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Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

El caldero mágico (9 page)

BOOK: El caldero mágico
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«Además —prosiguió Eilonwy—, Gwydion nos ordenó reunimos con él en Caer Cadarn, y si todas las tonterías que he estado oyendo no me han agujereado la memoria, no dijo ni una sola palabra acerca de ir en la dirección opuesta.

—No lo comprendes —le replicó Taran—. Cuando nos dijo que debíamos reunimos con él pensaba planear un nuevo modo de conseguir el caldero. No sabía que nosotros íbamos a encontrarlo.

—En primer lugar —dijo Eilonwy—, no hemos encontrado el caldero.

—¡Pero sabemos dónde está! —exclamó Fflewddur—. ¡Y eso es lo mismo!

—Y en segundo lugar —prosiguió Eilonwy sin hacer caso del bardo—, si ahora sabemos algo sobre él, lo más inteligente es buscar a Gwydion y decírselo.

—Eso tiene sentido —afirmó Doli—. Ya tendremos bastantes problemas para llegar a Caer Cadarn, sin que encima nos enredemos persiguiendo una quimera y chapoteando entre ciénagas. Debéis escucharle. Aparte de mí mismo, es la única persona aquí presente con cierta idea sobre lo que debemos hacer.

Taran vaciló.

—Es posible —dijo unos instantes después—. Quizá fuera más sabio volver con Gwydion. El rey Morgant y sus guerreros serían un buen refuerzo.

Pronunciar tales palabras le costó bastante; en lo más hondo de su mente sentía el anhelo de encontrar el caldero y llevárselo en triunfo a Gwydion. Sin embargo, no podía negar que Eilonwy y Doli habían propuesto el plan más seguro.

—Por lo tanto, me parece que… —empezó a decir.

Sin embargo, antes de que hubiera tenido tiempo para declararse de acuerdo con Doli, Ellidyr avanzó hacia el fuego, abriéndose paso entre ellos con brusquedad.

—Porquerizo —dijo Ellidyr—, has elegido bien. Vuelve con tus amigos y separémonos ahora mismo.

—¿Separarnos? —le preguntó Taran, perplejo.

—¿Piensas acaso que voy a volver ahora, con la recompensa casi en las manos? —dijo fríamente Ellidyr—. Sigue tu camino, porquerizo, que yo seguiré el mío…, hacia los mismísimos pantanos de Morva. Esperadme en Caer Cadarn — añadió Ellidyr con una sonrisa despectiva—. Calienta tu valor junto al fuego. Yo llevaré hasta allí el caldero.

Una llamarada de furia brilló en los ojos de Taran al oír las palabras de Ellidyr. La sola idea de que fuera él quien encontrara el caldero le resultaba intolerable.

—¡Hijo de Pen-Llarcau, calentaré mi valor en el fuego que yo elija! — exclamó—. Los demás podéis volver, si tal es vuestro deseo. Fui un estúpido al prestar oídos a las ideas de una muchacha.

Eilonwy lanzó un chillido furioso y Doli levantó la mano para protestar, pero Taran le hizo callar con un gesto. Ahora, desvanecido el primer impulso de su ira, se encontraba más calmado.

—Esto no es una competición de coraje —dijo—. Sería doblemente estúpido por mi parte y por la vuestra permitir que esa pulla ociosa nos cegara. Al menos, eso es algo que he aprendido de Gwydion. Pero hay otra cosa: en estos mismos instantes, Arawn está buscando el caldero. No podemos correr ningún riesgo perdiendo el tiempo necesario para buscar ayuda. Si encuentra el caldero antes de que lo hagamos nosotros…

—¿Y si no lo encuentra? —le interrumpió Doli—. ¿Sabes acaso si él conoce su paradero? Y si no lo conoce, ¿cuánto tardará en descubrirlo? ¡Apuesto a que le costará lo suyo, por muchos Nacidos del Caldero, Cazadores, gwythaints y demás cosas que tenga! Cualquier cabeza dura puede ver que hay riesgos en cada una de las alternativas. Pero si me pides una opinión, es más arriesgado meterse de cabeza en los pantanos de Morva.

