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Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

El caldero mágico (22 page)

BOOK: El caldero mágico
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El caldero tembló como un ser vivo. Taran gritó nuevamente el nombre de Ellidyr, lleno de pena y horror. Trató de llegar hasta el Crochan, pero un segundo después un estampido más fuerte que el trueno resonó sobre el claro. Los árboles sin hojas temblaron pese a sus raíces, y sus ramas se retorcieron como presas de una insoportable agonía; mientras el aire se llenaba de ecos y un remolino de vientos salvajes aullaba en el cielo, el caldero se hendió de parte a parte, haciéndose luego mil pedazos. Al caer los fragmentos al suelo apareció el cuerpo sin vida de Ellidyr.

Entonces un corcel brotó como una exhalación de la espesura. Sobre él iba el rey Smoit, con la espada desenvainada; un alarido de guerra brotaba de sus labios. Detrás del pelirrojo monarca venía un torrente de jinetes que se lanzaron sobre los hombres de Morgant, y en el tumulto del combate Taran vislumbró durante un segundo un corcel blanco que galopaba hacia adelante.

—¡Gwydion! —gritó Taran.

Cuando intentaba llegar hasta él, vio a Coll: el viejo y fornido guerrero había desenvainado ya su espada y repartía con ella potentes golpes. Gwystyl, con Kaw aferrado a su hombro, apareció también y se lanzó a la contienda.

Con un grito de rabia, el rey Smoit fue directamente hacia Morgant, que alzó su espada para dirigir un feroz mandoble al corcel que se le venía encima. Smoit desmontó de un salto y dos guerreros de Morgant corrieron a interponerse entre él y su señor. Pero Smoit les abatió en unos segundos con dos poderosas estocadas y siguió avanzando.

Con unos ojos desorbitados que parecían echar fuego y con la boca retorcida en una mueca bestial, Morgant luchó salvajemente entre los fragmentos del caldero, como si incluso ahora quisiera desafiar a todos y reclamarlos para sí. Su espada se había partido ante el acero de Smoit; a pesar de ello, Morgant seguía blandiendo el fragmento embotado y golpeaba con él, y un rictus de odio y arrogancia helaba sus rasgos. Su mano no soltó la espada manchada de sangre ni siquiera al morir.

Los guerreros de Morgant habían muerto o estaban ya prisioneros cuando la voz de Gwydion se alzó para ordenar el cese del combate. Taran avanzó tambaleándose hasta llegar a Ellidyr e intentó levantarle.

—La bestia negra ha desaparecido, Príncipe de Pen-Llarcau —murmuró, inclinando la cabeza llena de dolor.

Detrás de Taran resonó un agudo relincho que le hizo volverse. Era Islimach, que había logrado soltarse y ahora permanecía inmóvil junto al cadáver de su amo. La yegua alzó su larga y delgada cabeza, agitando sus crines, giró en redondo y partió al galope.

Taran, que había comprendido la expresión enloquecida de sus ojos, lanzó un grito y corrió tras ella. Islimach se metió en la espesura mientras Taran intentaba alcanzarla para coger sus riendas, pero la yegua, en su veloz carrera, había llegado ya a un barranco. Ni siquiera entonces aflojó el paso: con un potente salto, Islimach se lanzó por él. Pareció colgar inmóvil un instante en el aire y cayó luego hacia las rocas del fondo. Taran se cubrió el rostro con las manos y regresó al claro.

Los cuerpos del rey Morgant y de Ellidyr yacían uno junto a otro, y los jinetes del rey Smoit cabalgaban a su alrededor en un lento y melancólico círculo funerario. Gwydion, que se mantenía aparte, se apoyaba con aspecto cansado en Drynwyn, la espada negra: su cabeza de león colgaba abatida y su rostro curtido por las batallas estaba lleno de pena. Taran fue hacia él y se quedó inmóvil, mirándole en silencio.

Pasado un tiempo, Gwydion alzó la cabeza y habló.

—Fflewddur me ha contado todo lo que os ocurrió. Siento un gran dolor porque Coll y yo tardáramos tanto en encontraros, pero sin el rey Smoit y sus guerreros me temo que no habríamos logrado vencer. La impaciencia le dominó y fue en nuestra busca. Si hubiera podido mandarle un mensaje, le habría hecho acudir hace mucho tiempo. Doy gracias por esa impaciencia…

»Y también a ti debo estarte agradecido, Aprendiz de Porquerizo —añadió—. El Crochan está destruido y con él también el poder de Arawn para aumentar las filas de sus Nacidos del Caldero. Es una de las derrotas más graves que Arawn ha sufrido…, pero sé qué precio has pagado por ella.

—Fue Ellidyr quien pagó finalmente el precio —dijo lentamente Taran—. El honor es suyo. —Luego le habló de Islimach y añadió—. Al final lo perdió todo, incluso su montura.

