Al acercarnos al extremo norte del parque, Stevie ganó velocidad y poco faltó para que nos metiéramos en medio de una falange de unos veinte policías que trotaban hacia Castle Garden. Doblamos bruscamente hacia la izquierda por Battery Place para seguir por los desiertos muelles, y al hacerlo obtuve una breve pero clara visión de una lujosa berlina que se hallaba aparcada en una esquina, desde donde disfrutaba de una espléndida vista de los acontecimientos que se desarrollaban en el fuerte. Una mano con las uñas muy cuidadas y una elegante sortija de plata en el dedo meñique asomó por la puerta de la berlina, seguida por la parte superior del cuerpo de un hombre. Incluso bajo la tenue luz de las farolas distinguí el centelleo de una preciosa aguja de corbata, y a continuación los atractivos rasgos de un moreno irlandés: Paul Kelly. Grité a Kreizler para que mirara, pero avanzábamos con excesiva rapidez para que pudiera echar un vistazo. Sin embargo, cuando le conté lo que había visto, su rostro reveló que ya había sacado sus propias conclusiones.
Así pues lo de la turba había sido obra de Kelly, probablemente en respuesta a los comentarios de Steffen sobre Biff Ellison en el Post. Todo encajaba: Kelly no era conocido precisamente por lanzar amenazas en balde, y enfurecer a aquella gente profundamente irritada por culpa de los asesinatos debía de haber sido un juego de niños para un hombre tan taimado como él. Sin embargo, la jugada había estado a punto de costarle muy cara a nuestro equipo, y de hecho aún temía que pudiera suceder algo. Y mientras seguía agarrado al lateral de la veloz calesa me jure que, si algo les pasaba a Theodore o a los Isaacson, haría personalmente responsable de ello al jefe de los Five Pointers.
Stevie no aflojó la marcha de Frederick en ningún momento durante el trayecto a casa, y nadie le pidió que lo hiciera… Todos nosotros, cada uno por su razón particular, quería alejarse de Castle Garden. Había charcos de lluvia en muchas de las calles toscamente pavimentadas del West Side, y cuando llegamos al 808 de Broadway yo estaba salpicado de barro, frío como un témpano, y dispuesto a dar por finalizada la noche (o la mañana ya que el amanecer no andaba muy lejos). Pero aún había que subir el equipo y registrar nuestras impresiones sobre el asesinato mientras estaban recientes, de modo que obedientemente nos dispusimos a ello. Cuando el ascensor llegó al sexto piso, Kreizler descubrió que había extraviado la llave y yo le di la mía, toda cubierta de barro. A las cinco y cuarto de la mañana de aquel sábado entramos en nuestro cuartel general, sucios y exhaustos.
Así que mi sorpresa y mi alegría fueron mucho mayores cuando lo primero que percibieron mis sentidos fueron los olores a carne, huevos fritos y café recién hecho. Había una luz encendida en la pequeña cocina de fondo de nuestro piso, y divisé a Mary Palmer— vestida no con su uniforme de lino azul sino con una bonita blusa blanca, una falda a cuadros y un delantal— trajinando por allí con movimientos rápidos y precisos. Solté las cajas que llevaba arrastrando.
— Dios me ha enviado un ángel— exclamé, precipitándome hacia la cocina.
Mary se sobresaltó un poco al ver mi cuerpo embarrado que surgía de entre las sombras, pero sus ojos azules pronto se tranquilizaron y me obsequió con una tenue sonrisa, ofreciéndome un trocito de carne chisporroteante ensartado en el extremo de un largo tenedor de madera, y luego una taza de café.
— Mary, ¿cómo has podido…?– empecé pero dejé la pregunta a medio formular y me concentré en la deliciosa comida. Mary tenía en marcha una gran producción: gran cantidad de huevos y lo que parecían delgadas lonchas de ternera dentro de unas profundas sartenes de hierro que debía de haber traído de casa de Kreizler. Me hubiese quedado un rato allí, impregnándome de aquel calor y aquellos aromas, pero al darme la vuelta vi a Lazslo de pie a mis espaldas, con los brazos cruzados y una mirada severa en el rostro.
— Bien— exclamó—, supongo que ya sé qué ha sido de mi llave.
Di por sentado que aquella amonestación era en broma.
— Lazslo— dije con la boca llena de carne—, creo que realmente podré sobrevivir…
— ¿Querrías excusarnos a Mary y a mí un momento, Moore?— preguntó mi amigo con el mismo tono severo, y por la expresión del rostro de la muchacha comprendí que ella sabía que hablaba completamente en serio, aunque yo no lo creyera así. Sin embargo, en vez de preguntarselo, cogí un par de huevos y un poco más de carne en un plato, agarré mi taza de café y me dirigí a mi escritorio.
Tan pronto como salí de la cocina, oí a Kreizler que empezaba a reprender a Mary en términos nada ambiguos. La pobre muchacha era incapaz de ofrecer otra respuesta que no fuera un ocasional no y un breve y silencioso sollozo. Aquello no tenía sentido para mí; en mi opinión, ella no se había limitado a cumplir como criada, y la actitud de Kreizler era inexplicablemente mezquina. Sin embargo, mis pensamientos se vieron distraídos por Cyrus y Stevie, que se inclinaron hambrientos y babeantes sobre mi plato.
