— Pero— musité, doblando distraídamente el papel— si nos dijo que se había caído…
Sara dejó escapar un profundo suspiro.
— Pues parece que no.
Durante un buen rato miré a mi alrededor, aturdido… Los conceptos familiares persistían tenazmente, y su paso podía resultar muy desorientador; por unos momentos, los árboles y edificios de Madison Square me parecieron extrañamente distintos. Luego una imagen de Laszlo cuando era un muchacho centelleó repentinamente en mi cabeza, seguida por otra de su enorme y aparentemente sociable padre y de su vivaracha madre. Y mientras veía estas caras y estas formas, recordé el comentario que Jesse Pomeroy había hecho durante nuestra visita a Sing Sing sobre la cuestión de cortar brazos a la gente. Y de ahí mi mente saltó a otra observación aparentemente sin sentido que el mismo Laszlo había hecho en el tren, cuando regresábamos a casa.
— La falacia, maldita sea…— musité.
— ¿Qué has dicho, John?— inquirió Sara en voz baja.
Sacudí enérgicamente la cabeza, en un intento por despejarla.
— Algo que Kreizler ha mencionado esta noche. Sobre el mucho tiempo que ha perdido estos últimos días… Cuando mencionó la falacia no conseguí captar la referencia, pero ahora…
Sara abrió ligeramente la boca, como si ella también entendiera la respuesta.
— La falacia del psicólogo…— murmuró—. Aparece en los Principios de James.
Asentí.
— El momento en que un psicólogo ve cómo su punto de vista se entremezcla con el de su paciente. Esto es lo que le ha tenido paralizado.
Tras un breve silencio bajé la vista hacia el informe, experimentando una repentina sensación de urgencia que me hizo aplazar la casi imposible labor de captar todas las implicaciones del documento.
— Sara, ¿has comentado esto con alguien?— inquirí, y ella negó con un lento gesto de cabeza—. ¿Y saben en jefatura que te has llevado el informe?— Otro gesto de negación con la cabeza—. ¿Pero te das cuenta de lo que supone este documento?
Sara asintió esta vez, y yo la imité. Luego, lenta y deliberadamente, rompí el informe y dejé los trozos sobre la hierba de un parterre.
Encendí una cerilla, prendí fuego a los papeles y dije con firmeza:
— Nadie debe saber nada de esto. Tu curiosidad ya se ha visto satisfecha, y si la actitud de él vuelve a ser excéntrica, sabremos a qué es debido. Pero aparte de esto, nada bueno se conseguiría divulgándolo. ¿Estás de acuerdo?
Sara se agachó a mi lado y asintió.
— Yo ya había tomado esta misma decisión.
Observamos cómo los trozos de papel se convertían en escamas de humeante ceniza mientras deseábamos en silencio que aquella fuera la última vez que necesitáramos hablar del asunto y que el comportamiento de Laszlo nunca volviera a justificar una investigación de su pasado. Pero, tal como se desarrollaron las cosas, la desdichada historia tan esquemáticamente explicada en el informe ahora incinerado volvería a salir a la superficie en un momento posterior de nuestra investigación, provocando con ello una auténtica crisis, que a punto estuvo de resultar fatal.
La idea de someter a una estrecha vigilancia a los principales centros de prostitución masculina, durante los días en que creíamos que nuestro asesino podría volver a actuar, había partido de Lucius Isaacson. Y no puede negarse que iba a ser una delicada labor. Todos aquellos bares y burdeles sin duda perderían mucha de su clientela si se enteraban de que se los estaba vigilando; así que resultaría poco menos que imposible obtener la colaboración de los propietarios. Por consiguiente, teníamos que situarnos de modo que pudiéramos pasar desapercibidos, tanto para ellos como para nuestro asesino. Lucius admitió sin rubor que no tenía suficiente experiencia para planificar una vigilancia segura, de modo que convocamos al único miembro de nuestro grupo que pensábamos podría facilitarnos consejos de experto: Stevie Taggert. Stevie había pasado buena parte de su carrera delictiva robando en casas y pisos, de modo que conocía los sistemas de vigilancia. Imagino que el muchacho sospechó que se encontraba metido en algún problema cuando entró en nuestro cuartel general aquel sábado por la tarde y nos encontró a todos sentados en semicírculo y observándolo impacientes. Y dado que Kreizler le había dicho a menudo que debía tratar de olvidar sus hábitos delictivos, resultó doblemente difícil convencer al desconfiado muchacho para que hablara de tales asuntos. Sin embargo, una vez convencido de que realmente necesitábamos su ayuda, Stevie participó en la reunión con auténtico placer.
