— En tal caso— intervino Kreizler—, no entiendo por qué se interesa por este asunto.
— Porque me pone furioso.— El rostro de Kelly se puso serio por primera vez—. Me pone furioso, doctor. Estos cerdos de ahí atrás se alimentan con toda esa basura que los muchachos de la Quinta Avenida les ofrecen tan pronto como bajan del barco, ¿y qué hacen ellos? Se matan unos a otros intentando comerse cada bocado. Se trata de una apuesta estúpida, de un juego fraudulento, como quieran llamarlo, pero hay una parte de mí a la que no le importaría ver que al menos por algún tiempo funcionan de otra manera.— De pronto recuperó su afable sonrisa—. O puede que en mi actitud existan razones más profundas, doctor. Es posible que usted hallara algo en el… contexto de mi vida que lo explicara, si tuviera acceso a esta clase de información.— Ese comentario me dejó muy sorprendido, y vi que Kreizler tampoco lo esperaba. Había algo verdaderamente intimidatorio en la tosca agilidad intelectual de Kelly: la sensación de que era un hombre que podía suponer una seria amenaza en muchos aspectos—. Pero sean cuales sean los motivos— prosiguió radiante nuestro anfitrión, asomándose fuera del carruaje—, disfruto inmensamente con todo este asunto.
— ¿Lo bastante como para complicar una solución?— le presionó Kreizler.
— ¡Doctor!— Kelly fingió sorpresa—. Tengo la impresión de que me está insultando.— El gángster abrió la tapa del puño del bastón, revelando un pequeño compartimiento lleno de fino polvo cristalino—. ¿Caballeros?— nos ofreció aunque tanto Laszlo como yo declinamos el ofrecimiento—. Ayuda a que funcione el sistema a estas espantosas horas del día.— Kelly depositó un poco de cocaína sobre la muñeca y la absorbió con fuerza por la nariz—. No me gustaría parecer un esnifador barato, pero no rindo gran cosa por la mañana.— Se limpió la nariz con un fino pañuelo de seda y cerró la tapa del bastón—. En todo caso, doctor, ignoraba que se hubiera intentado solucionar este caso con seriedad.— Miró fijamente a Kreizler—. ¿Sabe usted algo que yo desconozca?
Ni Kreizler ni yo contestamos a la pregunta, lo cual estimuló a Kelly a criticar sarcásticamente la ausencia de esfuerzos oficiales por solucionar los asesinatos. Finalmente la berlina se detuvo un momento en el lado oeste de Central Park. Laszlo y yo bajamos en el cruce de la calle Setenta y siete con la esperanza de que Kelly se hubiese olvidado del asunto, pero cuando nos dirigíamos a la acera el gángster asomó la cabeza a nuestras espaldas.
— Bueno, doctor Kreizler, ha sido un placer— le dijo— Y a usted le digo lo mismo, escribano. Sin embargo, permítanme una última pregunta. ¿De veras creen que los peces gordos les van a permitir llevar a cabo esta pequeña investigación?
A mí me cogió con la guardia baja para contestar, pero era evidente que Kreizler se había preparado para la contingencia.
— Yo sólo puedo responder a esta pregunta con otra, Kelly— le replicó—. ¿Tiene usted intención de dejar que la llevemos a cabo?
Kelly alzó la cabeza y contempló el cielo matutino.
— Si he de decirle la verdad, no había pensado en ello. Pero no creo que debiera… Lo cierto es que estos asesinatos me han sido muy útiles por asi decirlo. De modo que si pretenden poner en peligro esta utilidad;.., ¿pero qué es lo que estoy diciendo? Si tenemos en cuenta con quien se enfrentan, tendrán suerte si no acaban en la cárcel.— Levantó el bastón en el aire—. Que tengan un buen día, caballeros. ¡Harry, llévanos de nuevo al New Brighton!
