Cerca del extremo de la azotea que daba a la parte de los muelles estaban Roosevelt, Kreizler y Lucius Isaacson. Junto a ellos había una cámara grande y cuadrada sobre un trípode de madera y, tendido frente a la cámara, bañado por la luz de otra lámpara de obras, se encontraba el motivo de nuestra presencia allí. La sangre era visible incluso desde lejos.
La atención de Lucius estaba centrada en el cadáver, pero Kreizler y Roosevelt miraban hacia otro lado y hablaban con gran excitación. Cuando Kreizler nos vio salir de la escalera vino directamente hacia nosotros, seguido de Roosevelt a corta distancia, sacudiendo la cabeza. Marcus se acercó a la cámara, mientras Laszlo se dirigía a Sara y a mí:
— Si tenemos en cuenta el estado del cadáver, hay pocas dudas. Es obra de nuestro hombre.
— El primero en llegar ha sido un agente del Distrito Veintisiete, que estaba haciendo la ronda— añadió Theodore—. Dice que había visto regularmente al muchacho en el Golden Rule, aunque no recuerda ningún nombre.
El Golden Rule Pleasure Club era un burdel de la calle Cuatro Oeste, especializado en muchachos que se prostituían.
Kreizler apoyó las manos en los hombros de Sara.
— No es una visión agradable, Sara.
Ella asintió.
— No esperaba que lo fuera.
Laszlo estudió cuidadosamente sus reacciones.
— Me gustaría que ayudaras al sargento detective en su análisis del cadáver. El conoce tu experiencia como enfermera. No disponemos de mucho tiempo antes de lleguen los investigadores de la comisaría, y hasta entonces cada uno de nosotros tiene mucho que hacer.
Sara asintió de nuevo, respiró profundamente y avanzó hacia Lucius y el cadáver. Kreizler empezó a hablarme, pero dejé de prestarle atención un momento y seguí unos pasos a Sara mientras ella caminaba hacia el resplandeciente hemisferio de luz eléctrica en la esquina de la azotea.
El cadáver era de un muchacho de piel aceitunada, delicados rasgos semíticos y abundante cabello negro en el lado derecho de la cabeza. En el izquierdo le habían arrancado una larga sección del cuero cabelludo dejando al descubierto la lisa superficie del cráneo. Aparte de eso, las mutilaciones parecían idénticas a las de Georgio Santorelli (excepto que los cortes en el trasero no se habían repetido): faltaban los ojos, le habían cortado los genitales y se los habían introducido en la boca, en el torso zigzagueaban profundas heridas, tenía las muñecas atadas, le habían cercenado la mano derecha y al parecer se la habían llevado. Tal como decía Kreizler, parecía haber pocas dudas respecto a quién era el responsable. Todo era tan particular como una firma. La misma conmoción que había experimentado en el anclaje del puente de Williamsburg— producida no sólo por la edad de la víctima sino también por la forma cruel en que el cuerpo estaba atado y en cómo lo habían acuclillado contra el suelo— reapareció para robarme el aliento y estremecer todos los huesos de mi cuerpo.
Observé cuidadosamente a Sara sin acercarme, a punto para ayudarla si era necesario, pero no quería que ella se diera cuenta. A medida que captaban la escena, sus ojos se abrieron desmesuradamente, y la cabeza se bamboleó, rápida y ostensiblemente. Pero apretó con fuerza las manos, respiró hondo y luego se detuvo junto a Lucius.
— ¿Sargento detective? El doctor Kreizler dice que le ayude.
Lucius alzó la vista, impresionado por la serenidad de Sara, y a continuación se secó la frente con un pañuelo.
— Sí, gracias, señorita Howard. Bien, empecemos con la herida en el cráneo…
Regresé junto a Kreizler y Roosevelt.
— Ésta sí que es una chica valiente— dije, sacudiendo la cabeza, pero ninguno de ellos hizo caso de mi observación.
Kreizler me golpeó en el pecho con un periódico y exclamó con amargura:
— No hay duda de que tu amigo Steffens ha redactado todo un artículo para la edición matutina del Post, John. ¿Cómo es posible que sea tan estúpido?
— No hay justificación— admitió Roosevelt, malhumorado—. Sólo puedo creer que Steffens ha considerado que el asunto era legítimamente publicable, dado que no ha revelado tu relación con el caso, doctor. Pero le llamaré a mi despacho a primera hora de la mañana y le aclararé la situación.
En un lugar prominente de la primera plana del Post había un artículo anunciando que destacados oficiales de la policía creían ahora que los asesinatos de los hermanos Zweig y de Santorelli los había cometido el mismo hombre. El artículo no destacaba tanto la naturaleza aparentemente inusual del asesino como el hecho de que el vínculo con los Zweig demostraba que el espantoso maníaco no se sentía atraído exclusivamente por niños que se prostituían. Ahora resulta evidente— declaraba Steffens con su mejor estilo canallesco— que ningún niño está a salvo. También había otros detalles sensacionalistas: Santorelli, afirmaba, había sufrido abusos antes de morir (en realidad Kreizler no había encontrado pruebas de violación sexual), y en algunos barrios de la ciudad se rumoreaba que los asesinatos eran obra de una criatura sobrenatural… aunque el tristemente famoso Ellison y sus secuaces eran unos sospechosos mucho más probables.
