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Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

El caldero mágico (2 page)

BOOK: El caldero mágico
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—¿El consejo? —exclamó Taran—. Dallben no dijo nada de ningún consejo. Ni siquiera dijo que fueras a venir aquí.

—La verdad es que Dallben no le ha estado diciendo gran cosa a nadie —aclaró Eilonwy.

—A estas alturas, ya deberías haber comprendido que Dallben cuenta siempre muy poco de lo que sabe —dijo Gwydion—. Sí, habrá un consejo, y he llamado a otros para que se reúnan con nosotros.

—Ya soy lo bastante mayor como para tomar asiento en un consejo de hombres —le interrumpió Taran, emocionado—. He aprendido mucho; he combatido junto a ti, he…

—Despacio, despacio —le dijo Gwydion—. Hemos estado de acuerdo en que tendrás un lugar en el consejo. Aunque —añadió en voz más baja y con cierta tristeza en el tono—quizá hacerse adulto no suponga todo lo que tú crees. —Gwydion puso sus manos en los hombros de Taran—. Mientras tanto, debes prepararte. Muy pronto se te confiará una tarea que llevar a cabo.

Tal como les había anunciado Gwydion, el transcurso de la mañana trajo consigo otras llegadas. Una tropa de jinetes apareció poco tiempo después y empezó a montar su campamento entre los rastrojos del campo que había más allá del huerto. Taran vio que los guerreros iban armados para combatir y sintió que el corazón le daba un vuelco. Estaba seguro de que también ellos guardaban relación con el consejo de Gwydion. La cabeza, llena de preguntas sin respuesta, le daba vueltas continuamente; se apresuró a dirigirse hacia el campo. Cuando se encontraba a medio camino se detuvo en seco, enormemente sorprendido. Dos figuras familiares se acercaban con sus monturas por el sendero. Taran echó a correr hacia ellas.

—¡Fflewddur! —gritó mientras el bardo, con su hermoso instrumento a la espalda, alzaba una mano saludándole—. ¡Y Doli! ¿Eres realmente tú?

El enano de roja cabellera saltó con agilidad de su poni y por un instante le sonrió ampliamente, para recuperar luego su gesto malhumorado de costumbre. Pese a todo, no logró ocultar el brillo de placer que iluminaba sus ojos redondos y rojizos.

—¡Doli! —Taran le dio una palmada en el hombro—. Pensé que no volvería a verte. Me refiero a verte de modo auténtico, ya que habías conseguido el poder de hacerte invisible.

—¡Buf! —resopló el enano, vestido con un jubón de cuero—. ¡Invisible! Ya he tenido más que suficiente. ¿Te das cuenta del esfuerzo que requiere? ¡Algo terrible! Me hacía zumbar los oídos, y eso no era lo peor. Nadie puede verte y por lo tanto no dejan de aplastarte los pies o de meterte el codo en el ojo. No, no, eso no es para mí. ¡Ya no podía aguantarlo más!

—Fflewddur, también te he echado de menos —exclamó Taran mientras el bardo desmontaba—. ¿Sabes de qué va a tratar el consejo? Ésa es la razón de que hayáis venido tú y Doli, ¿verdad?

—No sé nada de consejos —refunfuñó Doli—. El rey Eiddileg me ordenó que viniera, como un favor especial a Gwydion. Pero, francamente, puedo decirte que me gustaría mucho más estar en casa, en el reino del Pueblo Rubio, ocupándome de mis propios asuntos.

—En mi caso —dijo el bardo —, dio la casualidad de que Gwydion pasó por mi reino…; bueno, pareció que era una pura casualidad, aunque ahora estoy empezando a pensar que no se trataba de eso. Sugirió que quizá me gustara visitar Caer Dallben. Dijo que el viejo Doli estaría aquí y, naturalmente, me puse en marcha de inmediato.

»Había abandonado el oficio de bardo —prosiguió Fflewddur—, y estaba de nuevo felizmente instalado en mi puesto de rey. A decir verdad, he venido sólo para complacer a Gwydion.

