El alienista (43 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

BOOK: El alienista
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Al final aceptó formar parte del grupo de vigilancia, pese a que se mostraba receloso.

Mientras tanto, Kreizler y los Isaacson se habían enzarzado en otra animada discusión sobre el calendario de nuestro asesino. Lucius consideraba que la única inconsistencia en el plan de aquel hombre— el asesinato de Georgio Santorelli el 3 de marzo— podía explicarse mediante la frase engañosamente mundana
Decidí esperar
de la nota a la señora Santorelli. Era perfectamente posible, argumentaba el más joven de los Isaacson, que el descubrimiento y la selección de la víctima fueran tan cruciales para la satisfacción psíquica del asesino como el acto de asesinar en sí. Kreizler se mostró absolutamente de acuerdo con esta teoría, y añadió que mientras el hombre no experimentara ninguna interferencia con el objetivo que perseguía— asesinar al muchacho—, podía incluso obtener un sádico placer retrasando el momento. Esto significaba que el asesinato de Santorelli podía haberse llevado a cabo para que encajara en el plan global del calendario, dado que la circunstancia mentalmente crítica se había producido el Miércoles de Ceniza.

Sin embargo, Laszlo y los Isaacson no coincidían en la cuestión de si el asesino actuaba en algunas fiestas y no en otras porque sólo se encolerizaba a causa de ciertas historias o acontecimientos religiosos. A Kreizler no le gustaba esa idea pues nos hacía retroceder a la noción de un maniaco religioso, a un hombre obsesiva y demencialmente abismado en los símbolos de la fe cristiana. Laszlo aún se mostraba dispuesto a considerar la posibilidad de que el hombre fuera (o hubiera sido en algún momento de su vida) un sacerdote; pero no lograba ver ninguna razón en el hecho de que, pongamos por caso, el día de Reyes no ofreciera motivos suficientes para matar, y sí, en cambio, la Purificación de la Virgen. Marcus y Lucius insistieron en que tenía que haber alguna razón para que seleccionara algunas fiestas, y Kreizler se mostró de acuerdo, si bien dijo que, sencillamente, aún no había encontrado la clave del contexto en aquel punto especial del acertijo.

Al no haber garantías de que nuestro plan de vigilancia para la festividad de la Ascensión produjera algún resultado, todos buscábamos vías de investigación alternativas durante los días que faltaban. Marcus y yo seguimos diligentemente nuestra teoría del cura, mientras Kreizler, Lucius y Sara se entregaban a una nueva y prometedora actividad: investigar los hospitales mentales de la ciudad y de distintas zonas del país por telegrama o personalmente, para ver si en alguno de ellos se había tratado a un paciente que coincidiera con el retrato que había surgido en los últimos quince días. A pesar de su firme convicción de que nuestro asesino era un hombre cuerdo, Kreizler confiaba en que las especiales características del hombre hubieran provocado su internamiento en algún momento de su vida: quizá cuando sus gustos ocultos por la sangre se despertaron por vez primera hubiese cometido alguna indiscreción que la gente corriente (por no mencionar al director medio de un hospital mental) considerara un síntoma de algún tipo de locura. Fueran cuales fuesen las circunstancias exactas, por regla general los manicomios llevaban un registro bastante detallado de sus pacientes, y comprobarlos parecía una prudente inversión de tiempo y de energía.

La víspera del día de la Ascensión nos distribuimos las responsabilidades para la noche siguiente: Marcus y Sara, ésta acarreando sus dos pistolas, vigilarían la azotea del Golden Rule; Kreizler y Roosevelt se encargarían del Salón Paresis, en donde la autoridad de Theodore bastaría para mantener a Biff Ellison a raya si surgían problemas; Lucius y Cyrus cubrirían el Black and Tan pues el color de Cyrus proporcionaría una explicación convincente a su presencia si resultaba necesario, y Stevie y yo estaríamos en Bleecker Street, encima del Slide. En el exterior de cada uno de estos establecimientos se apostarían varios golfillos que conocía Stevie, a los cuales, pese a no haberles explicado los detalles de la operación, se les podría enviar en busca de ayuda a los otros puestos, en el caso de que pasara algo en cualquiera de ellos. Roosevelt opinaba que la policía podría desempeñar mejor esa tarea, pero Kreizler se opuso con vehemencia a esa idea. En privado, éste me dijo que sospechaba que cualquier contacto entre los agentes de la ley y el asesino podría finalizar con la repentina muerte de éste, a pesar de las órdenes de Theodore prohibiéndolo. A estas alturas ya habíamos experimentado suficientes interferencias misteriosas para saber que había en juego fuerzas mucho más poderosas que Roosevelt, y que éstas tenían sin duda como objetivo la total eliminación del caso. Era obvio que este resultado podría conseguirse mejor con una pronta liquidación del sospechoso, soslayando así la necesidad de un proceso con toda la publicidad que esto conllevaría. Kreizler estaba decidido a impedirlo, no sólo porque sería espantosamente criminal sino también porque eliminaría cualquier posibilidad de examinar al asesino y de averiguar así cuáles eran sus motivaciones.

