— ¿Kreizler?— pregunté.
— El mismo— contestó el hombre.
Entonces me distrajo una ligera molestia de estómago.
— Estoy hambriento— dije.
— Tienes que estarlo forzosamente— replicó una voz de mujer desde algún lugar al fondo de la estancia—. Dos noches y un día sin comer hacen su efecto, John.— De entre las sombras apareció Sara con un sencillo vestido azul marino que no le estorbaba los movimientos. Llevaba una bandeja con un cuenco humeante—. Prueba un poco de caldo y pan, esto de dará fuerzas.
— ¡Sara!— exclamé con cierta dificultad mientras se sentaba en el diván y colocaba la bandeja en mi regazo—. ¿Dónde estoy?
Pero su atención se distrajo cuando los operarios, al ver que se había sentado a mi lado, empezaron a cuchichear y a reír en tono conspiratorio. Sara habló tranquilamente, sin mirarlos:
— El señor Jonas y sus hombres, que desconocen nuestra labor y saben que no soy una sirvienta, al parecer piensan que mi condición aquí es algo así como la querida del grupo.— Empezó a darme cucharadas del salado y delicioso caldo de gallina—. Lo más sorprendente es que todos ellos tienen esposa…
Interrumpí los agradables sorbos el tiempo necesario para insistir:
— Pero, Sara, ¿dónde estamos?
— En casa, John. O al menos en lo que será nuestra casa mientras dure esta investigación.
— ¿Cerca de Grace Church y frente a McCreery? ¿Esto es nuestra casa?
— Nuestro cuartel general— me contestó, y vi que el término le hacía mucha gracia; luego su expresión se hizo más seria—. Y hablando del cuartel general, tengo que volver a Mulberry Street e informar a Theodore. Ya ha quedado instalada la línea telefónica, y él estaba preocupado con esto.— Se volvió hacia el fondo de la habitación—. ¡Cyrus! ¿Puedes venir y ayudar al señor Moore?
Cyrus se acercó, con la camisa a rayas azules y blancas arremangada y unos tirantes sobre su ancho pecho. Me miró con más preocupación que simpatía, claramente reacio a asumir la tarea de darme de comer a cucharadas.
— No hace falta— dije, cogiéndole la cuchara a Sara—. Yo mismo puedo hacerlo mucho mejor. Pero, Sara, todavía no me has dicho…
— Cyrus lo sabe todo— me contestó, cogiendo un abrigo del recargado perchero de roble que había junto a la puerta—. Voy con retraso. Termínate el caldo, John. ¡Señor Jonas!— Desapareció por la puerta—. ¡Necesito el ascensor!
Al ver que, en efecto, era capaz de comer por mí mismo, Cyrus pareció tranquilizarse considerablemente, y acercó una de las delicadas sillas con la tapicería plateada y verde.
— Tiene usted mucho mejor aspecto, señor.
— Estoy vivo— contesté—. Y algo más importante aún, estoy en Nueva York. Tenía el convencimiento de que me despertaría en Sudamérica, o en algún barco pirata. Cuéntame, Cyrus Mi último recuerdo es de Stevie… ¿Fue él…?
— Sí, señor— dijo Cyrus con voz serena—. En confianza, últimamente, desde que vio el cadáver en el puente, le cuesta dormir. Esa noche había salido a rondar por el barrio, cuando le vio a usted bajar por Broadway. Dijo que parecía…, que su paso era algo inseguro, señor, de modo que le siguió. Sólo para asegurarse que no le pasaba nada. Cuando vio que entraba en el Salón Paresis decidió aguardar allí fuera. Pero luego un policía le vio y le acusó de ejercer la actividad habitual de ese sitio. Stevie lo negó, y le dijo al poli que le estaba esperando a usted. El agente no le creyó, de modo que Stevie entró en el Salón. No pretendía rescatarle a usted sino tan sólo escapar… Pero, tal como sucedieron las cosas, lo uno se convirtió en lo otro. El poli no detuvo a nadie, lógicamente, pero se aseguró de que usted salía conservando el pellejo.
— Ya entiendo. ¿Y cómo conseguí…? Dime, ¿dónde diablos estamos, Cyrus?
