El alienista (17 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

BOOK: El alienista
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— Sinceramente, doctor, ¿cómo ha podido tolerar una cosa así?— inquirió mientras nos dirigíamos a la salida—. ¡Este hombre es un imbécil!

— Como pronto averiguará, Sara— dijo Kreizler con tono tranquilo—, uno no puede permitirse el lujo de hacer caso de tales afirmaciones. No obstante, hay un aspecto en el interés del alcalde que me preocupa.

Ni siquiera necesité pensar en ello pues la idea se me había ocurrido cuando Strong estaba hablando.

— ¿Los dos curas?— pregunté.

Laszlo asintió.

— En efecto, Moore. Esos dos curas problemáticos… Me pregunto quien dispondría que tales consejeros espirituales acompañaran a los detectives esta tarde. Por el momento, sin embargo, esto debe seguir siendo un misterio.— Comprobó la hora en su reloj de plata—. Bien, tenemos que llegar puntuales. Confío en que nuestros invitados hagan lo mismo.

— ¿Invitados?— preguntó Sara—. Pero ¿adónde vamos?

— A cenar— contestó Kreizler, sencillamente—. Y a lo que espero sea la más reveladora de las entrevistas.

10

Pienso que a la gente de hoy le resulta difícil hacerse a la idea de que una familia, trabajando en varios restaurantes, pudiera cambiar los hábitos alimenticios de todo un país. Pero éstos fueron los logros de los Delmonico en Estados Unidos en el siglo pasado. Antes de que en 1823 abrieran su primera cafetería en William Street, sirviendo a las comunidades financieras y comerciales del Bajo Manhattan, la comida norteamericana podía describirse como cosas hervidas o fritas cuyo propósito era potenciar el duro trabajo y apaciguar los efectos del alcohol… por lo general del alcohol de mala calidad. Aunque los Delmonico eran suizos habían traído la cocina francesa a Estados Unidos, y cada generación de la familia había refinado y ampliado aquella experiencia. Desde el primer momento hubo en su menú docenas de platos, tan deliciosos como saludables y, teniendo en cuenta la elaborada preparación que exigían, a precios razonables. Su carta de vinos era tan amplia y excelente como la de cualquier restaurante de París. Su éxito fue tan grande que al cabo de unas décadas ya tenían dos restaurantes en el centro y otro en la zona alta de la ciudad. De modo que, durante la guerra civil, los viajeros de otras partes del país que comían en Delmonico’s y luego se llevaban a sus hogares la nueva experiencia, exigían a los dueños de los restaurantes de allí que les ofrecieran no sólo un entorno agradable sino también comida que fuera a la vez nutritiva y preparada por manos expertas. Las ansias de una comida de primera clase se habían convertido en una especie de fiebre nacional en las últimas décadas del siglo…, y Delmonico’s era el responsable.

Pero la buena comida y el buen vino eran sólo una parte de los motivos del éxito de Delmonico’s: el igualitarismo profesado por la familia también había atraído clientela. En el restaurante de la parte alta de la ciudad, en la calle Veintiséis y la Quinta Avenida, uno podía encontrarse cualquier noche tanto a Diamond Jim Brady y Lillian Russell como a la señora Vanderbilt y las demás matronas de la alta sociedad neoyorkina, ni siquiera a gente como Paul Kelly se les negaba la entrada. Pero quizá o mas sorprendente no fuera que a todo el mundo se le permitiera a entrada, sino que todo el mundo estuviese obligado a esperar el mismo rato para conseguir una mesa: no se admitían reservas (salvo para grupos en los comedores privados), y tampoco demostraban favoritismos de ninguna clase. La espera a veces resultaba fastidiosa, pero encontrarse en la cola detrás de alguien como la señora Vanderbilt, que graznaba y daba pataditas en el suelo por semejante trato, podía ser muy entretenido.

