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Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

El caldero mágico (3 page)

BOOK: El caldero mágico
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Taran se estremeció. En el exterior de la casa, el bosque ardía con un resplandor rojo y amarillo. El aire era aún cálido, como si un día de verano hubiera sobrevivido al final de su estación, pero las palabras de Gwydion le helaron como una ráfaga de aire frío surgida de la nada. Recordaba demasiado bien los ojos sin vida y los lívidos rostros de los Nacidos del Caldero, al igual que su horrible silencio y sus espadas implacables.

—¡Vayamos a la carne del asunto! —gritó Smoit—. ¿Acaso somos conejos? ¿Debemos tener miedo a esos esclavos del Caldero?

—Tendrás carne más que suficiente para masticar —le respondió Gwydion con una lúgubre sonrisa—. Os digo que ninguno de nosotros ha emprendido jamás una misión tan peligrosa. Os pido vuestra ayuda porque pretendo atacar la mismísima Annuvin, apoderarme del caldero de Arawn y destruirlo.

2. El reparto de tareas

Taran estuvo a punto de dar un salto. En la habitación reinaba el más absoluto silencio. El rey Smoit, a punto de decir algo, se había quedado con la boca abierta. El único que no daba señales de asombro era el rey Morgant, que seguía sin moverse, con los ojos medio cerrados y una extraña expresión en el rostro.

—No hay otro modo —dijo Gwydion—. Dado que no se puede matar a los Nacidos del Caldero, debemos evitar que su número siga creciendo: el equilibrio existente entre el poder de Annuvin y nuestras fuerzas es demasiado delicado. Cuantos más guerreros nuevos consiga Arawn, más se acercará su mano a nuestras gargantas. Y tampoco puedo olvidar a todos los hombres que han sido asesinados de un modo repugnante para verse sometidos a un yugo más repugnante todavía.

»Hasta el día de hoy —prosiguió Gwydion—, sólo el Gran Rey Math y muy pocos más han sabido lo que tenía en mente. Ahora que lo habéis oído, sois libres de quedaros o de marcharos, según os plazca. Si escogéis volver a vuestras tierras, no tendré por ello en menos vuestro coraje.

—¡Pero yo sí lo tendría! —gritó Smoit—. ¡Si alguien tiene la sangre como el agua y las tripas como las gachas y se niega a ir contigo, se las tendrá que ver conmigo!

—Smoit, amigo mío —replicó Gwydion con voz firme pero afectuosa—, esta elección debe hacerse sin ninguna persuasión por tu parte.

Nadie se movió. Gwydion les miró y luego asintió satisfecho.

—No me decepcionáis —dijo—. Había contado con cada uno de vosotros para desempeñar misiones que luego os explicaré.

La emoción que sentía Taran había ahogado su miedo a los Nacidos del Caldero. Apenas logró contener su impaciencia para preguntarle a Gwydion allí mismo cuál iba a ser su misión; por una vez, sin embargo, fue lo bastante sabio para hacer callar su lengua. En lugar de él, fue Fflewddur quien se incorporó de un salto.

—¡Por supuesto! —gritó el bardo —. ¡Lo vi todo claro de inmediato! Naturalmente, te harán falta guerreros para apoderarte de ese asqueroso caldero. Pero necesitarás un bardo para componer los cantos heroicos de la victoria. ¡Acepto! ¡Y estoy encantado de hacerlo!

—Te he elegido más por tu espada que por tu arpa —le dijo Gwydion amablemente.

—¿Cómo es posible eso? —le preguntó Fflewddur, frunciendo el ceño a causa de la decepción—. Oh, ya veo —añadió, mientras su expresión se despejaba—. Sí, bueno…, no pienso negar que tengo cierta reputación en esos asuntos. ¡Un Fflam siempre es valeroso! ¡A mandobles me he abierto paso a través de miles de…! —lanzó una mirada inquieta al arpa—, bueno, digamos que de numerosos enemigos.

—Espero que mostrarás el mismo anhelo por cumplir tu misión una vez que te la haya expuesto —dijo Gwydion al tiempo que sacaba una hoja de pergamino de su jubón y la extendía sobre la mesa.