—Quizá lo haya ganado todo —respondió Gwydion—, y su honor se vea ahora asegurado para siempre. Alzaremos un túmulo en memoria suya y también Islimach reposará a su lado, pues ahora los dos se encuentran en paz. Los muertos de Smoit serán igualmente honrados y se levantará otro túmulo sobre el cuerpo de Morgant, rey de Madoc.

—¿Morgant? —le preguntó Taran, contemplando perplejo a Gwydion —.¿Cómo puede haber honras para un hombre tal?

—Es fácil juzgar el mal cuando se presenta en su estado puro —le replicó Gwydion—, pero por desgracia en la mayoría de nosotros el bien y el mal están entrelazados como la estrecha urdimbre de las hebras en el telar. Haría falta una sabiduría mayor que la mía para juzgarle.

»El rey Morgant sirvió bien durante largo tiempo a los Hijos de Don —siguió diciendo —. Hasta que la sed del poder resecó su garganta, fue un señor noble e intrépido: más de una vez salvó mi vida en la batalla. Todo eso es parte de él y no puede ser olvidado o apartado fácilmente a un lado.

»De tal modo, honraré a Morgant por lo que fue —dijo Gwydion—, y a Ellidyr, Príncipe de Pen-Llarcau, por lo que llegó a ser.

Taran encontró a sus compañeros junto a los pabellones de Morgant. Gracias a los cuidados de Eilonwy, Gurgi se había recobrado ya y su aspecto era sólo un poco más revuelto que el de costumbre.

—Mi pobre y tierna cabeza está llena de dolores y clamores —dijo Gurgi a Taran con una sonrisa algo tristona—. Gurgi siente mucho no haber podido pelear junto a su amable amo. ¡Él habría abatido a los malvados guerreros, oh, sí!

—Ya hemos tenido batallas suficientes —dijo Eilonwy—. He logrado recuperar tu espada —le dijo a Taran, tendiéndole el arma—, pero a veces deseo que Dallben no te la hubiera regalado nunca. Siempre acaba ocasionando problemas.

—Oh, yo creo que nuestros problemas han terminado —afirmó Fflewddur, sosteniendo cuidadosamente su brazo herido —. Esa horrible y vieja tetera se ha hecho pedacitos…, gracias a Ellidyr —añadió tristemente—. Los bardos cantarán nuestras hazañas… y la suya.

—Eso no me importa —gruñó Doli, frotándose las orejas, que sólo ahora empezaban a recobrar su color natural—. No quiero que nadie, ni siquiera Gwydion, invente otro plan para el que sea necesaria mi invisibilidad.

—El buen Doli… —dijo Taran—. Cuanto más gruñes, más contento estás en realidad.

—El buen Doli… —replicó el enano—. ¡Buf!

Taran vio a Coll y al rey Smoit descansando bajo un roble. Coll se había quitado el casco y, aunque lleno de golpes y heridas, cuando vio a Taran le rodeó con sus brazos; su rostro irradiaba alegría y hasta su calva coronilla parecía brillar de contento.

—No pudimos encontrarnos tan pronto como esperábamos —le dijo Coll con un guiño—, pues he oído que anduviste muy ocupado con otros asuntos.

—¡Por mi cuerpo y mi sangre! —rugió Smoit, asestándole a Taran una potente palmada en la espalda—. La última vez me pareciste un conejo despellejado pero ahora… ¡ahora el conejo se ha esfumado y tan sólo quedan piel y huesos!

Un ronco graznido hizo callar al rey pelirrojo. Taran se volvió, sorprendido, y vio a Gwystyl, que permanecía sentado y apartado de todos con aire mohíno. Sobre su hombro estaba Kaw, que no paraba de dar saltos y movía la cabeza sumamente complacido.

—Ah, otra vez tú —observó Gwystyl, suspirando cansadamente al ver que Taran se le acercaba—. Bueno, espero que no pienses culparme por lo sucedido. Ya te lo advertí. De todos modos, lo hecho hecho está y no tiene sentido quejarse por ello. No, no sirve absolutamente de nada…

—No lograrás engañarme de nuevo, Gwystyl del Pueblo Rubio —dijo Taran—. Sé quién eres y el valeroso servicio que nos has prestado.

Kaw graznó jubiloso mientras Taran le alisaba las plumas y le rascaba bajo el pico.

—Adelante —dijo Gwystyl—, póntelo en el hombro. Eso es lo que desea. En realidad, puedes quedártelo: es un regalo y le acompaña el agradecimiento del Pueblo Rubio, pues también tú nos has rendido un gran servicio. No estábamos tranquilos con todo ese jaleo sobre el Crochan: nunca se sabe lo que puede ocurrir… Sí, sí, cógelo —añadió Gwystyl con un suspiro melancólico—. Se ha encaprichado realmente de ti… No importa. Pienso abandonar mi costumbre de domesticar cuervos para siempre.

