simplemente de casa alguien se ha ido,
así de sencillo…
Ellison pidió un vaso de whisky. Luego, cuando uno de los muchachos que se prostituían le dio una palmada en el trasero, se volvió y pellizcó rudamente la mejilla al jovencito.
— ¿Y bien, Moore?— inquirió, sin dejar de mirar fijamente los maquillados ojos del muchacho— ¿A qué se debe tu visita? No me digas que has venido a catar la mercancía que ofrecemos por aquí.
— No, esta noche no, Biff— contesté—. Lo que había pensado es que, ya que te he ayudado con la poli, tal vez querrías compartir un poco de información… Ya sabes, echarme una mano con el reportaje, ese tipo de cosas.
Ellison me miró de arriba abajo mientras el jovencito desaparecía en medio de la ruidosa multitud.
— ¿Desde cuándo el todopoderoso New York Times publica reportajes de este tipo? Y por cierto, ¿adónde has ido esta noche? ¿A un funeral?
— A la ópera— repliqué—. Y el Times no es el único periódico de la ciudad.
— ¿De veras?— No parecía muy convencido—. Bueno, la verdad es que no sé gran cosa, Moore. Gloria solía ser muy legal. De veras… Incluso le dejaba una de las habitaciones de arriba. Pero de pronto se volvió… problemática. Empezó a exigir mayor tajada y a convencer a las otras chicas para que también la pidieran. De modo que hará un par de noches le dije: Gloria, como sigas así ya puedes largarte de aquí con tu bonito culo. Entonces ella me dijo que se comportaría como es debido, pero yo ya no me fiaba. Tenía pensando librarme de ella, no en el sentido literal de la palabra, por supuesto, sino tan sólo darle la patada y dejarla que hiciera la calle un par de semanas, a ver si esto le gustaba. Pero entonces… ocurrió eso.— Tomó un trago de whisky y luego dio una chupada a su cigarro—. La golfilla se lo estaba buscando, Moore.
Esperé un momento para ver si Ellison proseguía, pero su atención ya se había distraído con dos jovencitos ataviados con medias y liguero que se insultaban junto a la pista de baile. No tardaron en hacer su aparición las navajas. Ellison rió entre dientes y luego les ofreció su consejo:
— ¡Eh, zorras! ¡Como os rajéis no seréis buenas para nadie!
— Biff— insistí—. ¿Así que no puedes contarme nada?
— Eso es todo— me contestó—. Y ahora, ¿qué te parece si te largas de aquí antes de que surjan problemas?
— ¿Por qué? ¿Es que escondes algo? ¿Arriba tal vez?
— No, no escondo nada— contestó irritado—. Sólo que no me gustan los periodistas en mi local. Y a mis clientes tampoco. Algunos son hombres respetables, ¿sabes? Tienen familia y una posición que proteger.
— Entonces tal vez me permitas echar un vistazo a la habitación que Geor…, que Gloria utilizaba. Sólo para asegurarme de que vas de buena fe.
Ellison suspiró, recostándose en la barra.
— No me provoques, Moore.
— Cinco minutos…— insistí.
— Cinco minutos— aceptó tras pensarlo un momento—. Pero no hables con nadie. La tercera puerta a la izquierda, al final de la escalera— Empecé a alejarme—. ¡Eh!— Al volverme me tendió la cerveza— No abuses de mi hospitalidad, amiguete.
Acepté la cerveza y me abrí paso entre el gentío hacia la escalera que había al fondo del Salón. Varios jovencitos y hombres ya maduros se me acercaron al ver mi traje de etiqueta y olisquear dinero. Me hicieron todo tipo de proposiciones, y algunos incluso deslizaron sus manos por mi pecho y mis muslos. Pero yo sujeté con fuerza el billetero y seguí avanzando hacia la escalera, tratando de apartar de mi mente las repelentes proposiciones con que me acribillaban. Al pasar junto al escenario, el lánguido cantante— un tipo de mediana edad, obeso, con toneladas de polvos faciales, lápiz de labios y sombrero de copa— repetía el estribillo:
Si, todavía perdura un recuerdo,
hay un padre al que no se olvida….
