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Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

El caldero mágico (10 page)

BOOK: El caldero mágico
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Sin dejar de hablar para calmarla, Taran le cogió la pata y se la levantó. Tal como había sospechado, una piedra diminuta pero afilada se había encajado en la parte trasera de la herradura. Taran sacó su cuchillo. Islimach se estremeció, pero Taran actuó con tanta rapidez como destreza. La piedra quedó suelta y cayó al suelo.

—Eso también le ocurrió a Melynlas —explicó Taran, acariciando el flanco de la yegua—. En el casco hay una zona muy honda que es fácil pasar por alto si no la conoces. Coll me enseñó cómo encontrarla.

Ellidyr se había puesto lívido.

—Has intentado robar mi honor, porquerizo —le dijo, apretando los dientes—. ¿Vas a intentar ahora robarme mi yegua?

Aunque Taran no había esperado agradecimiento, el impacto de las enfurecidas palabras de Ellidyr le pilló desprevenido. La mano de Ellidyr reposaba sobre su espada. Taran sintió nacer en su interior una oleada de ira, y un cálido torrente de sangre le tino las mejillas; no obstante, se volvió sin decir nada.

—Tu honor es propiedad tuya —le replicó fríamente—, al igual que tu yegua. ¿Qué piedra llevas tú en el zapato, Príncipe de Pen-Llarcau?

Fue hacia sus compañeros, que se habían instalado entre los arbustos. Gurgi había abierto ya la alforja y repartía orgullosamente su contenido.

—¡Sí, sí! —gritó Gurgi alegremente—, ¡Morder y mascar para todos! ¡Y gracias al generoso y buen corazón de Gurgi! ¡Él no dejará que las barrigas de los bravos guerreros sufran al estar sólo llenas de aullidos y gruñidos!

Ellidyr permaneció apartado, acariciando el cuello de Islimach y hablándole en susurros al oído. Al ver que no hacía el menor gesto de unirse a sus compañeros para comer, Taran le llamó, pero el Príncipe de Pen-Llarcau se limitó a mirarle con amargura y se quedó junto a Islimach.

—Esa jaca de malas pulgas es lo único que le importa —murmuró el bardo—, y por lo que yo puedo ver ella es la única que se preocupa de él. Son tal para cual, si quieres saber mi opinión al respecto.

Adaon, que permanecía un poco alejado de los demás, llamó a Taran para que se aproximara.

—Te pido paciencia —le dijo—. La bestia negra clava cruelmente sus espuelas en Ellidyr.

—Creo que se encontrará mejor cuando hallemos el caldero —dijo Taran—. Habrá gloria suficiente para que todos la compartamos.

Adaon le sonrió gravemente.

—¿Acaso no hay gloria suficiente en vivir los días que se nos han concedido? Deberías saber que sencillamente estando entre aquellos a los que amas y rodeado por las cosas queridas ya vives la aventura…, sí, y también la belleza.

»Pero debo hablarte de otra cuestión —prosiguió Adaon. Su apuesto rostro, normalmente tranquilo, parecía ahora nublado por la preocupación—. Tengo pocas posesiones, pues les doy escasa importancia, pero hay algunas a las que considero tesoros. Son éstas: Lluagor, mis hierbas para curar… y esto —dijo, tocando el broche que llevaba al cuello—, un preciado regalo de Arianllyn, mi prometida. Si algo malo me sucediera, son tuyas. Te he observado atentamente, Taran de Caer Dallben. En todos mis viajes no había encontrado a nadie a quien pudiera confiárselas.

—No hables de que vaya a ocurrirte nada malo —exclamó Taran—. Somos compañeros y debemos protegernos unos a otros del peligro. Además, tu amistad ya es para mí un don suficiente.

—Pese a todo —le replicó Adaon—, no podemos saber lo que nos reserva el futuro. ¿Las aceptarás?

Taran asintió.

—Bien —dijo Adaon—, ahora siento más ligero el corazón.