Al principio habíamos pensado situar un miembro de nuestro equipo en el exterior de cada uno de los establecimientos que con mayor probabilidad podía visitar: el Salón Paresis, el Golden Rule, el de Shang Draper en el Tenderloin, el Slide de Bleecker Street y el Black and Tan de Frank Stephenson, también en Bleecker, una taberna que ofrecía mujeres y niños blancos a hombres negros y orientales. Pero este plan, nos aseguro Stevie mientras mascaba ruidosamente un palo de regaliz, estaba repleto de fallos. En primer lugar sabíamos que el asesino se desplazaba por las azoteas. Así que tendríamos el éxito más asegurado, y probablemente levantaríamos menos sospechas, si intentábamos cortarle el paso en una de aquellas regiones elevadas. Por otra parte— descontando incluso la oposición física que podíamos encontrar por parte de los vigilantes de las casas en el transcurso de nuestras operaciones— estaba el hecho de que el hombre a quien queríamos atrapar era fuerte y corpulento: fácilmente podría volver las tornas y tomarnos la delantera dada su familiaridad en desplazarse por las azoteas. Stevie recomendó situar dos agentes en cada azotea, lo cual significaba que no sólo tendríamos que reclutar a tres integrantes más (Cyrus, Roosevelt y el propio Stevie completarían la lista), sino también eliminar uno de los locales. Según Stevle, esto último no representaba ningún problema: le parecía poco probable que el asesino se aventurara en el Tenderloin, una zona ruidosa, muy concurrida e intensamente iluminada que ofrecía muchas probabilidades de que le vieran o lo atraparan. Después de coger despreocupadamente un cigarrillo de la caja que yo tenía en mi escritorio y encenderlo, Stevie dijo que podíamos prescindir por tanto del local de Shang Draper. Y después de lanzar varios anillos de humo al aire, pasó a recomendar que accediéramos a las distintas azoteas implicadas entrando mediante falsos pretextos por los edificios adyacentes. Esto contribuiría a asegurar que al asesino todo le pareciera normal cuando hiciera su aparición, si es que al final se presentaba. Kreizler aprobó el plan, luego quitó el cigarrillo de la boca de Stevie y lo aplastó en el suelo. Decepcionado, el muchacho volvió a su palo de regaliz.
El siguiente tema que tratamos fue cuándo empezar y finalizar nuestra vigilancia. ¿Visitaría el asesino el burdel elegido la víspera de la festividad de la Ascensión, asesinando realmente a su víctima durante las primeras horas del día festivo, o esperaría a la noche siguiente? Sus hábitos sugerían esto último— explicó Kreizler—, quizá porque la rabia que sentía (por los motivos que fueran) se acrecentaba durante las horas del dia en las fiestas seleccionadas; probablemente al observar la gente que iba y venía de los servicios religiosos. Fuera cual fuese el detonador, la noche traería una explosión imparable. Como ninguno de nosotros estaba capacitado para discutir este razonamiento, se decidió que nos apostáramos la noche del jueves.
Completado ya el plan, cogí la chaqueta y me encaminé hacia la puerta. Marcus me preguntó adónde me dirigía, y yo le contesté que pensaba ir al Golden Rule para ver a Joseph y proporcionarle los detalles del aspecto del asesino y de cuáles eran sus métodos.
— ¿Te parece prudente?— inquirió Lucius con tono preocupado mientras apilaba unos papeles en su escritorio—. Faltan sólo cinco días para poner el plan en marcha, John. No deberíamos hacer nada que complicara las cosas, cambiando la rutina habitual de estos locales.
Sara le miró desconcertada.
— No hay nada malo en facilitarles las cosas a estos muchachos para que eviten el peligro.
— Por supuesto que no— se apresuró a replicar Lucius—. No sugiero que expongamos a nadie a más peligros que los imprescindibles. Sólo que… En fin, que debemos tender esa trampa con sumo cuidado.
— Como siempre, el sargento detective tiene razón— intervino Kreizler, cogiéndome del brazo y acompañándome a la puerta—. Ten cuidado con lo que le cuentas a tu joven amigo, Moore.
— Lo único que pido— insistió Lucius— es que no reveles la probable fecha del próximo ataque. Ni siquiera tenemos la certeza de que vaya a suceder entonces. Pero si es así, y si los muchachos han sido alertados, es muy probable que el asesino presienta algo. Puedes decirle cualquier otra cosa, siempre que lo creas necesario.
— Una propuesta razonable— decidió Kreizler, señalando hacia Lucius, y luego, cuando me disponía a entrar en el ascensor, Laszlo bajó la voz—: Ten presente una cosa, John. Hay muchas probabilidades de que al tiempo que estés ayudando al muchacho con tu advertencia, también estés arriesgando su vida si te ven en su compañía. Evítalo, si es posible.
Después de ir andando al Golden Rule, concerté encontrarme con Joseph en un pequeño salón de billares que había nada más doblar la esquina. Cuando llegó Joseph, advertí que tenía la cara totalmente colorada después de haberse restregado el maquillaje habitual: un detalle que me conmovió. Recordé que nuestro primer encuentro también había estado marcado por una limpieza parecida del rostro de Joseph, y me sorprendí al pensar que en aquella ocasión tampoco había querido que le viera maquillado. En realidad, cuando trataba conmigo, sus modales no parecían los de un muchacho que se prostituyera sino los de un joven que necesitaba desesperadamente un amigo mayor… a menos que yo padeciera la famosa falacia del profesor James y la visión que tenía del comportamiento del muchacho estuviera influenciada por el hecho de que me recordaba a mi hermano.
