—¿Estáis seguros? No me gustaría hacer el ridículo —planteó el comisario.
—No, pero no tenemos otra cosa.
—La actitud en la declaración de ese hombre es el único indicio —se sinceró Gutiérrez.
—Solicitaré esa orden judicial, y entre tanto averiguad todo cuanto sea posible sobre ese sospechoso.
Acabada la reunión, Teresa y Gutiérrez salieron a un bar cercano a tomar un café. El mes de julio estaba siendo inusualmente fresco en el norte de España, y casi todos los días llovía en algún lugar de esa región.
—Otra vez lloviendo, ¿es que no tenéis verano aquí en el norte? —protestó Teresa.
—Debe de tratarse del santo; quizá esté enojado por el robo —ironizó Gutiérrez.
Ya dentro del bar, Teresa fue al grano.
—Te he seguido en tu sospecha hacia ese sacerdote, pero como nos equivoquemos nos relevarán del caso. Nosotros tal vez nos estemos jugando la continuidad de la brigada central. Y si eso se produjera, me veo haciendo guardia en la puerta de una comisaría de provincias hasta que me jubile.
—Confía en mí. El curita está en el asunto, te lo aseguro. Me da la impresión de que es un hombre de carácter débil; si sabemos presionar con inteligencia y cerrar el cerco sobre él, caerá como la fruta madura. Ese no es de los que soportan la presión. Acabará confesando su delito y delatando a sus colaboradores.
—¿Colaboradores? ¿Crees que no lo ha hecho él solo?
—No tiene suficientes arrestos ni la necesaria capacidad de decisión. Creo que ha sido un mero instrumento y otro es el que ha diseñado la operación.
—¿Cuándo tendremos pinchado su teléfono?
—Pasado mañana, si el juez lo autoriza. Aquí, en provincias, como tú dices, las cosas no discurren con la rapidez con que lo hacen en la capital.
—No creas. En alguna ocasión hemos esperado en Madrid hasta dos días para poder grabar las conversaciones de algún sospechoso porque no llegaba a tiempo la orden judicial.
El Citroën rojo oscuro apenas tardó dieciséis horas en llegar de París a la localidad gallega de Barreiros. Los dos ocupantes se turnaron al volante cada cuatro horas para no detenerse salvo para comer un bocadillo, estirar las piernas y repostar combustible.
Una vez en Barreiros localizaron la aldea del Peregrino y se dirigieron a ella por una carretera secundaria en no muy buen estado. Tenían órdenes tajantes de presionar al Peregrino para que guardara silencio y se olvidara por completo de lo sucedido.
Cuando llegaron a la aldea dieron varias vueltas por los alrededores, intentando comprobar si había policía o guardia civil en las inmediaciones. Cuando estuvieron seguros de que el Peregrino no estaba vigilado, decidieron abordarlo.
Lo encontraron cerca de su casa, caminando por una vereda, con un libro de oraciones entre las manos.
—Padre, queremos hablar con usted. No le molestaremos, sólo serán unos minutos.
—¿Quiénes son ustedes? —les preguntó.
—Venimos desde París.
El que hablaba tenía un marcado acento francés.
—¿Qué desean de mí?
—La policía sospecha de usted. Su declaración los alertó sobre su posible participación en el robo del Códice Calixtino; no estuvo muy afortunado. En adelante deberá incrementar su atención y poner más cuidado en lo que dice.
El Peregrino desconfió de aquellos dos hombres; pensó que podían ser policías que le estaban tendiendo una trampa para engañarlo y sonsacarle información.
—No sé de qué me están hablando, señores.
—Claro que lo sabe, y entiendo que desconfíe de nosotros, pero hemos venido para advertirle sobre su primera declaración ante la policía y para informarle de que se encuentra bajo sospecha.
El Peregrino se mostraba receloso y huraño. Ya no confiaba en nadie.
—Si ustedes son policías, ya declaré en la comisaría de Santiago que no sé nada de ese robo. Yo estoy aquí desde el primer día de julio; tengo testigos.
—Escuche con atención: navegamos en el mismo barco que usted. La policía maneja la hipótesis de que usted está implicado en el robo, pero carecen de prueba alguna. De modo que mantenga la calma y siga con su vida habitual en vacaciones. Y absténgase de hacer comentarios sobre el robo del Códice. Si la policía vuelve a interrogarlo, niegue cualquier relación suya con el caso y conteste con monosílabos siempre que le sea posible. No utilice el teléfono para hablar con el número de París que usted conoce; probablemente hoy ya habrán pinchado su teléfono y la policía estará grabando todas sus conversaciones, de manera que sea discreto y compórtese con toda naturalidad.
«Seguramente indagarán sobre las llamadas que ha realizado en los últimos meses con su móvil; imagino que no habrá ninguna al de París ni al de los argentinos. —El Peregrino se mantuvo en silencio y no contestó—. De acuerdo, estar callado es una buena táctica. Sígala de aquí en adelante. Y recuerde, no llame a nadie, no dé un solo paso en falso y no rompa su rutina cotidiana. Ya tendrá noticias nuestras.
