— ¿Entonces la mutilación de los ojos no tenía ningún significado?— preguntó Kreizler, y ahora, mirando hacia atrás, puedo ver que estaba maniobrando con pies de plomo—. ¿Eran simples actos de violencia al azar?
— No ponga palabras en mi boca, doctor.— La voz de Pomeroy volvió a adquirir un tono de amenaza—. Ya pasamos por esto hace mucho tiempo. Todo cuanto digo es que yo no tenía ningún motivo razonable para hacer lo que hice.
Kreizler irguió la cabeza.
— Es posible. En fin, dado que no pareces dispuesto a revelar qué razón te impulsaba, la conversación carece de sentido.— Laszlo se levantó—. Y como tengo que coger el tren para regresar a Nueva York…
— ¡Siéntese!— Aunque la violencia implícita en la orden fue casi palpable, no obstante, Kreizler hizo una demostración exagerada de que no le había impresionado, lo cual inquietó a Pomeroy—. Sólo voy a decírselo una vez— prosiguió con tono apresurado—. Yo estaba loco entonces, pero ahora ya no lo estoy. Lo cual significa que, al pensar en ello ahora, puedo verlo todo con bastante claridad. No había ningún motivo para que hiciera lo que les hice a aquellos chiquillos. Sólo… Sólo que no podía soportarlo, eso es todo. Y tenía que ponerle fin.
Laszlo comprendió que se hallaba muy cerca de conseguir lo que perseguía, de modo que volvió a sentarse. Luego, con voz muy queda, preguntó:
— ¿Poner fin a qué, Jesse?
Pomeroy alzó los ojos hacia la pequeña abertura en lo alto del muro de piedra desnuda, a través de la cual podían verse ahora algunas estrellas.
— A las miradas— murmuró en un tono de voz completamente nuevo y desapasionado—. A las miradas. Las miradas todo el tiempo… Tenía que ponerles fin.— De nuevo se volvió hacia nosotros y me pareció ver lágrimas en su ojo sano. Sin embargo, su boca había vuelto a curvarse en una sonrisa—. ¿Sabe que de pequeño solía ir al zoológico? Y cuando iba pensaba que, hicieran lo que hiciesen aquellos animales, la gente los observaba. Los miraba, con aquellas caras estúpidas, sin sentido, los ojos saltones y la boca abierta… Sobre todo los niños, porque eran demasiado estúpidos para saber que no debían hacerlo. Aquellos malditos animales los miraban a su vez, y podías ver que estaban como locos, que Dios me condene. Feroces es la palabra. Sólo querían despedazar a toda aquella gente, librarse de ella. Paseando arriba y abajo, arriba y abajo, pensando en que si pudieran salir, aunque sólo fuera un minuto, les enseñarían lo que puede ocurrir cuando no te dejan en paz ni un momento. Bien, puede que yo no estuviera en una jaula, doctor, pero a pesar de todo, aquellos malditos ojos me rodeaban por todas partes desde que tenía uso de razón. Dígame, doctor, dígame si no es motivo suficiente para volver loco a cualquiera. Y cuando de mayorcito veía a uno de aquellos pequeños bastardos de pie allí, lamiendo su palo de caramelo y con los ojos fijos en mi cara… En fin, doctor, lo cierto es que yo no estaba metido en una jaula entonces, de modo no había nada que me impidiera hacer lo que necesitaba hacer.
Pomeroy no hizo ningún movimiento cuando terminó de hablar, y permaneció sentado sin moverse, a la espera de la reacción de Kreizler.
— Has dicho que siempre era así, Jesé— comentó Laszlo—. ¿Hasta dónde te alcanza la memoria, con toda la gente que conociste?
— Con todos, excepto con mi padre— replicó Pomeroy, con una risita triste, casi compasiva—. Debía de estar tan harto de verme que se largó. No es que llegara a conocerle; no lo recuerdo en absoluto… Pero es lo que imagino, basándome en cómo solía actuar mi madre.
Durante una décima de segundo, el rostro de Kreizler volvió a brillar de expectación.
— ¿Y cómo actuaba ella?