Vimos cómo la berlina se alejaba, con Cómetelos Jack McManus todavía colgado del estribo, como un mono malévolo y superdesarrollado y luego nos volvimos hacia los muros y torreones estilo renacimiento temprano del Museo de Historia Natural.
A pesar de que aún no habían transcurrido tres décadas desde su inauguración, el museo ya albergaba una serie de expertos de primera línea y un enorme y raro surtido de piedras, animales disecados e insectos ensartados en agujas. Pero de todos los prestigiosos departamentos que tenían su sede en aquel edificio en forma de castillo, ninguno era tan famoso e iconoclasta como el de antropología. Luego supe que el hombre al que íbamos a ver ese día, Franz Boas, era el principal responsable de dicho departamento.
Tendría aproximadamente la misma edad que Kreizler y había nacido en Alemania, donde había estudiado psicología experimental antes de pasarse a etnología. De modo que había evidentes razones circunstanciales para que Boas y Kreizler se conocieran desde la emigración del primero a Estados Unidos; pero nada de todo esto era tan importante para su amistad como una acusada similitud de ideas profesionales. Kreizler había arriesgado su reputación con la teoría del contexto, la idea de que la personalidad de un adulto nunca podría entenderse sin conocer primero los hechos de su experiencia individual. En muchos aspectos, la labor antropológica de Boas representaba la aplicación de esta teoría a gran escala, a todas las culturas. Mientras investigaba sobre el terreno con las tribus de indios del noroeste de América, Boas había llegado a la conclusión de que la historia es la fuerza principal que da forma a las culturas, mucho más que la raza o el entorno geográfico, como antes se creía. En otras palabras, los distintos grupos étnicos obraban como lo hacían no porque la biología o el clima les obligaran a ello (había demasiados ejemplos de grupos que contradecían esta teoría para permitir a Boas aceptarla), sino porque les habían enseñado así. Todas las culturas eran igualmente válidas, cuando se contemplaban bajo este prisma; y a algunos de sus muchos críticos, que decían que ciertas culturas obviamente habían progresado más que otras y que por tanto se las podía considerar superiores, Boas replicaba que el progreso era un concepto totalmente relativo.
Desde su nombramiento en 1895, Boas había revitalizado totalmente el Departamento de Antropología del Museo de Historia Natural con sus nuevas ideas; y cuando uno pasaba por las salas de exposición del departamento, como hicimos nosotros aquella mañana, una sensación de vitalidad intelectual y excitación le recorría todo el cuerpo. Claro que esta reacción se podía deber tanto a la visión de las feroces caras talladas en la docena de enormes tótems que se alineaban en las paredes, a la gran canoa llena de indios de estuco— reproducidos del natural—, que remaban desesperadamente a través de una imaginaria corriente de agua en el mismo centro de la sala principal, o a las muchas vitrinas con armas, máscaras rituales, indumentaria y otros utensilios que ocupaban el resto del espacio. En cualquier caso, nada más entrar en aquellas salas uno se sentía como alguien que hubiese salido del moderno Maniatan para entrar en algún rincón desconocido del planeta al que los ignorantes como nosotros habríamos calificado inmediatamente de salvaje.
Encontramos a Boas en un atestado despacho situado en uno de los torreones que daban a la calle Setenta y siete. Era un hombre pequeño, de nariz grande y redonda, poblado bigote y escaso cabello. En sus ojos castaños había el mismo fulgor de cruzado que marcaba la mirada de Kreizler, y los dos hombres se estrecharon las manos con el calor y la fuerza que sólo comparten los espíritus afines. Boas se hallaba un tanto agobiado pues estaba preparando una importante expedición al noroeste del Pacífico, patrocinada por el financiero Morris K. Jesup, de modo que tuvimos que exponer sin demora nuestro caso. En cierto modo me quedé sorprendido ante el candor con que Kreizler reveló nuestras investigaciones, y la conmoción que la historia produjo en Boas, a juzgar por la prontitud con que se levantó, nos miró seriamente a los dos, y luego se acercó decidido a cerrar la puerta del despacho.