»Nos hemos reunido en Caer Dallben no sólo por razones de seguridad — prosiguió—. Dallben es el mago más poderoso de Prydain y aquí nos hallamos bajo su protección. Caer Dallben es el único sitio que Arawn no osa atacar, y es también el más adecuado para iniciar nuestro viaje hasta Annuvin. —Trazó con el dedo una línea que iba hacia el noroeste, empezando en la pequeña granja—. En esta temporada del año, el Gran Avren lleva poco caudal —dijo—, y puede ser cruzado sin dificultad. Una vez lo hayamos franqueado, avanzaremos fácilmente a través de Cantrev Cadiffor, el reino de Smoit, hasta llegar al Bosque de Idris, que se encuentra al sur de Annuvin. A partir de allí podremos ir con rapidez hasta la Puerta Oscura.

Taran contuvo el aliento. Al igual que los demás, había oído hablar de la Puerta Oscura, las montañas gemelas que guardaban la entrada sur de la Tierra de la Muerte. Aunque no era tan imponente como el Monte del Dragón, al norte de Annuvin, la Puerta Oscura resultaba muy traicionera a causa de sus escarpados desfiladeros y sus abismos ocultos.

—Es un paso difícil —continuó Gwydion—, pero es el menos vigilado; Coll, Hijo de Collfrewr, os lo confirmará.

Coll se puso en pie. El viejo guerrero, con su calva reluciente y sus grandes manos, tenía el aspecto de quien prefiere el combate a los discursos de un consejo. A pesar de todo, sonrió ampliamente a los presentes y empezó a hablar.

—Podría decirse que vamos a entrar por la puerta trasera de Arawn. El caldero se encuentra en una plataforma de la Sala de los Guerreros, la cual, como recuerdo muy bien, está justo después de la Puerta Oscura. La entrada a la Sala está vigilada, pero hay otro acceso por detrás, muy bien asegurado. Un hombre podría abrirla para que entraran los otros si, como a Doli, le fuera posible moverse sin que le vieran.

—Ya te dije que no me iba a gustar —le murmuró Doli a Taran—. ¡Todo ese asunto de volverse invisible! ¿Un don? ¡Una maldición, mejor! Fíjate adonde acabará por llevarme…! ¡Buf!

El enano lanzó un resoplido lleno de irritación, pero no prosiguió con las protestas.

—Se trata de un plan osado —dijo Gwydion—, pero con unos compañeros igualmente osados es posible que tenga éxito. En la Puerta Oscura nos dividiremos en tres grupos. En el primero estarán Doli, del Pueblo Rubio; Coll, Hijo de Collfrewr; Fflewddur Fflam, Hijo de Godo, y yo mismo. Con nosotros irán seis de los guerreros más fuertes y valientes del rey Morgant. Doli, invisible, entrará primero para abrir los cerrojos y decirnos cómo están dispuestos los centinelas de Arawn. Luego irrumpiremos en la estancia y nos apoderaremos del caldero.

Al mismo tiempo, el segundo grupo, formado por el rey Morgant y sus jinetes, atacará la Puerta Oscura siguiendo mi señal e intentará dar la impresión de ser una fuerza numerosa, para sembrar la confusión y atraer allí al mayor contingente posible de las huestes de Arawn.

El rey Morgant asintió con la cabeza y habló por primera vez. Su voz, aunque fría como el hielo, era mesurada y cortés.

—Me alegra que al fin hayamos decidido atacar directamente el poder de Arawn. Yo mismo habría comprendido dicha tarea hace tiempo, pero estaba obligado a esperar la orden del señor Gwydion. Sin embargo, una cosa sí debo decir —prosiguió Morgant—. En tanto que el plan me parece bien pensado, el camino elegido no permite una retirada veloz en el caso de que Arawn os persiga.

—No hay un camino más corto a Caer Dallben —le replicó Gwydion—, y el caldero debe ser traído aquí. Debemos aceptar el riesgo. De todos modos, si nos vemos acosados podemos refugiarnos en Caer Cadarn, la fortaleza del rey Smoit; por ello pido al rey Smoit que se encuentre dispuesto con todos sus guerreros cerca del Bosque de Idris.