— ¿Que cómo actuaba? ¡Así!— De pronto Jesse se incorporó, sosteniendo su cabeza enjaulada a tan sólo unos centímetros de la cara de Kreizler. Yo me puse en pie, pero Jesse no efectuó ningún otro movimiento de avance—. Dígale a su guardaespaldas que puede sentarse, doctor— añadió, con el ojo bueno fijo en Kreizler—. Sólo le estoy haciendo una demostración. Siempre era así, o al menos así es como a mí me parecía. Vigilándome a cada momento, aunque no podría decir por qué. Por mi propio bien, solía decirme ella, pero no actuaba como si así fuera.— El casco metálico pesaba enormemente sobre el cuello de Jesse, y al final tuvo que enderezar la cabeza—. Sí, seguro que se interesaba por esta vieja cara mía.— Reapareció aquella risa sin vida—. Sin embargo nunca quiso besármela, se lo aseguro.— De pronto algo pareció sorprenderle y guardó silencio, mirando de nuevo hacia la rendija de la pared—. Aquel primer chiquillo al que ataqué…, le obligué a besármela. Al principio no quería, pero después de que… En fin, lo hizo.
Laszlo aguardó unos segundos antes de preguntar:
— ¿Y el hombre al que hoy le quemaste la cara?
Jesse lanzó un escupitajo al suelo por entre los barrotes de su casco.
— Ese idiota… ¡La misma historia de siempre! No podía guardar sus ojos para sí. Le advertí un montón de veces que…— Se interrumpió de pronto y se volvió hacia Kreizler, con auténtico miedo en su rostro, luego el miedo se desvaneció con rapidez y reapareció la sonrisa letal—. ¡Bueno! Parece que he cantado de plano, ¿no? Ha hecho usted un buen trabajo, doctor.
Laszlo se levantó.
— Esto no es asunto mío, Jesse.
— Ya…— Pomeroy rió secamente—. Puede que tenga usted razón. En lo que me queda de vida, nunca sabré cómo consiguió hacerme usted hablar. Si llevara sombrero me lo quitaría. Pero dado que no lo llevo…
Con un movimiento rpido, Pomeroy se dobló sobre sí mismo, sacó algo reluciente de una de sus botas y lo empuñó ante sí con gesto amenazador. Se puso de puntillas, con el cuerpo completamente tenso, dispuesto a saltar sobre nosotros.
Retrocedí instintivamente hacia la pared que tenía a mis espaldas, y Kreizler hizo otro tanto, aunque con mayor lentitud. Mientras de la boca de Pomeroy salían unas húmedas risas ahogadas, observé que su arma era un largo trozo de grueso cristal, envuelto en uno de sus extremos con un trapo manchado de sangre.
Con mayor rapidez de la que la mayoría de los hombres lo habría logrado, incluso sin estar sujeto con grilletes, Pomeroy dio una patada al taburete donde había permanecido sentado, lo lanzó al otro lado de la habitación y lo encajó debajo del pomo de la puerta, impidiendo que nadie pudiese entrar desde el pasillo.
— No se preocupen— dijo, sin dejar de sonreír—. No deseo haceros ningún corte… Sólo quiero divertirme un poco con el imbécil de ahí fuera.— Se volvió hacia la puerta, volvió a reír, y llamó—: ¡Eh, Lasky! ¿Estás preparado para quedarte sin trabajo? ¡Cuando el director vea lo que voy a hacerles a estos dos muchachos, no te dejará vigilar ni las letrinas!
Lasky replicó con un juramento y empezó a golpear la puerta. Pomeroy mantuvo el cristal a la altura de nuestras gargantas pero no hizo ningún otro gesto amenazador; tan sólo rió cada vez con mayor fuerza, a medida que la ira del guardia iba en aumento. No pasó mucho rato antes de que la puerta empezara a soltarse de sus bisagras y cayera el taburete de debajo del pomo. Lasky se abalanzó contra la puerta, que cayó estrepitosamente. Después de varios traspiés, vio que tanto Kreizler como yo estábamos bien, y que Pomeroy iba armado. Rápidamente cogió el taburete del suelo y se lanzó contra Jesse, quien apenas hizo ademán de defenderse.