Al final resultó que toda nuestra ansiosa expectación por lo que podía ocurrir el día de la Ascensión fue en vano pues la noche transcurrió sin ningún incidente. Todos ocupamos los distintos puestos de vigilancia y pasamos las largas y lentas horas hasta las seis de la mañana batallando con un enemigo tan temible como el aburrimiento. A consecuencia de esto, los días que siguieron estuvieron repletos de más discusiones inútiles sobre por qué el asesino había elegido el Viernes Santo y no el día de la Ascensión. Existía la creciente sensación, que en primer lugar expresó Sara, de que la coincidencia de las fiestas con los asesinatos podía ser simplemente esto, una coincidencia; pero Marcus y yo seguimos firmemente aferrados a la idea de que el calendario de nuestro asesino y el de la fe cristiana estaban relacionados, pues esa teoría potenciaba nuestra hipótesis de que el asesino era un cura aislado o apartado del sacerdocio. Insistimos para que nuestras perspectivas interceptoras se trasladaran a la siguiente festividad importante— Pentecostés, tan sólo once días después de la Ascensión— y para que intentáramos utilizar el intervalo lo mejor posible. Es triste reconocer, sin embargo, que Marcus y yo chocamos contra un muro de piedra por lo que se refiere a la búsqueda de nuestro cura, y empezamos a pensar que toda nuestra teoría podía ser poco más que una pérdida de tiempo bien razonada.

Nuestros compañeros de equipo, por otro lado, lograron ciertos progresos durante la semana anterior a Pentecostés: empezaron a llegar las respuestas a los telegramas y cartas que Sara, Lucius y Kreizler habían enviado a casi todos los manicomios reputados del país. La mayoría de las respuestas eran abiertamente negativas, pero unas pocas ofrecían alguna esperanza, informando que uno o varios hombres que respondían a la constitución física general que Kreizler había descrito, y caracterizados por al menos algunos de los síntomas mentales que él mencionaba, habían estado ingresados entre sus muros en algún momento durante los últimos quince años. Unas pocas instituciones incluso enviaron copias del historial de algunos casos, y aunque al final ninguno de éstos resultó de gran valor, una breve nota con el matasellos de Washington D. C., provocó una fuerte conmoción una tarde.

Ese día estaba yo casualmente observando a Lucius cruzar la habitación, acarreando un fajo de cartas e informes remitidos por las instituciones mentales, cuando de pronto pareció descubrir algo. Giró bruscamente sobre sus pasos, soltó la pila de papeles y se quedó mirando el escritorio de Kreizler. Sus ojos se abrieron desmesuradamente un momento y casi al instante la frente se le cubrió de sudor. Pero mientras sacaba un pañuelo y empezaba a secársela, su voz surgió tranquila.

— Doctor— le dijo a Laszlo, que estaba de pie junto a la puerta, hablando con Sara—. Esta nota del director del St. Elizabeth… ¿La ha leído?

— Una sola vez— contestó Kreizler, acercándose a Lucius—. No parece muy prometedora.

— Sí, esto es lo que yo he pensado.— Lucius cogió la carta—. La descripción es de lo más vaga. La referencia a cierto tipo de tic facial, por ejemplo, podría implicar cualquier cosa.

Kreizler se quedó mirando a Lucius.

— Sin embargo, sargento detective…

— Pues…— Lucius trató de ordenar sus ideas—. Bueno, es el matasellos, doctor. Washington. El St. Elizabeth es el principal centro del gobierno federal para el internamiento de desequilibrados mentales, ¿no?

Kreizler guardó silencio un instante, y después sus negros ojos se movieron con su estilo veloz, electrizante.

— Es verdad— murmuró en voz baja, aunque con intensidad—. Pero como no mencionaban el historial de ese hombre, no se me…— Se dio un golpe con los nudillos en la frente—. ¡Estúpido de mí!

Laszlo se abalanzó hacia el teléfono, seguido de Lucius.

— Teniendo en cuenta las leyes de la capital— comentó Lucius— este caso no sería demasiado inusual.

— Es usted un maestro de la modestia, sargento detective– dijo Kreizler—. ¡En la capital hay varios casos como éste cada año!

Sara se acercó a ellos, atraída por la excitación.

— ¿Lucius? ¿Qué ocurre? ¿Qué es lo que te ha sorprendido?

— El matasellos— repitió Lucius, golpeando la carta—. En las leyes de Washington existen algunas pequeñas claúsulas bastante fastidiosas relacionadas con la locura y el internamiento involuntario de los pacientes en los manicomios. Si el paciente no ha sido declarado loco en el Distrito de Columbia pero es internado en una institución de Washington, puede solicitar un auto de habeas corpus… Y existe un uno por ciento de posibilidades de que lo pongan en libertad.

— ¿Y por qué dices que son fastidiosas?— pregunté.