—Y tú, Taran de Caer Dallben —dijo Eilonwy—, lo único que haces es buscar excusas para poner en práctica alguna idea fruto de tu cabeza de chorlito. Has estado hablando y hablando y te has olvidado de una cosa. No eres tú quien debe decidir; y tú tampoco, Ellidyr. Si no estoy confundida, los dos estáis a las órdenes de Adaon.

Taran se ruborizó ante las palabras de Eilonwy.

—Perdóname, Adaon —dijo, inclinando la cabeza—. No pretendía desobedecer tus órdenes. La elección es tuya.

Adaon, que había estado escuchando en silencio junto al fuego, sacudió la cabeza.

—No —dijo en voz baja—, esta elección no puede ser mía. No tengo nada en favor o en contra de tu plan; la decisión es demasiado grande como para que me arriesgue a tomarla yo.

—Pero ¿por qué? —exclamó Taran—. No lo entiendo —dijo, hablando con voz preocupada—. De todos nosotros, tú eres quien mejor sabe lo que debemos hacer.

Adaon volvió sus ojos grises hacia el fuego.

—Quizá lo entiendas algún día. Por ahora, escoge tu camino, Taran de Caer

Dallben —le dijo—. Te lleve adonde te lleve, yo te prometo mi ayuda.

Taran retrocedió y permaneció callado unos instantes, sintiéndose lleno de inquietud y de temores. No se trataba simplemente de miedo: notaba el mudo dolor de las hojas secas que giran desoladas en el vendaval. Adaon siguió con los ojos clavados en la danza de las llamas.

—Iré a los pantanos de Morva —dijo Taran, y Adaon asintió.

—Así sea.

Todos se quedaron callados. Ni siquiera Ellidyr le replicó: se mordió los labios y sus dedos juguetearon con el pomo de su espada.

—Bien —dijo Doli finalmente—, supongo que también podría ir yo. Haré lo que pueda. Pero te advierto de que cometes un error.

—¿Un error? —exclamó jubiloso el bardo—. ¡En absoluto! ¡Y no pienso dejar que nada me impida acompañarte!

—Y, ciertamente, yo tampoco —afirmó Eilonwy—. Alguien debe asegurarse de que haya por lo menos un poco de sentido común en el grupo. Pantanos…, ¡uf! Si insistes en cometer locuras, al menos podrías hacerlo en un sitio más seco.

—¡Y Gurgi ayudará! —gritó Gurgi, incorporándose de un salto —. ¡Sí, sí, con atisbos y husmeos!

—Gwystyl —dijo Doli con expresión resignada—, bien podrías ir y traernos un poco de ese polvo que mencionaste.

Mientras Gwystyl hurgaba ansiosamente por la estancia, el enano inhaló una profunda bocanada de aire y desapareció. Regresó al cabo de un rato, totalmente visible y con aspecto furioso, las orejas temblorosas y algo azuladas.

—Hay cinco Cazadores acampados más arriba —dijo—. Se han instalado para pasar.., oh, mis oídos.., para pasar la noche. Si ese polvo sirve de algo, podríamos estar bien lejos antes de que se enteraran.

Los compañeros recubrieron sus pies y después los cascos de sus monturas con una sustancia negra que Gwystyl les entregó, procedente de un saco mohoso. Mientras Taran desataba las riendas de Melynlas y guiaba al caballo hacia la pantalla de espinos, Gwystyl parecía casi alegre.

—Adiós, adiós —murmuró Gwystyl—. Odio ver cómo perdéis el tiempo, para no hablar de la vida. Pero supongo que así son siempre las cosas. Hoy estás aquí, mañana allá y ¿quién puede hacer nada al respecto? Adiós. Espero que volvamos a encontrarnos, pero no demasiado pronto. Adiós.

Con esas últimas palabras cerró la entrada. Taran aferró con más fuerza las riendas de Melynlas, y los compañeros se adentraron silenciosamente en el bosque.

