Potter fue el primero. Aunque en aquel entonces no había más de diez mil episcopalianos en Nueva York, algunos pertenecía a las familias mas ricas de la ciudad, y la feligresía reflejaba este hecho en las iglesias y capillas lujosamente decoradas, en la extensión de sus fincas y en la fuerte implicación en los asuntos de la ciudad. El obispo Potter— a quien a menudo se le denominaba primer ciudadano de Nueva York— personalmente prefería las aldeas pintorescas y sus iglesias rurales al ajetreo, el ruido y la suciedad de Nueva York, pero sabía dónde obtenía la iglesia su dinero, de modo que hacía todo lo posible para aumentar su rebaño en la ciudad. Todo lo cual quiere decir que Potter era un hombre con grandes proyectos en la cabeza, así que, si bien esperé en su lujosa sala de estar más tiempo del que a él le habría llevado decir misa cuando por fin apareció me dijo que sólo podía dedicarme diez minutos de su tiempo.
Le pregunté si estaba enterado de que un hombre vestido de clérigo que lucía el sello con la gran cruz roja y la blanca, más pequeña, de la iglesia episcopaliana, había estado visitando a gente que poseía información sobre los recientes asesinatos de muchachos y les había entregado grandes sumas de dinero para que mantuvieran la boca cerrada. La pregunta no pareció sorprender a Potter, o al menos no lo demostró; frío como un témpano, me dijo que el hombre era sin duda un impostor o un lunático, o ambas cosas a la vez, y que la Iglesia episcopaliana no tenía interes en interferir en ninguno de los cometidos de la policía, y mucho menos en un caso de asesinato. Luego le pregunté si un anillo como el que le había descrito era un artículo fácil de conseguir. Se encogió de hombros, se recostó cómodamente en el respaldo de su asiento, la carne del cuello bamboleándose sobre su almidonado alzacuello blanco y negro, y dijo que no tenía idea de lo fácil que podía resultar apoderarse de un anillo así. Imaginaba que cualquier joyero hábil podía confeccionar uno. Resultaba obvio que no iba a llegar a ningún sitio con aquel hombre, pero de todos modos decidí preguntarle si estaba enterado de la amenaza que en parte había hecho Paul Kelly de provocar disturbios entre las comunidades de inmigrantes en relación al tema de los asesinatos. Potter dijo que apenas sabía nada del señor Kelly, y mucho menos de las amenazas que éste pudiera hacer… Dado que la Iglesia episcopaliana tenía muy pocos miembros entre lo que Potter denominó ciudadanos recién llegados a la ciudad, muy escasa o nula atención prestaban él y sus subordinados a tales asuntos. Potter finalizó sugiriéndome una visita al arzobispo Corrigan, quien tenía más contacto con tales grupos y barrios. Le dije que el domicilio de Corrigan sería mi siguiente visita, y me marché.
Debo admitir que ya tenía mis sospechas incluso antes de mi encuentro con Potter, pero su falta de interés, tan poco característica de un hombre de iglesia, sólo consiguió potenciarlas. Bastó con que yo me preguntara dónde estaba un poco del sentimiento de preocupación por las víctimas de los crímenes… ¿Dónde estaba el ofrecimiento de si había algo que él pudiera hacer? ¿Dónde estaba el movimiento de cabeza indicando su deseo de que se capturara al malvado asesino, y la fervorosa presión de la papada corroborando este deseo?
Pronto supe que todo esto lo hallaría en la residencia del arzobispo Corrigan, detrás de la magnificencia de la casi acabada catedral de San Patricio en la Quinta Avenida, entre las calles Cincuenta y Cincuenta y uno. La nueva catedral era una prueba indiscutible de que el arquitecto James Renwick únicamente se estaba entrenando cuando diseñó Grace Church, la iglesia de nuestro barrio, al sur de la ciudad. Las enormes torres, arcadas, ventanas con vidrieras emplomadas y puertas de bronce de San Patricio se habían construido a gran escala y a una velocidad jamás vista en Nueva York. Y siguiendo la excelente tradición católica, aquellas considerables obras no se habían pagado mediante las arriesgadas empresas económicas que llenaban las arcas de la Iglesia episcopaliana, sino con las aportaciones de los feligreses, entre los que había una oleada tras otra de irlandeses, italianos y demás inmigrantes católicos, incrementando rápidamente con su número el poder de una religión a la que, durante los primeros tiempos de la República, el populacho miraba con cara de pocos amigos.