Joseph pidió una cerveza pequeña, y lo hizo con la desenvoltura del que ya lo ha hecho otras muchas veces (lo cual excluía mi pretensión de advertirle sobre los peligros del alcohol). Mientras empezábamos a lanzar desenfadadamente algunas bolas de marfil por las bandas de la mesa, le dije a Joseph que tenía nueva información sobre el hombre que había asesinado a Alí ibn-Ghazi, y le pedí que prestara mucha atención, para poder pasar las novedades a sus amigos. Luego me dispuse a proporcionarle una descripción física del asesino.
El tipo era alto, de un metro ochenta y siete, y muy fuerte. Era capaz de levantar sin dificultad a un muchacho como Joseph, o incluso a uno mas grande. Sin embargo, a pesar de su estatura y de su fuerza, había algo extraño en él, algo sobre lo que era muy sensible. Probablemente era una parte de su rostro; tal vez los ojos. Quizá los tuviera llagados, con cicatrices, o con algún otro tipo de deformación. Fuera cual fuese el defecto, a él no le gustaba que la gente lo mencionara o que lo mirara. Joseph dijo que nunca había visto a un tipo así, pero que muchos de los clientes del Golden Rule ocultaban su rostro al entrar. Le advertí que en lo sucesivo estuviera atento, y proseguí con el tema de cómo podía vestir el hombre. Nada extravagante, le dije, dado que no querría llamar la atención. Además, lo más probable era no tuviese mucho dinero, lo cual significaba que no podría permitirse el lujo de gastárselo en ropa. Tal como Marcus había advertido a Joseph durante nuestra última visita, quizá llevara consigo una gran bolsa, en cuyo interior acarrearía utensilios que utilizaba para escalar por las paredes, a fin de acceder sin que nadie le viera a las habitaciones de los muchachos que pretendía secuestrar.
Luego vino la parte más difícil: le dije a Joseph que el hombre ponía mucho cuidado en que no le vieran porque con anterioridad había estado en muchos locales como el Golden Rule y era muy fácil que algunos muchachos (o quizá bastantes) pudieran identificarlo. Podía ser incluso alguien a quien conocían y en quien confiaban, alguien que les hubiera ayudado, que tratara de mostrarles cómo construirse una nueva existencia. Un trabajador social o de alguna institución benéfica… Tal vez incluso un cura. Lo más importante sin embargo, era que no parecía ni se comportaba como alguien capaz de hacer las cosas que estaba haciendo.
Joseph siguió con interés todos esos detalles, enumerándolos con los dedos de las manos, y cuando hube finalizado asintió.
— Entendido, entendido, ya lo he captado. Pero ¿le importaría que le preguntara una cosa, señor Moore?
— Adelante.
— Bien, pues… ¿cómo es que sabe usted todas estas cosas sobre ese individuo?
— A veces yo mismo me siento algo confuso al respecto— dije con una leve sonrisa—. ¿Por qué?
Joseph sonrió también, pero empezó a dar patadidas en el suelo, nervioso.
— Bueno, es que… En fin, un montón de amigos míos no me creen cuando les cuento lo que me dijo usted la última vez. No entienden cómo alguien puede saberlo. Piensan que tal vez me lo estoy inventando. Y luego hay muchos que van por ahí diciendo que ni siquiera es una persona la que lo está haciendo, que es una especie de fantasma o algo así. Esto es lo que dice la gente.
— Sí, ya lo he oído. Pero lo mejor que puedes hacer es ignorar este tipo de habladurías. Hay un hombre detrás de todo esto, te lo aseguro, Joseph.— Me froté las manos—. Bueno, ¿qué tal una partida?
Durante todos aquellos años había oído decir que el juego de los billares (de tres bandas, americano, de cualquier tipo) era más o menos una vía rápida para que un joven se echara a perder. Sin embargo, tal como yo lo veía, una carrera como jugador profesional— una pesadilla para muchas madres y padres de aquella ciudad— habría significado subir varios peldaños para aquel muchacho, así que durante las dos horas que siguieron me dediqué a enseñarle la mayoría de los trucos que conocía. Fue un rato muy agradable, enturbiado tan sólo por el recuerdo ocasional de adónde se dirigiría Joseph cuando nos separásemos. Sin embargo, yo no podía hacer nada al respecto: aquellos muchachos eran dueños de sí mismos.
Casi había oscurecido cuando regresé a nuestro cuartel general, que aún hervía de actividad. Sara estaba hablando con Roosevelt por teléfono, intentando explicarle que no había nadie más en quien pudiésemos confiar para que se encargara del octavo puesto de vigilancia, y que por tanto tendría que venir con nosotros. Normalmente no hubiera sido necesario insistir, pero últimamente se habían multiplicado las dificultades de Theodore en Mulberry Street. Dos de los hombres que se sentaban con él en la Junta de Comisarios, junto con el jefe de la policía, habían decidido ponerse de parte de Boss Platt y de las fuerzas opuestas a la reforma. Roosevelt se sentía más vigilado que nunca por sus enemigos, los cuales esperaban que cometiera algún desliz que justificara su despido.