El Peregrino regresó a su casa; a la puerta lo esperaba su hermana.
—¿Qué querían esos hombres? —le preguntó.
—Nada importante. Buscaban la playa de las Catedrales.
Esa formación geológica era uno de los paisajes más asombrosos y desconocidos de la costa norte gallega, a unos pocos kilómetros al este de Barreiros.
—Los he visto merodear por aquí hace ya un buen rato. Tal vez deberíamos avisar a la Guardia Civil.
—Son turistas franceses que han visto una foto en una guía y buscaban ese lugar. Andaban un tanto despistados pero ya les he informado. Olvídalos.
El Peregrino entró en la casa y se dirigió a su habitación. Olía a las hierbas aromáticas que su hermana solía colocar en los armarios, entre la ropa.
Se sentó en una silla junto a la cama y estrujó su cara entre sus manos. Una intensa desazón le carcomía el alma.
El 20 de julio la prensa publicó novedades sobre la investigación del robo del Calixtino. Por primera vez, la policía admitía ante los periodistas que podía tratarse de un robo doméstico. Un portavoz había anunciado que los trabajos periciales discurrían por muy buen camino y que, si bien no descartaban nada, disponían ya de un sospechoso al que estaban intentando desenmascarar.
Los interrogatorios a los empleados de la catedral habían puesto de relieve que entre algunos de ellos existía un notable malestar y que había varios grupos enfrentados. Cuando Teresa leyó los últimos informes concluyó que el ambiente de trabajo en las distintas dependencias del templo compostelano no era el más propicio y que varios empleados habían tenido enfrentamientos y desavenencias con sus colegas.
—Si el autor del robo no es el sacerdote del que sospechas será alguno de sus colegas, o varios de ellos. Por lo que he podido averiguar, entre los empleados de la catedral no hay un buen ambiente de trabajo. Entre ellos proliferan las rencillas y los celos —dijo Teresa.
—Eso ya lo sabíamos —asintió Gutiérrez—. ¿Qué propones?
—Buscar el arrepentimiento del ladrón y que devuelva el Códice —contestó Teresa.
—¿Y cómo piensas lograrlo?
—Apelando a su corazón. Dentro de cinco días se celebra la fiesta del apóstol Santiago, el día grande para toda Galicia. He pensado que debemos extender el rumor que corre por ahí de que el día 25 aparecerá el Códice, como un regalo especial al apóstol en el día de su festividad. Haremos saber que si el ladrón realiza una llamada y devuelve el Calixtino podrá librarse de la cárcel. Al producirse un arrepentimiento espontáneo por el hurto, y si el manuscrito no ha sufrido daños, la pena de arresto será mínima, uno o dos años de condena, que evidentemente no se cumplirán en la cárcel.
—Si hacemos eso, daremos por sentado que somos incapaces de localizar el objeto del robo y de detener al ladrón, y por tanto de resolver el caso —comentó Gutiérrez, que no parecía partidario de utilizar esos métodos. Él era un policía a la antigua usanza, y siempre prefería maneras más expeditivas.
Se acercaba el día del patrón Santiago. Los medios de prensa y las redes sociales habían difundido el rumor, alentado por la policía y el arzobispado, de que ese día el ladrón haría una llamada para dar noticia del paradero del Códice, y que el manuscrito aparecería casi de manera milagrosa.
El decano del Colegio de Abogados de Santiago intervino en la polémica y ofreció el servicio de sus colegiados para resolver el caso de manera satisfactoria. Hizo pública la oferta de acoger él mismo al ladrón y proteger su identidad con la garantía del secreto profesional que todo abogado tiene obligación legal de cumplir con su cliente. Se ofrecía como intermediario para recibir el Códice y devolverlo al archivo, haciendo uso del secreto profesional para garantizar el anonimato del ladrón, que así evitaría su detención y su procesamiento.
Pero nadie respondió a su llamada.
Una terrible plaga de langostas atormentará a la humanidad
Amaneció el lunes 25 de julio. En las redes sociales se había aceptado mayoritariamente la opinión de que el ladrón entregaría ese día el Códice, que lo haría de manera anónima, aunque bajo secreto de confesión para evitar ser arrestado, y de forma espectacular.
El fin de semana anterior Teresa Villar se había marchado a Madrid, pero ese mismo lunes, a primera hora de la mañana, había volado de nuevo a Santiago. Albergaba alguna esperanza de que el ladrón devolviera el Códice precisamente en ese día tan señalado, aunque Gutiérrez le había mostrado su pesimismo acerca de que eso fuera a ocurrir.
Cuando la recogió en el aeropuerto, el inspector insistió en ello.
—¿Has tenido buen fin de semana?
—Muy tranquilo. He comido con mis padres y he dormido doce horas seguidas en mi cama; lo necesitaba.