Después de tomar algo, se decidió que reposarían hasta el mediodía. Ellidyr no hizo comentario alguno cuando Adaon ordenó que montara el primer turno de guardia. Taran se acostó sobre su capa, protegido por un arbusto; agotado tanto por el viaje como por sus propias dudas y miedos, no tardó en dormir profundamente.

Cuando abrió los ojos, el sol ya estaba alto. Se irguió, sobresaltado, dándose cuenta de que su turno de guardia casi había transcurrido. Sus compañeros dormían todavía alrededor de él.

—Ellidyr —exclamó—, ¿por qué no me despertaste?

Se apresuró a levantarse y no vio señal alguna de Ellidyr ni de Islimach. Taran despertó sin perder tiempo a los otros. Luego corrió hacia los árboles y, trazando un círculo, volvió al campamento.

—¡Se ha ido! —gritó Taran—. Se ha ido solo en pos del caldero. ¡Dijo que lo haría y lo ha hecho!

—Así que se ha marchado a escondidas, ¿no? —gruñó Doli—. Bueno, ya le encontraremos; si no es así…, eso es problema suyo. No sabe adonde va y, si hay que decir la verdad, nosotros tampoco.

—Que tenga un buen viaje —dijo Fflewddur—. A poco propicia que nos sea la suerte, quizá no le volvamos a ver.

Por primera vez, Taran vio una profunda alarma en los rasgos de Adaon.

—Debemos alcanzarle a toda prisa —dijo Adaon—. El orgullo y la ambición de Ellidyr le han devorado. Temo pensar en lo que podría ocurrir si el caldero acabara cayendo en sus manos.

Emprendieron la marcha tras Ellidyr con toda la rapidez posible, y Adaon no tardó en hallar su rastro en dirección hacia el sur.

—Tenía la esperanza de que hubiera acabado cansándose de todo esto y se hubiera marchado a su casa —dijo Fflewddur—, pero no cabe duda: se dirige hacia Morva.

Pese a su rápido avance, los compañeros no vieron de Ellidyr nada más que su rastro. Siguieron adelante, obligando a las cansadas monturas a entregar hasta sus últimas fuerzas, y finalmente no les quedó más remedio que hacer un alto para recuperar el aliento. Se había levantado un viento frío que hacía girar las hojas en grandes remolinos sobre sus cabezas.

—No sé si podremos alcanzarle —dijo Adaon—. Cabalga tan de prisa como nosotros y nos lleva casi un cuarto de día de ventaja.

Con el corazón latiéndole fuertemente, Taran desmontó y se desplomó en el suelo. Se sostuvo la cabeza entre las manos y entonces oyó a lo lejos el agudo trino de un pájaro, el primer canto de ave que oía tras abandonar Caer Dallben.

—No es un pájaro auténtico —exclamó Adaon, levantándose de un salto —. Los Cazadores nos han encontrado.

Sin esperar las órdenes de Adaon, el enano echó a correr en la dirección de la que llegaba la señal de los Cazadores. Mientras Taran le observaba, Doli se esfumó ante sus mismos ojos. Adaon desenvainó su espada.

—Esta vez debemos enfrentarnos a ellos —dijo—, no podemos huir por más tiempo.

Rápidamente, ordenó a Taran, Eilonwy y Gurgi que prepararan sus arcos, en tanto que él y Fflewddur montaban en sus caballos.

El enano volvió unos instantes después.

—¡Cinco Cazadores! —gritó—. Seguid vosotros. Les gastaré el mismo truco de antes.

—No —dijo Adaon—, no confío en que funcione esta vez. De prisa, seguidme.

Les condujo a través de un claro y se detuvo en el extremo de éste.

—Aquí les presentaremos batalla —le dijo a Taran—. Apenas aparezcan, Fflewddur, Doli y yo cargaremos sobre ellos por el costado. Cuando se vuelvan hacia nosotros para luchar, disparad vuestras flechas.

