En Nueva York, al parecer, cada posible vicio disponía de una sociedad para prevenirlo. Algunas de éstas tenían un enfoque generalizado, como por ejemplo la Sociedad para la Prevención del Crimen, o las distintas sociedades misioneras, católicas, presbiterianas, baptistas y demás. Algunas, como la Misión de Toda la Noche preferían hacer de su perenne accesibilidad el centro de sus discursos y de los folletos que sus agentes itinerantes distribuían en los guetos; otras, como la Misión del Bowery, tenían un enfoque puramente zonal. Unas pocas, como la Sociedad de Ayuda al Caballo y la Sociedad para la Prevención de la Crueldad con los Animales, no se preocupaban en absoluto de los seres humanos. (Al dar con este tipo de nombres, me vino a la memoria las torturas y mutilaciones que Japheth Dury infligía a los animales, y me pareció que unas sociedades que proporcionaban un estrecho contacto con las bestias indefensas, aunque no utilizaran las visitas por las azoteas, podían resultar atractivas a la naturaleza sádica de nuestro hombre. No obstante, las entrevistas con los responsables no dieron ningún resultado.) Luego estaba la infinidad de orfanatos, todos los cuales empleaban a gente entusiasta que iba constantemente a la búsqueda de niños abandonados. Cada una de estas instituciones tenía que investigarse con sumo cuidado, dadas las preferencias que John Beecham había demostrado por tales sitios en Chicago.
Era un trabajo que rápidamente nos absorbió horas, y luego días, sin que nos proporcionara ninguna profunda satisfacción o seguridad de que estuviésemos haciendo todo lo posible para prevenir otro asesinato. ¿A cuántos beatos o beatas dependientes de la Iglesia tuvimos que entrevistar Sara, los Isaacson y yo, y durante cuántas horas? Sería imposible decirlo, aunque tampoco tendría mucho sentido que reveláramos las cifras si las tuviéramos pues no averiguamos absolutamente nada. Y durante la semana que siguió, cada uno de nosotros nos obligamos a pasar una y otra vez por un procedimiento similar: íbamos a las oficinas o a la central de alguno de aquellos organismos benéficos y, a la pregunta de si un tal John Beecham, o alguien de apariencia y conducta parecidas, había trabajado allí, se nos contestaba con una prolongada y piadosa declaración sobre los loables empleados y objetivos de la organización. Sólo entonces se comprobaban los archivos y se nos facilitaba una respuesta rotundamente negativa, momento en que el desafortunado miembro de nuestro equipo podía por fin escabullirse de aquel lugar.
Si parezco hostil o cínico al recordar esta fase de nuestro trabajo, tal vez se deba al convencimiento que se apoderó de mí al llegar al final de aquella segunda semana de junio: que el único grupo de marginados de la ciudad que al parecer carecía de varias fundaciones privadas o sociedades de noble denominación dedicadas a su cuidado y reforma, era el que en aquellos momentos corría un grave peligro: los niños que se prostituían. A medida que esta ausencia era cada vez más evidente para mí, no podía dejar de pensar en Jack Iris— un hombre celebrado en los círculos filantrópicos de Nueva York— y en su negativa ciega a admitir o informar de los hechos que habían conducido al asesinato de Georgio Santorelli. La deliberada miopía de Riis era compartida por cada uno de los funcionarios con quienes yo hablaba, un hecho que me provocaba una mayor irritación a medida que se iba repitiendo. A última hora de la tarde del lunes, al regresar alicaído al 808 de Broadway, me sentía tan asqueado de los fatuos hipócritas que constituían la comunidad benéfica de Nueva York que no paraba de vomitar un chorro continuo de violentas maldiciones. Pero de pronto me volví sorprendido al oír la voz de Sara, pues pensaba que no había nadie en nuestro centro de operaciones.
— Un lenguaje encantador, John. Aunque debo admitir que describe perfectamente mi estado de ánimo en estos momentos.— Estaba fumando un cigarrillo y mirando alternativamente el plano de Manhattan y la pizarra—. Seguimos un camino equivocado— decidió irritada, lanzando la colilla del cigarrillo por una ventana abierta.
Me dejé caer en el diván.
— Eres tú la que quiere ser detective— dije—. Deberías saber que podemos seguir así varios meses antes de encontrar un resquicio.
— No disponemos de meses— replicó Sara—. Tenemos sólo hasta el domingo.— Continuó mirando el plano y la pizarra, al tiempo que hacía oscilar la cabeza—. ¿Se te ha ocurrido pensar, John, que ninguna de estas organizaciones parece saber gran cosa de la gente a la que trata de ayudar?
— ¿Qué quieres decir exactamente con eso?— pregunté, apoyándome en un codo.
— No estoy muy segura. Sólo que no parecen… conocerlos. Y esto no concuerda.
— ¿No concuerda con qué?
— Con él. Con Beecham. Mira lo que hace. Se introduce en la vida de estos muchachos y los convence para que confíen en él… Y pienso que se trata de chiquillos bastante desconfiados y escépticos.