— Eh, eh, muchachos— exclamé, cubriendo mi comida con los brazos—. No hace falta llegar a las manos. Hay mucha más en la cocina.
Los dos se precipitaron hacia el fondo, y sólo se contuvieron un poco al encontrarse con Kreizler.
— Comed algo— les dijo Laszlo, con brusquedad—, y luego acompañad a Mary a casa. Rápido.
Stevie y Cyrus murmuraron asintiendo, y luego saltaron sobre la confiada carne y los huevos. Kreizler arrastró una de las sillas verdes de la marquesa Carcano entre el escritorio de Sara y el mío y se dejó caer cansadamente en el asiento.
— ¿No quieres comer nada, Sara?— le preguntó Laszlo en voz baja.
Ella mantenía la cabeza apoyada sobre los brazos en su escritorio, pero la incorporó un poco para sonreír y contestar:
— No, gracias, doctor. No podría. Y además no creo que a Mary le gustara mi presencia en la cocina.
Kreizler asintió.
— Un poco duro con la muchacha, ¿no te parece, Kreizler?— le dije con toda la seriedad que me fue posible a través de la boca llena de comida.
Él suspiró y cerró los ojos.
— Te agradeceré que no interfieras en esto, John. Es posible que parezca severo, pero no quiero que Mary sepa nada sobre este caso.— Abrió los ojos y miró hacia la cocina—. Por múltiples motivos.
Hay ocasiones en la vida en que uno tiene la sensación de haber entrado en el teatro equivocado en mitad de una representación. De pronto percibí que entre Laszlo, Mary y Sara parecía funcionar una química muy extraña. No habría podido etiquetarla aunque me hubiesen pagado por ello, pero al sacar una botella de excelente coñac francés del último cajón del escritorio y añadir un poco a mi café todavía humeante, fui cada vez más consciente de que en aquella enorme habitación el aire se había cargado de repente. Esta sensación instintiva se confirmó cuando Mary, Stevie y Cyrus salieron de la cocina y Kreizler les pidió que le devolvieran la llave. Mary se la entregó a regañadientes, y de pronto capte que, al dirigirse a la puerta con los otros dos, lanzaba a Sara una mirada breve e irritada. No cabía duda alguna: existía algo subterráneo en toda aquella actividad.
Pero había temas más importantes que tratar, y cuando Mary, Stevie y Cyrus se hubieron ido, los demás nos dispusimos a intercambiar ideas. Kreizler se acercó a la pizarra, que había dividido en tres zonas generales: INFANCIA a la izquierda, INTERVALO en el centro y ASPECTOS DE LOS CRÍMENES a la derecha. Laszlo fue anotando en las respectivas casillas las teorías que habíamos desarrollado en la azotea de Castle Garden, dejando un pequeño espacio para cada discernimiento sobresaliente que los Isaacson pudieran aportar desde que los habíamos dejado. Entonces Kreizler se apartó de la pizarra para revisar la lista de detalles, y aunque a mi modo de ver ésta ofrecía pruebas de que había sido una noche productiva, él pareció considerarla poco útil. Lanzaba arriba y abajo el trozo de tiza, cambiando el peso de un pie al otro, y finalmente anunció que había otro factor significativo que debíamos anotar: en la esquina superior derecha de la pizarra, bajo el encabezamiento ASPECTOS DE LOS CRÍMENES, escribió la palabra AGUA.
Esto me desconcertó, pero Sara, después de pensar en ello, señaló que cada uno de los asesinatos cometidos desde enero había tenido lugar cerca de una gran cantidad de agua, y que a los Zweig en realidad los habían dejado dentro de un depósito de agua. Cuando pregunté si esto no sería una simple coincidencia, Kreizler dijo que dudaba que un planificador tan escrupuloso como nuestro asesino permitiera tantas coincidencias. Entonces se acercó a su escritorio y, de una pila de libros, sacó un viejo ejemplar encuadernado en piel. Al ver que encendía la lamparita de mesa, me armé de valor esperando alguna cita técnica de alguien como por ejemplo el profesor Mosso de Turín (de quien recientemente había sabido que estaba iniciando investigaciones sobre la medición física en la manifestación de los estados emocionales). Pero lo que Laszlo leyó, con voz tranquila y cansada, fue algo absolutamente distinto:
— ¿Quien es capaz de entender sus propios errores? Límpiame tú de mis pecados secretos.
Kreizler apagó la lamparita del escritorio. Seguidamente hice un intento a ciegas y supuse que la cita era de la Biblia, ante lo cual Laszlo asintió, observando que nunca cesaría de sorprenderse ante el número de referencias a la limpieza que encontraba en las obras religiosas. Pero se apresuró a añadir que no creía que nuestro hombre padeciera necesariamente manía o demencia religiosa (si bien tales aflicciones habían caracterizado a más asesinos en serie que cualquier otra forma de enfermedad mental); en cambio, había leído la cita para indicar, si bien poéticamente, hasta qué punto el asesino se sentía oprimido por los sentimientos de pecado y de culpa, para los cuales el agua era metafóricamente un antídoto.
