— Lo controla— murmuré.
Marcus estuvo de acuerdo conmigo.
— Sí— dijo—. Éste es su mundo, aquí arriba. Sea cual fuese el trastorno mental que el doctor Kreizler ve reflejado en los cadáveres, esto es muy distinto. En estas azoteas actúa con absoluta tranquilidad.
Me estremecí al recibir el impacto de la brisa del río.
— La tranquilidad del mismísimo diablo…— murmuré, y me sorprendí al oír que alguien me contestaba.
— El diablo no, señor— dijo una voz débil, asustada, desde algún lugar próximo a la puerta de la escalera—. Un santo.
— ¿Quién hay ahí?— preguntó Marcus con brusquedad, acercándose cautelosamente hacia la voz—. Sal de ahí o te detengo por interferir en los asuntos de la policía.
— ¡No, por favor!— exclamó la voz, y desde detrás de la puerta de la escalera salió uno de los muchachos maquillados del Golden Rule, que yo no recordaba haber visto abajo. Se había restregado apresuradamente la pintura de la cara y llevaba una manta en torno a los hombros—. Sólo quiero ayudar…— añadió con voz patética, los ojos castaños parpadeando nerviosos. Advertí anonadado que no debía de tener más de diez años.
Cogí a Marcus del brazo y le obligué a retroceder, al tiempo que hacía señas al muchacho para que se acercara.
— No te preocupes, sabemos que es eso lo que pretendes— dije—. Pero sal aquí fuera.— Incluso bajo la luz cada vez más escasa de la azotea, podía ver que la cara del muchacho, así como la manta con la que se arropaba, aparecían manchadas de hollín y brea—. ¿Has pasado aquí toda la noche?— pregunté.
El muchacho asintió.
— Desde que nos lo dijeron.— Estaba a punto de echarse a llorar—. ¡Se suponía que esto no tenía que ocurrir!
— ¿El qué?— pregunté con tono impaciente—. ¿Qué es lo que no tenía que ocurrir? ¿El asesinato?
Al oír aquella palabra, el niño se llevó las pequeñas manos a los oídos y sacudió repetidamente la cabeza.
— Se supone que tenía que ser bueno. Fátima lo dijo. ¡Se suponía que todo iría bien!
Me acerqué a él, le pasé el brazo alrededor de los hombros y lo llevé hasta el bajo murete que separaba la azotea en donde estábamos del edificio de al lado.
— Está bien— dije—. No pasa nada. No va a ocurrir nada más.
— ¡Pero él puede volver!— protestó el muchacho.
— ¿Quién?
— ¡El! ¡El santo de Fátima! ¡El que iba a llevársela con él!
Marcus y yo nos miramos instantáneamente: él.
— Oye— le dije al muchacho con voz tranquila—, ¿qué te parece si empiezas diciéndome cómo te llamas?
— Bueno…— El muchacho sorbió por la nariz—. Abajo me llaman…
— Olvídate ahora de cómo te llaman abajo.— Le mecí ligeramente los hombros con mi brazo—. Sólo quiero saber qué nombre te pusieron al nacer.
El muchacho guardó silencio y sus enormes ojos nos estudiaron con cautela. Debo admitir que la situación era bastante desconcertante también para mí. No se me ocurrió más que sacar un pañuelo y empezar a quitarle la pintura de la cara.
La cosa funcionó.
— Joseph— murmuró.
— Bien, Joseph— dije en tono amistoso—. Yo me llamo Moore Y éste de aquí es el sargento detective Isaacson. Y ahora… ¿qué te parece si nos lo explicas todo sobre este santo tuyo?
— Oh, no era mío— se apresuró a replicar Joseph—. Era de Fátima.
— ¿Te refieres a que era el santo de Alí ibn-Ghazi?
Asintió rápidamente.
