Media hora de silencio
Prepararon la maleta con todo cuidado, revisando una y otra vez que no se les olvidara lo fundamental: el vestido de embarazada de Patricia, el globo de goma con su válvula especial, las tiras de cinta autoadhesiva y la factura de compra del facsímil del Códice Calixtino adquirido en la tienda de la catedral de Compostela unas semanas atrás, con su correspondiente estuche.
El vuelo de Ginebra a París despegó de la ciudad suiza a las diez treinta y llegó a la francesa con puntualidad, una hora y diez minutos más tarde. En el Charles de Gaulle tuvieron que esperar tres horas la salida del vuelo a Oporto, pero a las siete de la tarde ya estaban en la segunda ciudad portuguesa.
Habían reservado dos noches, la del miércoles 29 y la del jueves 30 de junio, en un hotel céntrico, con plaza de aparcamiento para el coche que alquilaron nada más desembarcar en el aeropuerto. Se instalaron en el hotel y cenaron frugalmente.
El jueves se les hizo especialmente largo. Dedicaron toda la mañana a practicar en su habitación la colocación del Códice en el vientre de Patricia, utilizando una guía de teléfonos de Oporto.
No fallaron ni una sola vez y siempre mantuvieron un tiempo de ejecución entre los cuarenta y tres y los cuarenta y cinco segundos. Ambos habían aprendido cada movimiento de memoria y podían repetirlo mecánicamente con los ojos cerrados, al menos en los cientos de ensayos que practicaron. Otra cosa sería si las condiciones que esperaban cambiaban, o si por cualquier circunstancia surgiera un imprevisto; o incluso los propios nervios, que les causaran una mala pasada. No era lo mismo ejecutar ese ejercicio en casa, sin la menor presión ambiental, sin que ocurriera nada en caso de error, que realizarlo en el archivo de la catedral sin margen alguno para la equivocación.
Pasado el mediodía salieron a dar un paseo. La crisis económica afectaba con fuerza a todo Portugal, y se notaba en los bares y en los restaurantes. Almorzaron en la terraza de un restaurante en el paseo de Cais da Ribeira, en la orilla derecha del Duero, a la vista del gran puente de hierro de Don Luis. El río bajaba plácido y sus aguas verdosas eran surcadas por embarcaciones de recreo cargadas de turistas.
En la otra orilla destacaban varias de las antiguas bodegas de Oporto, algunas de ellas dedicadas ahora a restaurantes, puntos de degustación y museos del vino semidulce más famoso del mundo.
—¿Estás nerviosa? —le preguntó Diego a Patricia, mientras saboreaban un aromático y denso café.
—Impaciente es la palabra. Ya tengo ganas de que esto se acabe.
—Sólo un día más. Mañana a estas horas estaremos en el aeropuerto listos para volar a París, y con el libro en nuestro poder.
De vuelta al hotel prepararon la maleta; colocaron sus ropas y dejaron un espacio para el Códice, junto al estuche vacío y a la factura del facsímil. Sobre la mesita de noche de la habitación prepararon el globo y la cinta adhesiva, todo listo para colocárselo al día siguiente.
Ninguno de los dos tenía ganas de cenar, de manera que salieron del hotel a estirar un poco las piernas y tomaron un ligero aperitivo en un bar cercano. En una farmacia compraron unas tiritas.
Poco antes de las diez de la noche, todavía con luz solar, se retiraron a la habitación. Hicieron el amor despacio y en absoluto silencio, como dos extraños que no fueran a volver a verse, ajustaron la alarma de sus móviles a las siete de la mañana e intentaron dormir.
Apenas lo hicieron. Al sonar la alarma del móvil, Diego se levantó de sopetón, como si los muelles del colchón lo hubieran empujado de repente, y Patricia se desperezó al sentir a su pareja ponerse en pie con semejante rapidez.
—¿Tienes prisa? —le preguntó todavía somnolienta.
—Quiero ducharme y luego desayunar con tranquilidad; estoy hambriento.
—Vale. —Ella se dio media vuelta e intentó dormir unos minutos más mientras Diego se duchaba, pero ya no pudo.
Tras la ducha y el desayuno pagaron la cuenta en efectivo y subieron a la habitación. Patricia se vistió con el vestido de embarazada y se colocó las cintas adhesivas en los muslos y en el vientre. Luego, Diego le ajustó el globo deshinchado y lo aseguró a la cintura de la argentina. Habían pensado hincharlo unos kilómetros antes de llegar a Compostela, soplando a través de la válvula especial que le habían adosado.
El coche de alquiler arrancó a las ocho en punto, las nueve en España, y tomaron la salida de la ciudad en dirección hacia el norte. Habían calculado que, cumpliendo todos los límites de velocidad, y con una parada de unos veinte minutos para hinchar el globo sobre el vientre de Patricia y convertirla en una embarazada, llegarían a Santiago alrededor de mediodía. Debían tener en cuenta que entre España y Portugal había una hora de diferencia en el horario oficial.