La observación pareció afectar la garganta de Sara: con una voz tomada, sin duda impaciente, observó que Kreizler regresaba persistentemente a la idea de que nuestro asesino era consciente de la naturaleza de sus acciones y deseaba que lo apresaran, aunque al mismo tiempo seguía escapando y matando a jovencitos. Si dábamos por supuesto que estaba cuerdo, entonces nos enfrentábamos a la inquietante pregunta de qué posible satisfacción o beneficio obtenía de semejante carnicería. Antes de contestar a esta aguda observación, Laszlo hizo una pausa, buscando cuidadosamente las palabras. Él sabía, lo mismo que yo, que aquélla había sido una noche muy larga y desconcertante para Sara. Y yo también sabía que, después de haber visto uno de aquellos cuerpos, lo último que deseaba era oír un análisis descriptivo del contexto mental del responsable: la tristeza, la rabia y el horror eran demasiado intensos. Pero persistía el hecho de que semejante análisis era obligatorio, sobre todo en aquel momento tan intenso. Y a Sara había que atraerla inmediatamente a la tarea antes que a cualquiera de los demás, objetivo al que Laszlo se aproximó indirectamente formulándole algunas amables preguntas, al parecer sin relación alguna.
Le pidió que imaginara que entraba en un salón grande y algo destartalado en el que resonaba el eco de gente murmurando y hablando repetitivamente para sí, y que aquella gente caía postrada a su alrededor, algunos incluso sollozando. ¿Dónde se encontraba? La respuesta de Sara fue inmediata: en un manicomio. Quizá, replicó Kreizler, pero también podía estar en una iglesia. En el primer caso, la conducta se consideraría de locos; en el segundo, no sólo de cuerdos sino tan respetable como lo pudiera ser cualquier actividad humana. Kreizler prosiguió poniendo otros ejemplos. Si una mujer y sus hijos se veían amenazados con todo tipo de violencia por parte de un grupo de asaltantes, y la única arma de que disponía la madre era algo parecido a un cuchillo de carnicero, ¿consideraría Sara que los esfuerzos necesariamente horribles de la mujer para matar a aquellos hombres eran obra de una loca furiosa? Otro ejemplo: si una madre descubría que su marido golpeaba a sus hijos y mantenía relaciones sexuales con ellos, y en mitad de la noche le cortaba el cuello, ¿calificaría aquello de inaceptable brutalidad? Sara dijo que iba a contestar a aquellas preguntas, aunque consideraba tales casos muy diferentes al que nos enfrentábamos en aquellos momentos. Esto provocó una rápida réplica por parte de Laszlo: la única diferencia, declaró, estribaba en las percepciones de Sara ante los distintos ejemplos. Un adulto protegiendo a un niño, o un niño protegiéndose a sí mismo, era aparentemente un contexto en el que Sara podía justificar incluso la mas terrible de las violencias. Pero ¿y si nuestro asesino contemplara sus actuales actos precisamente como este tipo de protección? ¿Podía Sara cambiar lo suficientemente su punto de vista para entender que cada víctima y cada situación que conducían a un asesinato resonaban dentro del asesino como una lejana experiencia de amenaza y de violencia, y lo conducían, por razones que aún no habíamos definido del todo, a tomar violentas medidas en defensa propia?
Sara siguió negándose a aceptar aquello, más por ser reacia a ello que por incapacidad. Por mi parte, me sorprendí al ver que mis propios pensamientos iban exactamente en la línea de los de Kreizler. Tal vez el coñac empujara mi mente más allá de sus habituales limitaciones, en todo caso, empecé a decir que cada cuerpo muerto parecía, a la luz que Laszlo iba proyectando, una especie de espejo. Mi amigo alzó un puño al aire y exclamó satisfecho que, en efecto, los cadáveres eran el reflejo de algún conjunto de experiencias salvajes de importancia decisiva en la evolución mental de nuestro hombre. Si tomábamos el enfoque biológico y nos concentrábamos en la formación que el profesor James denominaba vías neurales, o por el contrario tomábamos la vertiente filosófica, la cual nos llevaría a una discusión sobre el desarrollo del alma, llegaríamos a una misma conclusión: la idea de un hombre para el que la violencia era no sólo una conducta profundamente arraigada sino el punto de partida de sus experiencias más significativas. Lo que él veía cuando miraba a aquellos muchachitos muertos era sólo una representación de lo que sentía que le habían hecho a él— aunque sólo fuera físicamente— en algún momento lejano de su pasado. Como es lógico cuando mirábamos aquellos cadáveres, nuestro primer pensamiento era de venganza por los muertos y de protección para las futuras víctimas. Sin embargo, la gran ironía radicaba en que nuestro asesino creía que se estaba proporcionando justamente ambas cosas: venganza para el niño que había sido y protección para el espíritu torturado en que se había convertido.