— Kreizler— dijo con marcado acento alemán y una voz tan autoritaria como la de Laszlo, aunque ligeramente más amable—, ¿te das cuenta de a qué te expones? Si esto llegara a saberse y fracasaras… ¡El riesgo es espantoso!— Boas alzó la manos al cielo y fue en busca de un puro largo y delgado.
— Sí, ya lo sé, Franz— contestó Kreizler—. Pero ¿qué querías que hiciese? Por pobres y desgraciados que sean, no dejan de ser niños y los asesinatos se seguirán cometiendo. Además, hay muchas posibilidades de que no fracasemos.
— Puedo entender que un periodista se involucre en esto— se lamentó Boas, mirando hacia mí mientras encendía el puro—. Pero tu trabajo, Kreizler, es importante. La gente ya recela de ti, y muchos de tus colegas también. Si esto terminara mal, te ridicularizarían y te expulsarían.
— Como siempre, no me estás escuchando— replicó Kreizler, condescendiente—. Deberías suponer que ya me he hecho estas consideraciones muchas veces. Y lo cierto es que tanto el señor Moore como yo andamos escasos de tiempo, lo mismo que tú. Así que debo preguntarte, lisa y llanamente: ¿puedes ayudarnos o no?
Boas soltó un bufido y nos miró detenidamente al tiempo que sacudía la cabeza.
— ¿Quieres información sobre las tribus de las llanuras?— preguntó—. De acuerdo. Pero una cosa está streng verboten.— Boas apuntó con el dedo a Kreizler—. No consentiré que digas que las costumbres tribales de esta gente son las responsables de la conducta de un asesino en esta ciudad.
Laszlo suspiró.
— Franz, por favor…
— Respecto a ti tengo pocas dudas. Pero no sé nada de esa gente con la que estás trabajando.— Boas me miró de nuevo, con una desconfianza más que considerable—. Ya hemos tenido suficientes problemas para cambiar la opinión de la gente respeto a los indios. Así que tienes que prometérmelo, Laszlo.
— Te lo prometo, tanto en nombre de mis colegas como en el mío propio.
Boas soltó un gruñido de desdén.
— Colegas… Está bien.— Con expresión de fastidio, empezó a remover papeles sobre su escritorio—. Mis conocimientos sobre las tribus en cuestión son insuficientes. Pero acabo de contratar a un joven que podrá ayudaros.— Boas se dirigió veloz hacia al puerta y llamó a su secretaria—: ¡Señorita Jenkins! ¿Sabe dónde está el doctor Wissler?
— Abajo, doctor Boas— le respondió—. Están instalando la exposición sobre los pies negros.
— Ah.— Boas regresó a su escritorio—. Bien, esta instalación ya lleva retraso. Tendrás que hablar con él ahí abajo, Kreizler. Y no te sientas decepcionado por su juventud. Ha recorrido un largo camino en pocos años, y ha visto muchísimas cosas.— Boas se acercó a Laszlo y volvió a tenderle la mano—. Es muy parecido a algunos otros distinguidos expertos que he conocido— añadió, suavizando su tono de voz.
Los dos se sonrieron brevemente, pero la cara de Boas volvió a mostrar desconfianza cuando me estrechó la mano. Luego nos acompañó a la puerta de su despacho.
Después de bajar al trote las escaleras volvimos a pasar por la sala donde estaba la enorme canoa y preguntamos a un guardia. Nos señaló otra sala de exhibición, cuya puerta estaba cerrada. Kreizler llamó con los nudillos varias veces, pero no obtuvimos respuesta. Oímos martillazos y voces dentro, y luego unos gritos y alaridos tremendos, como los que habríamos podido escuchar en la frontera del Oeste.
— ¡Dios mío!— exclamé—. No irán a poner indios auténticos en la exposición, ¿verdad?
