú no acudirás a la cita con Román. Te quedarás en el hotel con el Códice, y no aparecerás por su casa hasta que yo te haga una llamada de móvil y te confirme que todo está correcto.
—No me habías dicho nada de esto.
—Se me ha acaba de ocurrir tras hablar con Román. Es un hombre metódico que siempre cumple los planes, pero hoy ha decidido un cambio sobre la marcha al decir que nos enviaba un coche a recogernos al aeropuerto.
—Tal vez se deba a su interés por poseer el Códice cuanto antes.
—Ojalá sea así.
La espera se hizo demasiado larga hasta que anunciaron la apertura del mostrador para facturar los equipajes de los pasajeros del vuelo de las 21.35 horas con destino a París.
—¿Y si pierden nuestra maleta? —Patricia se hizo esta pregunta cuando ambos se dirigían hacia la facturación.
—Es un riesgo, pero suelen aparecer. Aunque podrían tardar varios días, y ya se sabría que el Códice había sido robado. Si la revisaran en ese caso...
—Podemos llevar el manuscrito con nosotros, en una bolsa; al pasar por el escáner parecerá un libro más.
—Tienes razón.
Diego abrió la maleta y cogió la bolsa de papel que contenía el Calixtino. Entró en una librería y compró un periódico y un par de revistas que colocó en una bolsa de las tiendas del aeropuerto, junto con el Códice.
—Ahora el nervioso eres tú —le dijo Patricia.
—No todos los días paseo con un millón de euros en forma de un Códice del siglo XII debajo del brazo.
El vuelo procedente de Oporto llegó al aeropuerto de Orly con veinte minutos de retraso. Los argentinos tomaron un taxi que los condujo al hotel donde habían reservado habitación para el viernes y el sábado.
Aquella noche, el Códice Calixtino durmió entre ellos.
PARTE 2
LAS SIETE TROMPETAS
Un tercio de la tierra quedará arrasada
Jacques Román se había levantado temprano. Antes de las siete de la mañana del sábado ya había entrado en las páginas web de varios periódicos gallegos para comprobar si alguno de ellos publicaba la noticia de la desaparición del principal tesoro bibliográfico del archivo de la catedral de Santiago de Compostela.
Ninguno ofrecía la menor referencia, ni tampoco los grandes diarios de tirada nacional como
El País, El Mundo, ABC o La Vanguardia
. Entró en la página del arzobispado de Santiago y en la de la catedral y tampoco halló el menor indicio de que el Códice Calixtino hubiera desaparecido del armario donde se custodiaba.
A las ocho en punto el mayordomo le sirvió un café y un par de tostadas, que consumió sin perder detalle de cuanto iba apareciendo en la pantalla de su ordenador. La última puesta al día de la información sobre el archivo compostelano databa de mediados del mes de marzo de ese mismo año. En los últimos cuatro meses no había recibido ninguna modificación.
En varias ocasiones estuvo tentado de coger el móvil y marcar el número de Diego Martínez, pero supo vencer su impaciencia y se contuvo. No quería dar la impresión de inseguridad o de ansias, como había hecho la tarde anterior, cuando, rompiendo los planes trazados, le había ofrecido al argentino acudir a recogerlos al aeropuerto de Orly.
A las diez en punto sonó el timbre del lujoso apartamento de Román en la calle del quai de Béthune, en la isla de San Luis. El mayordomo comprobó por el videoportero la identidad de quien llamaba y abrió. Un minuto después Diego Martínez saludaba sonriente a Jacques Román, que había salido personalmente a abrirle la puerta, lo que nunca solía hacer.
—Buenos días, Jacques, es un placer volver a verlo.
Su rostro, al contemplar a Diego solo y con las manos vacías, mudó su primera sonrisa a una mueca mezcla de sorpresa y confusión.
—¿Qué..., qué..., dónde está, dónde está...? —balbució Román sin entender nada.
—¿El Códice? No se preocupe, Jacques, está a buen recaudo con Patricia. ¿Puedo pasar?
—Sí, claro, pase, pase. Pero no entiendo, quedamos en que ustedes me entregarían el Códice hoy...
—Lo traerá Patricia; yo me he adelantado. Espero que no le importe.
—¿Eh?, no, en absoluto. Pasemos a la biblioteca, y siéntese, por favor.
—Gracias.
—Disculpe mi sorpresa, pero yo esperaba que usted trajera el Códice. Si se trata del dinero, no debe tener la menor duda, el medio millón restante lo recibirá conforme a lo pactado. ¿Ha habido algún problema? —Román parecía repuesto de la primera impresión.
—No, ni el más mínimo. Todo ha salido conforme lo planeamos. Si me permite una llamada...
—Por supuesto. Si lo desea puedo retirarme un momento...
—No es necesario.
Diego marcó el número del móvil de Patricia y esperó un instante.
—Dime, cariño. —Patricia seguía en la habitación del hotel, custodiando el Códice.
—Te esperamos. Ya sabes la dirección. Pide un taxi.
—¡Estoy a cinco minutos!
—Ven en taxi, por favor —insistió Diego—. Hasta ahora. —Colgó—. Patricia tardará unos minutos.
—¿Por qué han hecho esto? ¿No se fían de mí? —le preguntó Román.
—Una simple medida de seguridad. Hay que tomar todo tipo de precauciones, como usted nos recomendó. Imagine que el Peregrino hubiera «cantado» y esta misma mañana hubiera habido apostados a la puerta de su casa, o incluso aquí dentro, media brigada de agentes de la Interpol o de la gendarmería francesa. Yo me he adelantado para comprobar que todo estuviera en regla.