—Ya sabes mi opinión sobre lo que va a ocurrir hoy: nada.
El 25 de julio se conmemora en toda España el día del apóstol Santiago, considerado como el patrón del país sobre todo para las comunidades que pertenecieron a la antigua Corona de Castilla; aragoneses, valencianos, mallorquines y catalanes tienen su propio santo privativo, san Jorge, al que festejan el 23 de abril.
Desde el siglo XI, la fiesta de Santiago se celebraba en julio; hasta entonces se había festejado el 30 de diciembre, pero la adopción por la Iglesia hispana del rito romano a fines del siglo XI había propiciado que hubiera dos celebraciones: la tradicional en Hispania del 30 de diciembre y la nueva del rito romano el 25 de julio. Los obispos de Santiago aceptaron que se celebrara la fiesta según el calendario del rito romano, pero siempre que se mantuviera la del 30 de diciembre. Se acordó que en diciembre se festejaría la traslación del cuerpo del apóstol a Compostela y en julio su pasión y muerte. Más tarde se implantó otra fiesta en octubre para celebrar los milagros atribuidos a Santiago el Mayor.
Los obispos de Santiago todavía consiguieron algo más. En 1179 el papa Alejandro III emitió una bula por la cual los años en los que el día 25 de julio coincidiera en domingo serían declarados años santos, y los peregrinos que visitaran Compostela en esos doce meses disfrutarían de indulgencia plenaria y del perdón completo de todos sus pecados.
El inspector Gutiérrez aparcó en la comisaría.
—Hoy sacan el botafumeiro; es muy espectacular. ¿Te apetece verlo en funcionamiento? —le preguntó a Teresa.
—Lo he visto alguna vez en televisión, pero sí me agradaría contemplarlo en directo.
—Podemos hacerlo desde la tribuna alta de la catedral, privilegios de la policía.
—Será estupendo.
Los dos policías siguieron la ceremonia religiosa del día de Santiago desde la tribuna de la catedral románica. Teresa se sorprendió ante la habilidad de los ocho hombres que manejaban las cuerdas que hacían que el botafumeiro, esa lámpara de casi doscientos kilos de plata que humeaba incienso perfumando la catedral, recorriera todo el crucero, sobre las cabezas de los fieles, como un inmenso badajo de plata de una campana de piedra.
Los dos inspectores mantuvieron sus móviles en modo de silencio pero atentos a cualquier llamada o mensaje que anunciara la aparición del Códice, como algunos habían augurado, mientras el aroma a incienso inundaba el aire dentro de las naves y ayudaba a los más predispuestos asistentes a la ceremonia a sumergirse en una especie de trance místico.
—Me temo que el Códice no aparecerá hoy. —Gutiérrez comprobó los mensajes de su móvil.
—Tenías razón. Y si no aparece hoy creo que tardará mucho tiempo en hacerlo. Te invito a almorzar, si no tienes ningún compromiso, claro —le propuso Teresa.
Gutiérrez había estado casado con una funcionaría de la delegación del Ministerio de Hacienda, pero hacía ya seis años que se había divorciado. Desde entonces vivía solo en un pequeño apartamento en la zona sur de la ciudad.
—Hoy es fiesta grande en Santiago, no sé si encontraremos algún lugar...
—Oye, si no quieres o no puedes, no busques excusas conmigo.
—Estaré encantado de comer contigo. Tal vez en la zona de la avenida del Hórreo encontremos alguna mesa libre.
—Pues vamos, me muero de hambre.
Esa misma mañana del 25 de julio, en la lujosa residencia de Jacques Román en París, una extraordinaria reunión daba comienzo. En la biblioteca, alrededor de una amplia mesa, estaban sentados el propio Jacques Román, Su Excelencia y el padre Villeneuve.
Este último, gran conocedor de las lenguas semitas, del griego y del latín, abrió su portafolios y extrajo unas cuartillas.
—Aquí tiene, Excelencia.
—¿Es lo que sospechábamos?
—Sí.
—¿Sin ninguna duda?
—Lo he comprobado varias veces y se trata del mismo texto, Excelencia.
El aspirante a cardenal, ante la mirada impaciente de Román, aparejó las cuartillas y comenzó a leer en voz alta:
—«En el principio sólo era la luz, y la luz era Dios, y sólo estaba el Padre.
»Y Dios, tras crear el mundo de la nada, observó que los hombres pecaban y se alejaban de su luz.
»Y entonces Dios creó a su Hijo para que con el sacrificio de su sangre redimiera los pecados de los hijos de los hombres.
»Dios es la luz, y Jesús nació de la luz de Dios, gestado en el vientre de una mujer.
»Del Enviado de Dios, yo, Santiago, hijo de Zebedeo, discípulo de Jesús el Cristo, doy testimonio, porque fui uno de los doce elegidos y lo seguí en el camino hacia la verdad y la vida, porque El es el único camino (...).