— Exacto— admití—. Lo cual nos conduce de nuevo a los clientes y eso quiere decir que casi puede ser cualquiera.
— Tu teoría sobre un cliente furioso aún puede funcionar. Aunque no sea un visitante de paso, quizá sea alguien a quien han desplumado demasiadas veces.
— No estoy muy seguro. He conocido hombres a quienes las prostitutas les habían robado: hubieran sido capaces de darles una buena paliza, pero el tipo de mutilaciones que hemos visto… Tendría que estar loco.
— Entonces volvemos a otra de las teorías de Jack el Destripador— señaló Marcus—. Puede que tenga el cerebro deteriorado por culpa de alguna enfermedad que cogiera en un sitio como el Ellison o el Golden Rule.
— No— contesté, colocando las palmas de las manos delante de mi, en un intento por verlo claro mentalmente—. La única constante que hemos podido mantener es que no se trata de ningún loco… No podemos cuestionar esto ahora.
Marcus guardó silencio y luego dijo midiendo sus palabras:
— John… Imagino que te habrás preguntado qué ocurriría si alguno de los supuestos básicos de Kreizler estuviera equivocado.
Solté un suspiro profundo de cansancio.
— Sí, me lo he preguntado.
— ¿Y cuál es tu respuesta?
— Que si él estuviese equivocado, entonces fracasaríamos.
— ¿Y con eso te das por satisfecho?
Llegamos a la esquina sureste de la calle Once con Broadway, donde los tranvías y carruajes llevaban a todo tipo de juerguistas de fin de semana arriba y abajo por la ciudad. La pregunta de Marcus planeó en el aire de aquel escenario por un momento, haciéndome sentir muy distanciado de los ritmos normales de la vida ciudadana y muy intranquilo respecto al inmediato futuro. ¿De qué iba a servir, de hecho, aquella increíble cantidad de conocimientos que estábamos adquiriendo, si nuestros supuestos estaban equivocados?
— Es un camino muy oscuro, Marcus— dije finalmente, con voz tranquila—. Pero es el único que tenemos.
Aquella noche cayeron algunos copos de nieve, y el día de Pascua de Resurrección amaneció con la ciudad cubierta por una ligera capa de polvo blanco. A las nueve de la mañana, el termómetro aún no había superado los cinco grados (lo haría más tarde, aunque sólo por unos minutos), y me sentí realmente tentado de quedarme en la cama. Pero Lucius Isaacson tenía importantes noticias que darnos, o al menos eso dijo por teléfono, de modo que mientras repicaban las campanas de Grace Church y montones de feligreses con las cabezas cubiertas se concentraban tanto frente a la entrada como dentro, volví a encaminarme al cuartel general, que tan sólo seis horas antes había abandonado.
Lucius había entrevistado la noche anterior al padre de Alí ibn-Ghazi, pero no había averiguado casi nada. El hombre se había mostrado decididamente reticente, sobre todo después de que Lucius le enseñase la placa. Al principio éste había considerado que aquella actitud poco cooperadora era el modo habitual de enfrentarse a la policía en los bajos fondos, pero luego el casero de Ibn-Ghazi le había dicho a Lucius que éste había recibido aquella tarde la visita de un pequeño grupo de hombres, entre los que había dos curas. En general la descripción había coincidido con la que nos había facilitado la señora Santorelli, pero luego el casero había advertido que uno de los dos religiosos llevaba el anillo de sello distintivo de la Iglesia episcopaliana. Esto significaba, por muy raro que pudiera parecer, que católicos y protestantes estaban colaborando juntos para conseguir algún objetivo. El casero no resultó de mucha ayuda para determinar cuál era este objetivo, ya que no sabía de qué habían hablado los dos clérigos con Ibn-Ghazi. Pero tan pronto como éstos se fueron, el inquilino le había liquidado hasta el último centavo de una deuda considerable, y en billetes grandes. Lucius nos hubiera dado esta noticia la noche anterior, pero después de abandonar el gueto sirio había estado casi tres horas en el depósito de cadáveres para averiguar si algún forense había inspeccionado el cadáver de Alí, y en tal caso conocer la opinión que le merecía el asunto. Al final se le informó de que ya se habían llevado el cadáver de Alí para enterrarlo, y que la única copia del informe del forense— excepcionalmente breve según el oficial de guardia nocturno en el depósito de cadáveres— se había enviado al despacho del alcalde Strong.
Resultaba imposible saber qué era exactamente lo que pretendían los dos curas, el forense, el alcalde o cualquiera que estuviese involucrado en aquellas actividades, pero como mínimo parecía que intentaban ocultar los hechos. La sensación de que nos enfrentábamos a un reto mayor que la simple detención de nuestro asesino— una sensación que había echado raíces después del asesinato de Georgio Santorelli— empezaba ahora a crecer y a producirnos irritación.