Pensé de inmediato en Joseph.
— Tal vez por fuera— dije—. Pero por dentro piden a gritos un auténtico amigo.
— Muy bien— contestó Sara, concediéndome el punto—. Y Beecham da los pasos precisos para establecer esa amistad; como si supiera lo que necesitan… En cambio, esta gente de las sociedades benéficas no posee esa cualidad. Te aseguro que vamos por un camino equivocado.
— Sara, sé realista— dije, incorporándome y acudiendo a su lado—. ¿Qué organismo que va llamando de puerta en puerta, y que trata con gran cantidad de gente, dispone de tiempo para descubrir ese tipo de información person…?
Y entonces me quedé helado, literalmente helado. La sencilla verdad, recordé con una aturdidora precipitación, era que había un organismo que sí se tomaba el tiempo necesario para averiguar ese tipo de información que Sara acababa de describir. Un organismo ante cuya sede yo había pasado diariamente durante la última semana, sin siquiera haberlo relacionado en lo más mínimo. Un organismo cuyos centenares de empleados era bien sabido que se desplazaban por las azoteas del vecindario.
— ¿Cómo diablos no se me había ocurrido?— murmuré.
— ¿El qué?— inquirió Sara con apremio, dándose cuenta de que había descubierto algo—. John, ¿qué es lo que has averiguado?
Mis ojos saltaron hacia el lado derecho de la pizarra, en especial a los nombres BENJAMIN Y SOFIA ZWEIG.
— Por supuesto…— musité—. El noventa y dos tal vez fuera algo tarde… Pero pudo conocerlos en el noventa. O volver durante las revisiones, dado que todo el asunto fue una auténtica chapuza…
— ¡Maldita sea! ¿Pero de qué diablos estás hablando?
— ¿Qué hora es?— inquirí, cogiendo a Sara de la mano.
— Cerca de las seis. ¿Por qué?
— Todavía tiene que haber alguien allí. ¡vámonos!
Arrastré a Sara hacia la puerta sin mayores explicaciones y ella siguió lanzando preguntas y protestas, pero yo me negué a contestárselas mientras bajábamos a la calle en el ascensor y luego seguíamos por Broadway hasta la calle Ocho. Giré a la izquierda y guié a Sara hasta el número 135. Al tirar de la puerta de la escalera que conducía a los pisos primero y segundo del edificio, solté un suspiro de alivio al descubrir que todavía estaba abierto. Me volví hacia Sara y descubrí que sonreía mientras contemplaba una pequeña placa de bronce atornillada a la fachada del edificio, justo al lado de la entrada:
OFICINA DEL CENSO DE ESTADOS UNIDOS
Charles H. Murray, Director
Y entramos en un mundo de legajos.
Los dos pisos que ocupaba la Oficina del Censo estaban atiborrados de armarios de madera que llegaban hasta el techo, bloqueando todas las ventanas. Escaleras móviles recorrían sobre rieles las paredes de las cuatro salas de cada piso, y en el centro de cada sala había un escritorio. Del techo colgaba una bombilla eléctrica de pantalla metálica y luz inclemente que lanzaba su resplandor sobre unos suelos de madera desnuda. Era un sitio sin ningún tipo de calor ni personalidad: en resumen, un hogar digno de las estadísticas más frías e inhumanas.
El primer escritorio ocupado que descubrimos estaba en el segundo piso. Ante él se sentaba un hombre bastante joven, con visera de banquero y un traje barato aunque notablemente bien planchado, cuya chaqueta colgaba del respaldo de la silla. Unos manguitos cubrían la parte inferior de las mangas de su camisa blanca y almidonada, protegiendo aquel fragmento de indumentaria del que sobresalían unas delgadas manos que removían dentro de una carpeta repleta de formularios.
— Usted perdone— dije, acercándome lentamente al escritorio.
El joven me miró con severidad.
— Ya no son horas para consultas oficiales.
— Por supuesto— me apresuré a contestar, pues reconocía a un burócrata incorregible en cuanto le echaba el ojo encima—. De tratarse de un asunto oficial, habría venido a una hora más apropiada.
El joven me miró de arriba abajo. Luego se volvió hacia Sara.
— ¿Y bien?
— Trabajamos para la prensa— contesté—. Para el Times, en realidad. Mi nombre es Moore, y ella es la señorita Howard. ¿Todavía se encuentra aquí el señor Murray?
— El señor Murray nunca sale de la oficina hasta las seis y media.
— Ah, entonces todavía se encuentra aquí.
— Es posible que no quiera verles— replicó el joven—. No es que los miembros de la prensa nos hayan sido precisamente de mucha ayuda en estos últimos tiempos.
Consideré el comentario y luego pregunté:
— ¿Se refiere al mil ochocientos noventa?
— Por supuesto— contestó el hombre, como si todas los sociedades del mundo operaran según el esquema de diez años atrás—. Hasta el Times formuló imputaciones ridículas. Al fin y al cabo no podemos ser responsables de todos los sobornos y falsificaciones que se produzcan, ¿no cree?