— En el ochocientos ocho de Broadway, señor Moore. En el último piso, que viene a ser el sexto. El doctor lo ha alquilado como base de operaciones para la investigación. No demasiado cerca de Mulberry Street, a fin de pasar desapercibidos, pero lo bastante cerca para que un coche pueda llevarnos allí en pocos minutos. Si hay mucha circulación, un tranvía también servirá.
— ¿Y qué pasa con todo este… mobiliario o lo que sea?
— El doctor y la señorita Howard salieron a comprar muebles ayer por Brooklyn. Fueron a una tienda de material de oficina. Pero el doctor dijo que si no podía vivir un solo día con este tipo de cosas, mucho menos podría durante una larga temporada. Así que sólo compraron los escritorios, y luego se fueron a una subasta de la Quinta Avenida. Allí se subastaba el mobiliario de la marquesa Luigi Carcano de Italia, y compraron una buena parte.
— Y que lo digas— murmuré, al ver que reaparecían dos de los operarios de la casa de mudanzas con un enorme reloj, dos jarrones chinos y varias cortinas de color verde.
— Tan pronto como trajimos la mayor parte de los muebles, el doctor decidió trasladarle de su casa aquí.
— Esto debió de ser el terremoto— murmuré.
— ¿Cómo dice?
— Un sueño que he tenido. ¿Por qué aquí?
— Dijo que no podíamos perder más tiempo cuidándole. Le dio un poco más de cloral para que se recuperara fácilmente. Quería que estuviera a punto para ponerse a trabajar en cuanto despertara.
Se produjeron más ruidos al otro lado de la puerta y oí a Kreizler que exclamaba:
— ¿De veras? ¡Perfecto!— Entonces entró en tromba en la habitación, seguido por Stevie Taggert y Lucius Isaacson—. ¡Moore!— me llamó—. Al fin estás despierto, ¿eh?— Se acercó y me cogió la muñeca, comprobando el pulso—. ¿Cómo te encuentras?
— No tan mal como esperaba.— Stevie se había sentado en la repisa de una de las ventanas y se entretenía jugando con una navaja de considerables dimensiones—. Quiero darte las gracias por esto, Stevie— le dije, pero él se limitó a sonreír y a mirar por la ventana, con el cabello cayéndole sobre la frente—. Es una deuda que nunca olvidaré.— El muchacho rió nerviosamente, pues nunca sabía qué hacer cuando le daban las gracias.
— Es un milagro que decidiera seguirte, Moore— dijo Kreizler, tirando de mis párpados y examinándome los círculos que había debajo—. Con toda justicia, deberías estar muerto.
— Muchas gracias, Kreizler— repliqué—. En tal caso, supongo que no te interesará saber lo que averigüé.
— ¿Y qué podría ser eso?— preguntó, estudiando mi boca con una especie de aparato—. ¿qué a Santorelli nunca se le vio salir del Salón Paresis? ¿qué creían que aún se encontraba en su habitación, de la que no hay ninguna salida auxiliar?
La idea de que había pasado aquella dura prueba para nada resultaba de lo más deprimente.
— ¿Cómo te has enterado de esto?
— Al principio pensábamos que era sólo producto del delirio– contestó Lucius Isaacson, acercándose a uno de los escritorios, donde vació el contenido de una bolsa de papel——. Pero usted no paraba de repetirlo, así que Marcus y yo decidimos ir a comprobar la historia con su amiga Sally. Muy interesante… En estos momentos Marcus está trabajando con una posible explicación.
Cyrus cruzó la estancia y entregó un sobre a Lucius.
— El comisario Roosevelt ha enviado esto por mensajero, sargento detective.
Lucius lo abrió presuroso y leyó el mensaje.
— Bien, ya es oficial— comentó inseguro—. A mi hermano y a mí nos han apartado temporalmente de la División de Detectives por motivos personales. Confío en que mi madre no se entere de esto.
— Excelente– le dijo Kreizler— De este modo tendrá acceso a los expedientes de Jefatura sin estar obligado a aparecer por allí regularmente. Una solución admirable. Tal vez ahora aquí pueda enseñarle a John algunos medios de detección algo más refinados.— Laszlo soltó una risotada, luego bajó la voz al auscultarme el corazón—. No pretendo menospreciar tu esfuerzo, Moore. Fue un trabajo importante. Pero intenta recordar que este asunto no es un juego, sobre todo para mucha gente a la que tenemos que entrevistar. Lo más prudente en tales casos es hacerlo en pareja.
