El alienista (39 page)

Read El alienista Online

Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

BOOK: El alienista
13.62Mb size Format: txt, pdf, ePub

Debo decir que Jesse Pomeroy tenía doce años al inicio de su terrible carrera, y que cuando se le encerró para siempre en una aislada celda de la prisión— en la que todavía habita a la hora de escribir estas líneas— tan sólo tenía catorce. Kreizler se cruzó en la trayectoria del que la prensa solía llamar el vicioso de los niños poco después de que los abogados presentaran la solicitud de que se le declarara no culpable por enajenación, en el verano de 1874. En esa época, tales solicitudes se juzgaban, lo mismo que hoy en día, según la Norma M’Naghten, llamada así por un desdichado inglés que en 1843 había empezado a sufrir delirios de que el primer ministro Robert Peel quería matarle. M’Naghten había intentado evitar este fin matando él a Peel; aunque fracasó en la consecución de este objetivo, al final consiguió asesinar al secretario del primer ministro. Sin embargo, poco después fue absuelto cuando sus abogados probaron que no entendía la naturaleza errónea de su acción: de este modo las compuertas de la locura se abrían en los tribunales de todo el mundo. Treinta años después, los abogados defensores de Jesse Pomeroy contrataron a un montón de expertos en la mente para que asesoraran a su cliente y, confiaban en ello, lo declararan tan loco como a M’Naghten. Uno de esos expertos era un jovencísimo doctor Laszlo Kreizler, quien, al igual que varios alienistas más, encontró a Pomeroy totalmente cuerdo. El juez del caso finalmente estuvo de acuerdo con este grupo de expertos, pero se tomó la molestia de dejar claro que consideraba la explicación del doctor Kreizler respecto al comportamiento del vicioso de los niños particularmente inquietante y hasta obscena.

Semejante afirmación no era sorprendente dado el énfasis de Laszlo en la vida familiar de Pomeroy. Pero mientras nos acercábamos a Sing Sing, comprendí de pronto que era otra parte de la investigación del Kreizler de veinticinco años lo que tenía una significativa importancia respecto al caso que nos interesaba en aquel momento: Pomeroy había nacido con un labio leporino, de niño había contraído unas fiebres que le habían dejado la cara marcada de viruelas y, más terrible aún, uno de los ojos llagado y sin vida. Ni siquiera entonces había parecido algo casual que Pomeroy se tomara especial cuidado en mutilar los ojos de sus víctimas durante sus malévolas incursiones; pero mientras duró el proceso se negó a discutir este aspecto de su comportamiento, impidiendo asi que de él se sacaran sólidas conclusiones.

— No lo entiendo, Kreizler— dije cuando nuestro tren se detenía en la estación de Sing Sing—. Has dicho que no había ninguna relación entre Pomeroy y nuestro caso… ¿Por qué venimos aquí entonces?

— Puedes dar las gracias a Adolf Meyer— me contestó Kreizler cuando bajamos del tren y nos abordó un viejo con un sombrero apolillado, que tenía un coche de caballos para alquilar—. Hoy he hablado varias horas por teléfono con él.

— ¿Con el doctor Meyer?— inquirí—. ¿Y qué le has contado?

— Todo— contestó Kreizler, sencillamente—. Mi confianza en Meyer es absoluta. Aunque en ciertos aspectos considera que estoy equivocado. Por ejemplo, se ha mostrado absolutamente de acuerdo con Sara por lo que se refiere al papel de una mujer en la formación de nuestro asesino en la infancia. En realidad ha sido eso lo que me ha traído a Pomeroy a la mente, junto con lo de los ojos.

— ¿El papel de una mujer?— Habíamos subido ya al carruaje del anciano y nos alejábamos de la estación, rumbo al penal—. ¿A qué te refieres, Kreizler?