Quince minutos más tarde llegó Patricia con una bolsa de las tiendas del aeropuerto de Oporto; dentro iba el Códice Calixtino.
Al contemplarlo, el rostro de Jacques Román se iluminó, pero su gesto no era el de un hombre que ha conseguido el objeto que anhelaba, sino el de alguien que se hubiera quitado un gran peso de encima.
—¡Al fin! Aquí está.
Román abrió el Códice aleatoriamente por el folio 192 según la paginación moderna, y leyó traduciendo directamente del latín:
—«Comienza el libro quinto de Santiago apóstol. Argumentación del beato Calixto, papa.»
¡La Guía del peregrino!
—Ya es suyo, Jacques. ¿Puede decirnos ahora cuál es el secreto que guarda este manuscrito?
—La vista humana no puede verlo —dijo Román.
—¿Se trata de un acertijo, de una clave?
—No. Permítanme un momento.
—Por supuesto.
Román abrió la puerta de uno de los armarios de la biblioteca y tras él apareció una caja fuerte pintada en color verde oscuro de aspecto muy sólido. Accionó la ruleta de la cerradura de seguridad hasta ajustar la combinación numérica y abrió luego la cerraja convencional con una llave que guardaba en uno de sus bolsillos. Depositó el Códice en el interior y cerró la puerta de acero y luego la del armario.
—Tenemos pendiente el champán.
Jacques Román llamó a su asistente y le pidió que sirviera una botella de Cristal Rosé.
—Por el trabajo bien hecho —propuso Diego alzando su copa.
Los tres chocaron sus copas y bebieron el espumoso líquido rosado.
—El Códice Calixtino es un palimpsesto —asintió Román tras dar un buen sorbo de champán.
—¿Qué?
—Saben perfectamente de qué hablo. A la vista se observa un texto escrito con tintas roja y negra, iluminado con abundantes iniciales y con varias miniaturas, pero en el interlineado de esos textos tan conocidos se guarda otro mucho más interesante, en concreto entre los folios 192 y 207. Imagino que habrán leído las diversas cautelas que los autores del Códice incluyeron en el texto sobre su conservación o la maldición a los que lo dañen o lo roben, y la alusión a que en este libro se encuentra la verdad.
—Ese tipo de sentencias y aforismos es habitual en los manuscritos medievales.
—«Si el lector busca la verdad, en este Códice la encontrará» —sentenció Román parafraseando varias sentencias del Calixtino—. Un palimpsesto, como bien saben, es un manuscrito antiguo que conserva restos de un escrito anterior que han sido borrados, u ocultados de alguna manera, para escribir encima otro texto —explicó Román, aunque no hacía falta, pues tanto Diego como Patricia conocían perfectamente ese tecnicismo, e incluso habían comerciado con algún palimpsesto en alguna ocasión.
—Se refiere a que alguien copió el Códice Calixtino, en concreto la Guía del Peregrino, sobre un texto anterior borrado.
—No, no borró nada, escribió un texto distinto en el interlineado, con una tinta especial invisible al ojo humano, sin borrar lo anterior.
—En ese caso, el documento al que se refiere no es técnicamente un palimpsesto. Para que fuera así debería haberse borrado artificialmente la escritura anterior, y por lo que dice en este caso se colocaron las dos una junto a la otra; una con tinta visible y otra con invisible. Y le recuerdo que ese término también se aplica a la pintura. Hace un par de años intervinimos en la venta de un icono de estilo bizantino del siglo XVI que se sacó de Rusia oculto bajo una pintura abstracta contemporánea, sin el menor valor, colocada por encima para ocultar la valiosa pintura bizantina. Bastó con retirar la pintura moderna, realizada con una mezcla especial de fácil limpieza, para recuperar la del siglo XVI. Pero en este caso no se ha borrado una escritura anterior en los folios de pergamino que componen el libro de la Guía del peregrino. Esa práctica era habitual en la Edad Media, y algunos pergaminos se borraban con agua o se raspaban para aprovechar esas hojas y reutilizarlas, pues era un material muy caro en aquella época; en consecuencia, no quedaba apenas nada del primer texto —precisó Diego.
—De acuerdo, no es un palimpsesto, sino un doble texto: uno oculto y otro visible. ¿Le parece mejor así? —asintió Román reconociendo su error.
—Sí, técnicamente es lo correcto —precisó Diego.
—No es un palimpsesto —terció Patricia—, pero ¿puede ser más concreto sobre su contenido? Me refiero al texto oculto, claro, al que el ojo humano no puede ver.
—A su tiempo, señorita Patricia, eso se lo contaré a su debido tiempo. Todavía es demasiado pronto.
—Si usted conoce el texto oculto contenido en la
Guía del peregrino
quiere decir que alguien ha podido leerlo antes y pasarle esa información.
—Así es. Este trabajo fue planificado hace cuatro años. El manuscrito fue fotografiado para preparar una nueva edición facsímil, que finalmente no se llegó a editar, con unas cámaras especiales. Al visionar las fotos hubo algo que llamó la atención del fotógrafo. Oculto a simple vista, en el Códice había trazos de otro texto, escrito con una tinta especial que sólo es visible en determinadas condiciones y que pudo descubrirse gracias a las lentes y las luces especiales utilizadas para las fotos.