— Sara— protesté, elevando la voz para que estuviera a la altura de la suya—. ¡No me refiero a lo que preferiría, sino a lo que considero práctico!
— ¿Y qué hay de práctico en abandonar?— replicó gritando—. Kreizler lo hace únicamente porque se siente obligado a ello… Le han herido, le han herido con la máxima gravedad que se puede herir a una persona, y éste es su único modo de hallar una respuesta. Pero se trata de él, John. ¡Nosotros podemos continuar! ¡Tenemos que continuar!
Sara dejó caer los brazos a los lados y respiró hondo varias veces. Luego se alisó el vestido, cruzó la habitación y señaló la parte derecha de la pizarra.
— A mi parecer— dijo serenamente—, disponemos de tres semanas para prepararnos. No podemos perder ni un minuto.
— ¿Tres semanas?— inquirí—. ¿Por qué tres?
Sara se dirigió al escritorio de Kreizler y cogió el grueso ejemplar con la cruz en la cubierta.
— El calendario cristiano— dijo, levantándolo—. ¿Me equivoco si pienso que habéis averiguado por qué lo está siguiendo?
Me encogí de hombros.
— Bueno, es posible que lo sepamos. Victor Dury era un pastor protestante, de modo que el…, el…— intenté hallar una expresión, y finalmente me quedé con una que me sonó como algo que Kreizler hubiera podido decir—, los ritmos del hogar de los Dury, el ciclo de su vida familiar, habrían coincidido naturalmente con este calendario.
La boca de Sara se curvó hacia arriba.
— ¿Lo ves, John? No estabas del todo equivocado cuando decías que había un cura involucrado.
— Y hay otra cosa…— añadí, acordándome de las preguntas que Kreizler había formulado a Adam Dury cuando estábamos a punto de abandonar la granja—. El reverendo era muy aficionado a las festividades; al parecer le ofrecían la posibilidad de dar unos excelentes sermones bastante apocalípticos. Pero era su esposa…— Tamborileé con un dedo sobre el escritorio, considerando la idea; luego, comprendiendo la importancia de aquello, miré a Sara—. Era su esposa el principal torturador de Japheth, según el hermano de éste… La que amenazaba a los muchachos con los fuegos del infierno si celebraban las fiestas.
Sara adoptó una expresión, muy satisfecha.
— ¿Te acuerdas de lo que dijimos sobre el odio del asesino hacia el engaño y la hipocresía? Bien, si su padre predicaba una cosa en sus sermones, y luego en casa…
— Sí— murmuré—. Ya me he dado cuenta.
Sara regresó con paso lento a la pizarra, y a continuación hizo algo que me dejó bastante perplejo: cogió un trozo de tiza y, sin vacilar, anotó en el lado izquierdo la información que acababa de darle. Su letra no era tan clara ni profesional como la de Kreizler, pero a pesar de todo parecía como si su sitio fuera aquél.
— Él está reaccionando según un ciclo de crisis emocionales que han existido toda su vida— puntualizó Sara, con seguridad, volviendo a dejar la tiza—. A veces estas crisis son tan graves que se siente obligado a matar… Y la que va a sufrir dentro de tres semanas será la peor de todas.
— Si tú lo dices… Pero no recuerdo que haya ninguna fiesta importante a finales de junio.
— No es importante para todo el mundo— dijo Sara, abriendo el calendario—. Pero sí para él.
Me tendió el libro, señalándome una página en particular, y bajé la vista para leer la anotación: domingo, 24 de junio, festividad de San Juan Bautista. Abrí totalmente los ojos.
— Muchas de las Iglesias ya no la celebran en la actualidad— dijo Sara con voz tranquila—. Sin embargo…
— San Juan Bautista…— musité—. ¡Agua!
Sara asintió.
— Agua.
— Beecham— murmuré, haciendo una conexión que, si bien era una remota posibilidad, no obstante resultaba obvia—: John Beechan…
— ¿A qué te refieres?— inquirió Sara—. El único Beecham de quien he hallado referencias en New Paltz se llamaba George.
