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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico, Intriga

El códice del peregrino (28 page)

BOOK: El códice del peregrino
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»Jesús nació del vientre de María, desposada con el anciano José, de su misma estirpe, aunque no por su semen, sino por obra del Espíritu de Dios.

»Jesús creció en sabiduría y bondad, y predicó a los doce años en el templo, ante los doctores de la ley de Moisés.

»Cuando José murió, María casó de nuevo con Alfeo, que fue el primero de los discípulos de Cristo. Y nacieron Santiago, llamado Leví, que fue recaudador de tributos antes de convertirse en apóstol del Señor, y ahora habita en Jerusalén, y José, que murió joven, y Simón el Celoso, uno de los doce, y Judas Tadeo, también apóstol de Dios, y sus hermanas María y Salomé (...).

»Reinando Tiberio César en Roma, en el año decimoquinto de su imperio, Jesús comenzó su predicación a los judíos y a los gentiles (...).

»Jesús, por el poder que Dios le concedió, resucitó a los muertos, curó a los enfermos y expulsó a los demonios de los que por ellos estaban poseídos (...).

»Y cuando comenzó su predicación por la llamada de Dios, vino a Betsaida y pidió a Pedro y a Andrés, los hijos de Juan el pescador, que lo siguieran, y luego me lo pidió a mí, Santiago, y a mi hermano Juan, hijos de Zebedeo y de Salomé, la hermana de María.

»Más tarde se unieron a nosotros Tomás Dídimo, a quien Jesús curó, y Felipe, y Bartolomé, llamado Natanael, y Mateo el Publicano, y Judas Iscariote, que llevaba la bolsa común y que fue el que lo traicionó.

»También siguieron a Jesús muchas mujeres. La primera su madre, María, y mi madre, Salomé, y María de Magdala, su discípula predilecta, a la que tanto amó. Las tres estuvieron con Jesús en el Calvario, cuando fue crucificado para nuestra salvación, y con José de Arimatea y Nicodemo ellas compraron las especias para embalsamar el cuerpo de Jesús. Y ellas fueron las que descubrieron que el cuerpo de Jesús había sido sacado del sepulcro. A María de Magdala, la discípula amada que le secó los pies con sus cabellos, fue a quien primero se apareció el Señor tras su resurrección (...).

«Yo, Santiago, subí con el Señor al monte Tabor, y allí fui testigo del poder y la gloria de Jesús Nuestro Señor, y vi cómo sudaba sangre la noche anterior a su muerte y pasión (...).»

—¡Dios santo! —exclamó Jacques Román.

—¿Ha guardado usted alguna copia de estos pliegos? —le preguntó Su Excelencia al padre Villeneuve.

—Por supuesto que no. Ahí tiene la traducción y las fotografías originales. No existen otros documentos —contestó el sacerdote.

—Esto es el fin del mundo, de nuestro mundo —clamó Jacques Román en tono casi apocalíptico.

—No exagere, Jacques, no exagere.

—¡Se trata del Evangelio perdido de Santiago el Mayor, uno de los tres discípulos predilectos de Jesús! Usted mismo lo acaba de leer. Si ese texto trasciende, el catolicismo se tambaleará como sacudido por el más terrible de los terremotos. Ése es, sin duda, el libro que anuncia el Apocalipsis.

Su Excelencia tamborileó con los dedos sobre la mesa un buen rato; al fin habló:

—¿Quién más conoce este texto?

—Sólo nosotros tres —repuso Villeneuve—. El fotógrafo no sabe griego, y menos todavía griego del siglo I.

—Este texto puede ser una falsificación realizada por algunos herejes medievales, por los cataros, dadas esas alusiones a la luz, o tal vez por los valdenses —dijo Su Excelencia.

