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Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

El caldero mágico (16 page)

BOOK: El caldero mágico
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—Oh, podríamos intentarlo —musitó Orgoch. Orddu lanzó un suspiro lleno de paciencia.

—Muy bien, gansitos míos. Hemos hecho nuestras sugerencias y ahora estamos dispuestas a escuchar las vuestras. Pero tened bien en cuenta que el intercambio debe ser justo y ha de consistir en algo que valoréis tanto como el Crochan.

—Yo tengo en gran aprecio mi espada —dijo Taran—. Es la primera que he tenido y, además, es un regalo de Dallben. La perdería gustosamente si fuera a cambio del Crochan.

Empezó a quitársela del cinto, pero Orddu le detuvo con un gesto; por su expresión, parecía claro que no les interesaba nada la oferta de Taran.

—¿Una espada? —dijo, meneando la cabeza—. No, patito mío, caramba que no… Tenemos ya tantas…, de hecho, tenemos demasiadas. Y algunas de ellas son armas famosas que pertenecieron a grandes guerreros.

—Entonces —dijo Taran sin vacilar—, os ofrezco a Lluagor. Es una montura de gran nobleza —vio como Orddu fruncía el ceño y se calló, sin saber qué decir—. O… —añadió de mala gana—, también está mi caballo, Melynlas, hijo de Melyngar, la montura del mismísimo príncipe Gwydion. No hay corcel más seguro ni veloz. Le aprecio más que a cualquier otro…

—¿Caballos? —dijo Orddu—. No, eso no sirve. Es una molestia darles de comer y tener que estar siempre cuidándolos. Además, teniendo aquí a Orgoch es muy difícil conservar ninguna mascota.

Taran se quedó callado unos instantes. Su rostro palideció al pensar de pronto en el broche de Adaon, y se llevó la mano al cuello con un ademán protector.

—Todo lo que me resta es… —empezó a decir lentamente.

—¡No, no! —gritó Gurgi abriéndose paso hacia la bruja con la alforja en la mano—. ¡Coged el gran tesoro de Gurgi! ¡Coged la bolsa del morder y el mascar!

—Nada de comida —dijo Orddu —, eso tampoco sirve. La única de las tres que siente algún interés por la comida es Orgoch, y estoy segura de que en vuestra alforja no hay nada capaz de tentarla.

Gurgi se quedó mirando a Orddu con aire alicaído.

—Pero es todo lo que el pobre Gurgi tiene para dar —dijo, extendiendo nuevamente la alforja.

La bruja sonrió, meneando la cabeza. Gurgi dejó caer las manos a los costados, con los hombros repentinamente encorvados, y se apartó de ella abatido.

—Deben gustaros las joyas —dijo rápidamente Eilonwy. Se sacó el anillo del dedo y se lo ofreció a Orddu —. Es muy bonito —dijo Eilonwy—, me lo dio el príncipe Gwydion. ¿Veis la piedra? Fue tallada por el Pueblo Rubio.

Orddu cogió el anillo y se lo acercó a los ojos, bizqueando terriblemente.

—Bonito, bonito —dijo—. Muy lindo. Casi tan lindo como tú, corderita mía. Pero es mucho más antiguo. No, me temo que no. Tenemos también montones de anillos, y la verdad es que ya no deseamos tener más: guárdalo, pollita. Puede que algún día lo encuentres útil, pero estoy segura de que nosotras no sabríamos qué hacer con él.

Le devolvió el anillo a Eilonwy y ésta, tristemente, se lo puso de nuevo en el dedo.

—Tengo otra cosa que aprecio como un tesoro —prosiguió Eilonwy. Metió la mano entre los pliegues de su capa y sacó de ella la esfera dorada—. Mirad — dijo, haciéndola girar entre sus dedos para que despidiera su brillante luz —. Es mucho mejor que una simple luz —les dijo—. Con ella se ven las cosas distintas, más claras…, es muy útil.

—Oh, qué detalle tan dulce ofrecérnosla —dijo Orddu —. Pero ¿ves?, es otra cosa que realmente no necesitamos.