De inmediato, dos cuerdas se partieron con un estruendoso chasquido. Fflewddur se quedó callado y tosió levemente.

—Sí, bueno… —añadió—, debo reconocer que me encontraba realmente fatal. Habría aprovechado cualquier excusa para abandonar ese húmedo y tétrico castillo, aunque sólo hubiera sido por unos días. ¿Así que un consejo, no? Tenía la esperanza de que se tratara de alguna fiesta de la cosecha y que mi presencia fuera necesaria para las diversiones.

—Sea lo que sea —dijo Taran—, me alegro de que estéis aquí.

—Pues yo no —gruñó el enano—. Cuando todo el mundo empieza a decir que si el viejo Doli esto y el viejo Doli lo otro, ¡mucho cuidado! Seguro que se trata de algo desagradable.

Mientras iban hacia la casa. Fflewddur lo examinó todo con gran interés.

—Vaya, vaya… ¿No veo ahí la bandera del rey Smoit? No tengo la menor duda de que habrá venido aquí a petición de Gwydion.

En ese mismo instante, un jinete apareció al galope y gritó el nombre de Fflewddur. El bardo lanzó una exclamación de alegría.

—Ése es Adaon, el hijo de Taliesin, Jefe de los Bardos —le explicó a Taran—. ¡Ciertamente, hoy Caer Dallben puede sentirse honrada!

El jinete desmontó y Fflewddur no perdió ni un momento en presentarle a sus compañeros.

Adaon era de elevada estatura y tenía el cabello lacio y negro, tan largo que le cubría los hombros. Aunque de noble porte, iba vestido como un guerrero corriente y no llevaba adorno alguno, salvo un broche de hierro de extraña forma en el cuello. Tenía los ojos grises y claros como una llama. Poseían una hondura y penetración fuera de lo común; Taran tuvo la sensación de que poco era lo que podía ocultarse a la perspicaz y curiosa mirada de Adaon.

—Me alegra conoceros, Taran de Caer Dallben y Doli del Pueblo Rubio — dijo Adaon, estrechándoles la mano. Vuestros nombres no son nuevos para los bardos del norte.

—Entonces, ¿tú también eres un bardo? —le preguntó Taran, haciéndole una reverencia llena de respeto.

Adaon sonrió y negó con la cabeza.

—Muchas veces me ha pedido mi padre que me presente a la iniciación, pero he preferido siempre esperar. Aún tengo la esperanza de aprender muchas cosas, y en lo más hondo de mi corazón siento que aún no estoy preparado. Puede que algún día llegue a estarlo.

Adaon se volvió hacia Fflewddur.

—Mi padre te envía sus saludos y te pregunta cómo te ha ido con el instrumento que te dio. Veo que le hace falta alguna reparación —añadió, riendo amistosamente.

—Sí —admitió Fflewddur—. Tengo problemas con él de vez en cuando. No consigo acordarme de que no debo…, bueno, darle un poco de color a los hechos, aunque en muchas ocasiones lo necesiten enormemente. Pero cada vez que lo hago —suspiró, contemplando las dos cuerdas rotas—, aquí tienes el resultado.

—Alégrate —le dijo Adaon, riendo más fuerte aún que antes—. Tus relatos caballerescos valen lo que todas las cuerdas de Prydain. Y vosotros, Taran y Doli, debéis prometer que me contaréis más cosas sobre vuestras famosas hazañas. Pero antes de eso debo encontrar al señor Gwydion.

Adaon se despidió de sus compañeros, montó de nuevo y partió al galope.

Fflewddur le siguió con los ojos, y en su mirada había afecto y admiración.

—No puede tratarse de ninguna menudencia, si Adaon está aquí —dijo—. Es uno de los hombres más valerosos que conozco y es más que eso, pues posee el corazón de un auténtico bardo. Algún día, acordaos de mis palabras, será el más grande de todos nuestros bardos, estoy seguro de ello.

—¿Es cierto que nuestros nombres le eran conocidos? —le preguntó Taran—. ¿Y que se han hecho canciones sobre nosotros?