—Yo estoy seguro de que el documento es auténtico. Se trata de una copia del siglo XII, pero presenta todas las características del estilo de la literatura del siglo I. Estamos ante el más antiguo de los Evangelios, Excelencia; como bien sabe, todos los Evangelios conocidos, canónicos o apócrifos, fueron escritos con posterioridad al año 70, una generación después de la muerte de Jesucristo. Santiago el Mayor fue decapitado en el año 43, o tal vez en el 44. Éste es sin duda el más antiguo de todos y por tanto el más cercano a la realidad, según analizaría cualquier exegeta mínimamente riguroso —explicó el padre Villeneuve.

—¿Pero es que no se dan cuenta? Ese Evangelio desdice todo nuestro credo: niega la divinidad de Jesucristo y su unión eterna con el Padre, niega la Trinidad y niega la virginidad de María. Y por si fuera poco, hace de María la madre de un linaje de hombres y mujeres portadores de la misma sangre que Jesús. —Jacques Román estaba muy alterado.

—Sosiéguese, Jacques, se lo ruego. Si algo necesitamos en estos momentos es, precisamente, mucha calma. Sabíamos que esto podía suceder cuando decidimos apoderarnos del Códice Calixtino, de modo que no nos precipitemos; tenemos que ser capaces de controlar la situación. ¿Han regresado ya nuestros hombres de Galicia?

—Sí, Excelencia. Hablaron con el Peregrino, que se mostró muy desconfiado. Le advirtieron que la policía sospechaba de él.

—¿Podría llegar a delatarnos? —preguntó Su Excelencia.

—Aunque lo hiciera, nadie le creería —asintió Jacques Román—. Hemos tenido sumo cuidado en no dejar ninguna pista. El Peregrino no podría dar un solo dato sobre nosotros, y si contara su versión del robo sería tan fabulosa que lo considerarían un loco. Ni siquiera podría aportar prueba alguna de su propia participación. Sólo tenía la cuarta llave y ahora está en poder de la policía. Y el número de teléfono al que llama es el de un móvil sin identificar.

—De cualquier manera, ese hombre es un riesgo para nosotros.

—¿Qué hacemos ahora?

—Lo que estaba previsto en caso de que el texto oculto del Códice fuera el que imaginábamos. Lo dejo en sus manos. Ya sabe cómo tiene que proceder. Y hágalo enseguida.

Acabada la reunión, Jacques Román se quedó solo en su biblioteca. Abrió la caja fuerte y tomó el Códice Calixtino. Acarició sus tapas de cuero marrón y fue hojeando uno a uno sus doscientos veinte folios.

Sobre la mesa, Su Excelencia había depositado los folios de la traducción realizada por el padre Villeneuve del Evangelio de Santiago el Mayor, sobre el texto oculto en el interlineado de los folios de la
Guía del peregrino
del Códice Calixtino, y la tarjeta digital con las fotografías del Códice, realizada con una cámara especial capaz de resaltar el texto escrito con tinta invisible.

Román se dirigió al salón y colocó el Códice, los folios con la traducción y la tarjeta digital en la chimenea. Cogió un fósforo, prendió fuego y cerró las puertas de cristal endurecido.

Se sentó en su sillón de cuero con orejeras frente a la chimenea y se limitó a observar como poco a poco el Códice Calixtino comenzaba a ser consumido por las llamas. Román tuvo que utilizar el atizador para que el fuego actuara con mayor rapidez. Media hora más tarde, la copia más famosa del
Liber Sancti Iacobi
era tan sólo un montoncito de cenizas grises.

Consumido el fuego, Román cogió su móvil y marcó el número de Diego Martínez.

—¿Dígame?

—¿Diego?

—Sí, soy yo.

—Tenemos que vernos.

Diego reconoció la voz de Jacques Román.

—Estamos en Londres, se trata de un trabajo importante.

—¿Pueden venir a mi casa?

—¿Ha ocurrido algo?

—No, todo va bien, conforme lo esperado.

—Nos quedan un par de días.

—No es urgente, pero deseo revelarles lo que tanto me han demandado, sobre todo Patricia.