La noche de nuestra entrevista con los hermanos Isaacson, Laszlo había tomado la precaución de reservar una sala privada, consciente de que nuestra conversación podía turbar profundamente a cualquiera que estuviera cerca de nosotros en el comedor principal. Nos aproximamos a la larga manzana del restaurante por el lado de Broadway, donde estaba el café, y luego doblamos por la calle Treinta y seis, deteniéndonos ante la entrada. A Cyrus y a Stevie se les despidió para el resto de la velada pues últimamente llevaban muchas noches acostándose tarde. Después de cenar ya cogeríamos un carruaje para regresar a casa. Subimos los peldaños de la entrada y penetramos en el interior, e inmediatamente acudió a saludarnos el joven Charlie Delmonico.

En 1896 ya habían muerto casi todos los miembros de la generación más vieja de la familia, y Charlie había renunciado a su carrera en Wall Street para hacerse cargo del negocio. No podía estar mejor dotado para aquel cometido: afable, pulcro, y siempre discreto, atendía a todos los detalles sin que una mirada de preocupación empañara sus enormes ojos o desordenara su siempre cuidada barba.

— ¡Doctor Kreizler!— exclamó al acercarse, estrechándonos la mano y sonriendo con delicadeza—. Y el señor Moore… Es siempre un placer, caballeros, sobre todo cuando vienen juntos. Y también la señorita Howard. Hace tiempo que no la veía. Me alegro de que haya vuelto…— Ese era el modo que tenía Charlie de decirle a Sara que comprendía lo mucho que habría sufrido por la pérdida de su padre—. Sus otros invitados, doctor, ya han llegado. Están esperando arriba.— Y siguió hablando mientras depositábamos nuestras capas en guardarropía—. Recuerdo que una vez me dijo que ni el color aceituna ni el carmesí contribuían a una buena digestión, así que les he reservado el salón azul… ¿Le parece satisfactorio?

— Tan considerado como siempre, Charles— contestó Kreizler—. Muchísimas gracias—

— Pueden subir cuando quieran— añadió Charlie—. Como siempre, Ranhohofer está a su disposición.

— ¡Ajá!— exclamé ante la referencia al excelente jefe de cocina de Delmonico’s—. Confío en que esté dispuesto para nuestro juicio más severo.

Charlie volvió a sonreír, aquella misma curva suave en su boca.

— Creo que ha preparado algo realmente notable. Síganme, caballeros.

Acompañamos a Charlie por entre paredes cubiertas de espejos, muebles de caoba y techos con pinturas al fresco en el salón comedor principal y luego en el salón azul del primer piso. Los hermanos Isaacson esperaban sentados, con expresión de ligera perplejidad, en una mesa pequeña pero elegantemente preparada. Su confusión fue en aumento cuando vieron a Sara, a la que conocían de la Jefatura. Pero ella soslayó astutamente sus preguntas, diciendo que alguien debía tomar notas para el comisario Roosevelt, que se interesaba personalmente por el caso.

— ¿Él?— preguntó Marcus Isaacson, y sus oscuros ojos se abrieron desmesuradamente aprensivos a cada lado de la pronunciada nariz—. ¿Esto no será…? No será una especie de prueba, ¿verdad? Sé que todo el mundo en el departamento se teme una investigación, pero… En fin, un caso de hace tres años, la verdad es que no me parece justo que se nos juzgue por…

— No es que no apreciemos que el caso siga abierto aún— se apresuró a intervenir Lucius, secándose con el pañuelo unas cuantas gotas de sudor que perlaban su frente, en el preciso momento en que los camareros llegaban con unas bandejas de ostras y unas copas de Jerez y de biter.

— Tranquilícense ustedes— les dijo Kreizler—. No se trata de ninguna investigación. Si se hallan aquí es precisamente porque se sabe que no están asociados con esos elementos del cuerpo que han provocado las actuales controversias.— Al oír esto, los dos hermanos hicieron una larga aspiración y atacaron el jerez—. Tengo entendido que el inspector Byrnes no los consideraba entre sus favoritos.