— Ella… Él… Fátima… llevaba unas dos semanas diciendo que había conocido a un santo. No como el santo patrón, el de la iglesia… No era de esos. Era solo una persona bondadosa, que se iba a llevar a Fátima a vivir con él, lejos de Scotch Ann.
— Entiendo. Supongo que conocías muy bien a Alí, ¿verdad?
Otro gesto de asentimiento.
— Era mi mejor amiga en el club. Todas las chicas la querían, por supuesto, pero nosotras éramos amigas especiales.
Ya había limpiado del todo la cara a Joseph; que resultó ser un muchachito realmente atractivo.
— Parece que Alí se llevaba bien con todo el mundo— observé—, con los clientes también, supongo.
— ¿Quién le ha dicho eso?– replicó Joseph, y las palabras le brotaron cada vez más aceleradamente—. Fátima odiaba trabajar aquí. Siempre le hacia creer a Scotch Ann que le gustaba porque no quería volver con su padre. Pero lo odiaba, y cuando estaba a solas con un cliente…. en fin, podía ponerse bastante furiosa. Aunque a algunos clientes…— El muchacho desvió la mirada, claramente turbado.
— Continúa, Joseph— dijo Marcus—. No te preocupes.
— Bueno…— Joseph nos miró primero a uno y luego al otro—. Hay algunos clientes a los que les gusta cuando a ti no te gusta.— Bajó los ojos hasta mirarse los pies—. Algunos hasta pagan más por eso… Scotch Ann siempre pensaba que Fátima estaba fingiendo, para conseguir más dinero. Pero en realidad lo odiaba.
Sentí en el estómago una punzada de repulsión física a la vez que de profunda compasión, y a Marcus la cara le traicionó con una reacción similar. Pero habíamos conseguido un respuesta a nuestra anterior pregunta.
— Ahí lo tenemos— me susurró Marcus—. Latente, pero real… Resentimiento y resistencia.— Luego se dirigió a Joseph—. ¿Sabes si algún cliente se había enfurecido con Fátima?
— Un par de veces— contestó el muchacho—. Pero a la mayoría les gustaba, ya se lo he dicho.
Se produjo un breve silencio, y luego el estruendo del tren elevado de la calle Tres me estremeció, devolviéndome al tema que nos interesaba.
— Y este santo suyo…— dije—. Esto es muy importante, Joseph… ¿Le has visto alguna vez?
— No, señor.
— ¿Se reunió Fátima alguna vez con un hombre en la azotea?— preguntó Marcus—. ¿Viste a alguien llevando alguna bolsa grande?
— No, señor— contestó Joseph, algo desconcertado, pero luego se animó, en un intento por complacernos—. Pero el hombre vino más de una vez después de que Fátima lo conociera, eso sí lo sé, y le pidió que nunca dijese quién era.
Marcus esbozó una ligera sonrisa.
— O sea que un cliente.
— ¿Y tú nunca imaginaste quién podía ser?— le pregunté.
— No, señor— contestó Joseph—. Fátima me dijo que si mantenía el secreto y era bueno, entonces tal vez algún día ese hombre también me llevaría con él.
Volví a pasarle el brazo por encima de los hombros y le di un apretón, mirando una vez más por las azoteas.
El Golden Rule no nos proporcionó más información significativa esa noche, ni tampoco los demás vecinos del edificio ni de la manzana que interrogamos. Sin embargo, antes de marchar de allí sentí que debía preguntar a Joseph si quería dejar el trabajo en el establecimiento de Scotch Ann: me parecía demasiado joven para aquella profesión— incluso dentro de los patrones habituales de las casas de citas—, y pensé que era una buena ocasión para conseguir que Kreizler lo aceptara como un caso de caridad en el Instituto. Sin embargo, Joseph huérfano desde los tres años, estaba ya harto de institutos, orfanatos y casas de crianza (por no mencionar los callejones y los vagones vacíos del tren), y aunque yo le dije que el Instituto de Kreizler era diferente, mi comentario no surtió efecto alguno. El Golden Rule era el único hogar de los que había conocido donde no le habían dado de comer mal ni le habían pegado. Por repulsiva que pudiera ser, Scotch Ann tenía interés en mantener a sus muchachos bastante sanos y sin cicatrices. Este hecho era mucho más importante para Joseph que cualquier cosa que pudiera decirle sobre los males y peligros del lugar. Además su desconfianza por los hombres que le prometían una vida mejor en otro lugar se había acrecentado después de la historia de Alí ibn-Ghazi y su santo.
