—¡Te lo dije! —Patricia se dirigió a Diego—. Con zumo de limón se puede leer un tipo de tinta que usaban en la Edad Media para enviar mensajes secretos y que los ojos humanos no pueden detectar.
—No lo leímos precisamente con zumo de limón; utilizamos un sistema bastante más sofisticado.
—¿Cómo llegó a sus manos esa información del fotógrafo? —intervino Diego.
—Porque era un hombre a mi servicio. Yo le había encargado esas fotos; comprenderán que no me es nada difícil conseguir permisos de ese tipo. Tras un estudio detallado del texto escrito con la tinta especial invisible, pudimos leer el relato oculto que revelaron las fotografías.
—Que era... —Patricia hizo un sonido con su boca imitando el redoble de un tambor.
—Ya se lo he dicho: un texto relacionado con el Hijo de Dios. Y no insista, Patricia, no me sacará una palabra más. No estoy autorizado para hacerlo.
—¿Autorizado? ¿Quién hay detrás de usted en este asunto?
—Es mejor que no lo sepan; les irá mejor así.
—Sus amigos de Sodalitium Pianum, ¿no? —Patricia se mostró demasiado atrevida con esa insinuación.
—Esa sociedad no existe desde 1921 —precisó Román.
—Claro que existe. Fue disuelta en ese año porque los escándalos que protagonizaron sus miembros ya no se podían ocultar a la opinión pública, pero ha seguido funcionando clandestinamente bajo la protección del Vaticano. Sus agentes se infiltraron en los movimientos cristianos de base, en los gobiernos occidentales y en las superestructuras financieras y bancarias, y ahí permanecen, como espías del sector más recalcitrante y carca del Estado Vaticano.
—Patricia, tiene usted la cabeza llena de fantasías que pueden ser divertidas si alguna vez decide escribir esa novela que le auguro de éxito, pero le aseguro que nada de eso que imagina ocurre en la realidad.
—Usted es amigo de los lefebvristas. Lo he visto en alguna fotografía al lado de esos obispos que fueron expedientados y expulsados de sus diócesis hace unos años, a quienes, por cierto, el papa Benedicto XVI ha perdonado recientemente.
—Admito que alguno de esos prelados es amigo mío, ya se lo confesé en otra ocasión, pero también tengo amigos en el sector de la Iglesia católica que se denomina progresista, e incluso entre los más liberales partidarios de la Teología de la Liberación. Sin in más lejos, yo mantuve una muy buena relación con el tristemente fallecido arzobispo de París monseñor Lustiger, quien, como recordarán, nació judío.
—Como Jesucristo, Santiago y todos los demás apóstoles —añadió Patricia.
—Visto que no va a revelarnos, de momento, ese secreto tan apasionante que esconde el Códice Calixtino, creo que es hora de despedirnos —terció Diego.
—Hoy es sábado. El lunes por la mañana daré orden de que reciban el resto del dinero por su trabajo; imagino que la transferencia tardará un par de días más en recibirse en su banco de Ginebra.
—De acuerdo, Jacques. Ha sido un placer hacer negocios con usted.
Los tres apuraron sus copas de champán y Jacques sirvió otras.
—No necesito recordarles que a partir de que ustedes salgan por esa puerta no hablarán con nadie de este asunto, y les rogaría que destruyeran cualquier dato que pueda relacionarlos con su estancia en Santiago de Compostela ayer. Y, por supuesto, no se pongan en contacto conmigo por ningún motivo. Si ocurriera algo indeseado, yo mismo los llamaría.
—Descuide. Pagamos todos nuestros gastos en efectivo. Nadie podrá demostrar que estuvimos en Santiago ayer viernes.
—¿No tuvieron ningún contratiempo?
—Todo salió tal cual estaba planeado. El Peregrino cumplió con su cometido y ni siquiera lo vimos, aunque imagino que él nos estaría observando —supuso Patricia.
—Así fue. Desde que ustedes aparecieron en la plaza del Hospital estuvieron bajo la atenta mirada del Peregrino —certificó Jacques Román.
—¿Puede decirnos dónde se encontraba? Le aseguro que estuve atisbando a mi alrededor para ver si lo localizaba en algún lugar, pero si anduvo por allí o no lo observé o no pude identificarlo.
—En efecto, el Peregrino siempre anduvo cerca de ustedes.
—Ese Peregrino, ¿se trata acaso del ángel del Apocalipsis? —ironizó Patricia.
—Es probable. Les recuerdo que una vez abiertos los siete sellos comienzan a sonar las siete trompetas; al toque de la primera, un tercio de la Tierra quedará arrasada.
—¿Y ya ha sucedido?
—Por supuesto. La desolación ya ha comenzado en África y en Asia, y pronto llegará a América y a Europa. La primera trompeta ya ha sonado, y su toque es terrorífico.
—Si nos necesita para algún otro trabajo no dude en llamarnos, sobre todo si está tan bien pagado como éste.
Diego extendió su mano y la chocó con Jacques Román.
—Lo haré.
Román le dio la mano a Patricia.