Espoleados por esta circunstancia irritante, nuestro equipo adoptó y mantuvo un ritmo más o menos acelerado durante la semana siguiente. Los Isaacson visitaban y volvían a visitar los lugares de los asesinatos y las casas de citas, y se pasaban horas y horas intentando descubrir nuevas pistas y tratando de obtener más información de alguien que hubiera visto u oído algo de importancia. Pero por lo general chocaban contra el mismo muro de interposición que había silenciado al padre de Alí ibn-Ghazi. Marcus, por ejemplo, estaba ansioso por someter al vigilante de Castle Garden a un interrogatorio mucho más concienzudo que el que había podido llevar a cabo la noche de la muerte de Alí. Pero cuando regresó al antiguo fuerte le dijeron que el vigilante había abandonado su trabajo y se había marchado de la ciudad sin dejar dicho cuál era su nuevo destino. Todos coincidimos en que era lógico suponer que el hombre se habría marchado en compañía de uno de aquellos impresionantes fajos de billetes que los dos curas sin identificar repartían por la ciudad.
Mientras tanto, Kreizler, Sara y yo seguíamos con la labor de dar entidad a nuestro hombre imaginario, utilizando como puntos de referencia a otras personas detenidas por crímenes similares. Por desgracia no escaseaban sino que, muy al contrario, su número había crecido con la llegada del buen tiempo. Al menos un incidente, de un modo bastante raro, había sido inspirado por el tiempo: Kreizler y yo investigamos el caso de un tal William Scarlet, al que habían detenido en su casa por intentar matar con una hachuela a su hija de ocho años. Un policía de patrulla al que habían llamado al lugar de los hechos se había convertido en el siguiente blanco de Scarlet, y todo el vecindario de la calle Treinta y dos con la avenida Madison se había mantenido despierto durante horas a causa de los enloquecidos desvaríos del asaltante. Tanto la hija como el agente habían escapado sin sufrir graves daños, y la única explicación de Scarlet, al ser arrestado, fue que le había enloquecido una fuerte tormenta con aparato eléctrico que aquella noche había caído sobre la ciudad. De un modo bastante sorprendente, Kreizler no halló gran cosa que oponer a esto. En realidad, Scarlet quería muchísimo a su hija y siempre había mostrado un gran respeto por la ley. Aunque Laszlo se inclinaba por considerar los acontecimientos como el resultado de alguna peculiaridad profundamente escondida en el desarrollo mental de Scarlet, la posibilidad de que el ruido de un potente trueno le hubiese hecho perder temporalmente el juicio no quedaba del todo descartada. En cualquier caso, sin duda era un ejemplo de paroxismo violento pasajero, y eso nos resultaba de muy poca utilidad.
Al día siguiente, Kreizler se llevó consigo a Sara para investigar el caso de Nicolo Garolo, un inmigrante que vivía en Park Row, quien había apuñalado gravemente a su cuñada y a la hija de ésta, de tres años, después de que la niña supuestamente afirmara que Garolo había intentado hacerle daño. Según Laszlo, en este caso hacerle daño significaba un ataque de tipo sexual, y el hecho de que los implicados fueran inmigrantes también resultaba curioso. Sin embargo, la relación familiar limitaba de modo fundamental la importancia del crimen para nuestro trabajo, aunque la cuñada de Garolo había facilitado a Sara algún material interesante para la construcción de su imaginaria mujer.
Además de todo esto, dos veces al día había periódicos que revisar para recoger fragmentos de información interesante. Pero éste era un proceso bastante indirecto pues en los días que siguieron al caso de Castle Garden, los periódicos de Nueva York dejaron de publicar, uno tras otro, información sobre los asesinatos de los muchachos que se prostituían. Además, el grupo de ciudadanos que supuestamente se habían organizado para visitar el Ayuntamiento y exigir información no había llegado a materializarse. En resumen, la breve oleada de interés en el caso que se había exteriorizado fuera de los guetos de inmigrantes después del asesinato de Ibn-Ghazi se había extinguido totalmente, dejando a los periódicos sin otra cosa que ofrecer que noticias sobre asesinatos en el resto del país. Nosotros los estudiábamos pacientemente, esforzándonos por conseguir más elementos que pudiéramos utilizar en la elaboración de nuestras teorías.