Por triste que pudiera parecerme, la decisión de Joseph era inapelable: en 1896 no había forma de pasar por encima de la voluntad del muchacho y persuadir a algún organismo de la Administración (como los que se han creado recientemente) para que se lo llevara a la fuerza del Golden Rule. Por lo general, en aquel entonces la sociedad norteamericana no reconocía (como en gran parte sigue sin reconocer ahora) que los niños no pueden ser totalmente responsables de sus propios actos y decisiones: la mayoría de los norteamericanos nunca han contemplado la infancia como una etapa independiente y especial del crecimiento, fundamentalmente distinta de la edad adulta y sujeta a sus propias reglas y leyes. En general, a los niños se les veía y se les sigue viendo como a adultos en miniatura y, según las leyes de 1896, si ellos querían entregarse al vicio, esto era asunto suyo… Sólo suyo. Por eso me pareció que no me quedaba sino despedirme de aquel asustado pequeño de diez años, y preguntarme si sería el próximo chiquillo que se cruzaría en el camino de aquel carnicero que frecuentaba las casas de mala nota como el Golden Rule. Pero entonces, justo cuando estaba a punto de abandonar el lugar, se me ocurrió una idea que podía contribuir a la seguridad de Joseph y permitirnos avanzar en nuestra investigación.
— Joseph— le dije, acuclillándome para hablarle frente a la entrada del club—, ¿tienes muchos amigos que trabajen en sitios como éste?
— ¿Muchos amigos?— inquirió, apoyando pensativo un dedo sobre los labios—. Bueno, conozco a algunos. ¿Por qué?
— Quiero que les transmitas lo que voy a decirte. El hombre que mato a Fátima ha matado ya a otros chicos que hacen este tipo de trabajo… la mayoría muchachos, aunque no exclusivamente. Por algún motivo que todavía no sabemos, todos procedían de locales como el tuyo. Así que quiero que adviertas a tus amigos que a partir de ahora tengan mucho, muchísimo cuidado con sus clientes.
Joseph reaccionó ante esta apremiante petición, retrocediendo ligeramente y mirando la calle arriba y abajo con expresión temerosa. Pero no echó a correr.
— ¿Por qué sólo en sitios como éste?— preguntó.
— Ya te he dicho que no lo sabemos. Pero lo más probable es que vuelva, así que advierte a todos que mantengan los ojos muy abiertos. Buscad a alguien que se enfurezca cuando alguno de vosotros se ponga…— me esforcé en buscar la palabra adecuada— difícil.
— ¿Quiere decir chulo?— preguntó Joseph—. Así es como lo llama Scotch Ann: ponerse chulo.
— Exacto. Tal vez por eso eligiera a Fátima. No me preguntes por qué, porque lo ignoro. Pero ten cuidado. Y lo más importante de todo, no vayas con nadie a ningún otro lugar… No abandones el club, por muy amable que te parezca el hombre ni por mucho dinero que te ofrezca. Y lo mismo sirve para tus amigos. ¿Entendido?
— Bien… De acuerdo, señor Moore— contestó Joseph, indeciso—. Pero tal vez… Quizás usted y el sargento detective Isaacson puedan volver de vez en cuando para saber cómo estamos. A los polis que han venido esta mañana no parecía importarles gran cosa. Lo único que han hecho ha sido aconsejar a todo el mundo que tengamos la boca cerrada sobre lo que le ha ocurrido a Fátima.