Unos minutos antes del mediodía, hora española, avistaron Compostela. Siguiendo la ruta previa trazada en un mapa se dirigieron a la zona de la Universidad de Santiago, a unos seiscientos metros de la catedral. Había varios sitios para aparcar, pero, no obstante, se cercioraron de que el coche estuviera perfectamente estacionado.
Poco antes de las doce y media se dirigieron hacia la plaza del Hospital. Parecían una pareja más de las muchas que recorrían aquel primer viernes de julio las calles de Compostela. Patricia lucía su falso embarazo con su vestido de amplio vuelo, y portaba un pequeño bolso no mayor de un palmo; llevaba además unas gafas de sol de grandes cristales y se cubría la cabeza con un gorrito donde recogía su hermosa melena castaña. Diego vestía un pantalón de loneta y una camisa azul celeste; también usaba gafas de sol y una gorra de béisbol.
Cronometraron el tiempo que habían tardado caminando sin precipitarse desde el aparcamiento hasta la puerta de la catedral: poco más de siete minutos.
Cuando se encontraron delante de la fachada del Obradoiro eran las doce horas y veintiséis minutos. Subieron las escaleras de la portada principal del templo románico y entraron por el Pórtico de la Gloria, que seguía en obras y cubierto por andamios y lonas.
Se sentaron en un banco de la nave; Patricia lo hizo con alguna dificultad. El globo hinchado que imitaba su vientre embarazado le molestaba más de lo que había venido siendo habitual hasta entonces. Se dio cuenta de que un sudor frío le recorría el vientre, y eso podía convertirse en un serio contratiempo.
—Estoy sudando —le susurró a Diego al oído—. Siento algunas gotitas de sudor resbalar por mi vientre. Se trata de la goma.
—¡Vaya!, espero que la cinta adhesiva funcione pese al sudor.
—¿Y si se despega?
—Ya lo arreglaremos. Procura calmarte, cuanto más nerviosa estés más sudarás y menos eficaz será el adhesivo.
A la una de la tarde se colocaron sobre las yemas de los dedos las tiritas que habían comprado en Oporto y se dirigieron hacia la puerta del archivo. Conocían de memoria dónde estaba ubicada cada una de las cámaras de seguridad del templo y cuáles eran los ángulos que cubrían, de manera que procuraron caminar por las zonas menos expuestas a la captura del vídeo y lo hicieron lo suficientemente separados para que no coincidieran los dos a un tiempo en el mismo plano de cualquiera de las cámaras.
Se detuvieron en la primera sala, haciendo tiempo para que el empleado de la puerta del archivo procediera a su cierre. Tenían que ser los últimos en visitar cada una de las salas y comprobar que nadie quedara a sus espaldas. Para su asombro y tranquilidad, el empleado que cerró la puerta no lo hizo por el interior, sino por fuera, de modo que estaban seguros de que ellos habían sido los últimos en entrar en el recinto.
Fueron retrasando sus pasos hasta que los visitantes que los precedían quedaron separados de ellos por al menos una sala. Cuando llegaron ante una puerta verde y maciza supieron que aquél era el punto de no retorno. Con tranquilidad, atravesaron dos antesalas, siempre separados por unos cuantos pasos, bajaron unas escaleras de piedra, llegaron ante una pesada puerta de reja, la empujaron suavemente y se abrió sin un solo chirrido.
«Alguien ha debido de engrasarla hace muy poco», pensó Diego.
Atravesaron otra antesala y una nueva reja de hierro; al fin estaban ante la puerta de la estancia de máxima seguridad del archivo. Diego introdujo la mano en su bolsillo y tomó la cuarta llave, la que les había entregado el Peregrino en Oporto. Giró tres veces hacia su derecha, tiró de ella y la puerta de acero se abrió con suavidad.
Patricia miró a Diego y le sonrió. El Peregrino había hecho bien su trabajo.
Con un gesto de su cabeza, Diego le indicó a Patricia que entrara en la cámara y él lo hizo a continuación, dejando la llave en la cerradura tal cual le había indicado el Peregrino. De un vistazo comprobaron que las pequeñas tiritas estaban bien colocadas sobre las yemas de sus dedos para no dejar una sola huella dactilar de su paso por las dependencias del archivo.
Tal y como habían ensayado, Diego abrió el armario: allí estaba el Códice Calixtino, sobre un cojín y cubierto por un tapete para evitar el polvo, tal cual les había explicado el Peregrino. Patricia se colocó de frente a un metro del armario y se levantó el vestido dejando al aire sus muslos, su ropa interior y su vientre cubierto por el globo.
El globo de goma comenzó a perder aire por la válvula abierta por Diego. Patricia, con el dobladillo del vestido sujeto con los dientes, contó hasta ocho, cerró la válvula y despegó el globo casi deshinchado del ancho cinturón que rodeaba su cintura. Estaba sudando demasiado; al calor, la humedad y la goma sobre su piel se sumaba el nerviosismo que la invadía. Estaba acostumbrada a determinadas prácticas ilegales en la compra y venta de antigüedades robadas, pero nunca se las había visto en una como ésta. Le parecía estar protagonizando una de aquellas películas en las que una ladrona de joyas o de cualquier otro bien preciado se deslizaba en el interior de un museo o de una exposición y con ayuda de sofisticados aparatos tecnológicos se llevaba el objeto más precioso.