—De acuerdo, allí estaremos. ¿Le va bien el jueves?

—Perfecto.

—Hasta entonces.

Los dos argentinos viajaron de Londres a París en el tren que atraviesa el Canal de la Mancha bajo las aguas del mar por el Eurotúnel.

Jacques Román los esperaba en su casa. Hacía calor. París todavía no se había comenzado a vaciar de los millones de parisinos que suelen escaparse de la ciudad durante las vacaciones de agosto, y muchos turistas deambulaban por sus calles; la ciudad rebosaba de gente.

Diego y Patricia entraron en casa de Román y nada más contemplar su rostro supieron que algo trascendente había sucedido.

—Buenos días, Jacques —lo saludaron.

—Hola. Pasen, por favor. Vayamos a la biblioteca.

—¿Nos han descubierto? —preguntó Patricia a la vista del rostro de Román.

—No. Y no lo harán jamás.

—Pero, su rostro, su gesto...

—Siéntense, por favor.

—Gracias.

—Este asunto del Códice ha acabado definitivamente.

—¿Ha dado la policía española el caso por sobreseído? —preguntó Diego.

—No. Siguen investigando para recuperar el manuscrito, pero ahora lo hacen ya en vano.

—¿Entonces?

—Les dije que, a su debido tiempo, les revelaría cuál era el texto secreto que se ocultaba en el Códice Calixtino, en concreto en los folios correspondientes a la
Guía del peregrino
. Pues, bien, ha llegado ese momento. Me comprometí a ello y, como ya me van conociendo, saben que cumplo mis promesas.

—¡Al fin! —exclamó Patricia.

—Como ya les informé, los folios numerados del 192 al 207 contenían un texto escrito en el siglo XII con tinta invisible. En 1117 unos caballeros cruzados hicieron la peregrinación a Santiago de Compostela tras haber participado en la Primera Cruzada. Portaban varias reliquias y un pequeño rollo de papiro guardado en una cajita de madera que habían conseguido en Jerusalén. El manuscrito de papiro estaba escrito en griego y contenía un texto extraordinario. Ese papiro se depositó en la catedral de Santiago, bajo la custodia personal del obispo Diego Gelmírez, que acababa de sofocar una rebelión de los vecinos de la ciudad y había tomado de nuevo las riendas de su gobierno. Gelmírez no sabía griego y nadie en su diócesis tenía la capacidad para traducir aquel texto. Pero en esos días residía en Santiago, donde había acudido como peregrino, el cardenal Guido de Borgoña, en cuya comitiva viajaba el monje cluniacense Aimeric Picaud, que conocía ese idioma.

—Eso ya lo sabemos, Jacques —recordó Diego.

—Vamos, Jacques, díganos al fin de qué diantre habla ese texto oculto —insistió Patricia, cada vez más intrigada por ese secreto.

—No hablaba de ningún diablo, sino de Dios, del Hijo de Dios. Lo que tradujo Picaud de aquel papiro le convulsionó el alma y lo conmocionó para siempre: era el Evangelio perdido de Santiago el Mayor.

—¡Lo sabía! —exclamó Patricia.

—Cuando el monje tradujo el contenido de aquel texto al obispo Gelmírez y al cardenal de Borgoña, que como ya saben sería elegido papa con el nombre de Calixto II dos años más tarde, los dos prelados decidieron destruir aquel manuscrito, al considerarlo herético y contraproducente para la reforma que la Iglesia había iniciado con el papa Gregorio VII medio siglo antes. Pero el monje Picaud no cumplió del todo aquella orden; antes de quemarlo realizó una transcripción de ese papiro y copió el texto en un pergamino, y lo hizo conservando el original griego, que era una lengua que muy pocos conocían en Occidente.

—Continúe, por favor —terció Diego.