Durante aquel enfrentamiento, Kreizler no mostró ningún temor ostensible por nuestra seguridad, pero no dejó de sacudir lentamente la cabeza, como si comprendiera muy bien lo que estaba sucediendo. Lasky no tardó en arrebatar el trozo de vidrio de las manos de Pomeroy, y al instante empezó a golpearle despiadadamente con los puños. Le enfurecía no acertar a Jesse en la cara, y los golpes que impactaban en el cuerpo del prisionero eran cada vez más salvajes. Aunque Pomeroy gritaba de dolor, continuaba riendo; una especie de risa feroz, desenfrenada, pero aun así gozosa, en cierto modo. Yo estaba absolutamente perplejo, paralizado; en cambio Kreizler, después de varios minutos de semejante exhibición, avanzó unos pasos y empezó a tirar de Lasky por los hombros.
— ¡Pare!— le gritó—. ¡Pare ya, estúpido!— Seguía tirando de él, pero el corpulento Lasky no prestaba atención a sus esfuerzos—. ¡Pare, Lasky! ¿No se da cuenta? Está haciendo precisamente lo que él desea. ¡El disfruta con esto!
El guardia seguía golpeándole, y finalmente Kreizler, dominado por una especie de desesperación, utilizó todo el peso de su cuerpo para empujar a Lasky lejos de Pomeroy. Sorprendido y rabioso, Lasky recuperó el equilibrio y lanzó un fuerte golpe lateral hacia la cabeza de Kreizler quien lo esquivó sin dificultad. Al ver que el guardia pretendía seguir arremetiendo contra él, Kreizler asestó a Lasky varios puñetazos rápidos y seguidos que me recordaron vivamente su honroso enfrentamiento contra Roosevelt casi veinte años atrás. Al ver que Lasky se tambaleaba y caía hacia atrás, Kreizler recuperó el aliento y se quedó de pie a su lado.
— ¡Había que pararlo, Lasky!— declaró, en un tono tan apasionado que me hizo correr e interponerme entre él y el abatido guardia, para impedir que mi amigo prosiguiera su ataque. Pomeroy yacía en el suelo retorciéndose de dolor, tratando de sujetarse las costillas con las manos esposadas, y aun así sin dejar de reír grotescamente. Kreizler se volvió hacia él, jadeando, mientras repetía quedamente:
— Había que pararlo.
A medida que la mente de Lasky se despejaba, sus ojos se clavaron en Kreizler.
— ¡Hijo de puta!— Intentó ponerse en pie pero le fue imposible—. ¡Socorro!— gritó, escupiendo un poco de sangre en el suelo—. ¡Socorro! ¡Guardia en peligro!— Su voz resonó en el corredor—. ¡En la antigua sala de duchas! ¡Ayudadme, maldita sea!
Oí ruido de pasos que corrían hacia nosotros desde lo que parecía el otro extremo del edificio.
— Laszlo, tenemos que largarnos— me apresuré a decirle, consciente que nos hallábamos ante graves dificultades: Lasky no parecía el tipo de hombre dispuesto a renunciar a la venganza, sobre todo si disponía de la ayuda de sus compañeros. Kreizler seguía mirando a Pomeroy, y tuve que tirar de él para sacarlo de la habitación—. ¡Laszlo, maldita sea! Vas a conseguir que nos maten… ¡Venga, echa a correr!
Cuando nos disponíamos a salir por la puerta, Lasky se abalanzó aturdido contra nosotros, pero sólo consiguió caer nuevamente al suelo. En el pasillo del bloque de celdas nos cruzamos con otros cuatro guardias, y me apresuré a decirles que habían surgido problemas entre Lasky y Pomeroy, y que el guardia había sido herido. Al ver que Kreizler y yo estábamos ilesos, los guardias siguieron veloces su camino, mientras yo obligaba a Laszlo a cruzar por entre otro grupo de agentes uniformados que permanecían confusamente agrupados ante la puerta principal. No pasó mucho rato antes de que los guardias del interior supieran la verdad de lo ocurrido, y pronto se oyeron amenazas mientras echaban a correr en nuestra persecución. Afortunadamente el anciano al que habíamos contratado seguía con su carruaje frente a la cárcel, y cuando aparecieron los guardias que nos perseguían ya estábamos a varios centenares de metros del lugar, rumbo a la estación del tren, y rogando— en mi caso, al menos— para que no tuviésemos que esperar mucho rato allí.
