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Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

El caldero mágico (4 page)

BOOK: El caldero mágico
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Eilonwy estaba recogiendo cuencos y platos cuando Taran entró a la carrera en la cocina.

—¡Mira! —gritó—. ¡Dallben me la ha dado! Pronto, cuélgala de mi cintura… Quiero decir…, hazlo, por favor. Di que lo harás. Quiero que seas tú quien lo haga.

Eilonwy, sorprendida, se volvió a mirarle.

—Sí, claro —dijo, ruborizándose—, si es que realmente…

¡Claro que sí! —exclamó Taran—. Después de todo, eres la única muchacha que hay en Caer Dallben —añadió.

¡Así que es eso! —gritó Eilonwy—. Ya me extrañaba que te mostraras tan educado. Muy bien, Taran de Caer Dallben, si ésa es tu única razón, ya puedes ir buscando a otra persona, y no me importa el tiempo que tardes en hallarla, pero ¡cuanto más sea, mejor!

Apartó bruscamente la cabeza y, furiosa, empezó a secar un cuenco.

—Pero, ¿qué he hecho mal? —le preguntó Taran, perplejo—. He dicho «por favor», ¿no? Cuélgala de mi cintura —le suplicó—. Prometo contarte todo lo que sucedió en el consejo.

—No quiero saberlo —le contestó Eilonwy—. No tengo el más mínimo interés en… ¿Qué sucedió? Oh, vamos, dame ese trasto.

Ató diestramente el ceñidor de cuero, rodeando con él la cintura de Taran, y le miró.

—No creas que voy a perder el tiempo con todas esas ceremonias y discursos sobre lo de ser bravo e invencible —dijo Eilonwy—. Para empezar, creo que no son aplicables a los Aprendices de Porquerizo y, además, no tengo ni idea de cómo son. Bueno —dijo, retrocediendo un paso—, debo admitir que te queda bastante bien.

Taran sacó la espada y la sostuvo en alto.

—Sí —exclamó—, ¡es el arma de un hombre y un guerrero!

—¡Basta ya! —gritó Eilonwy, dando una impaciente patada en el suelo— ¿Qué hay del consejo?

—Partimos hacia Annuvin —le contó Taran, muy emocionado, hablando en un susurro—. Al amanecer. Vamos a quitarle el caldero al mismísimo Arawn, el caldero que usa para…

—¿Por qué no empezaste diciendo eso? —exclamó Eilonwy—. Oh, no tendré tiempo de recoger ni la mitad de mis cosas. ¿Cuánto tiempo estaremos fuera? Debo pedirle yo también una espada a Dallben. ¿Crees que me hará falta…?

—No, no —la interrumpió Taran—. No me entiendes. Es una misión para guerreros. No podemos vernos entorpecidos y retrasados por una chica. Al decir que partíamos, me refería a…

—¿Cómo? —aulló Eilonwy—¿Por qué no me lo has dicho en seguida? Taran de Caer Dallben, nadie es capaz de hacerme enfadar tanto como tú. ¡Un guerrero, vaya que sí! ¡Me da igual que tengas cien espadas! ¡En el fondo sigues siendo un Aprendiz de Porquerizo, nada más, y si el señor Gwydion está dispuesto a llevarte con él, entonces no hay razón alguna para que no me lleve a mí también! ¡Oh, largo de mi cocina!

Lanzando un grito, Eilonwy cogió un plato. Taran salió huyendo con todo el cuerpo encogido, mientras a su espalda resonaba el estruendo de la loza haciéndose añicos.

3. Adaon

Al alborear el día, los guerreros se prepararon para salir. Taran ensilló presuroso a Melynlas, de pelaje gris y crines plateadas, descendiente de la mismísima Melyngar, la montura de Gwydion. Gurgi, con un aire desolado y miserable, como el de un búho mojado al verse dejado atrás, le ayudó a cargar las alforjas. Dallben había cambiado de opinión en lo tocante a no ver a nadie y permanecía, callado y pensativo, en la puerta de la casa, con Eilonwy detrás de él.