—Que disfrute de su Códice. Espero que algún día nos cuente el secreto que en él se esconde —dijo Patricia.
Volvieron a beber el delicado champán rosé.
—¿Desean que les pidan un taxi?
—Gracias. Nuestro hotel está muy cerca. Pasearemos por la orilla del Sena y almorzaremos en algún buen restaurante. Tal vez en La Tour d'Argent; he oído decir que, desde que lo han vuelto abrir tras la reforma, su propietario se ha empeñado en recuperar el prestigio que un día lo convirtió en el mejor del mundo.
—¿A qué hora desean almorzar? Si me permiten, yo haré la reserva y correré con la cuenta.
—Es usted muy amable, Jacques, muy amable.
Los dos argentinos almorzaron una crema de verduras y pato a la sangre en La Tour d'Argent. Por la tarde visitaron un par de galerías de arte, dieron un largo paseo por los Campos Elíseos y cenaron en una de las embarcaciones que surcan el Sena llevando turistas de un lado a otro del río en su recorrido por su cauce en la ciudad.
La mañana del domingo tomaron el avión y regresaron a Ginebra pasado el mediodía.
—Ya concluyó todo. —Diego se dejó caer sobre el cómodo sofá, frente a la chimenea.
—Vamos a ver si la prensa española publica algo sobre el caso —propuso Patricia.
La argentina abrió su portátil, se sentó junto a Diego, se conectó a Internet y buscó las páginas de la edición dominical de los más importantes diarios españoles. No había la menor noticia sobre que hubiera desaparecido el más preciado Códice del archivo de la catedral de Santiago.
—El Peregrino tenía razón. Pueden pasar días, semanas tal vez, hasta que se den cuenta de que el Códice Calixtino ya no está en su armario. —Diego acarició la espalda de su compañera—. Según nos dijo el Peregrino, cuarenta y ocho horas es el tiempo que guardan las grabaciones de las cámaras de seguridad. Si mañana por la mañana no se ha descubierto el robo, se borrarán todas las imágenes del viernes, y no habrá la menor prueba de nuestra estancia en Santiago. Además, aunque nos vieran paseando por las estancias del archivo no podrían imaginar que llevábamos el Códice con nosotros.
—Esa idea tuya de esconderlo en mi presunto embarazo fue muy buena, aunque quizá pudieran identificarnos.
—No lo creo. Tú estabas visiblemente embarazada, llevabas sombrero y gafas de sol y yo también llevaba gafas y una gorra. Ninguna de las cámaras nos grabó juntos y no dejamos huellas dactilares. No, no nos identificarán jamás —aseguró Diego.
—Recuerda que perdí una de las tiritas, y tal vez aquel policía con el que hablamos en el coche...
—Ni siquiera se acordará de esa circunstancia. ¿Con cuántos turistas crees que se cruzará en situaciones similares?
—No sé, a lo mejor tomó nota de la matrícula...
—Aunque así fuera. Una matrícula de un coche de alquiler en el aeropuerto de Oporto y una pareja de turistas... No, no hay manera de llegar hasta nosotros.
—¿Y si descubren al Peregrino y éste confiesa? —se preguntó Patricia.
—Ese hombre es el único punto débil de esta trama, pero ¿qué podría declarar? Aunque lo descubrieran y lo interrogaran, no sabría decir quiénes somos, ni dónde vivimos, ni siquiera sabe cuáles son nuestros nombres. Sólo nos ha visto dos veces, la primera en Madrid y la segunda en Oporto, no más de hora y media entre las dos ocasiones.
—Conoce tu número de teléfono —asintió Patricia.
—Es de prepago y no está personalizado. Y supongo que tampoco sabe nada sobre quién es el instigador de este plan, ni mucho menos de su verdadera identidad. Recuerda que cuando hablamos con el Peregrino en Oporto nada sabía de Jacques Román; simplemente tenía un número de móvil de alguien de París que era quien coordinaba esta operación. De momento no podemos hacer otra cosa que esperar. Aunque tal vez deberíamos «desaparecer» por algún tiempo.
—¿A qué te refieres, a marcharnos a algún país discreto?
—Todo lo contrario, a permanecer aquí, en casa, y salir en los próximos días lo mínimo indispensable —propuso Diego.
—Pero en cuanto este asunto se descubra se liará una buena. Toda la policía europea se pondrá manos a la obra en busca de ese Códice.
—No hay manera de llegar hasta nosotros. Esta casa está a nombre de una sociedad; ni siquiera Jacques Román, o como quiera que se llame en realidad ese hombre, conoce el lugar donde vivimos. Sólo tiene nuestro número de móvil y la referencia de que habitamos una casita en los alrededores de Ginebra. No hay modo de localizarnos. Cuando nos trasladamos a Suiza sabíamos que para nuestro trabajo necesitábamos absoluta discreción, y creo que la hemos conseguido.
—Esa gente tiene recursos extraordinarios para localizarnos si así lo pretendieran. ¿Quién te dice que no nos siguieron hasta aquí cuando estuvimos almorzando en Ginebra con Román? Hubiera bastado con ofrecerle cien francos al taxista que nos trajo y pedirle la dirección.