Adaon giró en redondo y se encaró hacia el claro; un segundo después, los Cazadores aparecieron ante ellos. Apenas habían dado un paso hacia adelante cuando Adaon, con un potente grito, se lanzó al galope contra ellos, seguido por Doli y el bardo. Taran levantaba su arco y Adaon ya estaba entre los Cazadores, golpeando a diestra y siniestra con su hoja. El enano había soltado del cinto su gruesa hacha y lanzaba furiosos tajos contra el enemigo. Sorprendidos por lo salvaje del ataque, los Cazadores se volvieron para enfrentarse a los jinetes.

Taran lanzó su flecha y oyó como las saetas de Eilonwy y Gurgi silbaban junto a él. Su curso fue desviado por el viento y los proyectiles se perdieron entre los arbustos resecos. Gritando como un loco, Gurgi puso otra flecha en su arco.

Tres cazadores atacaron a Fflewddur y al enano, obligándoles a meterse entre los arbustos. La espada de Adaon brillaba como un rayo y resonaba contra las armas de sus enemigos.

Taran no osaba ahora disparar otra flecha, pues temía herir a uno de sus compañeros.

—Este modo de luchar no sirve de nada —exclamó, arrojando su arco al suelo. Desenvainó su espada y corrió en ayuda de Adaon. Uno de los Cazadores se volvió hacia Taran, y éste le golpeó con toda su fuerza. A pesar de que el mandoble fue desviado por el jubón de pieles de animal, el Cazador perdió el equilibrio y cayó al suelo. Taran saltó sobre él. Había olvidado las dagas de maligno aspecto con que se armaban los Cazadores; el hombre se incorporó a medias y se llevó la mano al cinto.

Taran se quedó helado de pavor. Vio ante él un rostro retorcido por una mueca feroz, la señal escarlata y el brazo levantado para arrojar la daga. De pronto Lluagor se interpuso entre él y el Cazador. Adaon se alzó en la silla de montar y barrió el aire con su espada. El Cazador se derrumbó en el suelo y el cuchillo hendió el aire con un centelleo.

Adaon emitió un jadeo ahogado, dejó caer su arma y quedó apoyado en el cuello de Lluagor, mientras sus dedos agarraban la daga que tenía en el pecho.

Taran, con un grito de angustia, logró sostenerle antes de que se desplomara.

—¡Fflewddur! ¡Doli! —clamó Taran—. ¡Venid aquí! ¡Adaon está herido!

9. El broche

El caballo de Fflewddur se encabritó al volverse los Cazadores contra él. La muerte de un miembro del grupo había hecho aumentar aún más la violencia y el frenesí del enemigo.

—Llévale a un sitio seguro —gritó el bardo.

Con un potente salto, su montura salvó los arbustos y se internó en el bosque. El enano le siguió en su poni; con un grito de rabia, los Cazadores corrieron tras ellos.

Taran cogió las riendas de Lluagor y, mientras Adaon se aferraba a las crines del caballo, corrió hacia el final del claro. Eilonwy se reunió con él; entre los dos lograron impedir que Adaon cayera del caballo y se abrieron paso entre la espesura. Gurgi se apresuró a seguirles con Melynlas.

Corrieron ciegamente, tropezando con los arbustos y luchando con las ásperas cortinas de vegetación muerta. Se había levantado un viento tan cortante y frío como cualquier galerna invernal, pero el bosque se aclaraba ya un poco y, a medida que el nivel del suelo descendía, lograron llegar hasta una hondonada más protegida que se encontraba entre un macizo de alisos.

Adaon levantó la cabeza y les hizo señas de que se detuvieran. Tenía el rostro grisáceo y los rasgos rígidos por el dolor; su cabello negro colgaba, empapado en sudor, tapándole la frente.

—Bajadme —murmuró—. Dejadme aquí, no puedo ir más lejos. ¿Cómo están el bardo y Doli?

—Han logrado que los Cazadores dejaran de acosarnos —le respondió rápidamente Taran—. Aquí estaremos a salvo durante un tiempo. Sé que Doli es capaz de hacerles perder nuestro rastro, y Fflewddur le ayudará; estoy seguro de que conseguirán reunirse de nuevo con nosotros. Ahora, descansa. Cogeré las medicinas de tus alforjas.