—¡No hablo contigo! —le gritó ésta a Taran—. Te portaste de un modo… como si…, ¡bueno, como si invitaras a una persona a un banquete y luego le hicieras lavar los platos! Pero… de todos modos, adiós. No creo que eso pueda considerarse hablar contigo —añadió.

Con Gwydion en cabeza, los jinetes avanzaron a través de la niebla, que giraba en torbellinos. Taran se irguió en su silla de montar y, volviéndose, agitó orgullosamente la mano. La casa blanca y las tres figuras que había ante ella se hicieron cada vez más pequeñas. Melynlas entró en la arboleda y tanto el huerto como los campos se desvanecieron. El bosque se cerró detrás de Taran, y se le hizo imposible seguir viendo a Caer Dallben.

De pronto Melynlas se encabritó y lanzó un relincho asustado. Ellidyr se había acercado a Taran por la espalda y su yegua, extendiendo el largo cuello, le había propinado al otro corcel un maligno mordisco. Taran aferró las riendas y estuvo a punto de caer.

—Mantente lejos de Islimach —dijo Ellidyr con una ronca risotada—. Muerde. Ella y yo somos muy parecidos.

Taran estaba a punto de contestarle enfadado cuando Adaon, que había visto todo lo sucedido, apareció montado en su yegua baya al lado de Ellidyr.

—Tienes razón, Hijo de Pen-Llarcau —dijo Adaon—. Tu montura lleva una carga difícil, al igual que tú.

—¿Cuál es mi carga? —exclamó Ellidyr, torciendo el gesto.

La noche pasada soñé con todos nosotros —dijo Adaon, que acariciaba pensativo el broche de hierro que llevaba al cuello—. Te vi cargando una bestia negra sobre los hombros. Ten cuidado de que no te devore, Ellidyr —añadió, con la suavidad de su tono endulzando un tanto la aspereza de sus palabras.

¡Salvadme de los porquerizos y los soñadores! —replicó Ellidyr.

Lanzando un grito, hizo que Islimach se pusiera al galope y les dejó atrás.

—¿Y yo? —preguntó Taran—. ¿Qué te dijo tu sueño sobre mí?

—Tú… —le contestó Adaon, tras vacilar un instante—, tú estabas lleno de pena.

—¿Qué causa tengo para sentir pena? —le preguntó Taran, sorprendido —. Me siento muy orgulloso sirviendo al señor Gwydion, y se me ofrece la oportunidad de ganarme un gran honor…, ¡Mucho más que lavando cerdas y cuidando del huerto!

—He marchado con muchos ejércitos —le respondió quedamente Adaon—, pero también he plantado semillas y recogido sus cosechas con mis propias manos. Y he aprendido que hay mucho más honor en un campo bien arado que en uno empapado de sangre.

La columna había empezado a moverse con mayor rapidez y los dos hicieron apretar el paso a sus monturas. Adaon cabalgaba con hábil soltura: llevaba la cabeza alta y sonreía abiertamente, pareciendo beber con alegría todos los sonidos e imágenes del amanecer. Fflewddur, Doli y Coll marchaban junto a Gwydion y Ellidyr seguía con el rostro mohíno a las tropas del rey Morgant; Taran se mantuvo al lado de Adaon, recorriendo con él el sendero sembrado de hojas.

Mientras hablaban para olvidar así los rigores del viaje, Taran no tardó en darse cuenta de que pocas cosas había que Adaon no hubiera visto o hecho. Había navegado mucho más allá de la isla de Mona, llegando incluso hasta los mares del norte; había trabajado con el torno del alfarero y había lanzado sus redes junto a los pescadores. Había hilado en las ruecas de las granjas y, como Taran, se había afanado sobre la forja incandescente. Sabía mucho del bosque; Taran, maravillado, le oyó hablar sobre las costumbres y la naturaleza de las criaturas que vivían en él, desde el atrevido tejón hasta los cautelosos ratones, sin olvidar a los gansos que desplegaban sus alas bajo la luna.

—Hay mucho que conocer —le dijo Adaon—y, por encima de todo, hay mucho que amar, ya sea la sucesión de las estaciones o la forma de un guijarro en el río. La verdad es que cuantas más cosas encontrarnos para amar, más grandes se hacen nuestros corazones.