El arzobispo Corrigan se mostró mucho más alegre y simpático que Potter. A un hombre que vivía de las aportaciones, pensé al conocerle, no le quedaba otro remedio que ser así. Me llevó a dar una pequeña vuelta por la catedral y me indicó todo el trabajo que quedaba por hacer: había que instalar las estaciones del Via Crucis, se tenía que construir la capilla de la Virgen, y aún faltaba pagar las campanas y rematar las torres. Empecé a pensar que iba a pedirme un donativo, pero pronto descubrí que todo aquello era sólo un preámbulo para visitar la Sociedad Católica de Huérfanos, donde se me iba a demostrar que la Iglesia tenía otra cara. La Sociedad estaba situada al otro lado de la calle Cincuenta y uno, en un edificio de cuatro plantas con un agradable patio delantero y gran cantidad de chiquillos muy bien educados deambulando por ahí. Corrigan me dijo que me había llevado allí para que entendiera la profunda entrega de la Iglesia hacia los chiquillos perdidos y abandonados en Nueva York; para él, estos chiquillos eran tan importantes como la gran catedral bajo cuya sombra se levantaba la Sociedad Católica de Huérfanos.
Todo esto estaba muy bien, sólo que de repente me di cuenta de que todavía no le había formulado ni un sola pregunta. Aquel hombre agradable, acogedor y de nobles sentimientos sabía perfectamente por qué estaba yo allí, un hecho que resultó del todo patente cuando empecé a hacerle las mismas preguntas que antes le había formulado a Potter. Corrigan me contestó como si las hubiera ensayado cuidadosamente Oh, si, era terriblemente lamentable lo de aquellos muchachos asesinados; horrible. No imaginaba por qué alguien que se hacía pasar por un sacerdote católico iba a querer entrometerse (aunque no se mostró muy afectado ante la sugerencia); por supuesto que iba a hacer averiguaciones, pero no podía asegurarme… etcétera, etcétera. Finalmente le ahorré mayores esfuerzos alegando un compromiso urgente en el centro de la ciudad, llame a un carruaje y me marché en esa dirección.
Ahora tenía la certeza de que últimamente no había desarrollado lo que el doctor Krafft-Ebing denominaba paranoia: nos enfrentábamos a una especie de conspiración, un esfuerzo deliberado para ocultar la realidad de aquellos asesinatos. ¿Y qué razones podían tener aquellos distinguidos caballeros para semejantes esfuerzos— me preguntaba con creciente excitación— si no era protegerse del escándalo que estallaría si el asesino resultara ser uno de los suyos?
Marcus estuvo de acuerdo con este razonamiento, y durante los dos días que siguieron empezamos a hacer de abogado del diablo en un intento por descubrir grietas en la teoría del cura renegado. Sin embargo nada de lo que se nos ocurrió eliminaba lo fundamental de la hipótesis. Tal vez fuera poco probable que un sacerdote resultara un consumado montañero, pero no imposible. En cuanto a su observación sobre el piel roja, podía haber tenido alguna experiencia como misionero en el este. Las habilidades como cazador podrían presentar un problema por cuanto Lucius ya había postulado que el hombre había pasado su vida cazando: pero nuestro cura imaginario muy bien podía haber desarrollado tal habilidad en su infancia. Al fin y al cabo, los sacerdotes no nacían siendo sacerdotes. Tenían padres, familia, y un pasado como todo el mundo. Y esto significaba que todas las especulaciones psicológicas de Kreizler podían encajar con el retrato que Marcus y yo habíamos hecho, lo mismo que con cualquier otro.