—¿Qué? —rugió Smoit—. ¿Y mantenerme apartado de Annuvin? —Golpeó la mesa con el puño—. ¿Pensáis dejarme ahí para que me muerda las uñas? ¡Que sea Morgant, esa resbaladiza serpiente de negra barba y sangre helada, quien vigile la retaguardia!

Morgant no dio señal alguna de haber oído las iracundas palabras de Smoit. Gwydion meneó la cabeza.

—Nuestro éxito depende de la sorpresa y de la rapidez de movimientos, no de la fuerza numérica. Smoit, tú debes ser nuestro firme apoyo en el caso de que nuestros planes salieran mal. Tu misión no es menos importante que las otras.

»El tercer grupo nos esperará cerca de la Puerta Oscura para vigilar a los animales que lleven nuestros arreos, asegurar la retirada y desempeñar cualquier otra tarea que pueda ser necesaria en ese momento. En él estarán Adaon, Hijo de Taliesin; Taran de Caer Dallben y Ellidyr, Hijo de Pen-Llarcau.

Inmediatamente se oyó la voz colérica de Ellidyr, que protestaba a gritos.

—¿Por qué debo mantenerme en la retaguardia? ¿No soy acaso mejor que un porquerizo? ¡No es más que una manzana verde que no ha tenido tiempo aún de madurar! ¡Nunca ha sido puesto a prueba!

—¡Prueba! —gritó Taran, levantándose de un salto—. Me he enfrentado a los Nacidos del Caldero junto a Gwydion en persona. ¿Has pasado tú por alguna prueba mejor que ésa, príncipe Capa-Remendada?

La mano de Ellidyr voló hacia su espada. —Soy un hijo de Pen-Llarcau y no debo tragarme los insultos de un…

—¡Silencio! —ordenó Gwydion—. En esta empresa, el coraje de un Aprendiz de Porquerizo pesa tanto como el de un príncipe. Ellidyr, te lo advierto: o dominas tu temperamento o deberás abandonar el consejo.

»Y tú —añadió Gwydion, volviéndose hacia Taran —, en pago de la ira has lanzado un insulto digno de un niño. Tenía mejor concepto de ti. En mi ausencia, además, ambos deberéis obedecer las órdenes de Adaon.

Taran, con el rostro enrojecido, volvió a sentarse. Ellidyr hizo lo mismo, con expresión sombría y el ceño fruncido.

—Pongamos fin a nuestra reunión —dijo Gwydion—. Hablaré con cada uno de vosotros luego de modo más extenso. Ahora debo discutir ciertos asuntos con Coll. Estad listos mañana al amanecer para iniciar el viaje hacia Annuvin.

Mientras los demás abandonaban la estancia, Taran fue hasta Ellidyr y le tendió la mano.

—En esta misión no debemos ser enemigos.

—Tú eres quien lo dice —le respondió Ellidyr—. No tengo el menor deseo de actuar como un siervo junto a un porquerizo insolente. Soy hijo de un rey. Y tú, ¿de quién eres hijo? Así que te has enfrentado a los Nacidos del Caldero —se burló —. Y junto a Gwydion, ¿eh? No pierdes ninguna oportunidad de repetirlo.

—Tú fanfarroneas de tu linaje —replicó Taran—. Yo me enorgullezco de mis compañeros.

—Tu amistad con Gwydion no te servirá de escudo contra mí —dijo Ellidyr—. Que te favorezca cuanto le venga en gana… Pero óyeme bien: cuando estés en mi grupo cumplirás con tus tareas.

—Sí, cumpliré con ellas —respondió Taran, sintiendo nacer la ira en su interior—. Ya veremos si tú cumples con las tuyas tan valerosamente como hablas.

Adaon se había acercado a ellos.

—Tened calma, amigos —dijo riendo—. Había pensado que la batalla era con Arawn, no entre nosotros.

Aunque había hablado sin levantar la voz, su tono tenía la firmeza de quien sabe mandar. Sus ojos fueron de Taran a Ellidyr.