Con gran cuidado le bajaron del caballo y le llevaron hasta un otero. Mientras Eilonwy iba en busca de agua, Taran y Gurgi le quitaron los arreos a Lluagor y pusieron la silla de montar bajo la cabeza de Adaon. El viento aullaba por encima de los árboles; el lugar, más protegido, parecía en contraste casi cálido. Las nubes, impulsadas por el vendaval, fueron dispersándose y el sol convirtió las ramas en oro.

Adaon se incorporó, apoyándose en el suelo. Sus ojos grises examinaron el claro.

—Sí, es un hermoso lugar —dijo, moviendo brevemente la cabeza—. Aquí descansaré.

—Curaremos tu herida —le dijo Taran, apresurándose a coger un paquete de hierbas—. Pronto estarás mejor; si debemos moverte, podemos hacer una litera con ramas y colgarla entre dos caballos.

—Ya estoy mejor —dijo Adaon—. El dolor se ha ido y este sitio es muy agradable. Es cálido, como si estuviéramos en primavera.

Al oír las palabras de Adaon, Taran sintió que el corazón se le llenaba de terror. El claro tranquilo y el sol que brillaba en los alisos le parecieron repentinamente amenazadores.

—¡Adaon! —gritó, alarmado—. ¡Esto es lo que soñaste!

—Se le parece mucho —le respondió Adaon en voz baja y tranquila.

—¡Entonces, lo sabías! —exclamó Taran—. Sabías que ibas a correr peligro. ¿Por qué no hablaste antes de ello? Jamás habría ido hacia los pantanos. Podríamos haber vuelto…

Adaon sonrió.

—Es cierto. En realidad, ésa es la razón por la que no me atreví a decirlo. Mucho he anhelado encontrarme de nuevo junto a mi amada Arianllyn, y mis pensamientos están ahora con ella. Pero si hubiera escogido volver, me habría estado preguntando siempre si mi decisión la motivó la sabiduría o simplemente el deseo de seguir los dictados de mi corazón. Así debían ser las cosas, y ahora veo que éste es el destino que se me había impuesto. Me siento feliz al morir aquí.

—¡Me salvaste la vida! —gritó Taran—. No perderás la tuya por mi culpa: encontraremos un camino para volver a Caer Cadarn y reunimos con Gwydion.

Adaon sacudió la cabeza. Se llevó la mano al cuello y abrió el cierre del broche de hierro.

—Tómalo y guárdalo bien —le dijo—. Es pequeño, pero más valioso de lo que tú crees.

—Debo rechazarlo —le contestó Taran, con una sonrisa que apenas lograba ocultar su inquietud—. Ese regalo sería propio de un hombre que va a morir…, pero tú vivirás, Adaon.

—Tómalo —le repitió Adaon—. No te doy una orden: mis palabras expresan el deseo que un amigo le dirige a otro.

Y, diciendo esto, depositó el broche entre los dedos de Taran, que no se decidía a cogerlo.

Eilonwy había vuelto con agua en la que empapar las hierbas. Taran la cogió y se arrodilló nuevamente al lado de Adaon.

Adaon había cerrado los ojos. Tenía el rostro tranquilo. Su mano, con los dedos abiertos, reposaba sobre el suelo.

Y, de este modo, Adaon murió.

Cuando su dolor se hubo calmado un poco, los compañeros cavaron una fosa cuyo interior recubrieron de piedras alargadas. Envolvieron el cuerpo de Adaon en su capa y lo depositaron en la tumba, que taparon luego con tierra mientras Lluagor lanzaba relinchos quejumbrosos y arañaba con la pata el suelo reseco. Después alzaron sobre la sepultura un túmulo de piedras. Eilonwy encontró en un rincón protegido unas flores silvestres que el frío había respetado y esparció puñados de ellas encima de la tumba; las flores cayeron sobre el suelo agrietado, pareciendo así brotar de las mismas rocas.

Permanecieron allí en silencio hasta el anochecer y no vieron ni a Fflewddur ni a Doli.

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