—¡Señoras, señoras! —exclamó Fflewddur—. Habéis dejado que se os escapara la posibilidad de hacer un excelente negocio. —Dio un paso adelante y cogió el arpa que llevaba al hombro—. Puedo entender perfectamente que las alforjas de comida y todo lo demás no os interese, claro, pero os pido que consideréis un poco este arpa. Vivís muy solas en este lúgubre pantano —prosiguió —, y un poco de música debería sentaros a las mil maravillas.

»El arpa prácticamente toca sola —continuó diciendo.

Apoyó el instrumento bellamente esculpido en su hombro y, rozando apenas las cuerdas, hizo que el aire se llenara de un prolongado y hermoso acorde.

—¿Habéis visto? —exclamó el bardo—. ¡No hay nada que se le pueda comparar!

—¡Oh, es muy linda! —murmuró Orwen con aire pensativo—. Y, claro, hay que pensar en las canciones que podríamos interpretar para distraernos…

Orddu examinó de cerca el arpa.

—Veo que hay unas cuantas cuerdas que han sido anudadas hace poco. ¿Quizá la humedad las ha afectado?

—No, no se trata exactamente de la humedad —dijo el bardo—. Conmigo tienen tendencia a romperse frecuentemente. Pero sólo cuando…, bueno, cuando exagero un poco los hechos para darles color. Estoy seguro, señoras mías, de que vosotras no tendréis tal problema.

—Puedo entender muy bien que la aprecies —dijo Orddu—. Pero si queremos música, siempre podemos hacer venir a unos cuantos pájaros. No, pensándolo bien, sería bastante molesto tener que mantenerla afinada y todas esas cosas…

—¿Estáis seguros de no tener nada más? —les preguntó Orwen esperanzada.

—Eso es todo —le respondió el bardo, decepcionado—, absolutamente todo. A menos que deseéis quitarnos las capas que llevamos sobre los hombros…

—¡Oh, por supuesto que no! —dijo Orddu—. No estaría bien que unos patitos como vosotros fueran por ahí sin nada para taparse. Os moriríais de frío y entonces, ¿de qué iba a serviros el Crochan?

»Lo siento terriblemente, gallinitas mías —prosiguió Orddu—. A decir verdad, parece que no tenéis nada capaz de interesarnos. Muy bien, entonces nos quedaremos el Crochan y vosotros seguiréis vuestro camino.

15. El Crochan Negro

—Adiós, lechucitas —dijo Orddu, volviéndose hacia la cabaña—. Es una pena que no hayáis podido hacer ningún trato con nosotras. Pero eso…, bueno, así son las cosas. Iros volando a vuestro nidito y dadle muchos recuerdos cariñosos de nuestra parte al pequeño Dallben.

—¡Esperad! —gritó Taran, lanzándose tras ella.

Eilonwy, que se dio cuenta de lo que pensaba hacer, le cogió del brazo e intentó protestar. Taran la apartó suavemente. Orddu se detuvo y se volvió a mirarle.

—Hay… hay otra cosa más —dijo Taran en voz muy baja. Irguió el cuerpo y tragó aire—. El broche que llevo, el regalo de Adaon, Hijo de Taliesin.

—¿Un broche? —dijo Orddu, contemplándole con curiosidad—. ¿Un broche, de veras? Sí, eso podría ser más interesante. Quizá fuera lo apropiado… Tendrías que haberlo mencionado antes.

Taran alzó la cabeza y sus ojos se encontraron con los de Orddu. En ese momento tuvo la sensación de que no había nadie más con ellos. Se llevó la mano lentamente a la garganta y sintió que el poder del broche se agitaba en su interior.

—Habéis estado jugando con nosotros, Orddu —murmuró—. Visteis que llevaba el broche de Adaon cuando llegamos aquí y reconocisteis muy bien lo que era.

—¿Importa eso? —le replicó Orddu —. Sigue siendo cosa tuya decidir si quieres usarlo para hacer el trato o no. Sí, conocemos bien el broche. Menwy, Hijo de Teirgwaedd, el primer bardo, lo creó hace mucho tiempo.

—Podríais habernos matado —murmuró Taran—, y tomar luego el broche. Orddu le sonrió con tristeza.