8. La piedra en la herradura

Cuando salieron del refugio ya había anochecido; el cielo había vuelto a despejarse, pero hacía aún más frío. Adaon y Fflewddur mantuvieron una rápida deliberación respecto al camino que debían seguir, y acabaron decidiendo que el grupo cabalgaría en dirección oeste hasta el amanecer y buscaría entonces un sitio en el que dormir; después se desviarían hacia el sur. Al igual que antes. Eilonwy compartió a Melynlas con Taran y Gurgi se agarró a los crines de Lluagor.

Fflewddur se había ofrecido a encabezar la marcha, afirmando que jamás se había extraviado y que era capaz de encontrar los pantanos con los ojos cerrados. Después de que se le rompieran dos cuerdas del arpa, reconsideró su postura y cedió el sitio a Adaon. Doli, refunfuñando aún amargamente sobre sus oídos llenos de zumbidos, cabalgaba el último para proteger la retaguardia, aunque se negó de plano a volverse invisible, fueran cuales fuesen las circunstancias.

Ellidyr no había pronunciado ni una palabra desde que abandonaron al melancólico Gwystyl, y Taran había podido ver la fría rabia que ardía en sus ojos después de que los compañeros se decidieran a ir hacia los pantanos de Morva.

—Creo que realmente habría intentado traer el caldero por sí solo —le dijo Taran a Eilonwy—. Y ya sabes las oportunidades que habría tenido de conseguirlo, sin nadie más… Ése es el tipo de locura infantil que yo habría cometido cuando era Aprendiz de Porquerizo.

—Sigues siendo un Aprendiz de Porquerizo —le replicó Eilonwy—. Vas a esos ridículos pantanos a causa de Ellidyr, y todo lo que puedas decir al respecto es simplemente una tontería. Reconocerás que habría sido más inteligente volver en busca de Gwydion… Pero no, tenías que decidirte por el otro rumbo y arrastrar contigo al resto de nosotros.

Taran no le contestó. Las palabras de Eilonwy le Dolian…, y le Dolian aún más porque ya había empezado a lamentar su propia decisión. Ahora que los compañeros se habían puesto en marcha, sentía que las dudas le atormentaban y su corazón estaba abrumado. Taran no lograba olvidar el extraño matiz de las últimas palabras de Adaon, y buscaba una y otra vez un modo de entender por qué había renunciado a tomar una decisión que en justicia le correspondía. Hizo que Melynlas se acercara un poco más a la montura de Adaon y le miró.

—Me siento inquieto —dijo en voz baja—, y me pregunto ahora si no deberíamos volver. Temo que me hayas estado ocultando algo que, de haberlo sabido, quizá me habría hecho adoptar otra decisión.

Si Adaon compartía las dudas de Taran, no dio la menor señal de ello. Montaba con el cuerpo muy erguido, como si hubiera recobrado sus fuerzas y todo el cansancio del viaje fuera incapaz de afectarle. En su rostro había una expresión que Taran no había visto nunca antes y que era incapaz de entender. En ella había orgullo y al mismo tiempo algo más, un brillo que se parecía casi al de la alegría.

Después de un largo silencio, Adaon le dijo:

—A cada uno de nosotros se nos impone el destino de actuar tal como debemos, aunque a veces no nos sea dado comprenderlo.

—Creo que eres capaz de ver muchas cosas —le replicó Taran quedamente —, muchas cosas que no le cuentas a nadie. Hace mucho tiempo que pienso — prosiguió, con gran vacilación— ahora más que nunca, en el sueño que tuviste la última noche en Caer Dallben. Viste a Ellidyr y al rey Morgant; en cuanto a mí, tu predicción fue de pena y dolor. Pero ¿qué soñaste respecto a ti?

Adaon sonrió.

—¿Eso es lo que te inquieta? Muy bien, te lo contaré. Me vi en un claro del bosque y, que pese a que alrededor mío reinaba el invierno, en el claro brillaba el sol y hacía calor. Los pájaros cantaban y las flores brotaban de entre las piedras desnudas.

—Tu sueño era muy hermoso —dijo Eilonwy—, pero no logro entender su significado.

Taran asintió.