El primer tren que apareció pertenecía a una pequeña línea local y tenía programado efectuar una docena de paradas antes de llegar a Grand Central; sin embargo, por grandes que fueran nuestras prisas, aceptamos la larga prolongación de nuestro viaje y subimos a bordo. Los vagones estaban repletos de viajeros de pequeñas aldeas, que sin duda encontraban bastante sorprendente nuestro aspecto; y debo reconocer que si parecíamos la mitad de fugitivos de lo que yo me sentía, estaba justificada la aprensión de aquellas gentes. A fin de tranquilizar su ansiedad, nos dirigimos al último vagón del tren y nos quedamos de pie junto a la puerta que daba a la plataforma de atrás. Mientras observaba cómo los muros y chimeneas de Sing Sing desaparecían tras los negros bosques del valle del Hudson, saqué una pequeña petaca de whisky y nos tomamos unos generosos tragos. Cuando por fin perdimos de vista la prisión, volvimos a respirar de nuevo con normalidad.
— Tendrás que explicarme un montón de cosas— le dije a Laszlo mientras sentíamos el aire cálido que soplaba desde la máquina del tren. Tenía tal sensación de alivio que no pude evitar una sonrisa, aunque hablaba muy en serio al referirme a las explicaciones—. Puedes empezar explicándome por qué hemos venido aquí.
Kreizler tomó otro trago de la petaca, y luego se la quedó mirando.
— Esto es una mezcla realmente explosiva, Moore— exclamó, eludiendo mi petición de explicaciones—. Estoy un poco mareado.
Me puse rígido.
— ¡Kreizler…!
— Está bien, ya sé, ya sé, John— replicó, haciéndome señas para que guardara silencio—. Tienes derecho a algunas explicaciones. Pero ¿por dónde empezar?— Suspiró de nuevo y tomó otro trago—. Como ya te dije antes, a primera hora de esta mañana he hablado con Meyer. Le hice un resumen completo de nuestro trabajo hasta la fecha. Luego le hablé de mi… intercambio de palabras con Sara.— Soltó un gruñido y con expresión avergonzada dio un puntapié a la barandilla de la plataforma—. La verdad es que tengo que pedirle disculpas por aquello.
— Sin duda— repliqué—. ¿Y qué ha dicho Meyer?
— Que la opinión de Sara respecto al papel de una mujer en la formación de ese hombre le parecía del todo correcta— contestó Kreizler todavía algo pesaroso—. De repente he empezado a discutir con él como hice con Sara.— Después de beber otro trago, Kreizler murmuró malhumorado—: La falacia, maldita sea…
— ¿La qué?— inquirí, desconcertado.
— Nada— contestó Kreizler, sacudiendo la cabeza—. Una aberración de mi pensamiento nos ha hecho perder unos días preciosos. Pero ahora eso carece de importancia. Lo que importa es que mientras repasaba todo el asunto esta tarde me di cuenta de que tanto Meyer como Sara tienen razón: hay poderosas pruebas de que una mujer ha desempeñado un nefasto papel en la formación de nuestro asesino Su obsesión por lo furtivo, esa clase de sadismo tan peculiar, todos estos factores señalan hacia el tipo de conclusiones que Sara había esbozado. Como te estaba diciendo, he intentado discutir con Meyer tal como había hecho con Sara, pero entonces él ha mencionado a Jesse Pomeroy y ha utilizado mis propias palabras de hace veinte años para contradecir lo que ahora estaba afirmando. A fin de cuentas, Pomeroy nunca había conocido a su padre, ni había padecido, que yo sepa, importantes castigos físicos en su niñez. No obstante, él poseía, y todavía posee, una personalidad en muchos aspectos similar a la del hombre que andamos buscando. Como ya sabes, Pomeroy estaba firmemente decidido a no hablar de sus mutilaciones, en la época en que fue capturado. Así que solo podía confiar en que el tiempo y el confinamiento solitario hubieran ablandado su resolución. En esto hemos tenido suerte.