Los dos hermanos se miraron, y Lucius hizo una indicación a Marcus, que fue quien contestó.

— No, señor. Byrnes creía en unos métodos que eran… Bueno, digamos que anticuados. Mi madre… Es decir, el sargento detective Isaacson y yo estudiamos en el extranjero, lo cual despertaba grandes sospechas en el inspector. Esto y nuestra… ascendencia.

Kreizler asintió. No era ningún secreto lo que la vieja guardia del departamento sentía por los judíos.

— Bien, caballeros— dijo Laszlo—, supongo que nos informaran de lo que han averiguado hoy.

Después de discutir un momento sobre quién sería el primero en informar, los Isaacson decidieron que lo haría Lucius.

— Como ya sabe, doctor, es limitada la cantidad de cosas que se pueden averiguar en unos cuerpos que se encuentran en un estado de descomposición tan avanzado. Aun así, creo que hemos descubierto unos cuantos hechos que se les pasaron por alto al forense y a los detectives que realizaron la investigación. Para empezar, la causa del fallecimiento… Disculpe, señorita Howard, pero… ¿no piensa usted tomar notas?

Sara sonrió.

— Mentalmente. Luego ya lo pasaré al papel.

Esta respuesta no satisfizo a Lucius, quien miró nervioso a Sara antes de proseguir.

— Sí, bien… La causa del fallecimiento.

Los camareros reaparecieron para retirar la bandejas de las ostras y sustituirlas por Sopa de tortuga verde au clair. Lucius volvió a secarse la ancha frente y probó la sopa mientras los camareros abrían una botella de amontillado.

— Hummm… Deliciosa— decidió, y pareció como si la comida le tranquilizara— Como decía, los informes de la policía y del forense indican que las heridas en la garganta fueron las causantes de la muerte. La incisión habitual en las arterias carótida, etcétera… La interpretación más obvia, si se encuentra un cadáver con un corte en la garganta. Pero casi de inmediato he advertido que había grandes lesiones en las estructuras de la laringe, sobre todo en el hueso hioides, que en ambos casos aparece fracturado Esto, por supuesto, indica estrangulamiento.

— No lo entiendo— dije—. ¿Para qué iba el asesino a degollarlos, si ya los había estrangulado?

— Avidez de sangre— respondió Marcus, fríamente, y siguió tomando la sopa.

— Sí, avidez de sangre— asintió Lucius—. Probablemente le preocupaba mantener limpias sus ropas para no llamar la atención durante su huida. Pero necesitaba ver la sangre…, o puede que olerla. Algunos asesinos aseguran que es el olor, más que la visión, lo que les satisface.

Por fortuna yo ya había finalizado mi sopa, pues semejante comentario no contribuyó a alegrarme el estómago. Me volví a mirar a Sara, que seguía comiendo con gran serenidad. Kreizler estaba observando a Lucius con enorme fascinación.

— Así que su hipótesis es la de estrangulamiento… Excelente. ¿Y qué más?

— Está el asunto de los ojos— añadió Lucius, apartándose hacia atrás para que el camarero pudiera retirar el cuenco de la sopa—. He encontrado algunos fallos en el informe al respecto.

En aquel preciso momentos nos sirvieron unas aiguillettes de róbalo sobre un fondo de salsa Mornay… realmente sabrosas. El amontillado fue sustituido por un Hochheimer.

— Disculpe, doctor— intervino Marcus, suavemente—. Pero permítame decirle que es una comida extraordinaria. Nunca había probado nada igual.

— Me complace, sargento detective— contestó Kreizler—. Pero aún falta mucho por venir. Y ahora, ¿qué decía de los ojos?

— En efecto— dijo Lucius—. El informe de la policía menciona que unos pájaros, o unas ratas, les comieron los ojos. Y el forense corroboró tal afirmación, lo cual resulta bastante curioso… Aunque los cadáveres hubiesen estado al aire libre, en lugar de encerrados en un depósito de agua, ¿por qué los carroñeros iban a comerse sólo los ojos? Sin embargo, lo que más me ha intrigado de semejante teoría es que las marcas del cuchillo son bastante evidentes.