—Pese a todo, permanecer en Ginebra es lo más seguro. —Diego intentaba tranquilizar a Patricia, que se mostraba inquieta.
—Tenemos dinero suficiente para ir a cualquier parte y desaparecer por algún tiempo perdidos en el rincón más alejado del mundo.
—¿Y adonde vamos? ¿A Brasil, a Cuba, a una isla del Pacífico? No, Patricia, es aquí donde estamos a salvo. Además, creo que a los que ahora poseen el Códice les interesa mantener nuestra seguridad, y disponen de recursos para hacerlo. Sabemos demasiado, conocemos a Jacques Román, hemos estado en su casa de la isla de San Luis, lo hemos visto fotografiado al lado de los obispos seguidores de Lefébvre y, sobre todo, sabemos cuál es el verdadero móvil del robo.
—No del todo, pues ignoramos qué contiene ese texto oculto escrito con la tinta invisible. Y Román no es sino la tapadera de este asunto —asintió Patricia—, un mero ejecutor de las órdenes de otros. Recuerda que ayer en París se le escapó que no estaba autorizado para revelarnos qué textos se ocultan en ese Códice. Eso quiere decir que hay alguien por encima de él que es quien de verdad da las órdenes.
—¿Y quién crees que puede ser el jefe?
—Desde luego alguien muy poderoso, capaz de que se le abran las puertas de cualquier dependencia eclesiástica de cualquier lugar del mundo católico sin que nadie pregunte para qué.
—Eso sólo puede hacerlo el papa —asintió Diego.
—O los verdaderos poderes que mueven desde la sombra los hilos de la Iglesia y los resortes de sus instituciones.
—¿Te refieres a esa secta, o lo que sea, de Sodalitium Pianum, o a la Fraternidad de san Pío X?
—Quizá. Pero, para poder averiguarlo, antes necesitaríamos saber qué se esconde en el Códice, qué texto hay oculto en ese libro y qué peligro entraña para la Iglesia, para el catolicismo o para el cristianismo en general el que el mundo pudiera conocer ese escrito.
—Pues me temo que, o nos lo revela algún día Jacques Román o no tendremos otra forma de averiguarlo.
—Santiago; sigo pensando que la clave está en el apóstol Santiago —bisbisó Patricia.
—¿En el Mayor o en el Menor? —ironizó Diego.
—¿Crees que estoy obsesionada con este asunto de los dos Santiagos y de su parentesco con Jesucristo, y que se trata de un producto de mi imaginación? Espero que algún día se descubra todo lo que aquí se esconde, y entonces tendrás que darme la razón.
—Es probable que acertara Jacques Román cuando te dijo que deberías dedicarte a escribir novelas de misterio; tu imaginación es portentosa, cariño.
La mano de Diego acariciaba ahora los muslos de Patricia y no tardó en llegar a su entrepierna. Minutos después hacían el amor sobre el sofá.
El ordenador portátil seguía encendido y desde el suelo mostraba la primera página de la edición del diario de mayor tirada de España. Actualizado a las trece horas y once minutos del domingo 2 de julio de 2011, seguía sin publicar la menor referencia a Santiago de Compostela o al Códice que contenía la copia más famosa del
Líber Sancti Iacobi
.
Un tercio del agua del mar se convertirá en sangre
El martes 5 de julio, en la casa familiar donde seguía viviendo su hermana, en su pequeña aldea natal del norte de la provincia de Lugo, donde cada año pasaba las vacaciones de verano, el Peregrino aguardaba noticias con impaciencia.
Mientras comía una empanada de bacalao y pasas y un guiso de patatas y carne, recordó que hacía tan sólo cuatro días que había seguido a la pareja de argentinos desde la plaza del Hospital de Santiago de Compostela hasta la zona de la universidad.
Aquella mañana del viernes primero de julio, sobre las doce, el primer día de sus vacaciones, se había apostado tras una barbacana cerca del antiguo hostal que los Reyes Católicos construyeron para los peregrinos más acomodados, convertido en parador de turismo de lujo, que cerraba uno de los cuatro lados de la plaza del Hospital, a la izquierda de la fachada del Obradoiro.
Minutos antes de las doce y media vio a los dos argentinos entrar en la plaza por la embocadura de la calle Costa do Cristo; a pesar de las gafas de sol, la gorra y el sombrero, los identificó enseguida, aunque dudó un instante cuando se percató del embarazo de la mujer. Era imposible que en los pocos días que habían transcurrido desde su encuentro en Oporto hubiera engordado tanto su vientre, aunque ya hubiera estado embarazada para entonces. Los siguió con la mirada hasta que los vio subir por la escalinata de la fachada principal. Aguardó allí durante más de una hora hasta que los volvió a ver salir de la catedral y desandar sus pasos en dirección a la rúa das Hortas. No llevaban ninguna bolsa, ni nada donde, aparentemente, ocultar el Códice, pero caminaban con paso firme y decidido hacia los jardines de la universidad.