— No te preocupes, John— contestó, observando los muros de la prisión mientras la luz disminuía rápidamente a nuestro alrededor—. Lo averiguarás muy pronto, y hay algunas cosas que necesitas saber antes de que entremos ahí. En primer lugar, el vigilante ha accedido a esta visita sólo después de ofrecerle un soborno bastante razonable, y no nos recibirá personalmente cuando lleguemos. Únicamente otro hombre, un guardia llamado Lasky, sabe que estamos aquí y cuál es nuestro objetivo. Él recogerá el dinero y luego nos guiará tanto al entrar como al salir, confiemos en que sin que nadie se dé cuenta. Habla lo menos posible, y no digas nada a Pomeroy.

— ¿Por qué no a Pomeroy? Él no es un guardián de la prisión.

— Cierto— replicó Laszlo en el instante que aparecía ante nosotros el bloque principal de la monótona construcción de Sing Sing, el cual albergaba un millar de celdas—. Creo que Jesse puede ayudarnos en el tema de las mutilaciones, pero es lo bastante perverso para no hacerlo si sabe que es eso lo que andamos buscando. De modo que, por múltiples razones, no hagas mención de tu nombre ni de nuestro trabajo, en ningún sentido.— Kreizler bajó el tono de voz al llegar frente a la puerta de entrada a la prisión—. No es necesario que te recuerde los muchos peligros que habitan en este lugar.

23

El bloque principal de Sing Sing se extendía paralelo al Hudson, con varios edificios auxiliares, tiendas y las doscientas celdas de la cárcel de mujeres, que nacía perpendicular al bloque en dirección a la orilla del río. Unas altas chimeneas se elevaban por encima de los distintos edificios y completaban la imagen de una fábrica realmente lóbrega cuya principal producción, en aquel momento de su historia, era la miseria humana. Los reclusos compartían celdas diseñadas para un solo prisionero, y el poco trabajo de mantenimiento que se había hecho en el lugar no compensaba suficientemente el poderoso avance del deterioro. Por todas partes se percibían síntomas de decadencia. Incluso antes de traspasar la puerta de entrada oímos el monótono ruido de pasos formando ecos al desfilar por el patio, y si bien aquel desgraciado ritmo de marcha ya no se acompañaba del restallar del látigo— los latigazos se habían prohibido en 1847—, las amenazadoras porras de madera que empuñaban los guardias no dejaban ninguna duda respecto a los primitivos métodos que se utilizaban para mantener el orden en aquel lugar.

Por fin hizo su aparición el guardia, Lasky, un hombre enorme, mal afeitado y de aspecto sombrío. Después de seguirle por senderos empedrados y por las franjas de césped que bordeaban el patio, entramos en el bloque principal de celdas. En un rincón próximo a la puerta, varios guardias reprendían airadamente a un grupo de prisioneros que llevaban un yugo de hierro, o de madera, que les levantaba los brazos y se los mantenía separados del cuerpo. Los guardias lucían unos uniformes oscuros no más limpios que el de nuestro hombre, Lasky, y cuyo aspecto parecía, en cualquier caso, mucho peor. Al entrar en el bloque propiamente dicho de celdas, un inesperado grito de dolor nos hizo estremecer. Dentro de uno de aquellos pequeños cubículos de metro y medio por dos, unos guardias se ensañaban con un prisionero utilizando una picana, un artefacto eléctrico que administraba dolorosas descargas. Tanto Kreizler como yo habíamos visto todo aquello con anterioridad; pero eso no conducía a la aceptación. Al seguir avanzando, miré a Laszlo de reojo, y en su rostro vi reflejada mi propia reacción: con un sistema penal como aquél, la sociedad no debía sorprenderse del elevado índice de reincidencia.

