De pie junto a las mesas había dos hombres, vestidos con trajes de lana: el más alto llevaba uno a cuadros, discreto pero a la moda, el del mas bajo era negro. Sus caras estaban casi totalmente ensombrecidas por el frío resplandor de las lámparas eléctricas que, entre ellos y nosotros, colgaban encima de las mesas de operaciones.
— Caballeros…— les saludó Laszlo, acercándose directamente—. Soy el doctor Krelzler. Confío en que no hayan tenido que esperar mucho rato.
— En absoluto, doctor— contestó el más alto, estrechándole la mano.
Y mientras se inclinaba en la zona luminosa alrededor de la mesa pude ver que sus rasgos semíticos eran bastante atractivos: nariz recta, ojos firmes y castaños, y una fuerte cabeza de cabello rizado. El más bajo en comparación, tenía ojos pequeños, cara regordeta bañada en sudor y cabello que empezaba a clarear. Ambos parecían tener unos treinta y pocos años.
— Soy el sargento Marcus Isaacson— añadió el más alto— y éste es mi hermano, Lucius.
El más bajo pareció molesto al tenderle la mano.
— Sargento detective Lucius Isaacson, doctor— replicó, y luego, enderezándose, murmuró a través de la comisura de la boca—: No vuelvas a hacerlo. Prometiste que no lo harías.
Marcus Isaacson puso los ojos en blanco, luego intentó sonreírnos a la vez que también hablaba con la boca ladeada:
— ¿Qué pasa? ¿Qué he hecho?
— Presentarme como tu hermano— susurró Lucius Isaacson con tono de apremio.
— Caballeros— les dijo Kreizler, algo sorprendido ante la disputa—. Permitan que les presente a mi amigo, John Schuyler Moore.— Estreché la mano a los dos, al tiempo que Kreizler proseguía—: El comisario Roosevelt me ha hablado encarecidamente de su competencia, y opina que pueden proporcionarme algo de ayuda en cierta investigación que estoy llevando a cabo. Se han especializado en dos áreas que me interesan particularmente…
— Sí— dijo Marcus—, ciencia criminal y medicina forense.
— En primer lugar me gustaría saber…
— Si lo que le intriga son nuestros nombres— le interrumpió Marcus—, debe saber que cuando nuestros padres llegaron a América les preocupaba enormemente que sus hijos se vieran sometidos a la discriminación antijudía que existía en las escuelas.
— En cierto modo fuimos afortunados— añadió Lucius—, pues a nuestra hermana le pusieron de nombre Cordelia.
— Como ve— prosiguió Marcus—, aprendían inglés estudiando a Shakespeare. Cuando yo nací, acababan de empezar Julio César. Un año después, al llegar mi hermano, aún seguían con esa obra. Pero cuando nació mi hermana, dos años después, habían progresado y leían El rey Lear…
— No lo pongo en duda, caballeros— le interrumpió Kreizler, algo inquieto, obsequiándolos con toda una exhibición de cejas arqueadas y miradas de ave rapaz—. Pero por muy interesante que esto sea, lo que quería preguntarles es cómo llegaron a sus especializaciones y qué fue lo que les llevó a ingresar en la policía.
Lucius suspiró, alzando los ojos al cielo.
— A nadie le interesa saber cómo conseguimos nuestros nombres, Marcus— murmuró—. Ya te lo había advertido.
La cara de Marcus enrojeció ligeramente de rabia, luego se volvió a Kreizler con premeditada seriedad, consciente de que la entrevista no discurría por buen camino.
— Mire, doctor, de nuevo fueron nuestros padres, aunque comprendo que tal vez la explicación no le parezca interesante… Mi madre quería que yo fuese abogado, y mi hermano, el sargento detective aquí presente, tenía que ser médico. Pero esto no funcionó. Empezamos a leer a Wilkie Collins cuando éramos pequeños, y para cuando ingresamos en la universidad ya habíamos decidido que queríamos ser detectives.
— La abogacía y la medicina nos fueron muy útiles al principio— prosiguió Lucius—, pero luego lo dejamos e hicimos algunos trabajos para los Pinkerton. Hasta que el comisario Roosevelt se hizo cargo del departamento no se nos presentó la oportunidad de ingresar en la policía. Imagino que habrá oído comentarios de que sus prácticas de contratación no son muy… ortodoxas.
Yo sabía a qué se refería, y más tarde se lo expliqué a Laszlo. Además de investigar a casi todos los agentes y detectives del Departamento de Policía, y de este modo obligar a muchos a dimitir, Roosevelt se había empeñado en hacer contrataciones algo inverosímiles, en un esfuerzo por romper la hegemonía que la camarilla encabezada por Thomas Byrnes y otros jefes de distrito, como Porras Williams y Big Bill Devery, ejercían sobre el cuerpo. Theodore estaba especialmente interesado en incorporar judíos, a los que consideraba excepcionalmente honestos y valerosos, refiriéndose a ellos como guerreros macabeos de la justicia. Al parecer los hermanos Isaacson eran un ejemplo de este esfuerzo, aunque la palabra guerreros no fue la primera que vino a mi mente al conocerlos.