— No seas ridículo, Moore.— Kreizler volvió a llamar a la puerta, que finalmente se abrió.
Frente a nosotros apareció un joven de unos veinticinco años, cabello rizado y bigotito, con cara de querubín y ojos saltones. Vestía chaleco y corbata, y de la boca le salía una pipa muy profesional; pero en la cabeza llevaba un tocado enorme y bastante impresionante, hecho con lo que imaginé serían plumas de águila.
— ¿Sí?— preguntó el joven, mostrando una sonrisa cautivadora—. ¿En qué puedo servirles?
— ¿Doctor Wissler?— preguntó Kreizler.
— Clark Wissler, en efecto.— De pronto se dio cuenta de que llevaba el tocado guerrero—. Oh, ustedes perdonen— dijo, quitándoselo—. Estamos instalando una exposición y estoy especialmente interesado en este elemento. ¿Usted es…?
— Me llamo Laszlo Kreizler, y éste es…
— ¿El doctor Kreizler?— inquirió Wissler, esperanzado, abriendo totalmente la puerta.
— Exacto, y éste es…
— ¡Un auténtico placer, esto es lo que es!— Wissler le tendió la mano y estrechó enérgicamente la de Kreizler—. ¡Un honor! Creo que he leído todo lo que ha escrito usted, doctor. Aunque debería escribir más… La psicología necesita más ensayos como los suyos.
Al entrar en la sala, que estaba en un desorden casi total, Wissler siguió de esta vena, interrumpiéndose sólo brevemente para estrechar mi mano. Al parecer también él había estudiado psicología antes de pasarse a la antropología; pero incluso en su actual trabajo se centraba en los aspectos psicológicos de los sistemas de valores de las distintas culturas, tal como se expresaban a través de su mitología, artesanía, estructuras sociales y demás. Esto fue una circunstancia afortunada pues luego de apartarnos de un grupo de trabajadores y situarnos en una esquina desierta de la gran sala para poder informar con seguridad a Wissler sobre nuestro trabajo, éste expresó aún una mayor preocupación que la que había mostrado Boas sobre los potenciales efectos de relacionar unos actos tan abominables como los de nuestro asesino con cualquier cultura india. Sin embargo, cuando Kreizler le hubo dado las mismas seguridades que a Boas, la irrefrenable admiración que Wissler sentía por Laszlo hizo brotar la confianza. A la exhaustiva descripción que le hicimos de las mutilaciones relacionadas con los asesinatos, Wissler reaccionó con un análisis rápido y perspicaz, de ésos que raramente se dan en alguien tan joven.
— Sí, me doy cuenta de por qué ha acudido a nosotros.— Todavía llevaba el tocado de guerra y miró a su alrededor para dejarlo, pero sólo vio escombros de obras—. Lo siento, caballeros, pero…— Volvió a ponerse el tocado en la cabeza—. La verdad es que debo mantener esto limpio hasta que la exposición esté a punto. Bien… Las mutilaciones que ustedes me han descrito, o al menos algunas de ellas, tienen algún parecido con el trato que algunas tribus de las grandes llanuras, en especial los dakota o los Sioux, dan a los cadáveres de los enemigos muertos… Sin embargo, existen importantes diferencias.
— Y llegaremos luego a ellas— dijo Kreizler—. Pero ¿qué me dice de las similitudes? ¿Por qué hacen estas cosas? ¿Y las hacen sólo a los cadáveres?
— Generalmente— contestó Wissler—. A pesar de lo que pueda usted haber leído, los Sioux no muestran una marcada propensión a la tortura. Hay algunas mutilaciones rituales, ciertamente, que se aplican a los vivos: un hombre que prueba que su esposa le ha sido infiel, por ejemplo, puede cortarle la nariz para marcarla como adúltera. Pero tales conductas están estrictamente reguladas. No, la mayoría de las horribles cosas que usted ha visto sólo las hacen a enemigos de la tribu que ya están muertos.