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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico, Intriga

El códice del peregrino (33 page)

BOOK: El códice del peregrino
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—¿Y su teléfono móvil? La Guardia Civil no lo encontró en el cadáver.

—Cuando salía a pasear lo dejaba encima de su mesilla de noche, pero ayer se lo llevó con él.

—Muchas gracias, señora, no la molestaremos más, y permítame que la acompañemos en el sentimiento por la muerte de su hermano.

Cuando estaban a punto de salir de la salita donde se habían entrevistado con la hermana del Peregrino, ésta los llamó.

—Perdonen, señores, pero he recordado una cosa que sucedió hace unas tres semanas.

—Díganos.

—Un día, a fines de julio, cuando mi hermano todavía estaba de vacaciones, vi a dos hombres que merodeaban por los alrededores de nuestra casa. Mi hermano había salido y cuando regresó se dirigieron hacia él como si lo estuvieran esperando y estuvieron hablando los tres un buen rato. Cuando se marcharon le pregunté a mi hermano que quiénes eran y me dijo que se trataba de turistas franceses que buscaban la playa de las Catedrales y que se habían despistado. A mí no me parecieron turistas, e incluso le dije a mi hermano que tal vez convendría avisar a la Guardia Civil.

—¿Recuerda algo más?

—Sí. Iban en un coche grande de color rojo oscuro o granate, pero estaban un poco lejos, al comienzo del camino a la entrada de la casa, como para ver más detalles. Ya soy mayor y mi vista no es demasiado buena.

—Gracias de nuevo.

Los dos inspectores salieron de la casa del Peregrino.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Teresa.

—No lo sé. Este caso se ha convertido en un rompecabezas irresoluble. Porque si el cura ha sido asesinado por sus cómplices, eso quiere decir que hay más gente implicada, y que nuestra teoría de un robo por venganza o despecho queda al descubierto. Y la pieza que podía ofrecer alguna luz ha sido eliminada. En una ocasión me dijiste que este caso o se resolvía en unos días o no se resolvería nunca; y es probable que tengas razón, que no se resuelva jamás.

Los dos inspectores almorzaron en un bar de carretera y luego continuaron ruta hasta Santiago. En comisaría los esperaba el comisario.

—Debiste pedir que le practicaran la autopsia al sacerdote —le dijo Gutiérrez a su jefe.

—He llamado al delegado del gobierno para consultarle este asunto, y me ha dicho que no era necesario, que los informes de la Guardia Civil, del forense y del juez resultan suficientemente claros. Además, he pedido un listado de todas las llamadas que recibió y envió ese sacerdote en su móvil, el cual no se ha encontrado ni en el cadáver ni en su casa. Aquí tenéis el listado de llamadas que nos ha proporcionado hace una hora su compañía telefónica.

—¿Y este número? —Teresa señaló uno bastante extraño que se repetía en unas seis ocasiones entre los meses de abril y julio.

—Lo hemos localizado hace un par de horas. Corresponde al de una cabina pública de París, ubicada junto a una iglesia, o lo que queda de ella, que se llama... Saint-Jacques, la iglesia o la torre de Santiago.

—¡No me jodas! —exclamó Gutiérrez—. Jacques es Santiago en español. No puede ser una casualidad que eligieran precisamente esa cabina de París para hacer esas llamadas al cura de Lugo.

—¿Quién podría llamar desde esa cabina de París a un hombre tan anodino como ese sacerdote? —demandó Teresa.

—No tenemos la menor idea. Tal vez un amigo, un familiar o un feligrés emigrado a Francia.

—No pudo ser otro que su contacto en París para robar el Calixtino, que utiliza una clave obvia: Santiago en Galicia y Jacques en París —terció Gutiérrez.

—¿Y estos otros dos números? —preguntó Teresa.