— Procuraremos venir— contesté, al tiempo que sacaba un lápiz y un trozo de papel del bolsillo de la chaqueta—. Y si alguna vez hay algo que quieras decir a alguien, algo que creas que es importante, puedes venir a esta dirección durante el día, y a esta otra por la noche.— Le di no sólo las señas de nuestro cuartel general sino también las de la casa de la abuela en Washington Square. Por un momento me pregunté qué haría mi abuela si aquel muchacho se presentaba en casa alguna vez. Luego le pedí que me anotara el número de teléfono del Golden Rule—. No acudas a otros policías; cuéntanoslo a nosotros primero, y no les digas a los demás polis que hemos estado aquí.
— No se preocupe— se apresuró a contestar el muchacho—. De todos los polis que he conocido, ustedes dos son los primeros con los que realmente he hablado.
— Tal vez eso se deba a que yo no soy policía— le dije sonriendo.
Él me devolvió la sonrisa y advertí sorprendido que en los rasgos de Joseph estaba viendo la cara de alguien más.
— No tiene aspecto de serlo— contestó el muchacho. Luego juntó las cejas y formuló otra pregunta—: ¿Por qué entonces trata de averiguar quién ha matado a Fátima?
Apoyé una mano sobre la cabeza de Joseph.
— Porque queremos detenerlo.— En aquel preciso momento llegó hasta nosotros la voz grave de Scotch Ann desde la entrada del Golden Rule y, con la barbilla, le señalé hacia allí—. Será mejor que te vayas. Y recuerda lo que te he dicho.
Joseph desapareció en el club con paso rpido, y al incorporarme me encontré con Marcus, que me sonreía.
— Lo has manejado bastante bien— me dijo—. ¿Has pasado mucho tiempo con muchachos?
— Bastante— contesté, sin especificar. No tenía deseos de revelarle lo mucho que los ojos y la sonrisa de Joseph me habían recordado los de mi hermano a su misma edad.
Mientras regresábamos andando, Marcus y yo comentamos el estado actual de las cosas. Seguros ahora de que el hombre a quien buscábamos estaba muy familiarizado con sitios como el Golden Rule y el Salón Paresis, intentamos dilucidar qué tipo de gente, aparte de los clientes indagaría regularmente por tales madrigueras. Se nos ocurrió que podría ser un periodista, o un investigador social como Jake Iris– un hombre empeñado en descubrir los males de la ciudad y tal vez empujado a grandes locuras de tanto estar expuesto al vicio—, pero casi al instante llegamos a la conclusión de que nadie había desencadenado en la prensa una cruzada contra la prostitución infantil, y menos aún contra la específicamente homosexual. Esto nos llevaba a sospechar de misioneros u otros trabajadores de la Iglesia, una categoría que parecía más prometedora. Al acordarme de lo que Kreizler había dicho sobre la relación entre manías religiosas y asesinos en serie, me pregunté si no estaríamos frente a alguien decidido a transformarse en la mano de un dios encolerizado sobre la Tierra. Kreizler había dicho que no consideraba probable la existencia de una motivación religiosa, pero podía estar equivocado en esto, ya que los misioneros y clérigos viajaban frecuentemente por las azoteas durante sus visitas a las casas. De todas formas, por lo que Joseph nos había contado, al final Marcus y yo desechamos semejante hipótesis. El hombre que había matado a Alí ibn-Ghazi visitaba regularmente el Golden Rule, y estas visitas habían pasado desapercibidas. Un cruzado reformista digno de tal nombre habría hecho todo lo posible para convertirse en el centro de atención.
— Sea quien sea— concluyó Marcus cuando nos acercábamos al número 808 de Broadway—, una cosa es segura: que puede entrar y salir sin que nadie lo advierta. Es indudable que su aspecto debe de ser el de alguien que frecuenta este tipo de locales.