Fflewddur le dedicó una sonrisa radiante.

—Después de nuestra batalla contra el Rey con Cuernos…, pues sí, compuse una piececilla, una especie de modesta ofrenda por mi parte. Resulta muy satisfactorio saber que ha llegado a difundirse tanto. Apenas haya arreglado estas condenadas cuerdas, me encantará hacérosla oír.

Un poco después del mediodía, cuando todos se hubieron repuesto del cansancio del viaje, Coll les hizo acudir a la habitación de Dallben, en la que se había dispuesto una gran mesa alargada, con asientos a cada lado. Taran se dio cuenta de que el mago se había tomado incluso la molestia de intentar poner cierto orden en el confuso montón de volúmenes antiguos que llenaban la estancia.
El Libro de los Tres
, el grueso tomo que contenía los más recónditos secretos de Dallben, había sido cuidadosamente colocado en un estante. Taran lo contempló casi con miedo, seguro de que en él se hallaba encerrado mucho más de lo que Dallben había revelado a lo largo de su vida.

Los demás estaban empezando a entrar cuando Fflewddur cogió a Taran del brazo y le apartó del camino de un guerrero de negra barba que avanzaba casi a la carrera.

—De una cosa puedes estar bien seguro —le dijo el bardo en un susurro—, Gwydion no está planeando ninguna fiesta de la cosecha. ¿Has visto quién está aquí?

El guerrero iba más ricamente vestido que ninguno de los presentes. Su nariz afilada hacía pensar en un halcón y sus ojos, pese a los párpados gruesos y pesados, eran igualmente agudos. Sólo se inclinó ante Gwydion y luego, tomando asiento en la mesa, contempló fría y calculadoramente a los que le rodeaban.

—¿Quién es? —murmuró Taran, no osando mirar hacia esa figura regia y orgullosa.

—Es el rey Morgant de Madoc —le contestó el bardo—, el jefe guerrero más audaz de todo Prydain, superado solamente por Gwydion. Debe fidelidad a la Casa de Don. —Agitó la cabeza admirativamente—. Dicen que una vez le salvó la vida a Gwydion. Lo creo. Le he visto en la batalla…, ¡es puro hielo! ¡No siente el más mínimo temor! Si Morgant está metido en esto es que algo muy interesante debe estarse preparando. Oh, mira…, es el rey Smoit. Siempre se le puede oír antes de alcanzar a verle.

Una estruendosa carcajada resonó en el exterior de la estancia, y un instante después un gigantesco guerrero pelirrojo entró en ella acompañado por Adaon. Superaba en estatura a todos los presentes y su barba ardía como un incendio alrededor de un rostro tan repleto de viejas cicatrices que era imposible decir dónde empezaba una y terminaba otra. Su nariz había recibido tantos golpes que llegaba casi a confundirse con los pómulos, y su prominente ceño parecía perderse en un revuelto bosque de cejas; su cuello era casi tan grueso como la cintura de Taran.

—¡Menudo oso! —dijo Fflewddur con una risita afectuosa—. Ah, pero no hay en él ni una pizca de maldad. Cuando los señores del sur se levantaron contra los Hijos de Don, Smoit fue uno de los pocos que permanecieron leales. Su reino es Cantrev Cadiffor.

Smoit se detuvo en mitad de la habitación, echó hacia atrás su capa y metió los pulgares en el enorme cinto de bronce, que luchaba para no partirse bajo la presión de su barriga.

—¡Saludos, Morgant! —rugió—. Así que te han llamado, ¿no? —Lanzó un feroz bufido—. ¡Ah! ¡Huelo sangre en el viento!

Avanzó a grandes zancadas hacia el silencioso jefe de guerreros y le propinó una potente palmada en el hombro.

—Ten cuidado de que no sea la tuya —dijo Morgant, sonriendo de tal modo que apenas si mostró los dientes.

—Jo! ¡Ojo! —aulló el rey Smoit, golpeándose con las manos sus inmensos muslos—. ¡Muy buena! ¡Que cuide de que no sea la mía! ¡No temas, carámbano, tengo mucha que gastar! —Entonces vio a Fflewddur y rugió nuevamente—: ¡Otro viejo camarada!