—¡Taran! —graznó Kaw.

—Pero vuelvo a decirte que no le hagas el menor caso —le advirtió Gwystyl—. La mayor parte de las veces habla sólo para oírse a sí mismo…, como muchas otras personas que podría mencionar. El secreto es: no le escuches nunca. No sirve de nada, realmente de nada…

Después de que los túmulos hubieron sido levantados, Gwystyl regresó a su puesto de vigilancia. Los compañeros, el rey Smoit y sus jinetes abandonaron el claro y encaminaron sus monturas hacia el río Avren. En las alturas, oscureciendo el cielo con sus alas, se veían interminables bandadas de gwythaints que se retiraban hacia Annuvin. No había la menor señal de Cazadores, y Gwydion opinaba que, enterado Arawn de la destrucción del Crochan, los había mandado llamar de nuevo a sus dominios.

Los compañeros cabalgaron, aunque no triunfantes y alegres, sino más bien pensativos. También el corazón del rey Smoit estaba dolorido, pues había perdido a muchos guerreros.

Taran iba junto a Gwydion a la cabeza de la columna, con Kaw en el hombro. El sendero se abría paso lentamente a través de colinas ricamente vestidas con los colores del otoño; Taran guardó silencio durante un largo rato.

—Es extraño —acabó diciendo al fin—. Había anhelado entrar en el mundo de los hombres y ahora veo que está lleno de penalidades, crueldad y traiciones, y que en él abundan demasiado quienes serían capaces de acabar con todo lo que les rodea.

—Pese a todo debes entrar en él —le respondió Gwydion—, pues tal es el destino que se nos ha impuesto a todos y cada uno de nosotros. Es cierto que has visto todas esas cosas, pero también existen en igual proporción el amor y la alegría. Piensa en Adaon y me creerás.

»Piensa también en tus compañeros. Habrían dado lo que más apreciaban a causa de su amistad hacia ti: a decir verdad, lo habrían dado todo.

Taran asintió.

—Ahora veo que en realidad pagué un precio muy bajo por todo, pues el broche no fue nunca realmente mío. Lo llevé durante un tiempo, mas no era parte de mí. Doy gracias por haberlo tenido conmigo durante ese tiempo, pues al menos pude aprender, en ese breve lapso, lo que siente un bardo y qué debe hacer un héroe.

—Por eso fue tan difícil tu sacrificio —dijo Gwydion—. Escogiste ser un héroe no a través de los encantamientos sino mediante tu propia hombría; ahora que has elegido de tal modo, para bien o para mal, debes correr los riesgos de un hombre. Puede que venzas y puede que seas derrotado: el tiempo lo decidirá.

Habían llegado ya al valle del Ystrad. En ese instante Gwydion detuvo su corcel de crines doradas.

—Melyngar y yo debemos volver a Caer Dathyl —le dijo— para contárselo todo al rey Math. Tú le dirás a Dallben lo sucedido, pues, ciertamente, esta vez sabes tú mucho más de los acontecimientos que yo.

«Parte sin dilación —siguió Gwydion tendiéndole la mano—. Tus camaradas te aguardan y ya sé lo ansioso que está Coll por preparar su huerto antes de la llegada del invierno. Adiós, Taran, Aprendiz de Porquerizo… y amigo mío.

Gwydion agitó la mano una vez más en señal de adiós y cabalgó en dirección norte. Taran permaneció allí hasta perderle de vista y luego hizo volver grupas a Melynlas para encontrarse con los sonrientes rostros de sus compañeros.

—De prisa —exclamó Eilonwy—. Hen Wen estará esperando con impaciencia su baño. Y me temo que Gurgi y yo nos fuimos con tal prisa que la cocina habrá quedado algo revuelta. ¡Eso es peor que empezar un viaje y olvidarse de los zapatos!

Taran galopó hacia ellos.

Lloyd Alexander(1924), nació en Filadelfia y, después de servir en el Servicio de Inteligencia durante la segunda guerra mundial, completó sus estudios en Francia, en la Sorbona de París. Casado con una parisina, volvió a Filadelfia y desempeño diversos trabajos relacionados con el mundo editorial hasta establecer su carrera como escritor. Ha publicado diversas obras de ensayo y ficción entre las que figuran las
Crónicas de Prydain
, compuestas por
The Book of Three
(1964),
The Black Cauldron
(1965),
The Castle of Llyr
(1966),
Taran Wanderer
(1967) y
The High King
(1968).

Notas

[1]
Juego de palabras intraducible, ya que, en inglés, seta (
toadstool
) se compone de dos palabras
toad
(sapo) y
stool
(taburete o escabel), con lo que puede entenderse también por algo así como «taburete para sapos». (N. del T.)
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