—Sí, es hermoso. Temía que hubiera sido un sueño triste y que por esa razón hubieras decidido no hablar de él.

Adaon no dijo más y Taran volvió a sumirse en sus propios pensamientos, con el alma todavía inquieta. Melynlas avanzaba con paso seguro pese a la oscuridad. El corcel era capaz de evitar las piedras sueltas y las ramas caídas que sembraban el sinuoso sendero incluso cuando Taran no sujetaba sus riendas. Con los ojos pesados a causa de la fatiga, Taran se inclinó hacia adelante y acarició suavemente el poderoso cuello de su corcel.

—Sigue el camino, amigo mío —murmuró Taran—. Seguramente lo conoces mejor que yo.

Cuando empezaba a romper el día, Adaon levantó la mano para indicarles que se detuvieran. Taran tenía la impresión de que durante toda la noche habían estado cabalgando por una larga serie de cuestas cada vez más bajas. Se encontraban aún en el bosque de Idris, pero el terreno se había vuelto bastante más llano. Muchos árboles estaban todavía cubiertos de hojas; la maleza era más abundante y el paisaje menos árido que en las colinas alrededor de la Puerta Oscura. Doli, cuyo poni exhalaba hilillos de niebla blanca al respirar, se adelantó al galope y, luego de haber subido a una elevación, les informó de que no se distinguía rastro alguno de los Cazadores detrás suyo.

—No tengo ni la menor idea de cuánto puede durar el efecto del polvo que nos dio ese gusano amarillento —dijo el enano—. Y, de todos modos, no creo que pueda servirnos de mucho. Si Arawn está buscando el caldero, estoy seguro de que lo examinará todo atentamente. Los Cazadores deben saber que hemos venido aproximadamente en esta dirección y, si nos siguen en número suficiente, tarde o temprano acabarán por encontrarnos. Ese Gwystyl…, ¡para la ayuda que nos ha dado!

¡Buf! Y su cuervo, vaya otro. ¡Buf! Ojalá no hubiéramos encontrado a ninguno de los dos.

Ellidyr había desmontado y estaba examinando con cara preocupada la pata delantera izquierda de Islirnach. Taran desmontó igualmente y se le aproximó. La yegua lanzó un relincho, moviendo salvajemente los ojos al verle venir.

—Se ha hecho daño —dijo Taran—. Si no podemos curarla, me temo que será incapaz de sostener el paso.

—No me hace falta ningún porquerizo para decirme eso —le respondió Ellidyr. Se agachó para inspeccionar el casco de la yegua, con una delicadeza en sus gestos que sorprendió a Taran.

—Si le aligeras el peso —le sugirió Taran—, puede que eso la alivie. Fflewddur puede llevarte en su montura.

Ellidyr se incorporó, con sus negros ojos llenos de amargura.

—No me des consejos en lo tocante a mi yegua. Islimach puede seguir, y eso hará.

Sin embargo, al volverse, Taran vio que su rostro estaba fruncido en una mueca de preocupación.

—Deja que la vea —le dijo Taran—. Quizá pueda encontrar la causa del problema.

Se arrodilló en el suelo y tendió la mano hacia la pata de Islimach.

—¡No la toques! —gritó Ellidyr—. No consentirá que la toque un extraño. Islimach se encabritó y enseñó los dientes. Ellidyr se rió burlonamente.

—Eso te enseñará, porquerizo —le dijo—. Como podrás ver, sus cascos son tan afilados como cuchillos.

Taran se puso en pie y agarró las riendas de Islimach. Por un instante, mientras la yegua se debatía, temió que acabara pisoteándole. Los ojos de Islimach estaban desorbitados por el terror; relinchó agudamente e intentó darle con las patas. Uno de sus cascos le golpeó en el hombro de refilón, pero Taran no soltó su presa. Alzó la mano y la puso en su huesuda y larga cabeza. La yegua empezó a temblar, y Taran le habló en voz baja, intentando calmarla. Islimach agitó las crines y sus tensos músculos fueron aflojándose; al soltarle un poco las riendas, la yegua no intentó huir.

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