Doblé el periódico y empecé a golpearme suavemente la pierna con él.
— Esto es realmente malo.
— Malo— dijo Kreizler, controlando su rabia—, pero ya está hecho. Y tenemos que contrarrestar su influencia. Moore, ¿existe alguna posibilidad de que puedas persuadir a tus editores para que el Times publique un artículo denunciando todas estas especulaciones?
— Desde luego— contesté—, pero delataría mi implicación en las investigaciones. Y lo más probable es que cuando se enterasen pusieran a algún otro a investigar más profundamente… La conexión con los Zweig hará que mucha gente sienta un mayor interés por el tema.
— Yo también sospecho que si intentáramos contraatacar sólo conseguiríamos empeorar las cosas— intervino Theodore—. Hay que advertir a Steffens que no arme alboroto, y confiar en que el artículo pase desapercibido.
— ¿Y eso cómo es posible?— saltó Kreizler—. Aunque a todos los habitantes de esta ciudad les pasara desapercibido, existe una persona que lo vería… Y temo su reacción. ¡La temo de veras!
— ¿Y crees que nosotros no, doctor?— replicó Theodore—. Yo ya sabía que al final la prensa interferiría… Por eso os apremié en vuestros esfuerzos. No podías esperar que pasaran las semanas sin que alguien mencionara el asunto.
Theodore apoyó las manos en las caderas y Kreizler miró hacia otro lado, incapaz de replicar. Al cabo de unos segundos, Laszlo volvió a hablar, esta vez con más calma:
— Tienes razón, comisario. En vez de discutir, deberíamos aprovechar la ocasión que ahora se nos ofrece. Pero, por el amor de Dios, Roosevelt, si tienes que compartir los asuntos oficiales con Riis y con Steffens, haz de esto una excepción.
— No te preocupes por lo que se refiere a esto, doctor— dijo Roosevelt en tono conciliador—. No es la primera vez que Steffens me fastidia con sus especulaciones, pero será la última.
Kreizler sacudió una vez más la cabeza, disgustado, luego se encogió de hombros.
— Bien, pues… A trabajar.
Nos reunimos con los Isaacson y con Sara. Marcus estaba ocupado tomando fotografías detalladas del cadáver, mientras Lucius continuaba con su examen del muerto, dictando las heridas como una ráfaga de jerga médica y anatómica con voz tranquila y llena de resolución. En realidad era curioso lo poco que desplegaban aquellos detectives las peculiaridades de comportamiento que habitualmente provocaban la sonrisa o la consternación en los observadores: se movían por la azotea con la celeridad de la inspiración cerebral, centrándose en detalles aparentemente insignificantes como perros amaestrados, y encargándose de todo como si fueran ellos, en vez de Roosevelt o Kreizler, quienes dirigían la investigación. Y mientras proseguían sus esfuerzos, todos nosotros incluido Theodore, les proporcionábamos toda la ayuda que nos era posible: tomando notas o sosteniendo piezas del equipo y luces, y en general procurando que no tuvieran que perder ni un momento la concentración.
Cuando hubo terminado de fotografiar el cadáver, Marcus dejó a Lucius y a Sara que completaran su desagradable trabajo y empezó a espolvorear la azotea en busca de huellas digitales, utilizando los pequeños frascos con polvo de aluminio y carbón que nos había enseñado en Delmonico’s. Mientras tanto, Roosevelt, Kreizler y yo nos dedicamos a buscar superficies que fueran lo bastante lisas y duras para contener tales huellas: pomos de puertas, ventanas, incluso una chimenea de cerámica aparentemente nueva que subía por un lado de la torre decagonal, a tan sólo medio metro de donde yacía el cadáver. Este último sitio fue el que dio resultado, especialmente porque, según explicó Marcus, el vigilante había permitido que el fuego ardiera con bastante generosidad horas antes. En una parte particularmente limpia de la vidriada chimenea, aproximadamente en el sitio donde se habría apoyado alguien de la estatura que Marcus y Lucius habían estimado para nuestro asesino, Marcus aproximó la cara y se mostró muy alterado. Nos pidió a Theodore y a mí que sostuviésemos una pequeña tela encerada para que bloqueara el viento que soplaba desde el puerto. Luego, con una delicada brocha de pelo de camello, extendió polvo de carbón sobre la chimenea y apareció— habría que decir milagrosamente— un conjunto de huellas como de hollín. Su posición coincidía exactamente con el hipotético apoyo de la mano del asesino.
Marcus sacó del bolsillo la foto de la mancha de sangre del pulgar de Sofia Zweig y la apoyó contra la chimenea. Laszlo se aproximó y observó atentamente todo el proceso. Los ojos de Marcus se abrieron con asombro al comparar las huellas, y literalmente se iluminaron cuando se volvió a Kreizler y le dijo con tono contenido:
— Parece que coinciden.