A Jesse Pomeroy lo tenían al final de todo, al otro extremo del bloque, por lo que fue necesario pasar ante docenas de celdas llenas de rostros que expresaban las más diversas emociones, desde la congoja más profunda a la rabia más insolente. Como la norma del silencio estaba vigente en todo momento, no distinguimos voces humanas, sólo algún que otro suspiro. Y el eco de nuestros pasos a través de la nave de celdas combinado con el incesante escrutinio de los prisioneros, pronto se hizo insoportable. Al llegar al final del edificio entramos en un pequeño y húmedo pasillo que llevaba a una pequeña habitación sin ventanas, sólo con pequeñas rendijas en los muros de piedra, cerca del techo. Jesse Pomeroy estaba sentado allí dentro en una especie de extraño compartimiento de madera. Aquella especie de nicho tenía cañerías de agua en el techo, pero, por lo que pude ver, su interior estaba completamente seco. Después de unos pocos segundos intentando descifrarlo, me di cuenta de lo que era: uno de los famosos baños de agua helada, donde antiguamente se sometía a una ducha helada a presión a los prisioneros que observaban mala conducta. El tratamiento había ocasionado tantas muertes por conmoción que se había prohibido hacía algunas décadas. Sin embargo, al parecer nadie se había preocupado nunca de desmantelar el artefacto; sin duda los guardianes todavía encontraban efectiva la amenaza de semejante tormento.

Pomeroy llevaba un pesado juego de grilletes en las muñecas, y un collar-casco apoyado sobre los hombros y alrededor de la cabeza. Este artefacto, un grotesco castigo para presos especialmente conflictivos, era una jaula de hierro de unos sesenta centímetros de altura, y su peso, idéntico al de la cabeza del prisionero, provocaba una continua incomodidad que conducía a muchas de sus víctimas al borde de la locura. Sin embargo, a pesar de los grilletes y del casco, Jesse tenía un libro en la mano y leía tranquilamente. Cuando levantó la vista para mirarnos, tomé buena nota de su piel picada por la viruela, de la horrible desfiguración del labio superior (apenas disimulada por un largo y lacio bigote), y del lechoso y repulsivo ojo izquierdo. Las razones de nuestra visita eran del todo patentes.

— ¡Vaya!— exclamó sin levantar la voz, poniéndose en pie. Aunque Jesse estuviera en los treinta y llevara la alta jaula en torno a la cabeza era lo bastante bajo para ponerse en pie dentro del viejo nicho. Una sonrisa apareció en su fea boca, mostrando la peculiar mezcla de desconfianza, sorpresa y satisfacción de los convictos que recibían alguna visita inesperada—. El doctor Kreizler, si no me equivoco.

Kreizler logró exteriorizar una sonrisa que parecía bastante auténtica.

— Ha pasado mucho tiempo, Jesse. Me sorprende que te acuerdes de mí.

— Oh, lo recuerdo muy bien— contestó Pomeroy con una voz infantil aunque salpicada de amenazas—. Me acuerdo de todos ustedes.— Estudió a Laszlo un segundo, y luego se volvió hacia mí— Pero a usted nunca lo había visto.

— No— contestó Kreizler, antes de que pudiera hacerlo yo—. No lo conoces.— Entonces se volvió hacia nuestro acompañante, que parecía muy interesado—. Muy bien, Lasky. Puede esperar fuera.— Kreizler le entregó un abultado fajo de billetes.

La cara de Lasky mostró algo parecido a una expresión de satisfacción, aunque se limitó a decir:

— Sí, señor.— Luego se volvió a Pomeroy—. Y tú cuidado, Jesse. Hoy lo has pasado mal, pero aún puedes pasarlo peor.

Pomeroy siguió observando a Kreizler mientras Lasky salía, sin hacer caso de la advertencia.

— Resulta bastante difícil instruirse en este sitio— comentó Jesé cuando la puerta se hubo cerrado—. Pero lo estoy intentando. Sospecho que me equivoqué por eso, por no tener instrucción. Estoy aprendiendo español, ¿sabe?— Seguía hablando de un modo muy parecido al jovencito que había sido veinte años atrás.

Laszlo asintió.

— Admirable. Veo que te han puesto un collar.

Jesse se echó a reír.