¡y una foto que de cara a la pared han vuelto!
No había luz en la escalera, pero el resplandor que se filtraba del local me permitía ver por dónde iba. La vieja y descolorida pintura de las paredes se estaba desconchando, y al poner el pie en el primer peldaño oí un gruñido a mis espaldas. Al volverme hacia un oscuro rincón que había al otro lado de la entrada divisé el confuso perfil de un joven, la cara contra la pared, mientras, un hombre ya mayor empujaba contra la espalda desnuda del muchacho. Con un estremecimiento que me hizo dar un brinco, enderecé la cabeza y me apresuré escaleras arriba, deteniéndome tan sólo al llegar al desierto pasillo del primer piso para tomar un trago de cerveza.
Algo más tranquilo, aunque empezaba a cuestionarme la cordura de mi iniciativa, busqué la tercera puerta a la izquierda. Era ligera, de madera, como todas las que había en el pasillo. Agarré el pomo, pero luego pensé en llamar. Me sorprendí al oír la voz de un muchacho:
— ¿Quién es?
Abrí la puerta poco a poco. En la habitación no había nada, excepto una vieja cama y una mesita de noche. La pintura de las paredes era de un rojo que se había vuelto marrón y que se estaba desconchando en las esquinas. Había una pequeña ventana que daba a la sencilla pared de ladrillo del edificio de al lado, separada por un callejón de unos tres metros de ancho.
En la cama estaba sentado un muchacho de cabello pajizo, tal vez de unos quince años, con el rostro tan maquillado como Georgio Santorelli. Lucía sólo una blusa con encaje en los puños y el cuello, y unas mallas de teatro. La pintura se le había corrido en torno a los ojos: había estado llorando.
— En este momento no estoy trabajando— me advirtió, esforzándose por adoptar una voz de falsete—. Vuelve dentro de una hora si quieres.
— Da lo mismo. Yo no…
— ¡He dicho que no estoy trabajando!— gritó el jovencito, abandonando por completo el tono de afectación—. ¡Lárgate! ¿No ves que estoy desconsolado?
Entonces estalló en sollozos, cubriéndose la cara, y yo me quedé al lado de la puerta, advirtiendo de pronto que hacía mucho calor allí dentro. Observé unos instantes al muchacho, y luego se me ocurrió una idea.
— ¿Conocías a Gloria?
El muchacho sorbió por la nariz y se secó cuidadosamente los ojos.
— Sí, la conocía. Oh, mi cara… Por favor, vete.
— No, no entiendes. Estoy tratando de averiguar quién le… quién la mató.
El muchacho alzó la vista y me miró con ojos lastimeros.
— ¿Eres poli?
— No, periodista.
— ¿Periodista?— De nuevo bajó la vista al suelo, volvió a secarse los ojos y rió burlonamente—. Bueno, pues tengo una buena historia para ti.— Miró con tristeza por la ventana—. El que encontraron en el puente… no podía ser Gloria.
— ¿qué no era Gloria?— El calor de la habitación me daba sed, así que tomé otro trago largo de cerveza—. ¿Cómo lo sabes?
— Lo sé porque Gloria nunca salió de esta habitación.
— ¿Nunca…?— Se me ocurrió que llevaba levantado demasiado tiempo y que había bebido demasiado: tenía dificultades en seguir el razonamiento del muchacho—. ¿Qué significa eso?