— Estás predicando a los conversos— le contesté.
Kreizler me manoseó y pinchó un poco más. Luego se incorporó.
— ¿Como va la mandíbula?
No me había acordado del golpe, pero cuando me puse la mano sobre la boca la sentí dolorida.
— Ese enano— murmuré—. Poca cosa puede hacer sin la navaja.
— ¡Muchacho valiente!– rió Kreizler, dándome una suave palmada en la espalda—. Ahora termínate el caldo y vístete tenemos que hacer una evaluación en el Bellevue, y quiero que los hombres de Jonas terminen aquí. La primera reunión de nuestro grupo será a las cinco.
— ¿Una evaluación?– exclamé, poniéndome en pie y temiendo desmayarme de nuevo, pero el caldo realmente me había devuelto las fuerzas— ¿A quién?— pregunté, advirtiendo que sólo llevaba una camisa de dormir.
— A Harris Markowitz, del setenta y cinco de Forsyth Street— contesto Lucius, acercándose (soy reacio a poner que con paso de pato aunque ese era su aspecto) con unas cuantas hojas de papel mecanografiado—. Un camisero. Hace un par de días su esposa fue a la comisaría del Distrito Diez asegurando que su marido había envenenado a los dos nietos Samuel y Sophie Rieterq de doce y dieciséis años, poniéndoles lo que ella denominaba unos polvos en la leche.
— ¿Veneno?— pregunté—. Pero nuestro hombre no es un envenenador.
— No que sepamos– contestó Kreizler— Pero puede que sus actividades sean más variadas de lo que suponemos Aunque la verdad es que no creo que este tal Markowitz esté más relacionado con nuestro caso más de lo que estaba Henry Wolf.
— En cambio los niños encajan aparentemente en el patrón de las víctimas– comentó Lucius cauteloso aunque con sarcasmo, y luego se volvió hacia mí— Los jóvenes Rieter eran inmigrantes recientes… Sus padres los enviaron desde Bohemia para quedarse con los padres de la señora Rieter y buscar trabajo como criados.
— Inmigrantes, es cierto— intervino Kreizler—. Y si esto hubiese ocurrido hace tres años quizá me sintiera más impresionado. Pero los gustos más actuales de nuestro hombre por aquellos que ejercen la prostitución parecen demasiado significativos, lo mismo que las recientes mutilaciones, para fijarnos únicamente en la conexión con los inmigrantes. De todos modos, aunque Markowitz no esté involucrado en nuestro asunto, hay otros motivos para investigar tales casos. Eliminándolos, podremos obtener un claro retrato de lo que no es la persona que estamos buscando… Una imagen negativa, si quieren, que al final podríamos reproducir en positiva.
Cyrus me había traído algunas prendas y empecé a vestirme.
— Pero, ¿no levantaremos sospechas si efectuamos tantas evaluaciones a asesinos de muchachos?
— Debemos confiar en la falta de imaginación del Departamento de Policía— dijo Laszlo—. No es tan extraño que me vean realizando este trabajo. Para justificar tu presencia, Moore, dirás que estás haciendo un reportaje. Confío que cuando a alguien de jefatura se le ocurra relacionar toda esta tira de asesinatos, nuestro trabajo ya haya finalizado.– Se volvió a Lucius—. Y ahora, sargento detective, ¿podría repasar los detalles del caso para nuestro desventurado amigo, aquí presente?