A continuación, él y Kreizler fueron en busca de la cámara, mientras Theodore y yo seguíamos sosteniendo la tela encerada. Marcus tomó varios primeros planos de las huellas, y el destello del flash al encenderse los polvos iluminó toda la azotea, disipándose rápidamente en la negrura que se extendía sobre el puerto.
Después Marcus nos pidió que inspeccionáramos los bordes de la azotea en busca de, según sus propias palabras, cualquier indicio de alteración o actividad; incluso el más pequeño desconchado, grieta o agujero en la mampostería. Sin duda una construcción que daba al puerto de Nueva York iba a tener montones de desconchados, grietas y agujeros en la mampostería, pero aun así nos pusimos a la tarea, y tanto Roosevelt como Kreizler y yo mismo nos avisábamos cuando localizábamos algo que parecía coincidir con las vagas instrucciones que habíamos recibido. Marcus, cuya atención se centraba en una tosca barandilla que se elevaba en la parte delantera de la azotea, corría a inspeccionar cada uno de nuestros descubrimientos. La mayoría de éstos resultaban falsos, pero en la misma parte posterior de la azotea, en el rincón más oscuro y disimulado de la construcción, Roosevelt encontró algunas marcas que podían contener un inmenso potencial, en opinión de Marcus.
Su siguiente petición fue bastante extraña: después de atarse el extremo de una cuerda a la cintura, rodeó con el resto del rollo una sección de la barandilla de la parte delantera de la azotea y nos entregó el rollo a Roosevelt y a mí, indicándonos que soltáramos cuerda a medida que él fuera bajando por la pared posterior del fuerte. Al preguntarle cuál era el propósito de aquello, Marcus se limitó a contestar que estaba elaborando una teoría sobre el método del asesino para acceder a sitios aparentemente inaccesibles. Tan enorme era la concentración del sargento detective en su trabajo, junto con nuestro deseo de no distraerle, que no exigimos más explicaciones.
A medida que lo bajábamos por la pared, Marcus emitía de tanto en tanto sonidos de descubrimiento y de satisfacción, luego nos pedía que le bajásemos un poco más. Roosevelt y yo volvíamos a batallar con la cuerda. En medio de todo esto, yo aprovechaba la oportunidad para informar a Kreizler (que debido a su brazo malo había preferido no ayudarnos) sobre las ideas respecto a la ocupación y costumbres de nuestro asesino, que se me habían ocurrido durante el trayecto al centro de la ciudad. Se mostró receptivo, aunque precisó:
— Quizá tengas algo de razón por lo que respecta a que sea un cliente habitual de las casas en donde trabajaban estos muchachos, Moore. Pero, en cuanto a que sea un individuo que esté de paso…— Laszlo se acerco a inspeccionar el trabajo de Lucius Isaacson—. Ten en cuenta lo que ha hecho… Ha depositado seis cadáveres, que nosotros sepamos, en lugares cada vez más públicos.
— Esto sugiere que es un hombre familiarizado con la ciudad…— dijo Theodore, con un leve gruñido al soltar un poco más de cuerda.
— Íntimamente familiarizado— puntualizó Lucius, que había oído los comentarios—. No da la sensación de que tuviera prisa en ocasionar estas heridas. Los cortes no son irregulares ni hay desgarrones. Así que lo mas probable es que no fuera con premuras de tiempo… Yo sospecho que tanto en éste como en los demás casos sabía perfectamente de cuanto tiempo disponía para hacer su trabajo. Probablemente elija los lugares de acuerdo con esto, lo cual coincidiría con nuestra suposición de que es un hábil planificador. Y el trabajo con los ojos revela una vez más que posee una mano firme, experta, así como unos buenos conocimientos de anatomía.
Kreizler reflexionó unos momentos sobre el particular.
— ¿Qué clase de hombres podrían hacer una cosa así, sargento detective?
Lucius se encogió de hombros.
— A mi modo de ver existen varias opciones. Un médico, por supuesto, o al menos alguien con una preparación médica no meramente superficial. Un hábil carnicero, posiblemente… O tal vez un cazador con mucha práctica. Alguien acostumbrado a manipular cadáveres de animales, que sabría no sólo cómo desbastar las partes principales de la carne sino también las fuentes secundarias de alimentación… Los ojos, entrañas, patas, todo lo demás…
— Pero si es tan cuidadoso, ¿por qué comete todas estas atrocidades al aire libre?— preguntó Theodore—. ¿Por qué no lo hace en un sitio más seguro?
— El exhibicionismo— contestó Kreizler, acercándose a donde nos encontrábamos—. La idea de que está en un lugar de acceso público parece significar mucho para él.
— ¿El deseo de que le atrapen?— pregunté.
Kreizler asintió.
— Eso parece. En lucha con el deseo de escapar…— Luego se volvió y dirigió la mirada más allá del puerto—. Y hay otros aspectos que estos lugares tienen en común…