— Porque gran parte de los pacientes de esa ciudad— explicó Lucius mientras Kreizler intentaba conseguir línea telefónica con Washington—, en especial los del St. Elizabeth, proceden de otros puntos del país.

— ¿Sí?— Ahora le llegó a Marcus el turno de acercarse—. ¿Y eso por qué?

Lucius respiró hondo pues su excitación iba en aumento.

— Porque el St. Elizabeth es el hospital que recibe a los soldados y marinos a los que se les ha considerado no aptos para el servicio militar… debido a algún tipo de trastorno mental.

El paso lento con que Sara, Marcus y yo nos habíamos acercado a Lucius y a Kreizler se convirtió ahora en algo parecido a una estampida.

— Al principio no se nos ocurrió— explicó Lucius, apartándose tímidamente ante nuestro avance—, pues en la carta no se hacía mención del historial de ese hombre. Sólo descripciones de su apariencia y de los síntomas: delirios de persecución y crueldad persistente… Pero si efectivamente sirvió en el ejército y fue enviado al St. Elizabeth… En fin, existe una posibilidad, pequeña pero real, de que sea…– Lucius se interrumpió, al parecer temeroso de pronunciar la palabra él.

La idea parecía correcta, pero nuestro ánimo esperanzado recibió una ducha fría con la llamada telefónica de Kreizler. Después de tenerle esperando un buen rato, finalmente logró que el director del St. Elizabeth se pusiera al teléfono, pero éste trató con absoluto desprecio la petición de Laszlo para que le facilitara mayor información. Al parecer lo sabía todo sobre el famoso doctor Kreizler, y opinaba lo mismo que muchos directores de manicomios por lo que se refería a mi amigo. Kreizler preguntó si no había otro miembro del personal del hospital que pudiera investigar el asunto, a lo que el director replicó que su personal estaba muy ocupado y que ya había prestado una ayuda extraordinaria en este asunto. Si Kreizler quería meter las narices en los archivos del hospital, pues que fuera a Washington y lo hiciera personalmente.

La dificultad estaba en que Kreizler no podía dejarlo todo y salir disparado a la capital. Tampoco podíamos hacerlo ninguno de nosotros pues estábamos a unos pocos días de Pentecostés. No se podía hacer nada como no fuera anotar el viaje a Washington en el primer lugar de la lista de cosas por hacer después de la siguiente noche de vigilia, y luego tragarnos la excitación y concentrarnos pacientemente en el trabajo más inmediato. No obstante, teniendo en cuenta los escasos resultados que habían obtenido nuestros esfuerzos el día de la Ascensión, pensé que semejante concentración sería en cierto modo difícil de lograr.

Sin embargo, cuando llegó el domingo de Pentecostés (la festividad que celebraba el descendimiento del Espíritu Santo sobre los apóstoles), todos regresamos a nuestras moradas nocturnas en las cumbres, y de nuevo esperamos la aparición de nuestro asesino. No puedo asegurar cómo estaban los ánimos en las otras tres azoteas, pero, por lo que a Stevie y a mí se refería, encima del Slide, el aburrimiento no tardó en apoderarse de nosotros. Al ser un domingo por la noche, poco ruido subía formando ecos de Bleecker Street, mientras que los ocasionales gruñidos y siseos del cercano tren elevado de la Sexta Avenida evolucionaban igualmente de la monotonía a algo adormecedor. Al poco rato, todos mis esfuerzos se concentraban en mantenerme despierto. A eso de las doce y media observé que Stevie desplegaba silenciosamente una baraja de cartas y formaba trece montoncitos sobre el suelo embreado frente a él.

— ¿Un solitario?— musité.

— El faro judío— contestó, utilizando el término hampón del juego, un sistema particularmente dudoso y complicado de engañar a los incautos que yo nunca había sido capaz de comprender. Ante la posibilidad de llenar este vacío en mi educación como jugador de apuestas, me senté junto a Stevie, quien durante casi una hora intentó explicarme el juego. No logré entender nada, y al final, tan frustrado como aburrido me levanté y me quedé contemplando la ciudad a nuestro alrededor.

— Es inútil— decidí en voz baja—. Él nunca se presentará…– Me volví para a mirar en dirección a Cornelia Street—. Me pregunto qué estarán haciendo los demás.

El edificio donde estaba el Black and Tan— donde Cyrus y Lucius se hallaban apostados— se encontraba justo al otro lado de la calle, y mirando por encima de la cornisa pude ver la coronilla calva de Lucius reflejándose bajo la luz de la luna. Reí por lo bajo, lo cual atrajo la atención de Stevie.

— Debería llevar sombrero— comentó éste, riendo—. Si nosotros podemos verle, también podrán otros.

— Es verdad— contesté, y luego, mientras la cabeza calva cambiaba de sitio en la azotea, para finalmente desaparecer, le pregunté lleno de perplejidad—: ¿Tú crees que Lucius ha crecido desde que empezamos esta investigación?

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