Entre tanto, Diego ya tenía el manuscrito en sus manos, ceñido con dos cintas, y lo colocó en el vientre de la argentina. Todo transcurría bien... hasta entonces. La humedad producida por la sudoración de Patricia apenas permitía que el adhesivo de la cinta se pegara a la piel de la mujer. Diego reaccionó deprisa, sujetó con una mano el Códice y con la otra se quitó la gorra y secó el vientre y la espalda de Patricia. Despegó entonces las dos cintas de los muslos de la argentina y las colocó sobre el globo semideshinchado, que ella acababa de ajustar encima del Códice. El vestido cayó sobre los muslos de la mujer.
Diego cerró el armario y ambos salieron de la estancia de seguridad, entornando la puerta pero dejando la llave puesta en la cerradura. Habían transcurrido algo más de cincuenta segundos. Aceleraron el paso para llegar a la altura de los postreros visitantes, ya en la última de las salas, y se mezclaron entre ellos.
Salieron al exterior por separado y una vez en la plaza del Hospital, bajo la fachada del Obradoiro, se reunieron y se dirigieron hacia el coche; por el camino se fueron quitando las tiritas de las yemas de sus dedos; a Patricia le faltaba una. El Omega Constellation de Diego marcaba la una y cuarenta y dos minutos. Su vuelo a París salía de Oporto a las veintiuna y treinta y cinco, hora portuguesa, una hora más en España, de modo que disponían de tiempo más que suficiente para llegar sin prisa alguna al aeropuerto, deshacerse de los artilugios utilizados en el robo y devolver el automóvil de alquiler.
El coche seguía en el lugar donde lo habían aparcado. Diego también sudaba. Hasta entonces se había mantenido sereno y en calma, pero una vez dentro del vehículo sus nervios contenidos se desataron. Se sentó en el asiento del conductor, colocó las manos en el volante e inclinó la cabeza sobre ellas jadeando compulsivamente, como si en vez de haber caminado seiscientos metros hubiera corrido un
sprint
en la final olímpica del hectómetro.
Unos golpes en la ventanilla le hicieron levantar la cabeza.
Era un policía municipal.
—¿Puede bajar el cristal, señor? —le preguntó el policía—. Gracias. ¿Le ocurre algo, señor? ¿Se encuentra bien? ¿Y usted, señora? ¿Necesitan ayuda?
Diego tenía la boca seca y estaba empapado en sudor.
—No, gracias. Ha sido un pequeño sofoco. Será por el calor y la humedad. Se me pasará enseguida.
—¿Seguro que no necesitan ayuda?
—No, muchas gracias.
—¿Me permite su carné de conducir?
Diego buscó en su cartera y se lo entregó. Era un documento emitido en Suiza, pero con validez para toda la Unión Europea.
—Aquí tiene, agente.
—¿El coche es suyo?
—No; es de alquiler. Estamos visitando Galicia.
—¿Puede enseñarme el recibo?
Diego le entregó al agente el resguardo del contrato de alquiler.
—Venimos de Oporto.
—Ya lo veo. Todo correcto.
—¿Podemos marchar?
—Le recomiendo que descanse unos minutos antes arrancar el coche; hasta que se encuentre bien. Y conduzca con cuidado.
—Gracias, así lo haré.
—Buenos días, señora. —El policía saludó a Patricia llevándose la mano derecha a la punta de la visera de su gorra y se alejó por la acera.
Diego suspiró profundamente y ella se sintió agarrotada, incapaz de moverse. Se mantuvieron callados por unos minutos hasta que Diego habló al fin.
—Pensé que nos habían descubierto. ¿Estás bien?
—Ahora un poco mejor; pero ha habido un momento en que el corazón me latía tan rápido que pensaba que me iba a saltar del pecho. Y creo que he perdido una de las tiritas.
—¿Ha sido en el archivo?
—No lo sé, me he dado cuenta al quitármelas de camino hacia el coche.
—No importa.
Diego arrancó el coche. El sonido del motor tras el encendido los calmó. Puso la primera marcha y tomó la dirección a la rúa das Galeras, luego enfiló la rúa do Pombal hacia el sur, en busca del camino a la frontera portuguesa.
Salieron de Santiago y tras una hora de viaje entraron en Portugal; afortunadamente para ellos hacía ya algunos años que las aduanas entre la mayoría de los países europeos habían sido eliminadas y un cartel con el nombre del país era la única señal que indicaba que acababan de pasar de un Estado a otro.
Entraron en la primera área de servicio que encontraron en la autopista portuguesa A3. Sólo había aparcados un camión y una autocaravana, y se detuvieron lo más lejos posible de ambos vehículos. Patricia, sin salir del coche, se levantó el vestido de embarazada y se quitó, con ayuda de Diego, el globo de goma y el Códice. Diego tomó el manuscrito, lo hojeó e instintivamente se lo llevó a la nariz para olerlo.