En ese momento me tocó a mí ir a la pizarra y coger la tiza. Mientras la deslizaba por la casilla titulada VIOLENCIA MOLDEADORA Y/O VEJACIÓN, fui explicando frenéticamente:
— Cuando Japheth Dury tenía once años fue atacado…, violado, por un hombre que trabajaba con su hermano. Un hombre al que consideraba su amigo, en quien confiaba. Este hombre se llamaba George Beecham.— Un sonido breve, intenso, brotó de Sara mientras con una mano se tapaba la boca—. Ahora bien, si Japheth Dury adoptó el apellido Beecham después de los asesinatos para empezar una nueva existencia…
— ¡Claro!— exclamó Sara—. ¡Se convirtió en el atormentador!
Asentí con vehemencia.
— ¿Y por qué adoptó el nombre de John, es decir, de Juan?
— ¡Por el Bautista! ¡El purificador!
Solté una breve risa y escribí tales conclusiones en los sitios adecuados de la pizarra.
— Es sólo una conjetura, pero…
— John— me reprendió Sara, jovialmente—. Toda esta pizarra es una pura conjetura. Pero funciona.— Dejé la tiza y me volví hacia Sara que estaba radiante—. ¿Te das cuenta ahora, verdad?— inquirió—. Tenemos que hacerlo, John… ¡Tenemos que seguir adelante!
Y eso es lo que hicimos.
Así empezaron los veinte días más extraordinarios y difíciles de mi vida. Al darnos cuenta de que los Isaacson no regresarían a Nueva York antes de la noche del miércoles, Sara y yo nos pusimos a la tarea de distribuir, interpretar y anotar toda la información que habíamos reunido durante la semana anterior, a fin de que los sargentos detectives pudieran asimilarla rápidamente a su regreso. La mayor parte de los días que siguieron los pasamos juntos en el número 808 de Broadway, repasando los hechos y— en un nivel menos obvio, más inconsciente— reconstruyendo la atmósfera y el espíritu de nuestro cuartel general para asegurarnos de que la ausencia de Kreizler no nos incapacitaría. Todos los indicios y recuerdos evidentes de la presencia de Laszlo se apartaron a un lado o se eliminaron, y retiramos su escritorio a un rincón para formar con los demás un semicírculo más pequeño, o mejor, más apretado, según me pareció. Ni Sara ni yo nos sentimos especialmente felices haciendo esto, pero tampoco intentamos ponernos triste ni sentimentales. La clave estaba en centrarse, como siempre: mientras mantuviésemos la vista fija en los dos objetivos gemelos de evitar otro asesinato y capturar a nuestro asesino, seríamos capaces de superar los más dolorosos y desconcertantes momentos de transición.
No es que simplemente borráramos a Kreizler de nuestra mente, por el contrario, Sara y yo hablamos de él en varias ocasiones, esforzándonos por comprender sencillamente qué sesgos y peculiaridades habría adoptado su mente después de la muerte de Mary. Como es lógico, estas conversaciones implicaban cierta discusión sobre el pasado de Laszlo, y reflexionar sobre la desgraciada realidad de la infancia de Kreizler mientras hablaba con Sara disipó el resto de rabia que sentía de que mi amigo hubiese abandonado la investigación, hasta el punto de que el jueves por la mañana, sin decírselo a Sara, regresé a casa de Kreizler.
Hice la visita para ver cómo evolucionaban Stevie y Cyrus, pero sobre todo para suavizar las aristas que pudieran quedar de nuestra separación en el Bellevue. Por fortuna mi viejo amigo también estaba ansioso por arreglar las cosas, aunque seguía decidido a no reanudar la investigación. Habló serenamente de la muerte de Mary, lo que me permitió darme cuenta de cuánto había lastimado su espíritu lo sucedido. Pero lo que sobre todo le impedía volver a la investigación era la pérdida de la confianza en sí mismo. Por segunda vez en su vida, que yo recuerde (la primera había ocurrido la semana anterior a la visita a Jesse Pomeroy) Laszlo parecía dudar realmente de su propio juicio. Y a pesar de que yo no podía estar de acuerdo con él en esta acusación, lo cierto es que tampoco podía culparle por ello. Cada ser humano debe hallar su propia forma de enfrentarse a una pérdida tan grande, y lo único que debe hacer un verdadero amigo es facilitarle la posibilidad de elegir. Por eso acabé por estrecharle la mano y acepté su determinación de retirarse de nuestro trabajo, a pesar de que me doliera profundamente. Nos despedimos y volví a preguntarme si seríamos capaces de seguir adelante sin él. De todos modos, apenas hube abandonado el patio delantero de su casa, mis pensamientos ya volvían a centrarse en el caso.