El rostro de Adaon brillaba bajo los primeros rayos del sol, pero en su voz había surgido una nota de añoranza. Al preguntarle Taran si acaso estaba preocupado, Adaon tardó unos instantes en responderle, como si no deseara expresar sus pensamientos.

—Sentiré más ligero el corazón cuando nuestra tarea haya terminado —dijo Adaon por último —. Mi prometida Arianllyn me espera en las tierras del norte y, cuanto antes destruyamos el caldero de Arawn, antes podré volver junto a ella.

Al terminar el día ya se habían hecho amigos; cuando llegó la noche y Taran volvió con Gwydion y sus compañeros, Adaon se unió a ellos. Ya habían cruzado el Gran Avren y habían recorrido buena parte del camino que les llevaría a las fronteras donde empezaba el reino de Smoit. Gwydion estaba satisfecho de su avance, aunque ya les había advertido de que la parte más difícil y peligrosa del viaje estaba aún por llegar.

Todos se encontraban de buen humor, salvo Doli, que odiaba montar a caballo y que con tono malhumorado afirmó ser capaz de avanzar más de prisa a pie. Mientras los demás reposaban al abrigo de un bosquecillo, Fflewddur le ofreció su arpa a Adaon y le suplicó que tocara un poco. Adaon, instalándose cómodamente con la espalda apoyada en un árbol, aceptó el instrumento. Durante unos segundos pareció meditar, con la cabeza inclinada, y luego sus dedos acariciaron suavemente las cuerdas.

La voz del arpa y la de Adaon se mezclaron para tejer armonías tales como Taran jamás había oído antes. Adaon había alzado el rostro hacia las estrellas y sus ojos grises parecían ver mucho más allá de lo que les rodeaba. El bosque se había quedado silencioso y todos los ruidos nocturnos se habían apagado.

La canción de Adaon no era un himno guerrero: hablaba de paz y de una honda alegría; mientras Taran la escuchaba, sus ecos resonaron una y otra vez en su corazón. Anheló que la música no parase nunca, pero Adaon se detuvo de pronto y con una grave sonrisa le devolvió el arpa a Fflewddur.

Los compañeros se envolvieron en sus capas y se durmieron. Ellidyr permaneció lejos de ellos, acostado en el suelo junto a las patas de su montura. Taran, con la cabeza recostada en sus arreos y la mano apoyada en su nueva espada, deseó impaciente que llegara el alba, anhelando proseguir el viaje. Y, sin embargo, mientras se adormecía, recordó el sueño de Adaon y sintió sobre él una sombra que parecía agitarse como un ala tenebrosa.

Al día siguiente, los compañeros cruzaron el río Ystrad y empezaron a dirigirse hacia el norte. Con gran profusión de protestas al verse apartado de la misión, el rey Smoit obedeció a Gwydion y abandonó la columna, cabalgando hacia Caer Cadarn para ir preparando a sus guerreros. La columna aflojó el paso y los agradables prados fueron haciéndose más abruptos, hasta convertirse en colinas. Poco después del mediodía, los jinetes entraron en el Bosque de Idris, donde la hierba marrón y reseca era tan afilada como arbustos espinosos. Los robles y los alisos que le habían sido familiares a Taran le parecieron repentinamente extraños: sus hojas muertas colgaban de las ramas retorcidas y los negros troncos emergían del suelo como huesos calcinados.

El bosque acabó abriéndose para revelar las desnudas laderas rocosas de las montañas. Gwydion indicó a la columna que avanzara y Taran sintió que se le formaba un nudo en la garganta. Por un instante tuvo frío y se creyó incapaz de hacer que Melynlas empezara a subir por las rocas. Sabía, aunque Gwydion no hubiera dicho ni una palabra al respecto, que la Puerta Oscura de Annuvin no estaba demasiado lejos.

El angosto sendero que serpenteaba sobre los barrancos obligó a la columna a seguir avanzando en fila india. Taran, Adaon y Ellidyr iban al final de ésta, pero de pronto Ellidyr apretó los flancos de Islimach y, haciendo apartarse a Taran, pasó delante de él.