—Diego Gelmírez, sabedor ahora de la gran revelación contenida en el Evangelio de Santiago, consiguió aumentar su influencia y su poder de manera extraordinaria. Como guardián del secreto, se convirtió en el gran muñidor de la política del reino de León y en el personaje más influyente ante la reina Urraca, y luego ante su hijo, el futuro rey Alfonso VII. Y por si fuera poco logró que en 1122 el papa Calixto II, que conocía bien a Gelmírez y compartía con él el contenido del Evangelio de Santiago, elevara la diócesis de Compostela a la categoría metropolitana, por lo que Diego Gelmírez pasó a ser arzobispo con todas las diócesis del reino de León bajo su jurisdicción eclesiástica. Además, el papa Calixto era hermano de Raimundo de Borgoña, que había sido el primer esposo de Urraca cuando ésta sólo era princesa heredera de León y Castilla, y tío por tanto del hijo de ambos, el noble Alfonso, futuro rey de León y Castilla. Ese parentesco facilitaba todavía más las cosas, pues Gelmírez se alineó con los partidarios de entregar la corona de León y de Castilla al hijo de Raimundo y Urraca, oponiéndose a las pretensiones del rey Alfonso I de Aragón, segundo esposo de Urraca, aunque para entonces ya estaban separados.

»Picaud regresó a Francia a finales de 1117 y se llevó consigo esa copia del Evangelio de Santiago. Este monje se instaló en Roma acompañando a Calixto II, a cuyo servicio permaneció los cinco años de su pontificado; luego viajó a Jerusalén, donde vivió algún tiempo, y recorrió diversos monasterios de Italia, Francia y Alemania, custodiando aquel formidable secreto.

»Años más tarde, con el sobrino de Calixto II convertido ya en rey de León y de Castilla y reinando con el nombre de Alfonso VII, Picaud regresó a Santiago por segunda vez y allí escribió la
Guía del peregrino
. Hacia 1137 el obispo Gelmírez, ya anciano y sintiendo cerca su final, encargó una copia del Liber Sancti Iacobi en la que se incluyeran el relato legendario del traslado del cuerpo del apóstol Santiago el Mayor, sus milagros, las batallas de Carlomagno bajo la protección del apóstol y la Guía del peregrino que había escrito Picaud.

»Sobre esa copia, el llamado
Codex Calixtinus
, el monje Aimeric, que no quería que el Evangelio de Santiago el Mayor se perdiera para siempre, ocultó el texto en griego. Lo escribió él mismo con una tinta especial que se fabricaba en Damasco y que había adquirido durante su estancia en Jerusalén. Esa tinta, muy utilizada en la Edad Media para enviar mensajes crípticos (por ejemplo los templarios solían hacerlo para transmitir órdenes e instrucciones militares), resulta invisible al ojo humano, pero si se le aplican los reactivos oportunos resurge y las letras resaltan sobre el pergamino como por arte de magia.

»Como ya les dije, hace unos años el Códice Calixtino fue fotografiado con cámaras especiales para realizar un facsímil. Ahí fue cuando el fotógrafo se dio cuenta de que había unas letras ocultas bajo el manuscrito. Nos enteramos de ello, conseguimos una copia de las fotografías, encargamos la traducción y el resto ya lo conocen porque han sido protagonistas.

—¿Qué ha hecho con el Códice? —demandó Diego.

—Ese manuscrito, las fotografías que se tomaron con las cámaras especiales y la traducción que encargamos ya no existen.

—¿Lo ha destruido?

—Ardió hace tres días en esa misma chimenea —asintió Román.

—No lo creo —terció Patricia.

—Pues así fue. El fuego es el elemento purificador. ¡Qué ironía de la historia! Aquí al lado, en medio del curso del Sena en una islita que ya no existe, hace casi setecientos años ardió Jacques de Molay, el último maestre de la orden del Temple, junto a los últimos templarios. Ellos defendían la Iglesia y murieron por la ambición de un rey corrupto. En cierto modo, quemando el Códice los hemos vengado. Su contenido corrosivo no podrá ser utilizado por nadie y la fe católica se mantendrá indemne.

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