El viaje de Sara a New Paltz— me enteré durante aquellos tres días, antes de que volvieran los Isaacson— había confirmado muchas de nuestras hipótesis respecto a los años de infancia del asesino. Había podido encontrar a varios condiscípulos de Japheth Dury, los cuales habían confesado— con bastante pesar, había que reconocérselo— que el muchacho había padecido muchas burlas a causa de sus violentos espasmos faciales. Durante sus años en la escuela (efectivamente, tal como Marcus había imaginado, en la de New Paltz enseñaban el sistema de caligrafía Palmer en aquel entonces), así como en las ocasiones que había acompañado a sus padres a la ciudad, Japheth se había visto asaltado frecuentemente por pandillas de chiquillos que jugaban a ver quién imitaba mejor el tic del muchacho. Este no era un tic corriente, habían asegurado a Sara los ahora adultos ciudadanos de New Paltz: era una contracción tan violenta que los ojos y la boca de Japheth se tensaban hasta casi un lateral de la cabeza, como si padeciera un terrible dolor y estuviese a punto de estallar en violentos sollozos. Al parecer— y curiosamente— nunca devolvía el golpe cuando los chicos de New Paltz le atacaban, ni sacaba la lengua a nadie que se burlara de él; por el contrario, seguía silenciosamente su camino, de modo que al cabo de unos años los niños de la ciudad empezaron a aburrirse y dejaron de atormentarle. Sin embargo, aquellos pocos años habían bastado para emponzoñar el espíritu de Japheth, al sumarse a toda una existencia junto a alguien que nunca se cansaba de acosarle: su propia madre.
Sara no se jactaba excesivamente de hasta qué punto había sido capaz de predecir el carácter de aquella madre, aunque Dios sabe que tenía razones sobradas para hacerlo. Sus entrevistados en New Paltz sólo le habían proporcionado una descripción muy vaga de la señora Dury, pero Sara había intuido lo bastante en aquellas vaguedades para sentirse animada. A la madre de Japheth se la recordaba muy bien en la ciudad por la celosa defensa de la labor misionera de su marido, pero sobre todo por su actitud severa y fría. De hecho, entre las matronas de New Paltz circulaba la opinión generalizada de que los espasmos faciales de Japheth Dury eran el resultado del continuo acoso de la madre (lo cual demostraba que la sabiduría popular a veces conseguía el nivel de la percepción psicológica). Por muy alentador que esto fuera, a Sara no le había producido en absoluto tanta satisfacción como el relato de Adam Dury. Casi todas las hipótesis de Sara— desde el hecho de que la madre de nuestro asesino hubiese tenido hijos en contra de su voluntad, pasando por su desprecio hacia el cuidado de éstos, hasta el acoso escatológico a su hijo desde muy temprana edad— se habían visto corroboradas por lo que Laszlo y yo habíamos escuchado en el establo de Adam Dury, quien incluso nos había informado de que su madre a menudo trataba a Japheth de asqueroso piel roja… Así que, efectivamente, una mujer había desempeñado un siniestro papel en la vida de nuestro asesino; y aunque la mano del reverendo podía haber sido la que en realidad administraba los azotes en el hogar, la conducta de la señora Dury parecía representar otro tipo de castigo para sus dos hijos, un castigo incluso más duro. De hecho, Sara y yo estábamos convencidos de que si alguno de los dos progenitores de Japheth había sido la víctima primera o intencionada de su ira asesina, casi con toda seguridad habría sido su madre.