— Supongo que desea nuestra ayuda en esta exhumación, ¿no?— aventuró Lucius esperanzado, señalando las dos mesas, y deseoso de a abandonar el tema de sus antecedentes.
Kreizler le miró fijamente.
— ¿Cómo sabe que se trata de una exhumación?
— Por el olor, doctor. Es muy distinto. Y la posición de los cuerpos indica un entierro formal, no un abandono al azar.
A Kreizler se le iluminó un poco el semblante.
— Sí, sargento detective, ha supuesto usted bien.
Entonces se acercó a las mesas y retiró las sábanas, con lo cual el hedor se vio complementado con la visión ciertamente desagradable de dos pequeños esqueletos, uno metido dentro de un traje negro bastante podrido y otro en un vestido blanco igualmente deshecho. Algunos de los huesos aun estaban unidos, pero la mayoría se habían separado, y había fragmentos de cabellos y de uñas, junto con restos de tierra por todo el cuerpo. Me armé de valor e intenté no apartar la vista, aquel tipo de cosas iba a marcar mi destino durante algún tiempo, e imaginé que sería mejor acostumbrarme a ello. Pero las espantosas muecas de los dos cráneos hablaban elocuentemente del modo poco natural en que habían muerto las dos criaturas, y me resultó difícil seguir contemplándolas.
En cambio, las caras de los hermanos Isaacson parecían fascinadas al aproximarse a las mesas y escuchar la explicación de Laszlo.
— Hermano y hermana. Benjamin y Sofia Zweig. Asesinados. Los cuerpo se encontraron…
— En el depósito de una torre de distribución de agua— dijo Marcus—. Hace tres años. El caso todavía está abierto oficialmente.
Esto también complació a Kreizler.
— Acérquense— les dijo, señalando una mesita blanca en un rincón en la que había apilados recortes y documentos—. Aquí encontrarán la información que he conseguido reunir respecto al caso. Me gustaría que los dos la revisaran y que estudiaran los cuerpos. El asunto es algo urgente, de modo que sólo disponen de esta tarde. Estaré en Delmonico’s a las once y media de esta noche. Nos encontraremos allí y, a cambio de su información, me complacerá invitarles a una excelente cena.
El entusiasmo de Marcus Isaacson dio paso a un comentario que rezumaba curiosidad:
— La cena no es necesaria, doctor, si se trata de un asunto oficial. Aunque apreciamos la invitación.
Laszlo asintió sonriendo ligeramente, divertido ante la estratagema de Marcus para sonsacarle.
— Bueno, nos veremos a las once y media.
Dicho esto los Isaacson empezaron con los materiales que tenían ante sí, apenas conscientes de que Kreizler y yo nos despedíamos. Subimos por la escalera interior, y mientras yo recogía mi abrigo en la sala de consulta, Laszlo siguió con su expresión intrigada.
— No hay duda de que son excéntricos— comentó al dirigirnos a la puerta principal—. Pero me da la sensación de que conocen su trabajo. Ya veremos. Ah, por cierto, Moore, ¿tienes un traje limpio para esta noche?
— ¿Para esta noche?— inquirí, mientras me calaba la gorra, después de haberme puesto los guantes.
— Para la ópera. El candidato de Roosevelt para hacer de contacto entre nuestra investigación y su oficina tiene que presentarse en mi casa a las siete.
— Ni idea— dijo Laszlo, encogiéndose de hombros—. Pero, sea quien sea, el papel del contacto será crucial. He pensado en llevarle a la ópera y ver cómo reacciona. Es una excelente prueba para comprobar el carácter de cualquiera, y Dios sabe cuándo volveremos a tener la oportunidad de asistir a una representación. Utilizaremos mi palco en el Metropolitan. Maurel canta a Rigoletto. Será idóneo para nuestros propósitos.
— Debería serlo— comenté alegremente—. Y ya que hablamos de propósitos, ¿quién representa el papel de la hija del jorobado?
Kreizler apartó la vista con expresión de leve disgusto.
— Por Dios, Moore, algún día me gustaría conocer los detalles de tu infancia. Esta irrefrenable manía sexual…
— Yo sólo he preguntado quién representa el papel de la hija del jorobado.
— ¡Está bien, está bien! Ni más ni menos que Frances Saville, la de las piernas, como dirías tú.
— En tal caso tengo traje de etiqueta, desde luego— dije saltando ya los peldaños en dirección al coche. Por lo que a mí se refería, podían coger a Nellie Melba, a Lillian Nordica y al resto de las cuatro voces estelares medio atractivas del Metropolitan y, tal como diría Stevie Taggert, que se fueran a la porra… A mí que me dieran una chica realmente hermosa, con una voz aceptable, y sería el miembro más dócil de la audiencia—. Estaré en tu casa a las siete.
— Espléndido— contestó Kreizler, haciendo una mueca—. Espero con ansiedad el momento. ¡Cyrus! Lleva al señor Moore a Washington Square.
Me pasé el rápido trayecto a través de la ciudad considerando lo inusual y agradable que resultaría iniciar la investigación de un asesinato acudiendo a la opera y luego cenando en Delmonico’s. Por desgracia, tales invitaciones no podrían calificarse de inicio, pues al llegar a casa me encontré en los peldaños de la entrada con una Sara Howard muy alterada.
Sara no hizo caso a mi saludo.
— Éste es el carruaje del doctor Kreizler, ¿verdad?— preguntó—. Y éste es su cochero. ¿Podemos llevárnoslos?
— ¿Llevárnoslos adónde?— pregunté, alzando la vista para ver a mi abuela que miraba ansiosa a través de la ventana de la sala de estar—. Sara, ¿qué sucede?
— El sargento Connor y otro agente, Casey, han ido a hablar con los padres del joven Santorelli esta mañana. Al volver han dicho que no han averiguado nada, pero había sangre en el puño de la camisa de Connor. Ha ocurrido algo, estoy segura, y quiero averiguar qué es— Hablaba sin mirarme a la cara, tal vez porque sabía cuál iba a ser mi reacción.
— Una labor poco apropiada para una secretaria, ¿no te parece?— pregunté. Sara no contestó, pero la mirada de amarga decepción que apareció en su rostro fue tan evidente que no pude hacer otra cosa que abrir la portezuela de la calesa—. ¿Qué dices, Cyrus? ¿Alguna objeción a llevarnos a la señorita Howard y a mí a hacer un recado?
Cyrus se encogió de hombros.
— No, señor, siempre que esté de regreso en el Instituto a la hora en que acaben las entrevistas.
— Por supuesto. Sube, Sara, y te presento al señor Cyrus Montrose.
En un segundo, el aspecto de Sara pasó de la ferocidad a la euforia: un cambio nada extraordinario en ella.
— Hay momentos, John— me dijo al subir a la calesa—, en que pienso que me he equivocado contigo todos estos años.— Estrechó nerviosa la mano de Cyrus y luego se sentó, echando una manta sobre sus piernas y las mías cuando me hube acomodado. Luego de dar a Cyrus unas señas de Mott Street, palmoteó de entusiasmo al ponerse en marcha la calesa.
No había muchas mujeres que se hubiesen aventurado de tan buena gana en una de las peores zonas del Lower East Side. Pero el espíritu aventurero de Sara nunca se había visto atemperado por la prudencia. Además, ya tenía experiencias en aquella zona: poco después de graduarse en la universidad, su padre consideró que su educación sin duda podía ser más equilibrada mediante una experiencia de la vida en otros sitios que no fueran Rhinecliff (donde se hallaba la hacienda campestre de los Howard) y Gramercy Park. De modo que ella se había puesto una blusa blanca almidonada, una gastada falda negra y un sombrero de paja bastante ridículo, y había pasado el verano ayudando a una enfermera que visitaba el Distrito Diez. Durante aquellos meses había visto muchas cosas: de hecho, todo cuanto el Lower East Side podía ofrecer a cualquiera. Sin embargo, nada de todo esto era peor que lo que nos esperaba ese dia.
Los Santorelli vivían en unos apartamentos al fondo de unos bloques, pocas manzanas por debajo de Canal Street. Estos apartamentos habían sido declarados ilegales en 1894, pero había aparecido una antigua cláusula en virtud de la cual se permitía seguir en pie a los existentes a cambio de unas mejoras mínimas. Si aquellos miserables bloques de apartamentos que daban a la calle ya eran oscuros, insalubres y amenazadores, los pequeños edificios que crecían al fondo— en un sitio destinado a patio para proporcionar algo más de aire y de luz al bloque— eran increíblemente peores. Por el aspecto de la fachada del edificio ante el que nos detuvimos ese día, nos encontrábamos ante un típico ejemplo: enormes bidones de ceniza y desperdicios se amontonaban a cada lado de los escalones empapados de orines de la entrada al edificio, en los cuales había un grupo de hombres sucios y cubiertos de harapos, cada uno de ellos absolutamente imposible de diferenciar de cualquier otro. Estaban bebiendo y riendo, pero se interrumpieron bruscamente al ver la calesa y a Cyrus. Sara y yo bajamos y nos detuvimos en la acera.
— No te alejes demasiado, Cyrus— le dije, tratando de disimular mi nerviosismo.
— No, señor…— me contestó, agarrando con fuerza la empuñadura de su látigo, y con la otra mano removió en el bolsillo del gabán— Quizá debería llevarse esto, señor Moore.— Sacó entonces unos nudillos de bronce.
— No creo que haga falta— dije mientras estudiaba el arma, pero luego deje de fingir—. Además, no sabría cómo utilizarlos.
— Date prisa, John— me apremió Sara, y seguidamente empezamos a subir los escalones de la entrada.
— ¡Oye!— Uno de los haraganes me agarró del brazo—. ¿Sabes que hay un moreno conduciendo tu coche de caballos.
— ¿De veras?— contesté, guiando a Sara a través del casi visible hedor que planeaba por encima de aquellos hombres.
— ¡Negro como boca de lobo!— aseguró otro de los hombres, al parecer asombrado.