— Te diré lo que significa. Esa noche yo estaba en el pasillo con un cliente, fuera de mi habitación. Vi que Gloria entraba aquí sola. Estuve ahí fuera durante una buena hora, y esta puerta nunca se abrió. Supuse que estaría durmiendo. Mi cliente se fue después de invitarme a un par de tragos: el tipo no quería pagar lo que vale Sally. Ésa soy yo, ¿sabes? Sally es cara y él no tenía lo que hace falta, así que me quedé aquí otra media hora, esperando por si alguien más se presentaba. No me sentía de humor para rondar por el local. Y entonces aparece de pronto una de las chicas chillando, diciendo que un poli acababa de decirle que habían encontrado a Gloria muerta en el sur de la ciudad. Entré aquí enseguida y, en efecto, había desaparecido. Pero ella nunca había salido.
— Bueno…— Me esforcé por imaginar lo ocurrido—. La ventana, entonces.— Al cruzar hacia ella di un traspiés: la verdad era que necesitaba dormir un poco. La ventana chirrió cuando la abrí, y al asomar la cabeza el aire no era tan frío como necesitaba.
— ¿La ventana?— oí que preguntaba Sally—. ¿Cómo? ¿Volando? Aquí cae en picado, y Gloria no tenía escalera, ni cuerda, ni nada… Además, le pregunté a una de las chicas que trabajan frente al callejón si había visto salir a Gloria, y me aseguró que no.
La pared desde la ventana hasta el callejón caía a plomo, y parecía una vía de escape poco probable. En cuanto a la azotea, estaba dos pisos más arriba, a lo largo de una pared de ladrillos que no ofrecía puntos de apoyo, y tampoco había ninguna escalera de incendios. Volví a meter la cabeza y cerré la ventana.
— Entonces…— farfullé—. Entonces…
De pronto me desplomé en la cama. Sally dejó escapar un chillido y luego otro al volverse hacia la puerta. Siguiendo con dificultad la dirección de su mirada, vi a Ellison, a Navaja Riley y a un par de sus favoritos en el umbral. Riley había sacado su marca de fábrica y se la pasaba arriba y abajo por la palma de la mano. A pesar del estado en que se encontraba mi mente, supe de inmediato que habían puesto cloral en mi cerveza. Gran cantidad de cloral.
— Te advertí que no hablaras con nadie, Moore— me dijo Ellison y luego se volvió hacia sus jovencitos—. Bien, chicas, da gusto mirarle ¿verdad? ¿Quién quiere divertirse un rato con el periodista?
Dos de los maquillados jovencitos saltaron sobre la cama y empezaron a tirar de mis ropas. Logré incorporarme a medias y apoyarme en los codos antes de que Riley se acercara veloz y me largara un puñetazo en la mandíbula. Caí de nuevo sobre al cama y recuerdo que oí al cantante de abajo atacando: Tú me has hecho lo que ahora soy…, espero que estés satisfecho. Luego los dos jovencitos empezaron a disputarse mi cartera y a despojarme de los pantalones, mientras Riley se disponía a atarme las manos.
No tardé en perder el conocimiento, pero justo antes de perderlo Vi fugazmente a Stevie Taggert saltando al interior de la habitación como un lobezno, blandiendo un largo palo de madera del que sobresalían unos clavos herrumbrosos.
El sueño provocado por la droga estuvo poblado por extrañas criaturas, medio humanas y medio animales, que volaban, escalaban y se deslizaban por la alta pared de ladrillo, mientras yo observaba desesperado, incapaz de volver a la realidad… Al llegar a este punto, el paisaje primitivo en torno a la pared se veía sacudido por un terremoto que parecía expresarse a través de la voz de Kreizler, después de lo cual las criaturas de mi sueño se hacían más numerosas, y la necesidad de volver a la realidad resultaba más desesperada. Cuando por fin recuperé la conciencia no tenía ni idea de dónde me encontraba. Pensé que había estado durmiendo muchas horas porque tenía la cabeza bastante despejada, pero la amplia y aireada habitación en la que me encontraba me resultaba del todo desconocida. Amueblada irregularmente con una combinación de escritorios de oficina y elegantes piezas de estilo italiano, parecía no obstante una estancia absurda, idónea para otro sueño. Las ventanas arqueadas, de estilo neogótico, rodeaban aquel espacio dándole el aspecto de un monasterio, pero las espaciosas dimensiones eran más parecidas a una de aquellas fábricas de Broadway donde se explotaba a los obreros. Ansioso por inspeccionar más detenidamente el lugar, intenté levantarme, pero volví a caer con un ligero desvanecimiento. Como no parecía haber nadie por allí a quien llamar pidiendo ayuda, me vi obligado a refrenarme y estudiar el extraño entorno mientras permanecía tendido de espaldas.