—Este es el de un teléfono móvil con la modalidad de prepago y sin identificar que ya no está operativo; fue comprado en París por alguien anónimo hace unos meses y ayer mismo dejó de funcionar. Y éste corresponde a un número de una compañía suiza. Lo estamos intentando identificar, pero no es tan fácil. Desgraciadamente no podemos conocer el contenido de esas conversaciones porque la autorización de las escuchas fue posterior a esas llamadas —explicó el comisario.

—¡Está claro que ese cura participó en el robo y que se lo han cargado sus cómplices para evitar que hablara! Teléfonos de París y de Suiza; ahí tienes el móvil del robo: el dinero en una cuenta de un banco suizo —insistió Gutiérrez.

—Hemos revisado sus cuentas corrientes y no registran ningún movimiento extraño.

—Evidente: estaba previsto hacerle el pago en Suiza, pero lo han liquidado antes para no abonarle su parte —supuso Gutiérrez.

—Manolo, es probable que tengas razón en tu apreciación sobre ese sacerdote, pero si es así, ahora sí que hemos perdido la única lucecita que brillaba en este caso.

—Hace unas tres semanas dos individuos franceses hablaron con el sacerdote cerca de su casa familiar. Su hermana los vio, pero estaban algo alejados. Conducían un coche rojo.

—Imagino que no tienes ni la matrícula ni la descripción de esos dos tipos.

—No, ya te he dicho que la hermana los vio a lo lejos, y tiene cerca de setenta años. No pudo darnos más detalles, pero estoy seguro de que esos dos tipos estaban compinchados con el cura. Podríamos seguir esa pista.

—Vale. Dos franceses en un coche rojo en el mes de julio en España: eso es todo. ¿Por dónde te parece que empecemos? —ironizó el comisario.

—Podemos precisar más: dos franceses en un coche rojo a finales de julio en la costa de Lugo.

—Olvídate.

—Lo que ordenes, jefe, tú mandas.

El comisario se atusó el pelo y apretó los puños.

—Afortunadamente los periodistas apenas se interesan por el Códice, porque yo ya no sabría qué decirles. Nos hallamos en una vía muerta, y no encontramos la manera de salir de ella —comentó.

—¿Vas a proponer el cierre de este caso?

—El delegado del gobierno me ha apremiado para que le propongamos una solución, pero seguimos sin el menor indicio sobre el autor del robo.

—Fue el cura al que han asesinado —asintió Gutiérrez, tajante.

—Tal vez, pero su muerte nos ha cerrado la única puerta que manteníamos abierta para la resolución del enigma.

A punto de salir hacia Madrid para acompañar al papa en su visita a la Jornada Mundial de la Juventud Católica, Su Excelencia se entrevistó con Jacques Román en los jardines de Notre-Dame de París.

—El Peregrino ha sido enterrado en su aldea de Galicia —le informó Román.

—¿Alguna incidencia?

—Ni la más mínima, Excelencia. No se ha hecho la autopsia, y nuestros dos hombres han regresado a París sin dejar huella, como acostumbran.

—Perfecto; buen trabajo. ¡Ah!, y lamento mucho la muerte del Peregrino, pero comprenderá que no podíamos arriesgarnos a que comenzara a hablar. Por lo que hemos podido saber, estaba a punto de hacerlo.

—Lo entiendo, Excelencia, lo entiendo, pero ese hombre nos hizo un buen servicio.

—Y con su muerte lo ha seguido haciendo. Por cierto, la policía española ha localizado el número de móvil de los dos argentinos.

—¡Dios mío!, ¿cómo han podido saberlo?

—El Peregrino los llamó en varias ocasiones desde su móvil —explicó Su Excelencia.

—Le dije que no lo utilizara, que los llamara desde una cabina o desde un teléfono público, jamás desde su móvil.

—Pues no le hizo caso, Jacques. Están averiguando el nombre del propietario del móvil en Suiza, y no creo que tarden demasiado en dar con él. Si lo localizan estaremos en peligro, de manera que también habrá que solucionar este problema. Encárguese usted mismo, y enseguida, por favor.