— Naturalmente— dije—. ¿No podría el señor Murray…?
— De hecho— prosiguió el joven, mirándome con ojos dolidos, acusadores—, el señor Porter, nuestro jefe nacional, se vio obligado a dimitir en el noventa y tres. ¿No lo sabía?
— La verdad es que soy periodista especializado en temas policiales.
El hombre se despojó de los manguitos.
— Sólo lo he mencionado— contestó, los ojos ardiendo en el centro de la sombra que la visera de oficinista extendía sobre su rostro— para demostrarle que los principales problemas residían en Washington, no aquí. Nadie de esta oficina tuvo que dimitir, señor Moore.
— Lo siento— dije, intuyendo que se aproximaba una labor aún más ardua—, pero tenemos algo de prisa, así que si pudiera indicarnos dónde encontrar al señor Murray…
— Yo soy Charles Murria— contestó el hombre, llanamente.
Sara y yo nos miramos de soslayo, y luego dejé escapar un suspiro tal vez no muy educado pues sin duda con aquel individuo tendríamos que enfrentarnos a serias dificultades.
— Bien, señor Murray, ¿podría usted comprobar en los archivos de sus empleados si aparece el nombre de un hombre al que intentamos localizar?
Murray me examinó por debajo de su visera.
— ¿Identificación?
Le entregué un carnet, que él elevó a pocos centímetros de su cara como si intentara comprobar si se trataba de un billete falso.
— Hummm. Supongo que es correcto. Aunque no puedo ser demasiado confiado. Cualquiera puede entrar por ahí y asegurar que es periodista.— Me devolvió la identificación y se volvió hacia Sara—. ¿Señorita Howard?
Sara puso cara inexpresiva mientras ideaba una respuesta.
— Me temo que no puedo acreditarme, señor Murray. Yo trabajo como secretaria.
Murray no pareció del todo satisfecho con la explicación, pero asintió y volvió a mirarme.
— ¿Y bien?
— El hombre a quien estamos buscando se llama John Beecham— dije, y el nombre no produjo ningún cambio en la expresión impasible de Murray——. Medirá sobre el metro ochenta y pico, con poco pelo y un pequeño tic facial.
— ¿Un pequeño tic?— inquirió Murray finalmente—. Si sólo se trata de un pequeño tic, señor Moore, no me gustaría ver uno grande.
De nuevo sentí aquella sensación que me había asaltado en el establo de Adam Dury: la impaciencia galopante, triunfal, que acompañaba el doble descubrimiento de que estábamos tras sus huellas, y que éstas eran todavía recientes. Lancé a Sara una rápida mirada y observé que su primera experiencia con esta sensación le resultaba tan difícil de controlar como a mí.
— ¿Entonces conoce a Beecham?— pregunté, y mi voz se estremeció ligeramente.
Murray asintió.
— Es decir, lo conocía.
Un chorro de agua fría cayó de pronto sobre mi ardiente sensación de triunfo.
— ¿No trabaja para usted?
— Trabajaba— contestó Murray—. Lo despedí. En diciembre pasado.
Las esperanzas renacieron.
— ¿Y cuánto tiempo estuvo trabajando aquí?
— ¿Está metido en algún problema?— inquirió Murray.
— No, no— me apresuré a contestar, comprendiendo que con mi entusiasmo no me había preocupado de inventar una historia verosímil para justificar mis preguntas—. Yo… Es decir, se trata de su hermano. Puede que esté metido en un…, en un escándalo sobre especulación de terrenos… He pensado que el señor Beecham podría ayudarnos a encontrarle, o al menos hacer unas declaraciones…
— ¿Un hermano?— inquirió Murray—. Nunca mencionó a ningún hermano.— Me disponía a replicar con otra mentira a su observación, cuando Murray prosiguió—: No es que esto signifique nada. John Beecham no era un hombre muy hablador. Nunca supe gran cosa de él, y menos aún sobre sus asuntos privados. Siempre fue una persona muy correcta y respetable. Por eso me pareció sorprendente…— La voz de Murray se fue apagando, y tamborileó con un dedo sobre la silla durante unos segundos, mientras me examinaba primero a mí y luego otra vez a Sara. Al final se levantó, se dirigió a una de las escaleras móviles y, con un fuerte y repentino empujón, la envió sobre sus rieles al otro extremo de la estancia—. Se le contrató en la primavera del noventa— dijo Murray, siguiendo la escalera y luego subiendo por ella, para tirar de un cajón próximo al techo y remover en él en busca de una carpeta—. Beecham solicitó trabajo como empadronador.
— ¿Cómo dice?
— Empadronador— contestó Murray, bajando de la escalera con un sobre grande en la mano—. Los que cuantifican y entrevistan para el censo. Contraté a novecientos entre junio y julio del noventa. Dos semanas de trabajo, a veinticinco dólares la semana… Cada hombre tenía que llenar una solicitud.— Murray abrió el sobre y sacó un papel doblado, que me entregó—. Es la de Beecham.