Estaba acostado en una especie de diván de principios de siglo. Su tapizado, verde y plateado, hacía juego con el de varias sillas, así como con un sofá y un confidente que había cerca. Sobre una larga mesa de comedor, de caoba con incrustaciones, había un candelabro de plata, y junto a él una máquina de escribir Remington. Esta incongruencia encontraba eco en los cuadros que colgaban de la pared. Desde mi diván veía un óleo de Florencia ostentosamente enmarcado y a su lado un enorme plano de Manhattan en el que habían clavado varias agujas rematadas con una banderita roja. En la pared opuesta había una gran pizarra sin escribir, y debajo de esta mancha negra se hallaban la mayor parte de los cinco escritorios, que formaban una especie de círculo siguiendo el perímetro externo de la habitación. Del techo colgaban unos grandes ventiladores, y el centro del suelo aparecía cubierto con dos enormes alfombras persas, de complicados dibujos sobre un fondo verde oscuro.
Aquélla no era la vivienda de ninguna persona cuerda, e indudablemente no se trataba de ninguna oficina. Una alucinación, empecé a pensar… Pero entonces atisbé a través de la ventana que tenía justo delante y vi dos elementos que me resultaron familiares: la parte superior de los grandes almacenes McCreery, con su elegante techo abuhardillado y las ventanas de arco con sus verjas de hierro colado, y a la izquierda la parte también superior del hotel St. Denis. Sabía que ambas instituciones ocupaban esquinas opuestas en la calle Once, en el lado oeste de Broadway.
— Entonces debo de estar… al otro lado de la calle— murmuré, justo cuando los ruidos empezaban a llegar a mis oídos desde fuera el rítmico golpeteo de los cascos de caballos y el roce metálico de las ruedas de tranvía sobre las vías. Entonces sonó con estruendo una campana. Me volví hacia la izquierda tan rápido como me permitió mi estado, y por otra ventana vi algo que reconocí como el campanario de Grace Church, en la calle Diez, tan próximo que casi parecía que pudiera tocarlo con la mano.
Finalmente oí voces humanas, y utilicé todas mis fuerzas para sentarme en el diván. Tenía muchas preguntas que hacer, pero me quedé mudo ante la imagen de media docena de operarios, de los que no reconocí a ninguno, arrastrando al interior de la estancia primero una mesa de billar con patas recargadamente esculpidas, y luego un pequeño piano de cola, sobre una pequeña plataforma con ruedas. Mientras discutían y se maldecían, uno de ellos advirtió que me había incorporado.
— ¡Eh!—— exclamó sonriente——. ¡Mirad esto! ¡El señor Moore se ha despertado! ¿Cómo se encuentra, señor Moore?— Los demás sonrieron tocándose la punta de la gorra, al parecer sin esperar que les correspondiera.
Hablar me resultó más difícil de lo que había imaginado, y sólo conseguí preguntar:
— ¿Dónde estoy? ¿Quiénes son ustedes?
— Unos imbéciles es lo que somos— contestó el mismo hombre—. Montados sobre el techo del ascensor con esta mesa de billar… Es la única forma de subirla. Una condenada manera de hacer malabarismos, pero es el doctor quien paga, y él dice que hay que subirla.