Kreizler, Sara y yo dejamos de masticar e intercambiamos miradas.

— ¿Marcas de cuchillo?— preguntó Kreizler en voz baja—. No se menciona nada de eso en ninguno de los informes.

— Sí, lo sé— exclamó Julius con tono jovial; la conversación, aunque repugnante, parecía relajarle, y el vino también—. En realidad es extraño. Pero allí había… unas muescas muy delgadas en el hueso malar y en el borde supraorbital, junto con algunos cortes adicionales en el esfenoides.

Eran casi las mismas palabras que Kreizler había utilizado cuando se refirió al cadáver de Georgio Santorelli.

— En un primer vistazo— prosiguió Lucius—, uno podría pensar que los diversos cortes no están relacionados, que son señales de distintos pinchazos de un cuchillo. Pero a mí me ha parecido que sí están relacionados así que he intentado un experimento. Cerca de su Instituto, doctor, hay una tienda de cuchillos bastante buena, en la cual venden también cuchillos de monte. He ido allí y, pensando que probablemente habían utilizado esta arma, he comprado tres ejemplares de este tipo de cuchillo, de veintitrés, veinticinco y veintiocho centímetros de hoja, respectivamente.— Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta—. El más largo ha resultado el mejor.

Dicho esto, dejó caer en el centro de la mesa un reluciente cuchillo de grandes proporciones. El mango era de asta de ciervo, el protector de bronce, y la hoja de acero aparecía grabada con la silueta de un ciervo entre matorrales.

— El cuchillo de monte de Arkansas— explicó Marcus—. No está claro si fue Jim Bowie o su hermano quien hizo el diseño original, allá a comienzos de la década de los treinta, pero lo que sí está claro es que ahora casi todos los fabrica una de las empresas Sheffield, en Inglaterra, para exportarlos a nuestros estados del Oeste. Puede utilizarse para cazar, pero básicamente es un cuchillo de pelea. Para la lucha cuerpo a cuerpo.

— ¿Puede utilizarse también…?— inquirí, acordándome de Georgio Santorelli—. En fin…, ¿puede utilizarse como instrumento para trinchar y cortar? Quiero decir, ¿sería lo bastante resistente y con un filo suficientemente fino?

— Por supuesto— contestó Marcus—. El filo depende de la calidad del acero, y en un cuchillo de este tamaño, sobre todo si está fabricado por Sheffield, tiende a ser de gran calidad, de un acero muy duro— Entonces se interrumpió y me miró con la misma recelosa perplejidad que había exteriorizado por la tarde—. ¿Por qué lo pregunta?

— Parece bastante caro— dijo Sara, tratando deliberadamente de cambiar de tema—. ¿Lo es?

— Desde luego— contestó Marcus—. Aunque duradero. Uno de éstos duraría tantos años como los que tiene usted.

Kreizler estaba examinando el cuchillo Éste es el que él utiliza, parecía decir su mirada.

— Las marcas del esfenoides— prosiguió Lucius— se llevaron a cabo en el mismo momento en que el filo cortante melló el hueso malar y el borde supraorbital. Es perfectamente lógico, teniendo en cuenta que manipulaba una zona tan reducida como es la cuenca del ojo en un cráneo infantil, y con un instrumento tan grande. No obstante, y precisamente por esto, el trabajo fue sin duda muy hábil, dado que los destrozos podían haber sido mucho mayores. Ahora bien…— Tomó un largo sorbo de vino—. Si desean saber qué estaba haciendo, o por qué, aquí tan solo podemos hacer especulaciones. Tal vez estaba vendiendo partes de cuerpo a colegios médicos o a estudiantes de anatomía. Aunque, en este caso, probablemente se habría llevado algo más que los ojos. Resulta algo confuso.

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