—Las vidas de los demás reposan en las palmas de nuestras manos, no en nuestros puños apretados —prosiguió.

Taran bajó la cabeza. Ellidyr, envolviéndose en su capa remendada, abandonó la habitación sin decir palabra. Taran iba a salir, siguiendo los pasos de Adaon, cuando Dallben le llamó, haciéndole volver.

—Los dos tenéis la sangre demasiado caliente —observó el mago—. He estado intentando decidir cuál de los dos es más duro de mollera y no es asunto fácil —añadió, bostezando —. Tendré que meditarlo.

—Ellidyr dijo la verdad —le contestó sombríamente Taran—. ¿De quién soy hijo? No tengo más nombre que éste que tú me diste. Ellidyr es un príncipe…

—Puede que sea un príncipe —dijo Dallben—, pero puede también que no sea tan afortunado como tú. Es el hijo más joven del viejo Pen-Llarcau, que reina en el norte; sus hermanos mayores han heredado los escasos restos de la fortuna familiar, y creo que en estos momentos ya nada queda de esa fortuna. Ellidyr sólo tiene su nombre y su espada, aunque debo admitir que no muestra gran sabiduría en la utilización de ninguna de las dos cosas.

»Sin embargo —prosiguió Dallben—, estos problemas suelen acabar siempre arreglándose por sí solos. Oh, antes de que lo olvide…

Con la túnica revoloteando alrededor de sus flacas piernas, Dallben fue hasta un enorme arcón, lo abrió con una vieja llave y alzó la tapa. Se inclinó sobre él y empezó a rebuscar entre su contenido.

—Debo confesar que me invade cierto número de preocupaciones y malos presentimientos —dijo—, los cuales no es posible que te interesen. Por lo tanto, no te abrumaré con ellos. Por otra parte, hay algo que estoy seguro de que sí te interesará. Y, si a eso vamos, también constituirá para ti un peso abrumador.

Dallben se irguió de nuevo y se volvió hacia Taran. En sus manos sostenía una espada.

Taran sintió que el corazón le daba un brinco. Cogió el arma ansiosamente, con las manos tan temblorosas que estuvo a punto de caérsele. Ni la vaina ni la empuñadura tenían el menor adorno: todo el arte de la espada se hallaba en sus proporciones y su equilibrio. Aunque era muy antigua, su metal brillaba con una luz clara y sin mácula, y la misma sencillez de sus líneas encerraba la hermosura de la auténtica nobleza. Taran le hizo una profunda reverencia a Dallben y, tartamudeando, le dio las gracias.

Dallben sacudió la cabeza.

—Que debas darme las gracias o no —dijo—, eso es algo que aún está por ver. Úsala con sabiduría —añadió—. Mi única esperanza es que no tengas ninguna razón para utilizarla.

—¿Cuáles son sus poderes? —le preguntó Taran, con los ojos ardiendo de emoción—. Debo saberlo ahora, para…

—¿Sus poderes? —le replicó Dallben con una triste sonrisa—. Mi querido muchacho, se trata de un trozo de metal que ha sido golpeado con un martillo hasta darle una forma más bien poco atractiva. Mejor habría quedado como azada para el huerto o como reja de un arado. ¿Sus poderes? Como todas las armas, son únicamente los de quien la esgrime. En cuanto a cuáles puedan ser los tuyos, debo confesar mi ignorancia al respecto.

»Será mejor que nos despidamos ahora —acabó, posando su mano sobre el hombro de Taran.

Por primera vez Taran se dio cuenta de lo viejo que era el rostro del mago y de cómo las preocupaciones lo habían llenado de arrugas.

—Prefiero no volver a verte antes de la partida —prosiguió Dallben—. Ah, las partidas son algo de lo que muy alegremente prescindiría… Además, luego tu cabeza estará demasiado ocupada con otros asuntos y se te olvidaría todo lo que pudiera decirte. Ahora vete e intenta convencer a la princesa Eilonwy de que te la ciña. Ya que tienes espada —suspiró—, supongo que harás bien cumpliendo con el resto de las formalidades.

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