— Ah… Aseguran que he quemado a un tipo en la cara con un cigarrillo mientras dormía. Dicen que he estado levantado toda la noche, haciendo un artilugio con un alambre para poder llegar a él con la colilla a través de los barrotes. Pero yo le pregunto…— se volvió hacia mí, con el ojo lechoso flotando sin rumbo en su cara—, ¿cree usted que esto es propio de mí?— Dejó escapar una breve risa, complacida y maliciosa, como la de un jovenzuelo.

— ¿Debo suponer entonces que ya te has cansado de despellejar vivas a las ratas?— preguntó Kreizler—. Cuando hace unos años vine por aquí, oí decir que pedías a los demás prisioneros que las cogieran para ti.

De nuevo otra risita, ésta casi de vergüenza.

— Ratas… Se retuercen y chillan. Y también te muerden a la primera que te descuidas.— Nos mostró varias cicatrices pequeñas pero desagradables en las manos.

Kreizler asintió.

— ¿Sigues tan violento como hace veinte años, Jesse?

— Yo no era violento hace veinte años— contestó Pomeroy, sin perder la sonrisa—. Yo estaba loco… Sólo que ustedes eran demasiado estúpidos para advertirlo, eso es todo. Por cierto, doctor, ¿qué diablos ha venido a hacer aquí?

— Digamos que una evaluación— contestó Kreizler, evasivo—. A veces me gusta estudiar antiguos casos, para medir su evolución. Y dado que tenía unos asuntos en la prisión…

Por vez primera, la voz de Pomeroy sonó terriblemente seria:

— No juegue conmigo, doctor. Incluso con estos grilletes podría sacarle los ojos antes de que Lasky entrara por esta puerta.

El rostro de Kreizler se sonrojó ligeramente pero su tono siguió siendo frio:

— ¿Debo entender que considerarías esto otra prueba de tu locura?

Jesse soltó una risa.

— ¿Y usted?

— No lo creí así hace veinte años— contestó Kreizler encogiéndose de hombros—. Mutilaste los ojos de los dos niños que mataste, y de varios de los que torturaste. Pero yo no vi locura en ello… En realidad era bastante comprensible.

— ¿De veras?— Pomeroy volvió a su tono irónico—. ¿Y eso?

Kreizler guardó silencio un momento, luego se inclinó hacia delante.

— Aún me falta por conocer a un hombre que haya enloquecido realmente por envidia, Jesse.

Pomeroy se quedó pálido, y la mano salió disparada hacia su cara con tal rapidez que golpeó dolorosamente contra los barrotes del casco. Cerró las manos como si se dispusiera a saltar y yo me preparé para defendernos. Pero entonces se echó a reír.

— Deje que le diga una cosa, doctor… Si pagó usted por los estudios que le dieron, entonces le estafaron. ¿Cree usted que por el hecho de tener un ojo inútil iba a ir yo por ahí liquidando a gente con los dos ojos sanos? Es poco probable. Míreme. Soy un compendio de errores de la Madre Naturaleza. ¿Cómo es que nunca corté la boca a alguien, o le agujereé la piel de la cara?— Ahora le había llegado a Jesse el turno de inclinarse hacia delante—. Y si fuera sólo envidia, doctor, ¿cómo es que usted no va por ahí cortando brazos a la gente?

Me volví rápidamente hacia Kreizler y pude ver que no estaba preparado para semejante observación. Pero hacía mucho tiempo que había aprendido a controlar sus reacciones ante cualquier comentario que alguien pudiera hacer, de modo que se limitó a pestañear un par de veces, sin apartar los ojos de Pomeroy. Éste, en cambio, supo interpretar aquel pestañeo pues volvió a sentarse con una sonrisa de satisfacción en los labios.

— Sí, hay que reconocer que es usted un tipo listo— dijo riendo.

Other books

Giada's Feel Good Food by Giada De Laurentiis
Completed by Becca Jameson
The Throwback Special by Chris Bachelder
The Consorts of Death by Gunnar Staalesen
Midnights Mask by Kemp, Paul S.
A Destined Death by Rayns, Lisa