—Excelencia, he tratado con ellos en varias ocasiones, puede decirse que casi hemos entablado una cierta amistad... Puedo avisarles para que desaparezcan.

—Lo siento. Conoce de sobra el procedimiento a seguir en estos casos. Pero si no se siente capaz, dígamelo, y buscaré a otro que ocupe su lugar.

—No será necesario; lo haré yo mismo, Excelencia.

—Sea discreto.

El avión de Teresa Villar salía hacia Madrid poco después de la nueve y media de la mañana. Manuel Gutiérrez la recogió en el hotel y la acompañó al aeropuerto de Santiago.

—Continuaré con las investigaciones del robo en Madrid. Tengo mucho material encima de la mesa y habrá que volver a repasar todos los informes. Y esos números de teléfono en París y en Suiza abren nuevas vías de investigación —le dijo al inspector.

—¿No te tomas unas vacaciones?

—Creo que lo dejaré para más adelante. Si el Códice no ha aparecido todavía, y hace ya mes y medio de su sustracción, creo que será muy difícil recuperarlo. Si lo han sacado fuera de España, resultará complicado seguirle la pista. Tal vez tardemos años en encontrarlo, si es que alguna vez lo recuperamos. En la brigada central hemos manejado varios supuestos, pero no tenemos indicios para optar por alguno de ellos. Primero pensamos en un robo por encargo de un coleccionista a una organización internacional de ladrones de obras de arte, y luego en que había sido un empleado de la catedral que lo había hecho por despecho o venganza, e incluso barajamos la idea de un ladrón que pediría un rescate por el manuscrito para repartir su importe entre los pobres, una especie de moderno Robin Hood.

—¿Ha ocurrido alguna vez algo así? —le preguntó Gutiérrez mientras tomaban un café a la espera de la llamada para el embarque.

—En varias ocasiones. La más conocida ocurrió en Londres, a mediados del siglo XX. Un taxista entró en la National Gallery, descolgó el retrato que Goya le hizo al duque de Wellington y se largó con él bajo el brazo. A los pocos días pidió una recompensa por el cuadro para repartirla entre la gente pobre, según confesó.

—¿Y qué ocurrió?

—Que mantuvo el cuadro escondido cuatro años, durante los cuales no cesó de enviar notas a la policía. Al final lo devolvió de forma anónima y unos meses más tarde se entregó a la policía.

—¿Así, sin más?

—Sí. Y algo similar ocurrió hace un siglo, cuando se robó la Mona Lisa, el famoso retrato de La Gioconda de Leonardo da Vinci del Museo del Louvre. Al parecer se la llevó un trabajador italiano que estaba realizando unas obras en el museo. Se dice que lo robó por orgullo nacionalista; aunque todavía sigue siendo un misterio lo que en realidad ocurrió. Como puedes ver, se han producido robos de obras de arte por las causas más variopintas y con los móviles más diversos que puedas imaginar.

—Pero, por lo que cuentas, la mayoría de los ladrones con ese perfil se arrepienten y devuelven lo que han sustraído.

—A veces no. Hace unos años desapareció una escultura de varias toneladas destinada al Museo Reina Sofía de Madrid, y todavía no se ha descubierto su paradero a pesar de su peso y su volumen. En la brigada disponemos de bastantes expedientes de robos de obras de arte y de antigüedades que siguen sin resolverse. Algunos quizá no se aclaren nunca.

Por megafonía escucharon la llamada para el embarque de los pasajeros del vuelo a Madrid de las nueve horas y cuarenta minutos.

—Ese es mi avión; tengo que embarcar. Seguiremos en contacto.

Teresa se acercó a Gutiérrez y se dieron un beso en la mejilla; luego se abrazaron.

—Gracias por tu ayuda, y por creer en mí —le dijo el inspector.