Durante el resto de la semana, Marcus y yo buscamos más detalles que apoyaran nuestra teoría. Un cura que poseyera un conocimiento tan íntimo de las azoteas como el que había demostrado nuestro asesino tenía que estar relacionado, casi con toda seguridad, con la labor misionera, pensábamos, y por tanto nos dedicamos a investigar aquellas delegaciones católicas y episcopalianas que trataban con los pobres. Durante esta búsqueda encontramos mucha resistencia y obtuvimos muy poca información. Sin embargo, nuestro entusiasmo no decayó; de hecho, el viernes estábamos tan seguros respecto a nuestra teoría que decidimos explicársela a Sara y a Lucius. Estos expresaron cierto reconocimiento por nuestros esfuerzos, pero también insistieron en señalar algunas pequeñas contradicciones que tanto Marcus como yo habíamos pasado por alto. ¿Qué ocurría con la teoría de un pasado militar que explicaría la habilidad de nuestro hombre para maquinar cuidadosamente y ejecutar con frialdad los actos de violencia cuando el peligro le rodeaba?, preguntó Lucius. Nosotros le contestamos que tal vez habría servido como capellán en algún destacamento del ejército en el Oeste. Esto no sólo nos proporcionaría la experiencia militar sino también los contactos con los indios y con la frontera. Lucius replicó que no sabía que los capellanes estuvieran entrenados para el combate. Pero, aun asi, intervino Sara, si nuestro hombre había servido muchos años en la frontera, y ya sabíamos que no podía tener más de treinta y un años, entonces ¿cuándo había encontrado tiempo para familiarizarse tan íntimamente con la ciudad de Nueva York? En su infancia, replicamos nosotros. Si esto fuera así, insistió Sara, entonces tendríamos que aceptar, para explicar su experiencia en montañismo y en los deportes en general, que efectivamente procedía de una familia rica. Muy bien. Pues que fuera rico, dijimos. Luego estaba el hecho de que católicos y protestantes colaborasen juntos. ¿No sería cada grupo más feliz si en las filas del otro hubiera un clérigo asesino?, preguntó Sara. A esto sólo se nos ocurrió replicar afirmando que tanto ella como Lucius estaban celosos de nuestro trabajo. Ellos se exasperaron un poco, alegando que tan sólo seguían el procedimiento de plantearnos objeciones y contradicciones y para asegurarse de que lo entendíamos, siguieron con el mismo método.
Kreizler se presentó alrededor de las cinco, pero no participó en el debate sino que me llevó urgentemente aparte y me dijo que le acompañara enseguida a la estación Grand Central. El hecho de que yo no hubiera estado en contacto con Laszlo durante bastantes días no había impedido que me preocupara por él, y aquel anuncio repentino y en secreto de que íbamos a tomar un tren no me tranquilizó gran cosa. Le pregunté si necesitaba preparar una bolsa pero me dijo que no, que sólo íbamos a efectuar un corto viaje por la línea que seguía el río Hudson para realizar una entrevista en una institución que se encontraba no muy lejos, subiendo hacia el norte del estado. Había decidido concertar la entrevista para última hora de la tarde, explicó, porque la mayoría de los principales administradores de la institución ya se habrían marchado y podríamos entrar y salir sin llamar mucho la atención. Éstos eran todos los detalles que estaba dispuesto a facilitarme, un hecho que entonces me pareció muy misterioso; sin embargo, sabiendo lo que ahora sé, es del todo comprensible, pues de haberme dicho adónde íbamos y a quién íbamos a ver, yo me había negado a acompañarle, sin duda alguna.