No era un trabajo muy estimulante, pues aunque Nueva York era el principal centro en cuanto a crímenes violentos— en especial por lo que se refería a los cometidos contra niños—, el resto de Estados Unidos contribuía en gran medida a mantener en alza las estadísticas nacionales. Había por ejemplo el vagabundo de Indiana (que había permanecido internado en un manicomio y a quien recientemente habían liberado después de declararle cuerdo), que había asesinado a los hijos de una mujer que le había contratado para realizar unos trabajos domésticos; la chica de trece años de Washington, a la que le habían cortado el cuello en Rock Creek Park sin que nadie pudiera adivinar la causa, o el reverendo de Salt Lake City que había asesinado a siete niñas y había quemado sus restos en un horno. Estudiábamos éstos y otros muchos casos: de hecho, cada día se nos presentaba al menos con un incidente o un crimen que incorporar a nuestro retrato en proceso, para poder efectuar la comparación. Sin duda la mayor parte de estos ejemplos implicaban un comportamiento de naturaleza paroxística: estallidos de ira causados por el alcohol o las drogas, que remitirían con el retorno de la sobriedad, o disfunciones cerebrales temporales (como ciertos tipos de ataques epilépticos poco corrientes), que cederían por sí solas. Sin embargo, de vez en cuando surgía un caso en el que concurría una cuidadosa premeditación, y cuando se publicaba la evaluación de los analistas mentales, o aparecían los reportajes sobre los procesos a los acusados, a veces nos proporcionaban algún pequeño descubrimiento.
Hasta los criados de Kreizler contribuían a la búsqueda de una solución, ya fuera mediante el ejemplo o por participación directa. Ya he descrito mis propias especulaciones respecto a Mary Palmer y al posible paralelismo entre su caso y el nuestro. Aquellas reflexiones se sopesaron debidamente y sus aspectos más destacados se anotaron en la gran pizarra, si bien nunca se consultó a la propia Mary al respecto dado que Kreizler seguía insistiendo en que se la informara lo menos posible sobre el caso. Por otro lado, Cyrus había conseguido echar mano a gran parte del material de lectura que Kreizler nos había asignado, y lo devoraba ávidamente No hacía ningún comentario durante las reuniones, salvo cuando se le preguntaba, pero en tales casos daba pruebas de una gran intuición. Por ejemplo, durante una reunión celebrada a medianoche, cuando todos especulábamos sobre el estado mental y físico de nuestro asesino inmediatamente después de cometer sus crímenes, nos enfrentamos de pronto al hecho de que ninguno de nosotros había quitado nunca la vida a otro ser humano. Por supuesto, todos éramos conscientes de que en la habitación había alguien que si lo había hecho, pero nadie se atrevía a preguntarle a Cyrus una opinión de su experiencia… Es decir, nadie excepto Kreizler quien no tuvo ningún reparo en plantear la pregunta lisa y llanamente. Cyrus contestó de la misma forma, confirmando que después de su acto violento no había sido capaz de elaborar ningún plan ni de realizar ningún esfuerzo físico, pero todos nos sorprendimos cuando puntuó esta afirmación con algunas interesantes reflexiones de Cesare Lombroso el italiano al que a veces se le consideraba el padre de la moderna criminología.
Lombroso había postulado la existencia de un tipo de ser humano criminal (en esencia, un retorno al hombre primitivo y salvaje), pero Cyrus afirmó que consideraba semejante teoría poco plausible dada la amplia gama de motivaciones y comportamientos que últimamente había descubierto que podían intervenir en los actos criminales, incluido el suyo. Una cosa bastante interesante era que el doctor H. H. Holmes, el asesino múltiple que aguardaba en Filadelfia a que le colgaran, había afirmado en el transcurso del proceso que se consideraba un representante del tipo criminal de Lombroso. La degeneración tanto mental como moral y física habían sido la causa de sus acciones, aseguraba Holmes, de modo que había que considerar una reducción de sus responsabilidades legales. El debate no le había servido de nada en los tribunales, y después de discutir su caso y el de otros, llegamos a la conclusión de que los actos de nuestro asesino no podían achacarse al retroceso evolutivo más de lo que podrían achacarse los de Holmes. Sencillamente, en ambos individuos la capacidad intelectual de la que habían dado muestras era demasiado significativa.
Y entonces llegó el día en que Stevie Taggert me llevó a reunirme con los Isaacson bajo el puente de Brooklyn. Stevie había continuado haciéndome de mensajero de forma regular, y el hecho de llevar a cabo semejante actividad a espaldas de Kreizler había forjado una especie de vínculo entre nosotros que permitía una comunicación mas franca. En cualquier caso, una mañana nos llegó aviso de que dos muchachitas que jugaban bajo el arco del puente de Brooklyn que pasa por Rose Street habían descubierto un furgón abandonado, en cuyo compartimiento de carga había un cráneo humano, un brazo y una mano. Aunque el crimen no parecía obra de nuestro asesino a juzgar por el estilo, el hecho de que hubieran abandonado el furgón debajo del puente recordaba la afición que nuestro hombre sentía por el agua y las construcciones próximas a ésta, de modo que pensamos que valía la pena echar un vistazo. Sin embargo, las partes del cuerpo eran de un adulto, y además totalmente inidentificables. Y dado que Marcus no descubrió huellas digitales en el furgón que coincidieran con las de nuestro asesino, él y Lucius dejaron el horrible descubrimiento en manos del jefe forense de la ciudad. Para evitar engorrosas preguntas, yo me fui con la calesa antes de que llegaran los hombres del depósito de cadáveres, y mientras nos dirigíamos al centro, Stevie me formuló una pregunta: