Justo cuando Kreizler y yo salíamos del 808 de Broadway, apareció Stevie, recuperado después de varias horas de sueño. Nos dijo que había traído la calesa y que estaba dispuesto a acompañarnos al St. Vincent para visitar al compañero herido, que llevaba todo el día solo en la habitación del hospital. Por muy cansados que estuviéramos, ni Laszlo ni yo podíamos negarnos. Al recordar la clase de comida que solían servir en los hospitales de Nueva York, decidimos telefonear a Charlie Delmonico para que nos prepararan un auténtico menú de primera clase que pudiéramos llevar al St. Vincent.
A eso de las seis y media encontramos a Cyrus abundantemente vendado y casi dormido. Pero se mostró encantado con la comida y no se quejó de nada, ni siquiera de que las enfermeras del hospital se quejaran por tener que cuidar de un negro. Kreizler arremetió contra un par de administradores del hospital por este motivo, pero por otro lado pasamos una hora muy agradable en la habitación de Cyrus, cuya ventana ofrecía una excelente panorámica de la Séptima Avenida, de Jackson Square y de la puesta de sol que veía más allá. Casi había oscurecido cuando salimos a la calle Diez. Le dije a Stevie que cuidaríamos de la calesa unos minutos para que pudiera subir y saludar a Cyrus, y el muchacho corrió ansioso hacia el hospital. Kreizler y yo nos disponíamos a depositar nuestros crujientes huesos sobre el blando tapizado de piel del carruaje cuando una ambulancia entró traqueteante a considerable velocidad y vino a detenerse a nuestro lado. De haber estado menos cansado, me habría dado cuenta de que el rostro del conductor no me era del todo desconocido; tal como estaba, centré toda la atención de que fui capaz en las puertas del vehículo, las cuales se abrieron de golpe para dejar salir a un individuo, que no se parecía en absoluto a un enfermero del hospital y al que reconocí con un repentino estremecimiento de temor.
— ¿Cómo diablos…?— murmuré, al tiempo que el hombre me miraba sonriente?
— ¡Connor!— exclamó Laszlo, sorprendido.
El antiguo sargento detective sonrió más ampliamente y avanzó unos pasos, amenazante.
— Veo que se acuerdan de mí, ¿eh? Mucho mejor.— De debajo de la chaqueta, algo deshilachada, extrajo un revólver—. Suban a la ambulancia… Los dos.
— ¡No sea ridículo!— replicó Laszlo con dureza, a pesar del arma.
Dado que yo tenía una idea más exacta respecto a quién nos enfrentábamos, probé otro plan de acción.
— Aparte esa arma de ahí, Connor. Esto es una locura, no puede…
— ¿Una locura, eh?— replicó el otro furioso—. Nada de eso. Sólo estoy cumpliendo con mi nuevo trabajo. He perdido el antiguo, ¿no se acuerdan? De todos modos, me han ordenado que fuera en busca de ustedes… aunque preferiría dejarles muertos aquí mismo, sobre la acera. Así que muévanse.
Resulta extraño cómo el miedo puede desterrar el cansancio. De pronto fui consciente de un nuevo estallido de energía, todo él dirigido a mis pies. Pero era absurdo intentar huir: me daba cuenta de que Connor hablaba en serio al decir que le gustaría dispararnos. Así que tiré de Kreizler, quien no dejó de forcejear y protestar, hasta la parte de atrás de la ambulancia. Al entrar alcé la vista lo bastante para ver que el conductor del vehículo era uno de los hombres que habían intentado atacarnos a Sara y a mí en la vivienda de los Santorelli. Las piezas del rompecabezas empezaban a encajar.
Connor cerró con llave la puerta de la ambulancia, luego subió al pescante junto al otro individuo y salimos con la misma endiablada velocidad que había marcado su llegada, aunque a través de las ventanillas enrejadas de la puerta trasera del vehículo era imposible averiguar exactamente adónde nos dirigíamos.
— Parece que a la parte alta de la ciudad— comenté mientras nos sentíamos sacudidos de un lado al otro del oscuro compartimiento.
— ¿Secuestrados?— inquirió Kreizler, manteniendo aquel tono de irritante indiferencia que adoptaba en los momentos de peligro—. ¿Es posible que alguien tenga tan extraño sentido del humor?
— No se trata de una broma— repliqué al tiempo que trataba de forzar la puerta, aunque pronto descubrí que era muy sólida—. Al fin y al cabo la mayoría de los policías sólo se hallan a pocos pasos de ser unos delincuentes. Y yo diría que Connor ha dado esos pasos.
Laszlo estaba absolutamente pasmado.
— Uno no sabe realmente qué decir en una situación así. ¿Tienes alguna horrible confesión que quisieras hacer, Moore? No soy un cura, por supuesto, pero…
— ¿Has oído lo que acabo de decirte, Kreizler? ¡No se trata de ninguna broma!
Justo en aquel momento doblamos una curva y fuimos lanzados contra una de las paredes laterales de la ambulancia.
— Vaya…— murmuró Kreizler, poniéndose en pie y comprobando los daños—. Empiezo a entender lo que quieres decir.
Después de otro cuarto de hora de salvaje carrera, por fin llegamos a nuestro destino. Cualquiera que fuese el barrio donde nos hallábamos, era muy tranquilo, el silencio sólo roto por los gruñidos y las maldiciones de nuestros cocheros. Por fin Connor abrió nuevamente la puerta y salimos a lo que reconocí como la avenida Madison, en el distrito de Murray Hill. En una farola cercana, había un letrero que ponía: 36th Street, y enfrente se alzaba un enorme pero elegante edificio de piedra caliza, con dos columnas a cada lado de la puerta principal y un largo mirador sobresaliendo hacia la calle.
Kreizler y yo nos miramos a los ojos, con un instantáneo gesto de reconocimiento en la mirada.
— Bueno, bueno…— musitó Kreizler, intrigado, y tal vez incluso algo aturdido.
En cambio yo estuve a punto de desmayarme.
— ¿Qué diablos…?— musité—. ¿Por qué querrán…?
— Adelante— dijo Connor señalando la puerta principal, aunque quedándose junto a la ambulancia.
Kreizler volvió a mirarme, se encogió de hombros y empezó a subir los peldaños de la entrada.
— Te sugiero que entres, Moore. No es un hombre que esté acostumbrado a esperar.
Un auténtico mayordomo inglés nos hizo pasar al 219 de la avenida Madison cuyo interior reflejaba la misma extraña combinación que el exterior del edificio de piedra caliza: extraordinaria riqueza y muy buen gusto. Nuestros pies pisaron el suelo de mármol. Una sencilla pero amplia escalinata blanca parecía conducir a las dependencias superiores de la casa, pero nuestro destino estaba justo al frente. Pasamos ante unos espléndidos cuadros de pintura europea, esculturas y piezas de cerámica— todo elegante y sencillamente distribuido, sin el efecto de acumulación a que tan aficionadas eran las familias como los Vanderbilt—, y seguimos avanzando hacia la parte posterior de la mansión. Allí el mayordomo nos abrió una puerta de paneles que conducía a un salón abovedado, de iluminación escasa.
Las altas paredes estaban forradas con caoba de Santo Domingo, de una tonalidad casi negra. En realidad a la estancia se la conocía, tanto por parte del servicio de la casa como por las leyendas que corrían por Nueva York, como la biblioteca negra. Lujosas alfombras cubrían el suelo, y en uno de los laterales había una gran chimenea empotrada. De las paredes colgaban más cuadros europeos, con lujosos marcos dorados, y las librerías aparecían atestadas de espléndidas rarezas encuadernadas en piel, conseguidas en los múltiples viajes al otro lado del Atlántico. Algunos de los encuentros más importantes en la historia de Nueva York— y de hecho de Estados Unidos— se habían llevado a cabo en aquel salón. Y aunque este hecho podía hacer que tanto Kreizler como yo nos preguntáramos, con mayor motivo, qué estábamos haciendo allí los rostros que se volvieron a mirarnos tan pronto como entramos hicieron que las cosas resultaran mucho más claras.
A un lado de la chimenea, sentado en un canapé, se hallaba el obispo Henry Potter, y en otra pieza idéntica de mobiliario, situada al otro lado de la chimenea, estaba el arzobispo Michael Corrigan. Detrás de cada una de estas personalidades había un clérigo: el de Potter era un hombre alto y delgado, con gafas; el de Corrigan era bajito, rechoncho, con largas patillas canosas. De pie, delante de la chimenea, había un hombre, a quien reconocí como Anthony Comstock, el famoso censor de la Oficina Postal de Estados Unidos. Comstock había pasado veinte años utilizando los poderes que le había concedido el Congreso (bastante cuestionables) para perseguir fanáticamente cualquier negocio que se hiciera con artículos anticonceptivos, abortivos, literatura y fotografías atrevidas, o cualquier otra cosa que encajara en su definición, bastante amplia, de lo obsceno. El rostro de Comstock era duro, mezquino, lo cual no sorprendía; sin embargo no era tan desconcertante como el del hombre que permanecía de pie a su lado. El ex inspector Thomas Byrnes tenía unas cejas altas y pobladas que se arqueaban sobre unos ojos penetrantes, que lo abarcaban todo; pero por otra parte, el enorme y lacio bigote hacía difícil interpretar su estado de ánimo y sus pensamientos. Al internarnos más en el salón, Byrnes se volvió hacia nosotros y las cejas se le arquearon enigmáticamente; luego volvió la cabeza hacia el enorme escritorio de nogal que había en el centro de la estancia, y mis ojos siguieron su indicación.
Sentado al escritorio, repasando unos papeles y garabateando alguna nota de vez en cuando, había un hombre cuyo poder era mayor que el de cualquier financiero que el mundo hubiese conocido, un hombre cuyos rasgos, por otro lado atractivos, se veían contrarrestados por una nariz cuarteada, hinchada y deformada por el acné rosácea. Pero había que tener mucho cuidado para no mirar abiertamente aquella nariz pues lo más probable era que hubiese que pagar por aquella morbosa fascinación mediante las más variadas formas que uno pudiera imaginar.
— ¡Ah!— exclamó el señor John Pierpont Morgan alzando la vista de sus papeles y poniéndose en pie—. Acérquense, caballeros, a ver si arreglamos este asunto de una vez.
VOLUNTAD
La fuente y origen de toda realidad, tanto desde el punto de vista absoluto como desde el práctico, es por lo tanto subjetiva, está en nosotros mismos. Como puros pensadores lógicos, sin reacción emocional, otorgamos realidad a cualquier objeto en el que pensamos, bien sea porque es un auténtico fenómeno, bien porque es objeto de nuestro pensamiento efímero, si no algo más. Pero como pensadores con reacciones emocionales otorgamos lo que nos parece un grado de realidad todavía más alto a cualquier cosa que seleccionamos, y realzamos, y a la que recurrimos por propia voluntad.
Willliam James
Principios de psicología
Don Giovanni, vos me invitasteis a cenar;
aquí me tenéis.
Da Ponte,
del Don Giovanni de Mozart
Avancé apresuradamente hacia un par de sillones lujosamente tapizados que había frente al escritorio de Morgan, al otro lado de la chimenea.
En cambio Kreizler se quedó rígidamente quieto, contestando a la dura mirada del financiero con una de las que a él le caracterizaban.
— Antes de tomar asiento en su casa, señor Morgan— dijo Laszlo—, ¿le puedo preguntar si es su costumbre forzar la asistencia con armas de fuego?
La enorme cabeza de Morgan giró bruscamente para mirar con severidad a Byrnes, quien se limitó a encogerse de hombros con absoluta indiferencia. Los ojos grises del ex policía pestañearon levemente, como si dijeran: Quien con niños se acuesta, señor Morgan…
La cabeza del financiero empezó un lento balanceo, ligeramente disgustado.
— Ni es mi costumbre ni son mis instrucciones, doctor Kreizler— dijo, estirando un brazo hacia los sillones—. Le ruego que acepte mis disculpas. Este asunto parece haber provocado fuertes emociones en todos los que han tenido conocimiento de él.
Kreizler gruñó por lo bajo, sólo parcialmente satisfecho, y a continuación los dos tomamos asiento. Morgan volvió a su sillón y brevemente llevó a cabo las presentaciones (salvo la de los dos clérigos que permanecían detrás de los canapés, cuyos nombres nunca llegaría a conocer) Seguidamente hizo una leve inclinación de cabeza a Anthony Comstock, quien trasladó su imponente figura al centro de la estancia. La voz que emergió de aquella figura resultó tan desagradable como su cara.
— Doctor, señor Moore, permítanme que les sea sincero. Estamos enterados de su investigación y, por distintos motivos, queremos que ésta se abandone. Si se negaran a ello, hay ciertos asuntos en los que podríamos presionarles.
— ¿Presionarnos?— pregunté, pues la inmediata aversión que sentí por el censor postal me dio suficiente seguridad—. Éste no es un caso moral, señor Comstock.
— Una agresión es una acusación criminal, Moore— se apresuró a intervenir el inspector Byrnes, mirando las atestadas librerías—. Tenemos a un guardia en Sing Sing al que le faltan un par de dientes. Y luego está el asunto de asociarse con unos conocidos gángsteres…
— Vamos, Byrnes— repliqué; el inspector y yo habíamos tenido algunos encontronazos durante mis tiempos en el Times y, aunque me ponía bastante nervioso, estaba convencido de que sería una estupidez demostrárselo—. Ni siquiera usted puede calificar de asociación a un simple trayecto en coche.
Byrnes no hizo caso a mi comentario.
— Y por último…— prosiguió——, está el mal uso del personal y de los recursos del Departamento de Policía.
— La nuestra no es una investigación oficial— replicó Kreizler, tranquilamente.
Bajo el bigote de Byrnes, pareció nacer una sonrisa.
— Muy astuto, doctor, pero sabemos todo lo referente a su acuerdo con el comisario Roosevelt.
Kreizler no demostró ninguna reacción.
— ¿Tiene usted pruebas, inspector?
— No tardaré en tenerlas— contestó Byrnes, sacando un delgado volumen de uno de los estantes.
— Vamos, vamos, caballeros— intervino el arzobispo Corrigan con sus modales afables—. No hay motivos para que adopten posiciones enfrentadas.
— Sí— convino el obispo Potter, sin mucho entusiasmo—. Estoy convencido de que puede llegarse a una solución razonable, una vez que entendamos los mutuos puntos de vista…
Pierpont Morgan no hizo ningún comentario.
— Lo único que sé— anunció Laszlo, sobre todo para nuestro silencioso anfitrión— es que nos han secuestrado a punta de pistola y nos han amenazado con una acusación criminal sólo por querer solucionar un abominable caso de asesinato en el que la policía ha fracasado hasta el momento.— Kreizler sacó la pitillera y, después de extraer uno de los cigarrillos, empezó a golpearlo sonora e irritantemente contra uno de los brazos del sillón—. Pero tal vez haya elementos sutiles en esta incursión, ante los cuales esté ciego.