— Bien, Markowitz es un tipo bastante listo— dijo Lucius, casi con admiración hacia aquel hombre—. Utilizó una gran cantidad de opio, cuyos residuos en el cuerpo, como ya sabrán, desaparecen a las pocas horas de la muerte. Lo puso en dos vasos de leche, que los nietos solían tomar a la hora de acostarse. Cuando alcanzaron un estado comatoso, Markowitz abrió la espita de gas de su habitación. A la mañana siguiente, al llegar la policía, la casa apestaba a gas, de modo que el detective encargado sacó la conclusión más obvia. Y su hipótesis pareció confirmarse cuando el forense, un hombre bastante profesional en este caso, comprobó que en el contenido de los estómagos no había nada fuera de lo normal. Pero al insistir la esposa en que había tenido lugar el envenenamiento, se me ocurrió una idea. Me acerqué al piso y localicé las sábanas en donde dormían los chicos. Lo más probable era que uno de los dos hubiese vomitado algo durante su estado inconsciente, o con los estertores de la muerte. Si aún no se habían lavado las sábanas ni las mantas, quedarían las manchas. Y, en efecto, allí estaban. Efectuamos los habituales análisis reactivo y de Stas, y así fue como encontramos los restos del opio: en el vómito… Al enfrentarse al hecho, Markowitz confesó.
— ¿Y no es adicto a la bebida o a las drogas?— preguntó Kreizler.
— Parece que no— contestó Lucius, encogiéndose de hombros.
— ¿Ni esperaba obtener algún beneficio material con la muerte de los muchachos?
— En absoluto.
— ¡Bien! Entonces tenemos ahí varios elementos de los que necesitamos: dilatada premeditación, falta de intoxicación y ausencia de motivo obvio. Todos característicos de nuestro asesino. Pero si descubrimos que Markowitz no es en realidad nuestro hombre, como sospecho que no será, entonces nuestra tarea consistirá en determinar por qué no lo es.— Laszlo cogió un trozo de tiza y empezó a dar golpecitos sobre la pizarra, como si con esto tratara de conseguir información—. ¿Qué es lo que le diferencia del asesino de Santorelli? ¿Por qué no mutiló los cadáveres? Cuando averigüemos esto podremos precisar un poco más nuestro retrato imaginario. Luego, a medida que vayamos confeccionando la lista de atributos de nuestro asesino, podremos eliminar de una simple ojeada a más candidatos. Por el momento, sin embargo, disponemos de un campo muy amplio.— Se fue poniendo los guantes—. ¡Stevie! Vas a tener que hacer de cochero. Quiero que Cyrus supervise la instalación del plano; Cyrus, no permitas que hagan una chapuza. Sargento detective, ¿estará usted en el Instituto?
Lucius asintió.
— Los cadáveres no tardarán en llegar.
— ¿Cadáveres?— pregunté.
— Los de los dos muchachos a los que asesinaron a principios de este año— contestó Laszlo, dirigiéndose ya hacia la salida—. ¡Rápido, Moore, que llegaremos tarde!
Tal como Kreizler había predicho, Harris Markowitz resultó totalmente descartable como sospechoso en nuestro caso. Aparte de ser bajito, gordo y bien entrado en los sesenta— y por tanto muy distinto al tipo físico que los Isaacson habían descrito en Delmonico’s—, estaba completamente trastornado. Aseguraba que había matado a sus nietos para salvarlos de lo que consideraba un mundo monstruosamente maligno, y cuyos aspectos más destacados describió en una serie de arranques muy vagos y altamente confusos. Una sistematización tan pobre de pensamientos y creencias que provocaban irrazonables temores, así como la aparente ausencia de preocupación por su propio destino, de la que Markowitz había dado pruebas, a menudo caracterizaban los casos de demencia precoz, me dijo Kreizler cuando salíamos del Bellevue. Pero aunque estaba claro que Markowitz no tenía nada que ver con nuestro asunto, la visita sin embargo había sido muy útil— tal como Laszlo esperaba— para ayudarnos, mediante la comparación, a determinar algunos aspectos de la personalidad de nuestro asesino. Obviamente, nuestro hombre no asesinaba a niños por algún perverso deseo de atender a su bienestar espiritual. La furiosa mutilación de los cuerpos, después de matarlos, simplificaba en gran medida tal conclusión. Y estaba claro que no le era indiferente lo que pudiera ocurrirle como consecuencia de sus actos. Pero sobre todo resultaba evidente, por la abierta exposición de sus hazañas— una exhibición que, tal como Laszlo había explicado, llevaba implícita una súplica de reconocimiento—, que los asesinatos trastornaban una parte de nuestro hombre. En otras palabras, que en los cadáveres había pruebas no del trastorno mental del asesino, sino de su cordura.