En resumen, ahora parecía seguro que nos enfrentábamos a un hombre cuya extraordinaria amargura hacia la mujer que más había influido en su vida le había llevado a esquivar la compañía de las mujeres en general. Esto nos dejaba con la pregunta de por qué había elegido matar muchachos que se vestían y se comportaban como mujeres, y no a mujeres de verdad. Al buscar una respuesta a esta cuestión, Sara y yo nos encontramos de nuevo con la primera teoría, en la que todas las víctimas poseían unos rasgos de carácter no muy distintos a los del propio asesino. Imaginábamos que la odiosa relación entre Japheth Dury y su madre se habría convertido también en odio hacia sí mismo, pues ¿qué muchacho despreciado por su madre no iba a poner en duda su propia valía? De este modo, la cólera de Japheth tenía rasgos sexuales entrecruzados, convirtiéndole en una especie de híbrido, de cruzamiento, y la única válvula de escape que había encontrado esta cólera era destruyendo a muchachos que, con su conducta, encarnaban una idéntica ambigüedad.
El paso final en el proceso de juntar las pistas que Sara y yo habíamos reunido últimamente consistió en dar cuerpo a la transformación de nuestro asesino para dejar de ser Japheth Dury y convertirse en John Beecham. Sara había averiguado muy pocas cosas en New Paltz sobre George Beecham— que había residido en la ciudad tan sólo un año, y que únicamente aparecía en los registros por haber votado en las elecciones al Congreso en 1874—, pero aun así estábamos bastante seguros de por qué Japheth había elegido aquel nombre. Desde el inicio de nuestra investigación había quedado claro para todos nosotros que nos enfrentábamos a una personalidad de tipo sádico, en la que todas sus acciones traicionaban un obsesivo deseo de cambiar su papel en la vida, pasando de víctima a verdugo. Era perversamente lógico que, para iniciar y simbolizar su transformación, alterara su nombre por el del hombre que una vez le había traicionado y violado; y era igualmente lógico que conservara el nombre cuando empezó a asesinar chiquillos que aparentemente confiaban en él del mismo modo que él había confiado en George Beecham. Existía la clara sensación de que, cuidadoso como sin duda era el asesino en cultivar esta confianza, despreciaba a sus víctimas por ser lo bastante estúpidas como para entregársele. Una vez más esperaba erradicar un elemento intolerable de su propia personalidad erradicando las imágenes reflejadas en un espejo del muchachito que había sido en el pasado.
Y así era como Japheth Dury se había convertido en John Beecham, el cual, según los informes de los médicos del hospital St. Elizabeth, era muy sensible a cualquier tipo de escrutinio, y también albergaba fuertes sensaciones (si no absolutos delirios) de persecución. Era poco probable que tales rasgos de personalidad hubiesen mejorado después de salir del St. Elizabeth a finales del verano de 1886, dado que esta liberación se había obtenido mediante la utilización de fórmulas técnicamente legales y en contra de la voluntad de los médicos. Y si John Beecham era en efecto nuestro asesino, entonces sus recelos, su hostilidad y violencia tan sólo habrían empeorado con los años. Sara y yo llegamos a la conclusión de que para que Beecham hubiese adquirido la absoluta familiaridad con Nueva York que sin duda poseía, posiblemente se habría trasladado a la ciudad tan pronto como salió del St. Elizabeth, y se habría quedado allí desde entonces. Había motivos para confiar en tal suposición pues probablemente habría contactado con un buen montón de gente en el transcurso de aquellos años, convirtiéndose en un personaje familiar en algún barrio o ambiente laboral. No sabíamos exactamente cómo era su aspecto, pero partiendo de las características físicas que habíamos teorizado en las semanas anteriores y que habíamos retocado utilizando como modelo a Adam Dury, creíamos poder confeccionar una descripción que, unida al nombre de John Beecham, podría hacer bastante fácil su identificación. Evidentemente no teníamos ninguna garantía de que siguiera utilizando el nombre de John Beecham, pero tanto Sara como yo creíamos que, dado lo que aquel nombre significaba para él, lo habría continuado utilizando y lo seguiría haciendo hasta que lo detuvieran.