Corrió hacia él y le estrechó entre sus brazos, con tal entusiasmo que Taran oyó crujir las costillas de Fflewddur.

—¡Mi pulso! —gritó Smoit—. ¡Mi cuerpo y mis huesos! ¡Danos una buena canción para alegrarnos, rascatripas cabeza de manteca!

Sus ojos se posaron en Taran.

—¿Qué tenemos aquí, qué tenemos aquí? —Una mano poderosa y cubierta de vello rojizo se apoderó de él—. ¿Un conejo despellejado? ¿Una gallina sin plumas?

—Es Taran, el Aprendiz de Porquerizo de Dallben —dijo el bardo.

—¡Ojalá fuera el cocinero de Dallben! —gritó Smoit—. ¡Apenas si he podido llenar mi estómago!

Dallben golpeó la mesa para imponer silencio y Smoit fue hacia su asiento después de propinarle otro apretón a Fflewddur.

—Puede que no haya maldad en él —le dijo Taran al bardo—, pero creo más seguro tenerle por amigo.

Ahora todos se habían sentado a la mesa, con Dallben y Gwydion en un extremo y Coll en el otro. El rey Smoit, cuyo asiento resultaba estrecho, estaba a la izquierda del mago; frente a él se situaba el rey Morgant. Taran logró instalarse entre el bardo y Doli, el cual gruñó amargamente por la excesiva altura de la mesa. A la derecha de Morgant se sentaba Adaon y, junto a éste, Ellidyr, a quien Taran no había visto desde la mañana.

Dallben se puso en pie y permaneció callado unos instantes. Todos se volvieron hacia él, y el mago se tiró brevemente de un mechón de la barba.

—Soy demasiado viejo para ser cortés —dijo Dallben —, y no tengo la intención de pronunciar un discurso de bienvenida. El asunto que nos reúne es urgente y debemos ocuparnos de él de inmediato.

«Hace poco más de un año, como algunos de los presentes tenéis buenos motivos para recordar —prosiguió Dallben, mirando hacia Taran y sus compañeros—, Arawn, Señor de Annuvin, sufrió una grave derrota al morir el Rey con Cuernos, su campeón. El poder de la Tierra de la Muerte fue contenido durante un tiempo; sin embargo, el mal no se halla nunca demasiado lejos de Prydain.

«Ninguno de nosotros es lo bastante tonto para creer que Arawn pudiera llegar a consentir ser derrotado sin oponerse —prosiguió Dallben—. Había tenido la esperanza de que hubiera más tiempo para considerar la nueva amenaza de Annuvin, pero ¡ay!, ese tiempo no va a sernos concedido. Los planes de Arawn se han hecho demasiado claros. Pido al señor Gwydion que os hable de ello.

Gwydion se puso en pie, con el rostro muy serio.

—¿Quién no ha oído hablar de los Nacidos del Caldero, los guerreros mudos para los que no existe la muerte, los servidores del Señor de Annuvin? Los cadáveres robados de aquellos que mueren en la batalla son sumergidos en el caldero de Arawn para darles nueva vida. Redivivos, emergen de él tan implacables cual si fueran la misma muerte, olvidada su humanidad. Ya no son hombres sino armas de muerte, eternamente sometidas a la voluntad de Arawn.

»Para llevar a cabo esta obra abominable —siguió diciendo Gwydion—, Arawn ha profanado las tumbas y los túmulos de los guerreros caídos. Y ahora, a lo largo de todo Prydain, se han dado extrañas desapariciones; muchos hombres se han esfumado para no ser vistos nunca más, y han aparecido luego los Nacidos del Caldero en sitios donde nunca habían sido vistos. Arawn no ha permanecido ocioso. He sabido recientemente que sus servidores se atreven ahora con los vivos, a los que llevan hasta Annuvin para engrosar las filas de su hueste inmortal. De tal modo la muerte engendra muerte y el mal engendra mal.

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