—Ha sido un placer conocerte. Te llamaré.

De regreso a comisaría, el inspector Gutiérrez repasó sus anotaciones. El Peregrino, su único sospechoso, había muerto en extrañas circunstancias, víctima de un accidente en la costa según la Guardia Civil y asesinado por sus cómplices según el propio Gutiérrez.

Aquel sacerdote era la única pista que el inspector había podido intuir, a pesar de carecer de otro tipo de datos objetivos. Había fallecido, pero ahí estaban aquellos teléfonos: el de la cabina cercana a la torre de Saint-Jacques de París, el móvil sin identificar comprado en la capital francesa que había dejado de estar operativo el domingo por la mañana y el de una operadora suiza del que aún no tenían información precisa. Gutiérrez decidió seguir investigando en esa dirección.

—¿Ya se ha marchado la inspectora Villar? —le preguntó el comisario jefe a su subordinado.

—Hace una hora. Yo mismo la he acompañado al aeropuerto.

—Una mujer muy inteligente. Lástima que no haya podido ayudarnos más.

—Sí, una pena.

—Mira, Manolo, he decidido que será mejor aparcar la investigación del robo del Códice por algún tiempo. Esta misma mañana he desayunado con el delegado del gobierno, con el alcalde y con el consejero de Cultura, y los tres han mostrado poco interés por mantener todo el dispositivo desplegado hasta ahora. Se ha enfriado la información en las agencias de prensa y eso les ha provocado una cierta calma y no poca desatención a este asunto, que ya no ocupa la prioridad que le otorgaron durante el mes de julio, de manera que, si no aparecen datos nuevos, deberemos dejar las pesquisas en suspenso.

—Pero, jefe, ahora hay también un asesinato.

—Si te refieres al sacerdote ahogado, olvídalo. Ese es un caso cerrado. La conclusión de la investigación oficial ha resuelto que resbaló en las rocas de la playa, se golpeó la cabeza en su caída y se ahogó en el mar.

—Sabes que no fue así. Tú mismo has visto los números de teléfono a los que llamó: la cabina de París, ese móvil anónimo que curiosamente dejó de estar operativo el domingo y ese otro móvil suizo.

—Estamos intentando identificar al propietario, pero resulta bastante complicado. Los suizos nos piden garantías absolutas de que no se van a conculcar los derechos constitucionales de ningún ciudadano de ese país, y para llevar a cabo esa identificación debe intervenir un juez suizo para autorizarla.

—¿Y cuánto tardarán?

—Si el juez no considera relevante esa información, es probable que ni tan siquiera la consigamos. Ten en cuenta que no disponemos de pruebas, ni de una acusación formal sobre ese sacerdote, que ha fallecido por accidente según el parte oficial. Además, es probable que sea un móvil de prepago, como el francés, y que su propietario no esté identificado.

—Pero sí podremos saber en qué tienda se compraron esos dos móviles, en qué fecha, dónde se produjeron las recargas de dinero...

—Lo siento, estoy atado de pies y manos. Deja el caso, por el momento, y recupera el trabajo atrasado.

—Voy a tomar un café —dijo Gutiérrez apretando los dientes.

En realidad, el inspector quería estar solo. Salió de comisaría a la avenida de Rodrigo de Padrón y subió por la de Raxoi hasta entrar en la plaza del Obradoiro. Frente a él, plena de luz del mediodía, la fachada barroca de la catedral lucía como una enorme escultura creada por un platero barroco. La contempló como nunca antes lo había hecho y se dirigió hacia su interior. Los turistas admiraban la parte inferior del Pórtico de la Gloria, pues la superior seguía cubierta por andamios y telas, y deambulaban por todas las naves del templo, asombrados ante sus dimensiones y la armonía de sus arcos, sus galerías y sus bóvedas, trazadas con un extraordinario sentido de la perspectiva y la proporción.

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