—¡Tu sitio está detrás, porquerizo! —le gritó.

—Y el tuyo está allí donde te lo ganes —le replicó Taran, que soltó las riendas para que Melynlas fuera más de prisa.

Las dos monturas se tocaban y los jinetes se encontraron luchando uno con el otro; sus cuerpos estaban casi juntos. Islimach se encabritó y relinchó salvajemente. Ellidyr agarró las riendas de Melynlas con su mano libre para obligarle a retroceder. Aunque Taran intentó desviar a su montura, Melynlas resbaló entre una lluvia de guijarros, salió del sendero y cayó por la escarpada ladera. Taran se vio arrojado de la silla y tuvo que agarrarse a las rocas para no precipitarse en el abismo.

Melynlas, más hábil que su amo, logró recobrar el equilibrio y se sostuvo en una cornisa que se abría bajo el sendero. Taran, pegado a las rocas, intentó vanamente trepar de nuevo hacia el sendero. Adaon desmontó sin perder un instante y corrió hasta el borde del abismo, tratando de coger la mano de Taran. También Ellidyr desmontó y, apartando bruscamente las manos de Adaon, agarró a Taran por debajo de los brazos. Dio un potente tirón y alzó a Taran, como si fuera un saco de grano, hasta depositarle de nuevo en la seguridad del camino. Luego, bajando cautelosamente hasta donde estaba Melynlas, Ellidyr apoyó la espalda bajo la cincha y tensó los músculos. Así, muy poco a poco y usando hasta el último gramo de sus fuerzas, le fue levantando hasta que el caballo pudo avanzar por sí solo.

—¡Loco! —gritó Taran, que corrió hasta Melynlas y examinó ansiosamente su montura—. ¿Acaso el orgullo no deja sitio en tu cabeza para el buen juicio?

Se tranquilizó al comprobar que Melynlas no había sufrido daño alguno y, aunque a pesar suyo, no pudo sino contemplar a Ellidyr con un asombro no exento de cierta admiración. —Jamás había visto una fuerza tal —admitió Taran. Por primera vez, Ellidyr pareció confuso y algo asustado. —No quería hacerte caer —dijo; luego echó hacia atrás la cabeza y, con una sonrisa burlona, añadió—: Me preocupaba tu caballo, no tu piel.

—También yo admiro tu fuerza, Ellidyr —le dijo secamente Adaon—. Pero debería avergonzarte probarla de ese modo. La bestia negra cabalga montada junto a ti. Puedo verla incluso ahora.

Uno de los guerreros de Morgant había dado la alarma al oír el estruendo. Un instante después apareció Gwydion, seguido por el rey Morgant. Detrás de ellos venían a toda prisa Fflewddur, muy nervioso, y el enano.

—Tu estúpido porquerizo tuvo la loca idea de intentar pasar a la fuerza por delante de mí —le dijo Ellidyr a Gwydion—. Si no hubiera logrado sacarles a él y a su caballo…

—¿Es cierto eso? —preguntó Gwydion, mientras examinaba el rostro de Taran y sus ropas desgarradas.

Taran iba a contestarle, pero en vez de ello apretó los labios y asintió con la cabeza. En el rostro irritado de Ellidyr apareció una fugaz expresión de sorpresa.

—No tenemos vidas que malgastar —dijo Gwydion—, y sin embargo tú has puesto dos en peligro. No puedo permitirme el lujo de perder un hombre; de lo contrario, en este mismo instante te mandaría de regreso a Caer Dallben. Pero si ocurre otra vez algo parecido, lo haré. Y lo mismo haré contigo, Ellidyr, o con cualquiera del grupo.

El rey Morgant hizo avanzar su montura.

—Señor Gwydion, esto prueba lo que yo había temido. Nuestro viaje es difícil incluso sin el peso del caldero. Una vez que lo tengamos, vuelvo a rogarte que no emprendas camino a Caer Dallben. Sería más sabio llevar el caldero al norte, a mi reino.

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