—¿No lo entiendes aún, pobre gallinita? Al igual que ocurre con el conocimiento, la verdad y el amor, el broche debe ser entregado voluntariamente o su poder desaparece. Ah, y realmente está lleno de poder… También debes entender eso, ya que Menwy el bardo puso en él un potente hechizo y lo llenó de sueños, sabiduría y visiones. Con ese broche, un patito como tú podría ganar muchas glorias y honores. ¿Quién podría decir hasta dónde llegaría? Sería capaz de rivalizar con los héroes de Prydain…, con todos, incluso con Gwydion, príncipe de Don.

«Piénsalo bien, patito —dijo Orddu—. Una vez que lo hayas entregado, ya no volverá nunca más a ti. ¿Quieres realmente cambiarlo por un caldero maligno que pretendes destruir?

Mientras sostenía el broche, Taran recordó con amarga claridad todas las alegrías que había tenido viendo y oliendo por medio de él: las gotas de rocío sobre la telaraña, cómo había logrado salvar a sus compañeros de la avalancha, el modo en que Gurgi había alabado su sabiduría, los ojos admirados de Eilonwy y cómo Adaon le había confiado el broche… Una vez más sintió que en su interior se agitaba el orgullo nacido de la fuerza y la sabiduría. Inmóvil a sus pies, el horrible caldero parecía burlarse de él.

Taran asintió, casi incapaz de hablar.

—Sí —dijo agotado—, haré ese trato.

Se quitó lentamente el broche del cuello y, cuando dejó caer el trozo de hierro en la mano extendida de Orddu, fue como si en su corazón chispeara una luz para morir en seguida, casi arrancándole un grito de angustia.

—¡Hecho, gallinita mía! —gritó Orddu —. ¡El broche por el Crochan!

Sus compañeros permanecían a su alrededor, silenciosos y con el rostro abatido. Taran apretó los puños.

—El Crochan es nuestro —dijo, clavando los ojos en el rostro de Orddu —. ¿No es así? ¿Es nuestro y podemos hacer con él lo que nos plazca?

—Pues claro que sí, querido pajarillo mío —dijo Orddu —. Nosotras nunca rompemos un trato. Es vuestro por completo y de ello no cabe duda alguna.

—En vuestro establo vi martillos y barras de hierro —dijo Taran—. ¿Nos dejaréis usarlas? O… —añadió con amargura— ¿debemos pagar aún otro precio por ellas?

—Usadlas, usadlas, no faltaría más —le replicó Orddu —. Digamos que eso forma parte del trato, y debemos admitir que eres un polluelo muy osado al hablar así.

Taran llevó a sus compañeros hasta el establo y una vez allí se detuvo.

—Comprendo muy bien lo que pensabais hacer —les dijo en voz baja y calmada, estrechándoles las manos uno a uno—. Todos habríais entregado vuestro mayor tesoro por mí. Me alegro de que Orddu no cogiera tu arpa, Fflewddur — añadió—. Sé que sin tu música serías mucho más desgraciado que yo sin mi broche. Y tú, Gurgi, jamás debiste intentar sacrificar tu comida por mí. Eilonwy, tu anillo y tu juguete son demasiado hermosos y útiles como para cambiarlos por un feo Crochan.

»Ahora —dijo Taran—, todas esas cosas son doblemente preciosas. Y vosotros también lo sois, pues habéis demostrado ser los mejores camaradas que se puede tener. —Cogió un pesado martillo que había apoyado en la pared—. Venid ahora, amigos, pues debemos terminar una tarea.

Armados con cuñas y barras de hierro, los compañeros regresaron presurosos y, mientras las tres brujas les contemplaban, Taran levantó su martillo y lo dejó caer luego con todas sus fuerzas sobre el Crochan.

El martillo rebotó y el caldero resonó como una lúgubre campana que anuncia el desastre, sin que se hubiera formado en él ni una grieta. Lanzando un grito de ira, Taran golpeó de nuevo; también el bardo y Eilonwy descargaban sobre el caldero una lluvia de golpes y Gurgi lo atacaba con su barra de hierro.