En menos de una hora de tren nos plantamos, desde el centro de Manhattan, en la pequeña aldea del río Hudson a la que un antiguo comerciante holandés había puesto el nombre de la ciudad china de Tsingsing. Pero tanto para los visitantes como para los prisioneros, el viaje hasta Sing Sing por lo general no tiene nada que ver con el tiempo real y parece a la vez el más corto y el más largo de los viajes imaginables. Situado junto al agua y con una impresionante vista de los riscos de Tappan Zee al frente, el penal de Sing Sing (originalmente conocido como Mt Pleasant) se había inaugurado en 1827 incorporando las más avanzadas técnicas del sistema penitenciario, según decían. Y, efectivamente, en aquellos días en que las prisiones eran pequeñas fábricas en donde los internos fabricaban cualquier cosa, desde peines a muebles, o picaban piedra, los prisioneros parecían estar mejor en muchos aspectos (o, al menos, mejor ocupados) que setenta años después. Es cierto que en las primeras décadas del siglo se les pegaba y atormentaba despiadadamente, pero siempre había sido así, y todavía lo era; muchos afirmarían que el trabajo era preferible a la penitencia, una condición mayormente ociosa en la que poco había que hacer salvo rumiar sobre los actos que a uno le habían llevado a un lugar tan horrible, sobre esto y sobre los planes de venganza contra los responsables. Pero la fabricación en los penales había terminado con la llegada de las organizaciones obreras, las cuales no toleraban que se bajaran los salarios a consecuencia de la mano de obra barata de los reclusos. Y por este motivo, más que por cualquier otro, en 1896 Sing Sing había degenerado en un horrible lugar sin sentido donde los prisioneros todavía llevaban trajes a rayas, aun obedecían la regla del silencio y todavía marchaban en filas a pesar de que los lugares de trabajo adonde antes se dirigían ya habían desaparecido.
La espeluznante perspectiva de visitar un sitio tan brutal y desesperado como aquél se vio eclipsada por la auténtica aprensión que experimenté cuando Kreizler me dijo finalmente a quién íbamos a ver
— He sido un estúpido al no pensar en él— me dijo Laszlo mientras nuestro tren traqueteaba junto al Hudson, ofreciéndonos una encantadora vista de la puesta de sol tras las frondosas y abultadas colinas del oeste—. Claro que han pasado veinte años. Pero en aquel entonces nunca creí que pudiera olvidar a ese individuo. Debería haber atado cabos en cuanto vi los cadáveres.
— Laszlo— le dije con resolución, aunque me complacía que al fin se mostrara comunicativo—, ahora que me has convencido para este desagradable servicio, ¿te importaría ahorrarme todo este misterio? ¿A quién vamos a ver?
— Y lo que más me sorprende es que no pensaras tú en él, Moore— me contestó, evidentemente algo complacido con mi inquietud—. A fin de cuentas, siempre fue uno de tus personajes favoritos.
— ¿Quién?
Los negros ojos se miraron fijamente en los míos.
— Jesse Pomeroy.
Con la sola mención del nombre ambos permanecimos sentados en silenciosa aprensión, como si éste sólo pudiera traer horror y pánico en el casi desierto vagón del tren. Y cuando volvimos a hablar, para repasar el caso, lo hicimos en un tono casi de susurro, pues aunque nos habíamos encontrado con asesinos más prolíficos que Jesse Pomeroy durante nuestra existencia, ninguno había sido tan inquietante. En 1872, Pomeroy había llevado a una serie de niños pequeños a lugares apartados cerca del pequeño pueblo de la periferia donde habitaba y los había desnudado, atado y torturado con cuchillos y látigos. Al final lo habían cogido y encerrado; pero su comportamiento había sido tan ejemplar durante el encarcelamiento que cuando su madre— abandonada por su marido desde hacía años— efectuó una emotiva súplica para que concedieran la libertad provisional a Jesse tan sólo dieciséis meses después de que éste empezara su condena. Se la concedieron. Casi inmediatamente después de que lo soltaran, cerca de su casa tuvo lugar un nuevo crimen, más horrible todavía: en la playa habían encontrado muerto a un niño de cuatro años al que le habían cortado el cuello y cuyo cuerpo estaba horriblemente mutilado. Jesse era el sospechoso, pero no había pruebas. Sin embargo, varias semanas después, en el sótano de la casa de Pomeroy se descubrió el cadáver de una chiquilla de diez años que había desaparecido y a la que también habían torturado y mutilado. Jesse fue arrestado y volvieron a abrirse todos los casos no resueltos de desaparición de chiquillos en el barrio. Ninguno de ellos estaba directamente relacionado con Pomeroy, pero los cargos contra él por la muerte de la pequeña eran muy sólidos. Lógicamente, los abogados de Jesse solicitaron que su cliente fuera declarado loco. Pero el intento estaba destinado al fracaso desde el primer momento. Al principio se le condenó a morir en la horca, pero dada la edad del asesino se le conmutó la sentencia por cadena perpetua en régimen de aislamiento.