Pese a todos sus esfuerzos, en el caldero no apareció ni la más leve señal. Empapado en sudor, Taran, agotado, se apoyó sobre el martillo y se limpió el rostro con la mano.

—Oh, gansitos, debisteis decirnos antes lo que pretendíais hacer —exclamó Orddu —. Ya sabréis que al Crochan no se le puede hacer eso…

—El caldero nos pertenece —le replicó Eilonwy—. Taran ha pagado más que suficiente por él. ¡Si queremos hacerlo pedazos, es cosa nuestra!

—Naturalmente —dijo Orddu —, y tenéis toda la libertad del mundo para darle martillazos y patadas desde ahora hasta que los pájaros vuelvan a sus nidos. Pero, mis tontos gansitos, nunca lograréis destruir el Crochan de ese modo. ¡No, caramba, lo estáis haciendo muy mal!

Gurgi, que iba a meterse en el Crochan para atacar el metal desde dentro, se detuvo a escuchar.

—Dado que el Crochan es vuestro —prosiguió Orddu—, tenéis derecho a saber cómo es posible destruirlo. Sólo hay una forma, aunque es muy cómoda, limpia y sencilla…

—Entonces, ¡dinos cuál es! —gritó Taran—. ¡Así podremos acabar con este objeto maligno!

—Alguien debe meterse dentro de él —dijo Orddu —, y cuando lo haga el Crochan se quebrará en mil pedazos. Pero —añadió— debo deciros que ese modo de acabar con el caldero tiene una faceta muy desagradable…: el pobre patito que entre en él jamás volverá a salir vivo de su interior.

Con un chillido de pánico, Gurgi dio un salto para apartarse del caldero y echó a correr hasta hallarse a buena distancia. Una vez se consideró a salvo, blandió furioso su barra de hierro y amenazó al Crochan con el puño.

—Sí —dijo Orddu, sonriendo—, ése es el modo. El Crochan sólo os costó un broche, pero destruirlo costará una vida. Y no sólo eso: quien entregue su vida al Crochan debe hacerlo voluntariamente y sabiendo muy bien el precio que paga.

»Y ahora, gallinitas mías —prosiguió—, debemos despedirnos. Orgoch tiene un sueño terrible. Nos habéis hecho levantar muy temprano, ¿comprendéis? Adiós, adiós.

Agitó su mano y, seguida por las otras dos brujas, entró en la cabaña.

— ¡Alto! —gritó Taran—. Dime…, ¿no hay otro modo? —le suplicó, corriendo hasta la puerta.

Orddu asomó la cabeza un momento.

—No hay otro modo, gallinita mía —le dijo, y por primera vez había una sombra de compasión en sus palabras.

La puerta se cerró con un fuerte golpe delante de Taran. En vano la golpeó con los puños: las brujas no le contestaron y hasta la ventana se oscureció de repente con una niebla negra e impenetrable.

—Cuando Orddu y sus amigas se despiden lo hacen a conciencia —señaló el bardo—. Dudo que volvamos a verlas —añadió, con el rostro mucho más alegre—, Y ésa es la mejor noticia que me han dado en lo que llevamos de mañana.

Taran, agotado, dejó caer su martillo al suelo.

—Tiene que haber alguna otra posibilidad a nuestro alcance —dijo—. No podemos destruir el Crochan y no podemos correr el riesgo de perderlo…

—Escondámoslo —sugirió Fflewddur—. Enterrémoslo…; y yo diría que lo hagamos tan pronto como podamos. Puedes estar bien seguro de que no encontraremos a nadie con ganas de saltar ahí dentro y destruir el caldero para hacernos un favor.

Taran sacudió la cabeza.

—No podemos esconderlo. Tarde o temprano Arawn lo encontraría, y todos nuestros esfuerzos habrían sido en vano. Dallben sabrá qué hacer — prosiguió —. Sólo él posee la sabiduría necesaria para ocuparse del caldero. Gwydion había planeado llevar el Crochan a Caer Dallben y ahora ésa debe ser nuestra misión.

Fflewddur asintió.

—Supongo que eso será lo más seguro. Pero este armatoste es enorme e incómodo: no logro imaginarme a nosotros cuatro llevándolo por los senderos de la montaña…

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